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domingo, 2 de noviembre de 2014

La Formacion del canon

LA FORMACION DEL CANON

Resumen basado en el escrito del mismo nombre por: David Allan Hubbard

La iglesia cristiana nació con un canon en sus manos. Los miembros de la comunidad apostólica no supieron lo que era vivir sin escrituras autoritativas. Sus raíces en el judaísmo lo garantizaban.

Y así mismo lo indican sus primeros contactos de Jesús. Desde su tentación hasta su crucifixión los momentos cruciales de su ministerio se iluminaron con citas del AT. “Escrito está” (Mt. 4:4; 7:10); “ni una jota ni una tilde pasarán de la ley” (Mt. 5:18); “La Escritura no puede ser quebrantada” (Jn. 10:35) todas estas citas son testigos persuasivos del concepto que Jesús tenía de los escritos sagrados de su herencia judía.

Obsérvenlo como lo harían ellos, critíquenlo como ellos lo hicieron, pero ni aun sus oponentes lo culparon jamás de deslealtad a sus oráculos santos. Los conflictos más agudos se produjeron con relación a la interpretación de las Escrituras, pero no hubo discusión en el campo de la autoridad de las mismas.

Jesús no sólo acepta la autoridad del AT, sino que se ofrece a sí mismo como su cumplimiento. Escudriñais las Escrituras… y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39). Y también: “era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lc. 24:44).

Sin disculpa ni vergüenza, Jesús colocó su propia autoridad junto con la del AT cuyo tema central Jesús sabía que era él mismo. Su “de cierto de cierto os digo” era tan totalmente digno de confianza, y tan absolutamente obligatorio como su “escrito está”.

Así como lo indica el sermón de Pedro, basado en el profeta Joel (Hch. 2:16-18, 32, 33), esta combinación de los escritos del AT y la enseñanza cristiana, era el canon de la iglesia el día de su nacimiento en el Pentecostés, y el entendimiento de estos dos elementos por los apóstoles se basaba en las instrucciones del mismo Jesús, particularmente después de su resurrección. “A quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hch. 1:3).

“Todas las cosas que Jesús comenzó a hacer y a enseñar” (Hch. 1:1) es la manera como Lucas reconoce una verdad bíblica crucial: la revelación de Dios a través de los siglos, vino al hombre en una combinación de palabras y acciones. Las plagas de Egipto pudieran haberse entendido como accidentes de la naturaleza si Moisés no hubiera estado allá para darles su significado. La ascendencia de David al trono de Israel y su conquista de Jerusalén no se hubieran escrito sino como noticias menores de la decadencia y curso de la política del medio oriente si Samuel y Natán no hubieran destacado su verdadero significado. “Porque no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Am. 3:7) es la manera en que Amós escribe este complejo revelatorio de palabras y acción.

¿Qué son los Evangelios sino esta clase de combinación sutil de palabras y las acciones de Jesús? Sus milagros serían sólo acciones de ayuda y admiración si él no nos hubiera dicho que eran para demostrar la presencia y poder del reino (Mt. 11:2-6). Su crucifixión pudiera haber sido otra ejecución romana más si él no hubiera prometido dar su vida como rescate por muchos (Mr. 10:45).

Todo esto es para afirmar que un canon de las Escrituras, una colección autoritativa de escritos cuyas enseñanzas son obligatorias para los creyentes, no es un lujo el cual la iglesia ha adoptado para sí misma. Es una necesidad imperiosa que se desprende de la naturaleza esencial del proceso revelatorio de Dios. Dios habló y actúo en la medida que se dio a conocer. Dios se aseguró de que la naturaleza exacta de sus acciones y el relato fiel de sus palabras fueran conservados por su pueblo.

El término “canon”, que los griegos apropiaron de los semitas, quienes a su vez lo habían adoptado de Sumeria significa originalmente “caña”. Debido a que las cañas se usaban frecuentemente como tablas de medida, la palabra vino a tener una variedad de significados en relación con medidas: regla, norma, ley, límite, lista, índice, etcétera.

En relación con las Escrituras, canon se usa de dos maneras: la primera y la más estricta, es la lista oficial o autoritativa de libros inspirados; la segunda y más general, vino a ser la colección de libros autoritativos. El primer uso enfoca el tamaño del canon y tiene que ver con la pregunta de cuáles libros pertenecen y cuáles no. El segundo uso concentra su atención en la autoridad de los escritos mismos y la manera por la cual el credo y la vida de la iglesia deben ser regulados por ellos. Al completarse el canon cristiano los dos usos emergen: el canon es la lista oficial de los escritos autoritativos.


I.          EL CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO

Hay cuatro pasos, íntimamente relacionados; sin embargo, perfectamente distinguibles en la formación del canon del Antiguo Testamento: (1) sentencias autoritativas; (2) documentos autoritativos; (3) colecciones de escritos autoritativos; (4) un canon fijo.

A.           Sentencias autoritativas. Para el pueblo de Israel el principio de canonicidad empezó cuando recibió la ley por medio de Moisés en el monte Sinaí. Aquí Dios les dio palabras importantes; el pueblo se comprometió a cumplirlas; y Moisés escribió todas las palabras de Dios (Ex. 24:3,4). Pero aún antes de Moisés, las semillas de la canonicidad estaban presentes en las tradiciones patriarcales. Tanto el mandamiento dado a Abraham de viajar al oeste como las firmes promesas para él y sus descendientes: Isaac y Jacob, indudablemente se guardaron en la tradición como palabras sagradas de las cuales provenían fortaleza y consuelo, en la medida en que Israel progresivamente tomaba conciencia de su papel en el programa de la redención divina.

Los oráculos de los profetas siempre se trataron con seriedad. Los hebreos dieron gran importancia al poder contenido en las palabras de hombres importantes, como lo indica el encuentro de Jeremías con el rey Joacim (Jer. 36). El celo del rey en quemar el rollo de Jeremías había dictado a Baruc fue ocasionado probablemente por su deseo de nulificar el poder de las profecías de juicio al destruir las mismas palabras. Los oráculos; considerados tan poderosos por los enemigos de los profetas, tuvieron que haber sido reverenciados por sus amigos y discípulos, y mucho más después que empezaban a cumplirse.

B.           Documentos autoritativos. Los sistemas de escritura se desarrollaron tanto en Mesopotamia como en Egipto más de un milenio antes del tiempo de Abraham. En los días de Moisés se había alcanzado un alto grado de desarrollo y refinamiento en Canaán como lo sugiere la literatura ugarítica de Siria.

A la mención previa de la escritura de la ley por Moisés se debe añadir el relato de Dt. 31:24-26 donde “acabo Moisés de escribir las palabras de esta ley en un libro” y ordenó a los levitas, “Tomad este libro de la ley, y ponedlo al lado del arca del pacto… y esté allí por testigo contra ti”. La autoridad obligatoria de este libro se reafirma a Josué al asumir el manto del liderazgo: “Nunca se apartará de tu boca este libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él…” (Jos. 1:8).

El descubrimiento del libro de la ley en el décimo octavo año del reinado de Josías (621 aC) es un evento clave en el desarrollo del canon del AT (2 R. 22). En contraste con los reyes de Egipto y Asiria quienes tendían a identificar su voluntad con la ley, el buen rey de Judá se sometía a la autoridad del rollo y reconocía que la voluntad de Dios era un mandato ineludible tanto para el rey como para los demás (2 R. 23:3). El libro se oyó, y el pueblo obedeció, convencido de que Dios le hablaba por medio de ese libro. De esto trata la canonicidad.

C.           Colecciones de escritos autoritativos. La división tradicional de las Escrituras hebreas en tres partes: la ley, los Profetas y los Escritos indica etapas tanto en la formación del canon como diferencias en contenido. Los cinco libros de Moisés –Gen., Ex., Lev., Num., Dt.- también se llamaban Ley (en heb. Toráh) o Pentateuco; probablemente se comenzaron a escribir en su forma substancial presente aproximadamente en el tiempo de David (1000aC). Sin embargo, el proceso de editar y revisar estos Escritos sagrados, lo cual era estimulado en vez de ser prohibido por las costumbres religiosas de Israel (comp. Jos. 24:26), continuó durante siglos hasta el tiempo de Esdras (400 aC.). “El libro de la ley de Moisés, la cual Jehová había dado a Israel” (Neh. 8:1), es probablemente el Pentateuco completo, el cual sufrió muy poco cambio después de ese tiempo.

La sección de los Profetas comúnmente se dividía en dos grupos: anteriores y posteriores. Los profetas anteriores son los libros históricos: Josué, Jueces, Rut, Samuel, Reyes. Los profetas posteriores son los grandes predicadores de Israel: Isaías, Jeremías, Ezequiel, y el libro de los doce profetas, algunas veces llamados “menores” a causa de la brevedad comparativa de sus escritos, los cuales a menudo se escribían en un solo rollo; Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc, Sofonías, Hageo, Zacarías y Malaquías.

La edición final de los profetas antiguos que relatan la historia del pacto de Israel desde la conquista de Canaán hasta el cautiverio babilónico (1250-550 a. de J.C.) no pudo haberse hecho hasta el exilio. Los narrativos, sin embargo, datan virtualmente del mismo tiempo que los eventos que relatan.

Como continuación de la historia de la relación de Dios con Israel, los profetas antiguos eran reverenciados y aceptados por el pueblo del pacto. Sus nombres que los asociaban con los grandes líderes de Israel, especialmente Josué y Samuel, añadían bonos a su reputación. Y el hecho de que estos escritos contenían tanto historias de los profetas (por ejemplo Elías y Eliseo) como también reflejaban una interpretación de la historia de Israel similar a aquella de los grandes profetas contribuía a su prestigio.

Cuánto tiempo tomó para reunir y coleccionar los libros de los profetas posteriores después del tiempo de Malaquías (450 aC.) no podemos estar seguros. Con toda probabilidad muchos de los profetas preexílicos como Amós, Oseas, Miqueas, Isaías, Sofonías, Jeremías, Nahum y Habacuc habían sido reunidos en una colección autoritativa durante el exilio cuando los eventos trágicos de destrucción y cautividad habían movido a los hombres de Israel y Judá al reconocimiento que Dios mismo había hablado por medio de esos profetas y sus advertencias de desastre.

La situación con los Escritos es aún más compleja a causa del carácter variado de los libros. Salmos, Proverbios y Job son libros de poesía y devoción. Cinco de los libros, aunque cortos, se escribieron en rollos individuales porque cada uno se leía por separado en una fiesta anual: El Cantar de los Cantares de Salomón, en la pascua; Rut, en Pentecostés; Lamentaciones, el nueve de Ab en conmemoración del día de la destrucción de Jerusalén en 586aC; Eclesiastés, en los tabernáculos; Ester, en purim. Daniel es el profeta solitario en los Escritos los cuales terminan con los registros históricos de Esdras, Nehemías y Crónicas.

Las razones para la inclusión de estos libros son varias. Los Salmos y Rut fueron indirectamente asociados con David: el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés se ligaron al nombre de Salomón; Lamentaciones fue atribuido a Jeremías; tanto la sabiduría de Job como las visiones de Daniel se vieron  como regalos directos de Dios; Esdras, Nehemías y las Crónicas no sólo se conectaron con el ministerio de los líderes distinguidos (nótese el lugar prominente dado a David y a su familia en las Crónicas), sino que también registraron etapas posteriores de la historia del pacto, en el cual es de muchas maneras el corazón del canon del AT.

La mayoría de los libros en los Escritos se escribieron o coleccionaron durante y después del exilio –por ejemplo después de 550 aC.- aunque parte del material, especialmente en los Salmos y Proverbios, data de los siglos de la monarquía (1000-587aC). Es prácticamente cierto que toda la colección se completó cerca de 150aC, aunque la evidencia en cuando al uso de Ester es insuficiente.

El período inmediatamente postexílico fue un tiempo cuando los hombres de Judá tuvieron una profunda conciencia  de su pasado. La cautividad los había estremecido hasta sus fundamentos y buscaban tanto basarse de nuevo en su herencia antigua como fortificarse a sí mismos contra la posibilidad de otro juicio desastroso. Esdras y Nehemías, quienes desempeñaron puestos claves en este proceso de reconstrucción, correctamente enfatizan la importancia y autoridad de los escritos sagrados (Esd. 7; Neh. 8-10) y probablemente tuvieron una parte significativa en la formación del canon como la tradición judía lo afirma (Josefo, Contra Apionem 1:8; Talmud Baba Bathra 14b; 2 Mac. 2:13-15; 2 Esd. 14).

D.           Un canon fijo. La evidencia para el catálogo en tres partes de los Escritos sagrados no se encuentra antes de 150aC. El prólogo al Eclesiástico (cerca de 132aC.), un libro de sabiduría, apócrifo, también conocido como Sirac, se refiere al canon hebreo como La ley y los Profetas y también a “los otros que siguen después de éstos”. De este prólogo parece posible que Sirac mismo (cerca de 190 aC.) reconoció esta división la cual es definida como “la Ley, los Profetas y los otros libros patrios”.  Se deja inconcluso, desde luego, el contenido preciso de los escritos u “otros libros”.

La referencia judía más importante al canon es la del tratado talmúdico conocido como Baba Bathra. Las fechas talmúdicas son muy difíciles de precisar, pero el material en esta sección es probablemente del siglo II ó I aC. La división en tres partes es claramente implícita; los autores de la mayoría de libros son mencionados; y no se mencionan libros que no se encuentran en el canon protestante.

La evidencia del NT es de interés particular. El canon de tres partes es mencionado por Jesús en Lc. 24:44: “la ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos”. Más a menudo el AT es llamado “la ley y los profetas” (por ejemplo, Mt. 5:17; Lc. 16:16). En esta expresión los escritos (también llamados hagiógrafos, “escritos sagrados”) son indudablemente incluidos con los profetas. Las citas frecuentes de los Salmos, Proverbios, Job, Daniel; etcétera, son una amplia indicación de la autoridad de los Escritos reconocida por Jesús y sus discípulos.

Igualmente importante es el hecho de que los autores del NT nunca citaron escritos apócrifos directamente. Es indudable que el AT que ellos usaron era esencialmente idéntico al nuestro. Tanto Filo (De Vita Contemplativa II, 475) como Josefo (Contra Apionem 1, 8) garantizan la división en tres partes. Aunque los contenidos precisos de su canon no pueden ser determinados, no hay evidencia que incluyera otros libros aparte de los que hay en nuestro AT.
La situación en la comunidad de Qumrán fue un poco más complicada. No hay duda que aceptaron la Ley, los Profetas y los Salmos. Como en el NT, “la Ley y los Profetas” era un término estándar para todo el AT. Ni la aparente ausencia del libro de Ester ni la presencia de fragmentos de escritos apócrifos puede usarse como evidencia positiva de un canon diferente. Además, como los hombres de Qumrán pertenecían a un grupo sectario (los esenios), sería peligroso asumir que sus puntos de vista eran normativos para el resto del judaísmo.

Hubo, desde luego, diferentes enfoques del canon en la antigüedad. El ejemplo más sorprendente, es la versión samaritana la cual sólo incluía el Pentateuco. Después de una aguda división con los judíos en tiempos de Nehemías (cerca de 440 aC.), los samaritanos establecieron sus propios ritos religiosos, rechazando tanto los profetas, quienes a menudo fueron críticos del reino del norte, de su capital Samaria, y los escritos, los cuales estaban íntimamente ligados al templo de Jerusalén que los samaritanos rechazaban.

De difícil evaluación es la relación de la más popular versión griega del AT (conocida como la Septuaginta o LXX) y el canon hebreo. Decir que los judíos de habla griega tenían un canon más grande el cual incluía los escritos apócrifos es probablemente una simplificación exagerada. Los manuscritos más antiguos de la Septuaginta datan del siglo IV dC. y llegaron hasta nosotros por medio de cristianos en vez de judíos. Además, la lista de libros contenidos en varios manuscritos puede diferir, haciendo difícil extraer las inferencias precisas concernientes al canon. De seguro no sabemos si los judíos esparcidos por el mundo tenían un canon diferente, un canon menos definido, o el mismo canon como sus compatriotas de Palestina.

Cualquiera que sea el caso, la evidencia del NT citada anteriormente debiera ser el factor determinante para los cristianos. Lo que los cristianos pensaron en la era postapostólica concerniente al canon es de interés histórico pero no teológico. Para una guía clara, debemos mirar a Jesús y a los apóstoles  en ésta como en todas las demás preguntas religiosas.

La especulación judía acerca del canon continuó en tiempo de la era cristiana. Pero la naturaleza de la especulación parece ser limitada a asuntos de si Ester, que no menciona a Dios; Eclesiastés, con sus explosiones de escepticismo e insinuaciones de hedonismo; el Cantar de los Cantares, con sus expresiones apasionadas de amor; Proverbios, con sus supuestas contradicciones y Ezequiel, el cual algunos sostenían que contenía conflictos con la Tora, deberían mantenerse en el Canon. El asunto no era si debieran incluirse menos libros sino más bien si todos los libros entonces reconocidos eran lo suficientemente sagrados como para merecer su inclusión entre los escritos sagrados.

La destrucción de Jerusalén en el año 70 dC. y la aparición del cristianismo se combinaron para forzar a los líderes religiosos judíos a dar una atención mayor a sus Escrituras sagradas. Sin el templo y con su desafío, los judíos naturalmente se aferraron a sus Escrituras para encontrar seguridad y unidad en un momento cuando aún su identidad religiosa estaba en peligro.

El resultado fue el reconocimiento del canon hebreo como lo conocemos hoy. Su centro religioso en Jamnia (Jabneel o Jabneh en el AT; compárese Jos. 15:11; 2 Cr. 26:6) al suroeste de Judá llegó a ser el centro de discusión en cuanto al canon. El proceso exacto por el cual los rabíes arribaron al veredicto final concerniente al canon (alrededor del año 90 dC.) está oculto en las arenas del tiempo. Probablemente la discusión se llevó a cabo en un ambiente de consenso general en lugar de una discusión oficial al así llamado “Concilio de Jamnia”. De cualquier manera, lo que sucedió fue la aprobación de un canon que ya era ampliamente usado, en vez de la formación de otro extraído de un número de documentos que competían el uno contra el otro.

El consenso de los rabíes y las afirmaciones de los apóstoles unidas, confirmaron el juicio de que el AT que Jesús conoció comprendía nuestros presentes treinta y nueve libros. Estos libros, en la manera que los apócrifos no lo hacen, registran los pasos en la marcha redentora de la historia. De acuerdo con sus propios testimonios, la historia de la redención marcha a través de sus páginas hacia un cumplimiento futuro. Y hablan de una revelación de la gloria y la gracia de Dios más allá de lo que ellos han podido dar.

II.        EL CANON DEL NUEVO TESTAMENTO

Los primeros cristianos confesaron que esa revelación había venido en Jesucristo. Y sostuvieron que sus palabras y los escritos de sus apóstoles eran el cumplimiento dado por Dios al AT. Los pasos mayores en el desarrollo del canon del NT tuvieron lugar durante los dos primeros siglos dC. aunque la ratificación oficial final se prolongó hasta el siglo cuarto.

A.           El período apostólico. “Jesús es el Señor” fue la confesión cristiana más antigua y por medio de ésta se comunicaba un reconocimiento de su autoridad. Esta autoridad se afirmó en sus enseñanzas las cuales tenían un valor más alto que el que los escribas podían exhibir (Mr. 1:22). El perdonó pecados (Mr. 2:10), echó fuera demonios (Mr. 1:26. 27), reinterpretó la ley judía (Mt. 5:21 y ss), y se proclamó como el juez a quien todos los hombres tendrán que enfrentar (Jn. 5:22, 23, 30).

Estas afirmaciones, endosadas por su poder y gloria, convencieron a sus seguidores de que el reino de Dios estaba presente en medio de ellos. Dando su significado final a lo que Jesús dijo e hizo, ellos atesoraron sus palabras, guardaron los relatos de sus acciones y aprendieron a reinterpretar el AT a través de los ojos de Jesús. Al hacerlo así, hicieron a un lado las tradiciones de los escribas y legalistas del AT (Mr. 7:13), y empezaron a leer el AT en términos de los hechos salvadores de Dios y cómo éstos prepararon la venida de Cristo.

A este compendio de las acciones y enseñanzas de Jesús, cuidadosamente memorizado y luego registrado, fueron añadiendo las cartas de los apóstoles, la primera de las cuales data del año 50 dC. Estas epístolas llevaban autoridad inmediata a las congregaciones que las recibían. La confianza de los apóstoles en su llamado y en su dependencia del Espíritu Santo enviado a la iglesia para continuar la misión de Cristo fue igualada por el respeto y admiración con los cuales las cartas fueron leídas. El mismo término “apóstol” significa uno comisionado a hablar y a actuar con la autoridad de aquel que lo envió (Gál. 1:1-12).

El proceso por el cual las epístolas y los Evangelios se coleccionaron es difícil de reconstruir. Es suficiente decir que el martirio de Pablo y Pedro (cerca del año 67 dC.) probablemente avivó el interés de coleccionar sus escritos y conservarlos para la iglesia. No recibieron autoridad por el hecho de haber sido coleccionados, sino que su autoridad provocó que los coleccionaran. Los Evangelios sinópticos y los Hechos se formaron aproximadamente al mismo tiempo y fueron casi completados antes del año 80 dC. El hecho de que registran materiales ya conocidos y reverenciados por las iglesias significó una aceptación instantánea. Cerca del año 100 d. de J.C. los escritos del NT se completaron aunque no fueron reconocidos uniformemente. La mención de las cartas de Pablo y su relación con “las otras Escrituras” (2 Pe. 3:15,16) nos da una indicación de la manera por la cual los escritos apostólicos se incorporaron como parte de las Escrituras.

El llamado especial de los apóstoles fue a testificar, confesar, anunciar e interpretar los eventos de la nueva era que la encarnación trajo consigo. Dado el encargo especial del Señor y el poder especial de su Espíritu, sondearon las profundidades del programa de salvación de Dios desde la creación hasta el “escatón (Tiempo del fin) y explicaron sus implicaciones (doctrinales y éticas) para la iglesia y para toda la humanidad. Dios, quien gobierna la operación de rescate cósmico, tuvo cuidado que parte del programa fuera la producción de un cuerpo definido de literatura para preservar y escribir una crónica de su significado.

B.           El período postapostólico. Entre los años 150 y 200 dC, se agudizó la conciencia de la iglesia de la naturaleza y extensión de su canon y sus líderes proveyeron evidencia substancial al reconocimiento de la mayoría de los libros del NT. Lo que sigue es sólo una muestra.

Alrededor del año 150 dC. Justino Mártir (Apol. 1, 67) nota que en la adoración cristiana los profetas y los Evangelios (que él llama memorias) se leían “tanto como el tiempo lo permitía”. No nos deja ninguna clave en cuanto a cuáles Evangelios se usaban, pero su testimonio afirma que los escritos del pacto más nuevo se aceptaron por las iglesias con toda la autoridad de las del pacto anterior.

Marción, el hereje, (alrededor del año 150 dC.) rechazó todo el AT como también los escritos de todos los apóstoles a excepción de los de Pablo. Diez epístolas de Pablo y el Evangelio de Lucas fueron su canon. Algunos eruditos le atribuyen el haber provisto a la iglesia de un incentivo para definir el canon y de preservar el AT y los otros escritos no paulinos. Pero también es cierto que el canon ya debía haber estado más o menos bien bosquejado para que Marción reaccionara tan fuertemente contra él. Otras herejías, tales como aquellas enseñadas por las varias sectas gnósticas, obligaron a la iglesia a aferrarse a su herencia apostólica a fin de discriminar entre los varios escritos que reclamaban inspiración.

La evidencia más antigua de una lista oficial de los escritos del NT es el Canon Muratorio, una copia de un documento escrito en Roma alrededor del año 180 dC. Nombrado por su publicador, el Canon Muratorio mencionaba veintidós de nuestros veintisiete libros, omitiendo sólo Hebreos, Santiago, 1-2 Pedro y 3 Juan. Aunque incluye Sabiduría de Salomón y el Apocalipsis de Pedro, menciona que este último es controversial y específicamente rechaza un número de epístolas falsificadas atribuidas a Pablo por los discípulos de Marción. El Pastor de Hermas no fue aceptado por haberse escrito muy recientemente. Este es un testimonio notable a la posición que sólo los escritos de la era apostólica se consideraban inspirados.

En un conflicto con las varias escuelas gnósticas, Ireneo, obispo de Lyon en Galia (180 dC.) tomó los armamentos de su bien abastecido arsenal que incluía el AT, los cuatro Evangelios, Hechos, las epístolas paulinas, 1 Pedro, 1-2 Juan y Apocalipsis. El también reconoció el Pastor de Hermas, mientras que ponía en duda a Hebreos por no ser paulina. La autoridad apostólica fue un facto clave en sus decisiones, las cuales se basaban en la investigación histórica y estaban destinadas a socavar el reconocimiento que los gnósticos daban a sus propios escritos. No es por accidente que Ireneo, el gran defensor de una teología de la historia redentora, fue quien defendió el canon, como el relato autoritativo y la explicación de esa historia.

Tertuliano, obispo de Cartago (alrededor del año 200 dC.) fue el primero en usar el término latino “Nuevo Testamento”, omitiendo sólo las epístolas generales (Santiago, 1 Pedro, 1-2 Juan y Judas), él aceptó como completamente autoritativos los otros veintidós libros y ningún otro.

Orígenes de Alejandría (por el año 203 dC.) comenzó un estudio cuidadoso de la situación del canon en las varias iglesias situadas alrededor del Mediterráneo. Su conclusión en cuanto a los libros aceptados (homolegoumena) y los disputados (antilegoumena) coincidía casi exactamente con la lista de Tertuliano

Dos acontecimientos –uno técnico, el otro político- apresuraron el proceso de canonización. Durante el siglo II, el rollo cedió su lugar al libro o códice. Los escritos como Mateo o Lucas ocupaban aproximadamente 9 metros de rollo, la máxima longitud práctica posible. El códice, en cambio, con páginas cosidas juntas como en un libro, permitía poner juntos numerosos escritos. El carácter permanente de esta colección movió a los escribas a ser cuidadosos en cuanto al contenido y así contribuyó a fijar el canon.

El acontecimiento político fue la amarga persecución lanzada contra la iglesia por el emperador Dioclesiano en el año 303 dC. Cuando él confiscó y quemó los escritos sagrados, los cristianos habían ya resuelto cuáles eran los libros por los cuales valía la pena dar sus vidas.

El canon del NT fue formalmente establecido 200 años después que se había llegado a un acuerdo básico. Atanasio de Alejandría en el año 367 dC, publicó una lista de los escritos que fueron considerados divinos: el AT y nuestros veintisiete libros del NT. Jerónimo, alrededor del año 385 d. de J.C., reconoció esta misma colección del NT en su traducción de la Vulgata Latina. Finalmente dos concilios en el norte de Africa, el de Hipona, en el año 393 dC., y el de Cartago el año 397 dC., reconocieron oficialmente el canon de los dos Testamentos. El canon del NT incluía los veintisiete libros que seguimos reconociendo. Aparte de unas voces disidentes, tales como las iglesias de Siria y Etiopía, el asunto quedó decidido hasta que fue reabierto nuevamente en la época de la Reforma.


III.           LAS ESCRITURAS Y LA IGLESIA

A.           La Reforma. Siendo que el problema de autoridad estaba en el corazón de la Reforma, la cuestión del canon se convirtió en un asunto central. El debate en relación con el AT virtualmente halló a todos los protestantes de acuerdo en su convicción de que los libros apócrifos deberían excluirse. El canon hebreo se adoptó como norma; y los otros escritos, los cuales la Iglesia Católico Romana había incluido desde los días de Agustín, se dejaron de lado. Estos eran 3-4 Esdras, Tobías, Judit, Adiciones al libro de Ester, Sabiduría de Salomón, Eclesiástico, la carta de Baruc en Jeremías, la Oración de Azarías y la Canción de los Tres Jóvenes, Susana, Bel y el Dragón, la Oración de Manasés, 1-2 Macabeos. Aunque algunos eminentes eruditos católicos romanos (tales como el Cardenal Jiménez de Cisneros, editor de la Biblia Políglota Complutense y el Cardenal Cayetano, el opositor de Lutero en Augsburgo) defendieron el canon hebreo más corto, usado por Jerónimo. El Concilio de Trento en 1546 calificó de anatema a todos los que no daban atención a los libros apócrifos.

Algunas Biblias protestantes, especialmente luteranas o anglicanas, a menudo contienen los libros apócrifos, generalmente con una nota que menciona su valor para la edificación pero no como doctrina. La posibilidad de añadir al AT no tuvo cabida con los reformadores. Y sólo Lutero con sus interrogantes en cuanto a Ester, jamás consideró la reducción del canon.

Martín Lutero virtualmente estableció un “canon dentro del canon” al singularizar como los “libros principales”: los Evangelios (especialmente Juan) y las epístolas (especialmente: Romanos, Gálatas, Efesios, 1 Pedro y 1 Juan) que “guían a los hombres hacia Cristo”, como él decía. Consciente de las disputas de los primeros siglos, colocó a: Hebreos, Santiago y Apocalipsis al final del NT. Los discípulos de Lutero, sin embargo, reconocieron la autoridad de todos los veintisiete libros de todos los asuntos de fe y práctica.

Karlstadt, principal de los diáconos de Wittenberg, dividió el canon en tres, de acuerdo con el orden de importancia: (1) El Pentateuco y los Evangelios; (2) Los Profetas anteriores y los posteriores junto con las epístolas aceptadas del NT (las trece de Pablo, 1 Pedro, 1 Juan) (3) Los Escritos y los siete libros disputados del NT.

Durante todo este debate no hubo sugerencias en cuando a añadir libros al NT. Nuestro canon presente contiene sólo los libros reconocidos en el segundo siglo o debatidos durante el siguiente, y entonces incluidos. Ni los concilios católicos ni los protestantes han hecho fuerza para cambiarlos.

B.           La escena contemporánea. La teología existencial de Rudolf Bultamann y sus discípulos ha impulsado a un punto de vista en cuanto al canon no muy diferente al de Marción en el siglo segundo. El AT no es una autoridad histórica porque los cristianos no son descendientes del pueblo de Israel. El AT meramente prepara el camino para el entendimiento existencial cuando describe fe y obediencia.

Este es un ejemplo contemporáneo de “un canon dentro del canon”, una selección de libros dentro de las Escrituras en base de prioridades preconcebidas. Otro es el de Ernst Käsemann de “la justificación por la fe”. Este grito de batalla de la Reforma ha llegado a ser para Käsemann la piedra de toque que sirve de criterio para la admisión de los escritos en el canon. Otros proponen la fe equivale a un “canon abierto” con un programa de revelación continua en la medida en que Dios está diciendo algo especial por medio de las reformas sociales, las manifestaciones artísticas o los avances científicos.

Para desarrollar una doctrina del canon tenemos una gran ayuda en dos intérpretes contemporáneos, herederos mismos de la Reforma: Oscar Cullmann (Salvation in History “Salvación en la Historia” Nueva York y Evanston: Harper and Row,  1967) y Herman Ridderbos (The Authority of the New Testament Scriptures “La Autoridad de las Escrituras del Nuevo Testamento”, Filadelfia: Presbyterian and Reformed Publishing Co., 1963). Para ambos, la formación del canon es la culminación del proceso histórico por el cual Dios se revela a sí mismo en sus hechos poderosos y entonces los interpreta al hablar y escribir.

Toda autoridad es, a fin de cuentas, la autoridad de Dios. A él pertenece toda la tierra y todo lo que hay en ella (Sal. 24:1). Cuando empezó a obrar su plan de salvación por medio de Israel, llamó a grupos e individuos para que lo representaran, especialmente los profetas. A ellos les dio autoridad para interpretar y para demostrar a sus compatriotas el significado de sus hechos de gracia y juicio. “Habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas” (He. 1:1).

Finalmente, Dios invistió de autoridad a su Hijo quien habló todo lo que Él dijo y lo que hizo lo hizo en el nombre de su Padre. El ministerio salvador dependía de Cristo únicamente: “En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1:2). Por medio de Cristo, en una manera exclusiva, Dios habló sus palabras finales y obró sus acciones finales.

Y Cristo, aunque completamente consciente de su autoridad única, no la limitó a sí mismo, sino que la compartió con sus apóstoles. El Espíritu Santo, quien fue enviado por el Padre y el Hijo, les dio poder para hablar y actuar en el nombre de Cristo (Hch. 3-6). Como testigos de su resurrección (Hch. 1:22; 1 Co. 15:5-9), fueron comisionados para proclamar los eventos salvadores de Cristo y su significado.

En el pasado, cada acto nuevo de Dios demandaba una interpretación nueva. Y así fue con los eventos en la vida de Jesús. Pero con una diferencia. Con él el programa de Dios en la historia redentora alcanzó su clímax. Todo lo que Dios había hecho en el pasado había sido interpretado totalmente, y todo lo que Dios hará al fin se había anunciado y para ello se había preparado.

Consecuentemente, los apóstoles no tenían sucesores. Su tarea no consistió en entrenar a otros intérpretes sino declarar y preservar la tradición (1 Co. 15:3; 2 Tes. 2:15); el registro e interpretación autoritativos de todo lo que Jesús hizo y hará. Lo que predicaron y escribieron llegó a ser nuestro NT. Los apóstoles son los únicos vínculos históricos entre Cristo y la iglesia. Participantes en su misión salvadora, también son miembros privilegiados de su iglesia. Ninguna otra generación a lo largo de la historia de la salvación estuvo en medio de ellos para ser vista, oída y palpada (1 Jn. 1:3). A causa del hecho de que nunca habrá otro como él, tampoco habrá otros como ellos.

No es la iglesia la que forma el canon; sino el canon el que forma la iglesia. La decisión en cuando al contenido está basada en los sentimientos subjetivos de hombres devotos o en la presentación de una doctrina particular. La clave real es si los escritos contienen las enseñanzas apostólicas. Como una parte integral del programa de Dios de revelación y redención, el canon no es más el producto de la decisión de eclesiásticos que lo que son el éxodo y la encarnación.
Dios había arriesgado demasiado al enviar a Jesús como para permitir que el éxito de su misión peligrara por un tumulto de interpretaciones humanas. Por eso las Escrituras son el sumario autoritativo de todo lo “que Jesús comenzó a hacer y a enseñar” (Hch. 1:1).

La relación íntima entre escritura e historia de salvación significa que el canon se cerró. La revelación en el sentido bíblico ha cesado no por la lenta desaparición del período apostólico, sino por el suceso del clímax glorioso en Cristo y el registro de sus acciones. Puede haber una penetración fresca y una profundización del entendimiento de lo que las Escrituras enseñan, pero ninguna palabra toma lugar sobre bases iguales con lo que tenemos.

El NT es el legado de la era apostólica. Aunque algunos escritores no eran técnicamente apóstoles (por ejemplo: Marcos, Lucas, el autor de Hebreos), eran portadores de las enseñanzas apostólicas, colegas cercanos a los testigos oculares. Nada se gana con volver a examinar los libros excluidos por la iglesia de la edad patrística, y mucho se perdería con la eliminación de cualquiera parte de nuestro canon. La única posibilidad abierta es teórica: el descubrimiento de un documento de los tiempos apostólicos cuyo contenido armonizara con las otras partes de las Escrituras. Esta posibilidad es tan remota que los cristianos pueden esperar hasta que suceda para entonces decidir qué hacer.

Ciertamente ninguna afirmación de revelación merece ser considerada después de la edad apostólica. Si armonizara con las enseñanzas del NT, sería redundante, y si no, habría sospecha de tal escrito.

Los cristianos pueden aceptar un método subjetivo en cuanto a la revelación y admitirlo como autoridad en conjunto con las Escrituras, cualquier escrito o pensamiento o idea que parezcan dignos. O se puede tomar una posición autoritativa y permitir a un líder eclesiástico o a un concilio que se adjudique todas las afirmaciones en cuanto a la revelación. Pero ninguno de esto métodos rinde un tributo adecuado al carácter histórico de la revelación o al papel definitivo de Cristo y de sus apóstoles.

La revelación en el sentido bíblico no es una colección de experiencias espirituales o de brillantes ideas religiosas. Es el relato de la manera en que Dios ha actuado en la historia para traer salvación, una salvación completamente dependiente en Jesús.


La tarea de la iglesia en este intervalo entre los dos advenimientos de Cristo no es suspirar ansiosa por una nueva revelación sino testificar de la salvación ya revelada y anticipar el gran cumplimiento. Cuando éste se realice la iglesia no tendrá más necesidad de la Biblia. Pero hasta entonces la iglesia cristiana debe recordar que nació aferrada a un canon. Y en un sentido más profundo que el que la iglesia ha conocido algunas veces, debe vivir también de esa manera, si es que va a vivir.

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