En el 273 Ptolomeo envió una embajada a los romanos que, sin habérselo propuesto demasiado, habían seguido creciendo en influencia. Muchas tribus itálicas habían solicitado su ayuda frente a las colonias griegas del sur y también la alianza y la extensión de los derechos romanos para sus ciudades. Pero cuando los habitantes de Thurii les pidieron auxilio para enfrentar a la ciudad de Tarento, ésta recurrió al rey Pirro de Epiro, del otro lado del mar Adriático. Los romanos tuvieron que enfrentarse por primera vez a un verdadero ejército helenístico, que desembarcó en Italia con 25.000 hombres y 20 elefantes. Ni siquiera este arsenal nunca visto por ellos consiguió doblegarlos y, a pesar de varias derrotas, lograron vencer en 275. La noticia del sensacional fracaso de Pirro frente a la hasta entonces poco conocida república había causado una honda impresión en todo el mundo griego y por eso Ptolomeo buscó el acercamiento con aquel estado que se había impuesto sobre todas las ciudades griegas del sur de la península. Los embajadores romanos que respondieron la visita, habituados a la austeridad en su patria, quedaron asombrados al contemplar el lujo de la corte de Alejandría. Desde entonces los romanos fueron sus aliados y se encargaron de vigilar atentamente la expansión de los otros reinos herederos de Alejandro y rivales del Egipto helenístico.
En Asia Menor, por la misma fecha, los galos que antes habían asolado Italia y Grecia fueron rechazados, pero sin ser
expulsados totalmente. Un importante asentamiento suyo en el centro de la región le dio un nuevo nombre al lugar: Galacia.
Durante mucho tiempo los reyes de Alejandría se siguieron enfrentando a los reyes de Antioquía (los sucesores de Seleuco) por el dominio de Palestina y la comunidad de Jerusalén estuvo dividida entre los simpatizantes de los egipcios y de los sirios. La suerte de los judíos se parecía a un barco en la tormenta, aplastado de un lado por las victorias de Antíoco y de otro por los reveses de su fortuna (Josefo, Antig. XII,130). Sin embargo, quien se animara a mirar el presente con una actitud creyente podría descubrir que detrás de los hechos menos comprensibles se escondía un designio secreto de Dios, que no dejaba de acompañar a su pueblo. Para explicarlo de un modo sencillo un escritor compuso, a partir del modelo de las historias de los patriarcas, un relato edificante que pudiera estimular en los judíos la confianza en el Dios providente. Usando como ambientación la cautividad de las tribus del norte de Israel llevadas a Asiria, el autor relató el sufrimiento del viejo Tobit, un hombre fiel a la ley y practicante de obras de misericordia, que debió sufrir por eso discriminación. Como si eso fuese poco, se había quedado ciego. Habiendo enviado a su hijo Tobías al país de los medos a cobrar una cuenta en casa de un pariente, el joven conoció a su prima Sara. Ella también sufría por haber visto morir a siete maridos antes de poder consumar su matrimonio. Al casarse con ella se acabó la mala suerte y al regresar con ella a su casa se curó la ceguera de su padre.
En Asia Menor, por la misma fecha, los galos que antes habían asolado Italia y Grecia fueron rechazados, pero sin ser
expulsados totalmente. Un importante asentamiento suyo en el centro de la región le dio un nuevo nombre al lugar: Galacia.
Durante mucho tiempo los reyes de Alejandría se siguieron enfrentando a los reyes de Antioquía (los sucesores de Seleuco) por el dominio de Palestina y la comunidad de Jerusalén estuvo dividida entre los simpatizantes de los egipcios y de los sirios. La suerte de los judíos se parecía a un barco en la tormenta, aplastado de un lado por las victorias de Antíoco y de otro por los reveses de su fortuna (Josefo, Antig. XII,130). Sin embargo, quien se animara a mirar el presente con una actitud creyente podría descubrir que detrás de los hechos menos comprensibles se escondía un designio secreto de Dios, que no dejaba de acompañar a su pueblo. Para explicarlo de un modo sencillo un escritor compuso, a partir del modelo de las historias de los patriarcas, un relato edificante que pudiera estimular en los judíos la confianza en el Dios providente. Usando como ambientación la cautividad de las tribus del norte de Israel llevadas a Asiria, el autor relató el sufrimiento del viejo Tobit, un hombre fiel a la ley y practicante de obras de misericordia, que debió sufrir por eso discriminación. Como si eso fuese poco, se había quedado ciego. Habiendo enviado a su hijo Tobías al país de los medos a cobrar una cuenta en casa de un pariente, el joven conoció a su prima Sara. Ella también sufría por haber visto morir a siete maridos antes de poder consumar su matrimonio. Al casarse con ella se acabó la mala suerte y al regresar con ella a su casa se curó la ceguera de su padre.
Todo el relato pretendía dejar una enseñanza mediante proverbios, a modo de consejos para una vida piadosa en la presencia de Dios, que dispone todas las cosas para el bien de los que le aman, como expresaba el viejo Tobit antes de morir: Todos los israelitas que se hayan salvado en aquellos días se acordarán sinceramente de Dios e irán a reunirse en Jerusalén; habitarán seguros en la tierra de Abraham y la recibirán para siempre. Se alegrarán los que aman verdaderamente a Dios, y desaparecerán de la tierra los que comenten el pecado y la injusticia. Ahora, hijos míos, yo les recomiendo que sirvan a Dios de verdad y que hagan lo que a él le agrada. Manden a sus hijos que practiquen la justicia y la limosna, que se acuerden de Dios y bendigan de verdad su Nombre, siempre y con todas sus fuerzas (Tob 14,7-8).
Conciente de la trascendencia de Dios, el autor incluyó en el relato a un intermediario que asegurara, a la vez, la distancia que separaba al Dios Altísimo respecto a sus criaturas y la cercanía del Omnipotente que intervenía en la vida cotidiana de los hombres. A través de la presencia de un mensajero (gr. angelos) llamado Raphael (hebr. medicina de Dios), YHWH había ejercido su bondad: Cuando no dudabas en levantarte de la mesa para dar sepultura a un cadáver, yo fui enviado para ponerte a prueba. Pero Dios también me envió para curarte a ti y a tu nuera Sara. Yo soy Raphael, uno de los siete mensajeros que están delante de la gloria del Señor y tienen acceso a su presencia (Tob 12,13-15).
En el año 198 el país de Judá cayó definitivamente en manos de los sirios, cuando Antíoco III, en el sitio donde nace el río Jordán, aplastó con sus elefantes al ejército egipcio. El nuevo dueño de Judá reconoció el régimen teocrático ya establecido y se mostró generoso con los judíos: Como los judíos, desde que entramos en su país, han demostrado sus buenas disposiciones para con nosotros y en nuestra llegada a su ciudad nos recibieron magníficamente y salieron a nuestro encuentro con su senado, proveyendo abundantemente a la subsistencia de nuestros soldados y elefantes y ayudándonos a echar a la guarnición egipcia instalada en la ciudadela, hemos creído conveniente reconocer por nuestra parte todos esos buenos oficios, levantar su ciudad asolada por las desgracias de la guerra y repoblarla haciendo volver a ella a los que habían sido dispersados... Que se acaben los trabajos del Templo, los pórticos y todo lo que pueda ser necesario reconstruir. La madera se sacará de la misma Judea y de los otros pueblos y del Líbano sin someterlo a ningún impuesto. Lo mismo se hará con todos los demás materiales necesarios para enriquecer la restauración del Templo.
Todos los miembros de la nación deben vivir según las leyes de sus padres. El senado, los sacerdotes, los escribas del Templo y los cantores del Templo quedarán exentos del censo, del impuesto de la corona y de la tasa sobre la sal.
Para que la ciudad se repueble como antes, concedo a quienes la habitan actualmente y a los que vayan a establecerse allí hasta el mes de Hiperberetaios, una exención de tributos durante tres años. Los eximimos además para el futuro del tercio del tributo para indemnizarlos por sus pérdidas. En cuanto a los que fueron deportados de la ciudad y reducidos a esclavitud, les devolvemos la libertad y ordenamos que se les restituyan sus bienes (Josefo, Antig. XII,138-144).
Para entonces Antíoco era, sin duda, el rey más poderoso del mundo helénico. Su dominio se extendía desde el mediterráneo hasta el golfo Pérsico y los partos de las orillas del mar Caspio eran sus tributarios. En 197 había tomado toda la costa de Asia Menor y luego había pasado a la Grecia continental, donde había reconstruido la ciudad de Lisimaquia como capital para su hijo. Un príncipe fenicio llamado Hanibaal, procedente de una colonia africana, se había exiliado por esta fecha en su corte después de haber fracaso en una guerra contra la liga de ciudades presidida por Roma.
Ante el peligro que implicaba para algunos la creciente instalación de las costumbres helenísticas en Jerusalén, la facción más conservadora y apegada a la ley mosaica logró de parte de Antíoco la promulgación de un decreto que asegurara la pureza ritual de la ciudad y del Templo. Para eso se prohibió la entrada en el recinto sagrado a los no judíos y la introducción y crianza en la ciudad de animales considerados impuros por la Ley, de su carne e incluso de sus pieles: quien transgrediera alguna de estas órdenes, deberá pagar a los sacerdotes 3000 dracmas de plata (Josefo, Antig. XII,145).
Un habitante de Jerusalén llamado Jesús ben Sirá decidió apoyar estas disposiciones a través de una larga reflexión
sapiencial que recogiera el patrimonio religioso y cultural judío. Le interesó mostrar que el ideal del hombre sabio no podía ser otro que el del sabio judío, pues la Sabiduría no era otra cosa que la Ley de Moisés: "El Creador de todas las cosas me dio una orden, el que me creó me hizo instalar mi carpa, él me dijo: "Levanta tu carpa en Jacob y fija tu herencia en Israel". El me creó antes de los siglos, desde el principio, y por todos los siglos no dejaré de existir..." Todo esto es el libro de la Alianza del Dios Altísimo, la Ley que nos prescribió Moisés como herencia para las asambleas de Jacob (Ecli 24,8-9.23). Presentando de una manera muy didáctica y de agradable lectura los distintos aspectos de la vida (familia, amigos, piedad, prudencia, atención a los necesitados) propuso a los jóvenes entusiastas de los filósofos helénicos un abundante repertorio de sabias sentencias procedentes de la tradición de Israel. Así, sin quedarse meramente en el escepticismo del Qohelet, mostró dónde estaba la verdadera felicidad. Hasta que en los siglos XIX y XX de nuestra era aparecieron fragmentos hebreos, este texto fue conocido únicamente a través de una traducción griega hecha en Egipto por el nieto del autor en el 132 (cf. Prólogo del traductor 7-30).
La política universalista de Antíoco III, inspirada en el ideal helenista de Alejandro, no pudo seguir progresando debido al choque con ese poder que él había subestimado durante tanto tiempo: el Senado y el Pueblo Romano habían plantado su estandarte en el suelo asiático. Ochenta y cinco años antes, su antecesor Antíoco I habría podido recibir con la misma sorpresa que los demás reyes helénicos la noticia del triunfo de la desconocida Roma sobre el poderoso rey Pirro. Pero muy difícilmente él podría haber sospechado que en menos de un siglo el poder latino sería capaz de llegar hasta sus propios dominios. Y muy probablemente los romanos tampoco lo habrían imaginado. ¿Cómo se había llegado a tal situación? Aunque Roma parecía estar incesantemente en plan de conquista, en realidad siempre había luchado impulsada por los acontecimientos, ya que consideraba que las amenazas dirigidas contra sus aliados le afectaban también a ella. Sus emprendimientos militares no eran otra cosa que la respuesta al pedido de auxilio que le dirigían sus aliados. Pero la ampliación de sus influencias había hecho llegar a Roma hasta las fronteras de los imperios sucesores de Alejandro. Apoyada en su poder y en la confianza que le depositaban los pequeños estados Roma se constituyó en el árbitro que custodiaba el equilibrio político en el Mediterráneo y que decidía hasta donde debía llegar el avance de los reinos poderosos. Esta convicción Virgilio la expresaría en forma poética dos siglos más tarde: Recuerda, romano, que te corresponde regir a los pueblos con estos recursos: imponer los caminos de la paz, perdonar a los sometidos y destrozar a los arrogantes por medio de la guerra (Eneida VI,851-853).
Conciente de la trascendencia de Dios, el autor incluyó en el relato a un intermediario que asegurara, a la vez, la distancia que separaba al Dios Altísimo respecto a sus criaturas y la cercanía del Omnipotente que intervenía en la vida cotidiana de los hombres. A través de la presencia de un mensajero (gr. angelos) llamado Raphael (hebr. medicina de Dios), YHWH había ejercido su bondad: Cuando no dudabas en levantarte de la mesa para dar sepultura a un cadáver, yo fui enviado para ponerte a prueba. Pero Dios también me envió para curarte a ti y a tu nuera Sara. Yo soy Raphael, uno de los siete mensajeros que están delante de la gloria del Señor y tienen acceso a su presencia (Tob 12,13-15).
En el año 198 el país de Judá cayó definitivamente en manos de los sirios, cuando Antíoco III, en el sitio donde nace el río Jordán, aplastó con sus elefantes al ejército egipcio. El nuevo dueño de Judá reconoció el régimen teocrático ya establecido y se mostró generoso con los judíos: Como los judíos, desde que entramos en su país, han demostrado sus buenas disposiciones para con nosotros y en nuestra llegada a su ciudad nos recibieron magníficamente y salieron a nuestro encuentro con su senado, proveyendo abundantemente a la subsistencia de nuestros soldados y elefantes y ayudándonos a echar a la guarnición egipcia instalada en la ciudadela, hemos creído conveniente reconocer por nuestra parte todos esos buenos oficios, levantar su ciudad asolada por las desgracias de la guerra y repoblarla haciendo volver a ella a los que habían sido dispersados... Que se acaben los trabajos del Templo, los pórticos y todo lo que pueda ser necesario reconstruir. La madera se sacará de la misma Judea y de los otros pueblos y del Líbano sin someterlo a ningún impuesto. Lo mismo se hará con todos los demás materiales necesarios para enriquecer la restauración del Templo.
Todos los miembros de la nación deben vivir según las leyes de sus padres. El senado, los sacerdotes, los escribas del Templo y los cantores del Templo quedarán exentos del censo, del impuesto de la corona y de la tasa sobre la sal.
Para que la ciudad se repueble como antes, concedo a quienes la habitan actualmente y a los que vayan a establecerse allí hasta el mes de Hiperberetaios, una exención de tributos durante tres años. Los eximimos además para el futuro del tercio del tributo para indemnizarlos por sus pérdidas. En cuanto a los que fueron deportados de la ciudad y reducidos a esclavitud, les devolvemos la libertad y ordenamos que se les restituyan sus bienes (Josefo, Antig. XII,138-144).
Para entonces Antíoco era, sin duda, el rey más poderoso del mundo helénico. Su dominio se extendía desde el mediterráneo hasta el golfo Pérsico y los partos de las orillas del mar Caspio eran sus tributarios. En 197 había tomado toda la costa de Asia Menor y luego había pasado a la Grecia continental, donde había reconstruido la ciudad de Lisimaquia como capital para su hijo. Un príncipe fenicio llamado Hanibaal, procedente de una colonia africana, se había exiliado por esta fecha en su corte después de haber fracaso en una guerra contra la liga de ciudades presidida por Roma.
Ante el peligro que implicaba para algunos la creciente instalación de las costumbres helenísticas en Jerusalén, la facción más conservadora y apegada a la ley mosaica logró de parte de Antíoco la promulgación de un decreto que asegurara la pureza ritual de la ciudad y del Templo. Para eso se prohibió la entrada en el recinto sagrado a los no judíos y la introducción y crianza en la ciudad de animales considerados impuros por la Ley, de su carne e incluso de sus pieles: quien transgrediera alguna de estas órdenes, deberá pagar a los sacerdotes 3000 dracmas de plata (Josefo, Antig. XII,145).
Un habitante de Jerusalén llamado Jesús ben Sirá decidió apoyar estas disposiciones a través de una larga reflexión
sapiencial que recogiera el patrimonio religioso y cultural judío. Le interesó mostrar que el ideal del hombre sabio no podía ser otro que el del sabio judío, pues la Sabiduría no era otra cosa que la Ley de Moisés: "El Creador de todas las cosas me dio una orden, el que me creó me hizo instalar mi carpa, él me dijo: "Levanta tu carpa en Jacob y fija tu herencia en Israel". El me creó antes de los siglos, desde el principio, y por todos los siglos no dejaré de existir..." Todo esto es el libro de la Alianza del Dios Altísimo, la Ley que nos prescribió Moisés como herencia para las asambleas de Jacob (Ecli 24,8-9.23). Presentando de una manera muy didáctica y de agradable lectura los distintos aspectos de la vida (familia, amigos, piedad, prudencia, atención a los necesitados) propuso a los jóvenes entusiastas de los filósofos helénicos un abundante repertorio de sabias sentencias procedentes de la tradición de Israel. Así, sin quedarse meramente en el escepticismo del Qohelet, mostró dónde estaba la verdadera felicidad. Hasta que en los siglos XIX y XX de nuestra era aparecieron fragmentos hebreos, este texto fue conocido únicamente a través de una traducción griega hecha en Egipto por el nieto del autor en el 132 (cf. Prólogo del traductor 7-30).
La política universalista de Antíoco III, inspirada en el ideal helenista de Alejandro, no pudo seguir progresando debido al choque con ese poder que él había subestimado durante tanto tiempo: el Senado y el Pueblo Romano habían plantado su estandarte en el suelo asiático. Ochenta y cinco años antes, su antecesor Antíoco I habría podido recibir con la misma sorpresa que los demás reyes helénicos la noticia del triunfo de la desconocida Roma sobre el poderoso rey Pirro. Pero muy difícilmente él podría haber sospechado que en menos de un siglo el poder latino sería capaz de llegar hasta sus propios dominios. Y muy probablemente los romanos tampoco lo habrían imaginado. ¿Cómo se había llegado a tal situación? Aunque Roma parecía estar incesantemente en plan de conquista, en realidad siempre había luchado impulsada por los acontecimientos, ya que consideraba que las amenazas dirigidas contra sus aliados le afectaban también a ella. Sus emprendimientos militares no eran otra cosa que la respuesta al pedido de auxilio que le dirigían sus aliados. Pero la ampliación de sus influencias había hecho llegar a Roma hasta las fronteras de los imperios sucesores de Alejandro. Apoyada en su poder y en la confianza que le depositaban los pequeños estados Roma se constituyó en el árbitro que custodiaba el equilibrio político en el Mediterráneo y que decidía hasta donde debía llegar el avance de los reinos poderosos. Esta convicción Virgilio la expresaría en forma poética dos siglos más tarde: Recuerda, romano, que te corresponde regir a los pueblos con estos recursos: imponer los caminos de la paz, perdonar a los sometidos y destrozar a los arrogantes por medio de la guerra (Eneida VI,851-853).
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