Resumen
basado en el escrito del mismo nombre por: David Allan Hubbard
La iglesia cristiana nació con un
canon en sus manos. Los miembros de la comunidad apostólica no supieron lo que
era vivir sin escrituras autoritativas. Sus raíces en el judaísmo lo
garantizaban.
Y así mismo lo indican sus primeros
contactos de Jesús. Desde su tentación hasta su crucifixión los momentos
cruciales de su ministerio se iluminaron con citas del AT. “Escrito está” (Mt.
4:4; 7:10); “ni una jota ni una tilde pasarán de la ley” (Mt. 5:18); “La Escritura no puede ser
quebrantada” (Jn. 10:35) todas estas citas son testigos persuasivos del
concepto que Jesús tenía de los escritos sagrados de su herencia judía.
Obsérvenlo como lo harían ellos,
critíquenlo como ellos lo hicieron, pero ni aun sus oponentes lo culparon jamás
de deslealtad a sus oráculos santos. Los conflictos más agudos se produjeron
con relación a la interpretación de las Escrituras, pero no hubo discusión en
el campo de la autoridad de las mismas.
Jesús no sólo acepta la autoridad del
AT, sino que se ofrece a sí mismo como su cumplimiento. Escudriñais las
Escrituras… y ellas son las que dan testimonio de mí” (Jn. 5:39). Y también:
“era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de
Moisés, en los profetas y en los salmos” (Lc. 24:44).
Sin disculpa ni vergüenza, Jesús
colocó su propia autoridad junto con la del AT cuyo tema central Jesús sabía
que era él mismo. Su “de cierto de cierto os digo” era tan totalmente digno de
confianza, y tan absolutamente obligatorio como su “escrito está”.
Así como lo indica el sermón de Pedro,
basado en el profeta Joel (Hch. 2:16-18, 32, 33), esta combinación de los
escritos del AT y la enseñanza cristiana, era el canon de la iglesia el día de
su nacimiento en el Pentecostés, y el entendimiento de estos dos elementos por
los apóstoles se basaba en las instrucciones del mismo Jesús, particularmente
después de su resurrección. “A quienes también, después de haber padecido, se
presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante
cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hch. 1:3).
“Todas las cosas que Jesús comenzó a
hacer y a enseñar” (Hch. 1:1) es la manera como Lucas reconoce una verdad
bíblica crucial: la revelación de Dios a través de los siglos, vino al hombre
en una combinación de palabras y acciones. Las plagas de Egipto pudieran
haberse entendido como accidentes de la naturaleza si Moisés no hubiera estado
allá para darles su significado. La ascendencia de David al trono de Israel y
su conquista de Jerusalén no se hubieran escrito sino como noticias menores de
la decadencia y curso de la política del medio oriente si Samuel y Natán no
hubieran destacado su verdadero significado. “Porque no hará nada Jehová el
Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Am. 3:7) es la
manera en que Amós escribe este complejo revelatorio de palabras y acción.
¿Qué son los Evangelios sino esta
clase de combinación sutil de palabras y las acciones de Jesús? Sus milagros
serían sólo acciones de ayuda y admiración si él no nos hubiera dicho que eran
para demostrar la presencia y poder del reino (Mt. 11:2-6). Su crucifixión
pudiera haber sido otra ejecución romana más si él no hubiera prometido dar su
vida como rescate por muchos (Mr. 10:45).
Todo esto es para afirmar que un canon
de las Escrituras, una colección autoritativa de escritos cuyas enseñanzas son
obligatorias para los creyentes, no es un lujo el cual la iglesia ha adoptado
para sí misma. Es una necesidad imperiosa que se desprende de la naturaleza
esencial del proceso revelatorio de Dios. Dios habló y actúo en la medida que
se dio a conocer. Dios se aseguró de que la naturaleza exacta de sus acciones y
el relato fiel de sus palabras fueran conservados por su pueblo.
El término “canon”, que los griegos
apropiaron de los semitas, quienes a su vez lo habían adoptado de Sumeria
significa originalmente “caña”. Debido a que las cañas se usaban frecuentemente
como tablas de medida, la palabra vino a tener una variedad de significados en
relación con medidas: regla, norma, ley, límite, lista, índice, etcétera.
En relación con las Escrituras, canon
se usa de dos maneras: la primera y la más estricta, es la lista oficial o
autoritativa de libros inspirados; la segunda y más general, vino a ser la
colección de libros autoritativos. El primer uso enfoca el tamaño del canon y
tiene que ver con la pregunta de cuáles libros pertenecen y cuáles no. El
segundo uso concentra su atención en la autoridad de los escritos mismos y la
manera por la cual el credo y la vida de la iglesia deben ser regulados por
ellos. Al completarse el canon cristiano los dos usos emergen: el canon es la
lista oficial de los escritos autoritativos.
I.
EL
CANON DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Hay cuatro pasos, íntimamente
relacionados; sin embargo, perfectamente distinguibles en la formación del
canon del Antiguo Testamento: (1) sentencias autoritativas; (2) documentos
autoritativos; (3) colecciones de escritos autoritativos; (4) un canon fijo.
A.
Sentencias autoritativas. Para el pueblo de Israel
el principio de canonicidad empezó cuando recibió la ley por medio de Moisés en
el monte Sinaí. Aquí Dios les dio palabras importantes; el pueblo se
comprometió a cumplirlas; y Moisés escribió todas las palabras de Dios (Ex.
24:3,4). Pero aún antes de Moisés, las semillas de la canonicidad estaban
presentes en las tradiciones patriarcales. Tanto el mandamiento dado a Abraham
de viajar al oeste como las firmes promesas para él y sus descendientes: Isaac
y Jacob, indudablemente se guardaron en la tradición como palabras sagradas de
las cuales provenían fortaleza y consuelo, en la medida en que Israel
progresivamente tomaba conciencia de su papel en el programa de la redención
divina.
Los oráculos de los profetas siempre
se trataron con seriedad. Los hebreos dieron gran importancia al poder
contenido en las palabras de hombres importantes, como lo indica el encuentro
de Jeremías con el rey Joacim (Jer. 36). El celo del rey en quemar el rollo de
Jeremías había dictado a Baruc fue ocasionado probablemente por su deseo de
nulificar el poder de las profecías de juicio al destruir las mismas palabras.
Los oráculos; considerados tan poderosos por los enemigos de los profetas,
tuvieron que haber sido reverenciados por sus amigos y discípulos, y mucho más
después que empezaban a cumplirse.
B.
Documentos autoritativos. Los sistemas de escritura
se desarrollaron tanto en Mesopotamia como en Egipto más de un milenio antes
del tiempo de Abraham. En los días de Moisés se había alcanzado un alto grado
de desarrollo y refinamiento en Canaán como lo sugiere la literatura ugarítica
de Siria.
A la mención previa de la escritura de
la ley por Moisés se debe añadir el relato de Dt. 31:24-26 donde “acabo Moisés
de escribir las palabras de esta ley en un libro” y ordenó a los levitas,
“Tomad este libro de la ley, y ponedlo al lado del arca del pacto… y esté allí
por testigo contra ti”. La autoridad obligatoria de este libro se reafirma a
Josué al asumir el manto del liderazgo: “Nunca se apartará de tu boca este
libro de la ley, sino que de día y de noche meditarás en él…” (Jos. 1:8).
El descubrimiento del libro de la ley
en el décimo octavo año del reinado de Josías (621 aC ) es un evento clave
en el desarrollo del canon del AT (2 R. 22). En contraste con los reyes de
Egipto y Asiria quienes tendían a identificar su voluntad con la ley, el buen
rey de Judá se sometía a la autoridad del rollo y reconocía que la voluntad de
Dios era un mandato ineludible tanto para el rey como para los demás (2 R.
23:3). El libro se oyó, y el pueblo obedeció, convencido de que Dios le hablaba
por medio de ese libro. De esto trata la canonicidad.
C.
Colecciones de escritos
autoritativos. La
división tradicional de las Escrituras hebreas en tres partes: la ley, los Profetas
y los Escritos indica etapas tanto en la formación del canon como diferencias
en contenido. Los cinco libros de Moisés –Gen., Ex., Lev., Num., Dt.- también
se llamaban Ley (en heb. Toráh) o Pentateuco; probablemente se comenzaron a
escribir en su forma substancial presente aproximadamente en el tiempo de David
(1000aC). Sin embargo, el proceso de editar y revisar estos Escritos sagrados,
lo cual era estimulado en vez de ser prohibido por las costumbres religiosas de
Israel (comp. Jos. 24:26), continuó durante siglos hasta el tiempo de Esdras (400 aC .). “El libro de la
ley de Moisés, la cual Jehová había dado a Israel” (Neh. 8:1), es probablemente
el Pentateuco completo, el cual sufrió muy poco cambio después de ese tiempo.
La sección de los Profetas comúnmente
se dividía en dos grupos: anteriores y posteriores. Los profetas anteriores son
los libros históricos: Josué, Jueces, Rut, Samuel, Reyes. Los profetas
posteriores son los grandes predicadores de Israel: Isaías, Jeremías, Ezequiel,
y el libro de los doce profetas, algunas veces llamados “menores” a causa de la
brevedad comparativa de sus escritos, los cuales a menudo se escribían en un
solo rollo; Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahum, Habacuc,
Sofonías, Hageo, Zacarías y Malaquías.
La edición final de los profetas
antiguos que relatan la historia del pacto de Israel desde la conquista de
Canaán hasta el cautiverio babilónico (1250-550 a. de J.C.) no pudo haberse
hecho hasta el exilio. Los narrativos, sin embargo, datan virtualmente del mismo
tiempo que los eventos que relatan.
Como continuación de la historia de la
relación de Dios con Israel, los profetas antiguos eran reverenciados y
aceptados por el pueblo del pacto. Sus nombres que los asociaban con los
grandes líderes de Israel, especialmente Josué y Samuel, añadían bonos a su
reputación. Y el hecho de que estos escritos contenían tanto historias de los
profetas (por ejemplo Elías y Eliseo) como también reflejaban una
interpretación de la historia de Israel similar a aquella de los grandes
profetas contribuía a su prestigio.
Cuánto tiempo tomó para reunir y
coleccionar los libros de los profetas posteriores después del tiempo de
Malaquías (450 aC .)
no podemos estar seguros. Con toda probabilidad muchos de los profetas
preexílicos como Amós, Oseas, Miqueas, Isaías, Sofonías, Jeremías, Nahum y
Habacuc habían sido reunidos en una colección autoritativa durante el exilio
cuando los eventos trágicos de destrucción y cautividad habían movido a los
hombres de Israel y Judá al reconocimiento que Dios mismo había hablado por
medio de esos profetas y sus advertencias de desastre.
La situación con los Escritos es aún
más compleja a causa del carácter variado de los libros. Salmos, Proverbios y
Job son libros de poesía y devoción. Cinco de los libros, aunque cortos, se
escribieron en rollos individuales porque cada uno se leía por separado en una
fiesta anual: El Cantar de los Cantares de Salomón, en la pascua; Rut, en
Pentecostés; Lamentaciones, el nueve de Ab en conmemoración del día de la destrucción
de Jerusalén en 586aC; Eclesiastés, en los tabernáculos; Ester, en purim.
Daniel es el profeta solitario en los Escritos los cuales terminan con los
registros históricos de Esdras, Nehemías y Crónicas.
Las razones para la inclusión de estos
libros son varias. Los Salmos y Rut fueron indirectamente asociados con David:
el Cantar de los Cantares y el Eclesiastés se ligaron al nombre de Salomón;
Lamentaciones fue atribuido a Jeremías; tanto la sabiduría de Job como las
visiones de Daniel se vieron como
regalos directos de Dios; Esdras, Nehemías y las Crónicas no sólo se conectaron
con el ministerio de los líderes distinguidos (nótese el lugar prominente dado
a David y a su familia en las Crónicas), sino que también registraron etapas
posteriores de la historia del pacto, en el cual es de muchas maneras el
corazón del canon del AT.
La mayoría de los libros en los
Escritos se escribieron o coleccionaron durante y después del exilio –por
ejemplo después de 550 aC .-
aunque parte del material, especialmente en los Salmos y Proverbios, data de
los siglos de la monarquía (1000-587aC). Es prácticamente cierto que toda la
colección se completó cerca de 150aC, aunque la evidencia en cuando al uso de
Ester es insuficiente.
El período inmediatamente postexílico
fue un tiempo cuando los hombres de Judá tuvieron una profunda conciencia de su pasado. La cautividad los había
estremecido hasta sus fundamentos y buscaban tanto basarse de nuevo en su
herencia antigua como fortificarse a sí mismos contra la posibilidad de otro
juicio desastroso. Esdras y Nehemías, quienes desempeñaron puestos claves en
este proceso de reconstrucción, correctamente enfatizan la importancia y
autoridad de los escritos sagrados (Esd. 7; Neh. 8-10) y probablemente tuvieron
una parte significativa en la formación del canon como la tradición judía lo
afirma (Josefo, Contra Apionem 1:8; Talmud Baba Bathra 14b; 2 Mac. 2:13-15; 2
Esd. 14).
D.
Un canon fijo. La evidencia para el
catálogo en tres partes de los Escritos sagrados no se encuentra antes de 150aC.
El prólogo al Eclesiástico (cerca de 132aC.), un libro de sabiduría, apócrifo,
también conocido como Sirac, se refiere al canon hebreo como La ley y los
Profetas y también a “los otros que siguen después de éstos”. De este prólogo
parece posible que Sirac mismo (cerca de 190 aC .) reconoció esta división la cual es
definida como “la Ley ,
los Profetas y los otros libros patrios”. Se deja inconcluso, desde luego, el contenido
preciso de los escritos u “otros libros”.
La referencia judía más importante al
canon es la del tratado talmúdico conocido como Baba Bathra. Las fechas
talmúdicas son muy difíciles de precisar, pero el material en esta sección es
probablemente del siglo II ó I aC. La división en tres partes es claramente
implícita; los autores de la mayoría de libros son mencionados; y no se
mencionan libros que no se encuentran en el canon protestante.
La evidencia del NT es de interés
particular. El canon de tres partes es mencionado por Jesús en Lc. 24:44: “la
ley de Moisés, en los profetas y en los Salmos”. Más a menudo el AT es llamado
“la ley y los profetas” (por ejemplo, Mt. 5:17; Lc. 16:16). En esta expresión
los escritos (también llamados hagiógrafos, “escritos sagrados”) son
indudablemente incluidos con los profetas. Las citas frecuentes de los Salmos,
Proverbios, Job, Daniel; etcétera, son una amplia indicación de la autoridad de
los Escritos reconocida por Jesús y sus discípulos.
Igualmente importante es el hecho de
que los autores del NT nunca citaron escritos apócrifos directamente. Es
indudable que el AT que ellos usaron era esencialmente idéntico al nuestro.
Tanto Filo (De Vita Contemplativa II, 475) como Josefo (Contra Apionem 1, 8)
garantizan la división en tres partes. Aunque los contenidos precisos de su
canon no pueden ser determinados, no hay evidencia que incluyera otros libros
aparte de los que hay en nuestro AT.
La situación en la comunidad de Qumrán
fue un poco más complicada. No hay duda que aceptaron la Ley , los Profetas y los
Salmos. Como en el NT, “la Ley
y los Profetas” era un término estándar para todo el AT. Ni la aparente
ausencia del libro de Ester ni la presencia de fragmentos de escritos apócrifos
puede usarse como evidencia positiva de un canon diferente. Además, como los
hombres de Qumrán pertenecían a un grupo sectario (los esenios), sería
peligroso asumir que sus puntos de vista eran normativos para el resto del
judaísmo.
Hubo, desde luego, diferentes enfoques
del canon en la antigüedad. El ejemplo más sorprendente, es la versión
samaritana la cual sólo incluía el Pentateuco. Después de una aguda división
con los judíos en tiempos de Nehemías (cerca de 440 aC .), los samaritanos
establecieron sus propios ritos religiosos, rechazando tanto los profetas, quienes
a menudo fueron críticos del reino del norte, de su capital Samaria, y los
escritos, los cuales estaban íntimamente ligados al templo de Jerusalén que los
samaritanos rechazaban.
De difícil evaluación es la relación
de la más popular versión griega del AT (conocida como la Septuaginta o LXX) y
el canon hebreo. Decir que los judíos de habla griega tenían un canon más
grande el cual incluía los escritos apócrifos es probablemente una
simplificación exagerada. Los manuscritos más antiguos de la Septuaginta datan del
siglo IV dC. y llegaron hasta nosotros por medio de cristianos en vez de
judíos. Además, la lista de libros contenidos en varios manuscritos puede
diferir, haciendo difícil extraer las inferencias precisas concernientes al
canon. De seguro no sabemos si los judíos esparcidos por el mundo tenían un canon
diferente, un canon menos definido, o el mismo canon como sus compatriotas de
Palestina.
Cualquiera que sea el caso, la
evidencia del NT citada anteriormente debiera ser el factor determinante para
los cristianos. Lo que los cristianos pensaron en la era postapostólica
concerniente al canon es de interés histórico pero no teológico. Para una guía clara,
debemos mirar a Jesús y a los apóstoles
en ésta como en todas las demás preguntas religiosas.
La especulación judía acerca del canon
continuó en tiempo de la era cristiana. Pero la naturaleza de la especulación
parece ser limitada a asuntos de si Ester, que no menciona a Dios; Eclesiastés,
con sus explosiones de escepticismo e insinuaciones de hedonismo; el Cantar de
los Cantares, con sus expresiones apasionadas de amor; Proverbios, con sus
supuestas contradicciones y Ezequiel, el cual algunos sostenían que contenía
conflictos con la Tora ,
deberían mantenerse en el Canon. El asunto no era si debieran incluirse menos
libros sino más bien si todos los libros entonces reconocidos eran lo
suficientemente sagrados como para merecer su inclusión entre los escritos
sagrados.
La destrucción de Jerusalén en el año
70 dC. y la aparición del cristianismo se combinaron para forzar a los líderes
religiosos judíos a dar una atención mayor a sus Escrituras sagradas. Sin el
templo y con su desafío, los judíos naturalmente se aferraron a sus Escrituras
para encontrar seguridad y unidad en un momento cuando aún su identidad
religiosa estaba en peligro.
El resultado fue el reconocimiento del
canon hebreo como lo conocemos hoy. Su centro religioso en Jamnia (Jabneel o
Jabneh en el AT; compárese Jos. 15:11; 2 Cr. 26:6) al suroeste de Judá llegó a
ser el centro de discusión en cuanto al canon. El proceso exacto por el cual los
rabíes arribaron al veredicto final concerniente al canon (alrededor del año 90
dC.) está oculto en las arenas del tiempo. Probablemente la discusión se llevó
a cabo en un ambiente de consenso general en lugar de una discusión oficial al
así llamado “Concilio de Jamnia”. De cualquier manera, lo que sucedió fue la
aprobación de un canon que ya era ampliamente usado, en vez de la formación de
otro extraído de un número de documentos que competían el uno contra el otro.
El consenso de los rabíes y las afirmaciones
de los apóstoles unidas, confirmaron el juicio de que el AT que Jesús conoció
comprendía nuestros presentes treinta y nueve libros. Estos libros, en la
manera que los apócrifos no lo hacen, registran los pasos en la marcha
redentora de la historia. De acuerdo con sus propios testimonios, la historia
de la redención marcha a través de sus páginas hacia un cumplimiento futuro. Y
hablan de una revelación de la gloria y la gracia de Dios más allá de lo que
ellos han podido dar.
II.
EL CANON DEL NUEVO TESTAMENTO
Los primeros cristianos confesaron que
esa revelación había venido en Jesucristo. Y sostuvieron que sus palabras y los
escritos de sus apóstoles eran el cumplimiento dado por Dios al AT. Los pasos
mayores en el desarrollo del canon del NT tuvieron lugar durante los dos
primeros siglos dC. aunque la ratificación oficial final se prolongó hasta el
siglo cuarto.
A.
El período apostólico. “Jesús es el Señor” fue
la confesión cristiana más antigua y por medio de ésta se comunicaba un
reconocimiento de su autoridad. Esta autoridad se afirmó en sus enseñanzas las
cuales tenían un valor más alto que el que los escribas podían exhibir (Mr.
1:22). El perdonó pecados (Mr. 2:10), echó fuera demonios (Mr. 1:26. 27),
reinterpretó la ley judía (Mt. 5:21 y ss), y se proclamó como el juez a quien
todos los hombres tendrán que enfrentar (Jn. 5:22, 23, 30).
Estas afirmaciones, endosadas por su
poder y gloria, convencieron a sus seguidores de que el reino de Dios estaba
presente en medio de ellos. Dando su significado final a lo que Jesús dijo e
hizo, ellos atesoraron sus palabras, guardaron los relatos de sus acciones y
aprendieron a reinterpretar el AT a través de los ojos de Jesús. Al hacerlo
así, hicieron a un lado las tradiciones de los escribas y legalistas del AT (Mr.
7:13), y empezaron a leer el AT en términos de los hechos salvadores de Dios y
cómo éstos prepararon la venida de Cristo.
A este compendio de las acciones y
enseñanzas de Jesús, cuidadosamente memorizado y luego registrado, fueron
añadiendo las cartas de los apóstoles, la primera de las cuales data del año 50
dC. Estas epístolas llevaban autoridad inmediata a las congregaciones que las
recibían. La confianza de los apóstoles en su llamado y en su dependencia del
Espíritu Santo enviado a la iglesia para continuar la misión de Cristo fue
igualada por el respeto y admiración con los cuales las cartas fueron leídas.
El mismo término “apóstol” significa uno comisionado a hablar y a actuar con la
autoridad de aquel que lo envió (Gál. 1:1-12).
El proceso por el cual las epístolas y
los Evangelios se coleccionaron es difícil de reconstruir. Es suficiente decir
que el martirio de Pablo y Pedro (cerca del año 67 dC.) probablemente avivó el
interés de coleccionar sus escritos y conservarlos para la iglesia. No recibieron
autoridad por el hecho de haber sido coleccionados, sino que su autoridad
provocó que los coleccionaran. Los Evangelios sinópticos y los Hechos se
formaron aproximadamente al mismo tiempo y fueron casi completados antes del
año 80 dC. El hecho de que registran materiales ya conocidos y reverenciados
por las iglesias significó una aceptación instantánea. Cerca del año 100 d. de
J.C. los escritos del NT se completaron aunque no fueron reconocidos
uniformemente. La mención de las cartas de Pablo y su relación con “las otras
Escrituras” (2 Pe. 3:15,16) nos da una indicación de la manera por la cual los
escritos apostólicos se incorporaron como parte de las Escrituras.
El llamado especial de los apóstoles
fue a testificar, confesar, anunciar e interpretar los eventos de la nueva era
que la encarnación trajo consigo. Dado el encargo especial del Señor y el poder
especial de su Espíritu, sondearon las profundidades del programa de salvación
de Dios desde la creación hasta el “escatón (Tiempo del fin) y explicaron sus
implicaciones (doctrinales y éticas) para la iglesia y para toda la humanidad.
Dios, quien gobierna la operación de rescate cósmico, tuvo cuidado que parte
del programa fuera la producción de un cuerpo definido de literatura para
preservar y escribir una crónica de su significado.
B.
El período postapostólico. Entre los años 150 y 200
dC, se agudizó la conciencia de la iglesia de la naturaleza y extensión de su
canon y sus líderes proveyeron evidencia substancial al reconocimiento de la
mayoría de los libros del NT. Lo que sigue es sólo una muestra.
Alrededor del año 150 dC. Justino
Mártir (Apol. 1, 67) nota que en la adoración cristiana los profetas y los
Evangelios (que él llama memorias) se leían “tanto como el tiempo lo permitía”.
No nos deja ninguna clave en cuanto a cuáles Evangelios se usaban, pero su
testimonio afirma que los escritos del pacto más nuevo se aceptaron por las
iglesias con toda la autoridad de las del pacto anterior.
Marción, el hereje, (alrededor del año
150 dC.) rechazó todo el AT como también los escritos de todos los apóstoles a
excepción de los de Pablo. Diez epístolas de Pablo y el Evangelio de Lucas
fueron su canon. Algunos eruditos le atribuyen el haber provisto a la iglesia
de un incentivo para definir el canon y de preservar el AT y los otros escritos
no paulinos. Pero también es cierto que el canon ya debía haber estado más o
menos bien bosquejado para que Marción reaccionara tan fuertemente contra él.
Otras herejías, tales como aquellas enseñadas por las varias sectas gnósticas,
obligaron a la iglesia a aferrarse a su herencia apostólica a fin de
discriminar entre los varios escritos que reclamaban inspiración.
La evidencia más antigua de una lista
oficial de los escritos del NT es el Canon
Muratorio, una copia de un documento escrito en Roma alrededor del año 180
dC. Nombrado por su publicador, el Canon
Muratorio mencionaba veintidós de nuestros veintisiete libros, omitiendo
sólo Hebreos, Santiago, 1-2 Pedro y 3 Juan. Aunque incluye Sabiduría de Salomón
y el Apocalipsis de Pedro, menciona que este último es controversial y
específicamente rechaza un número de epístolas falsificadas atribuidas a Pablo
por los discípulos de Marción. El Pastor de Hermas no fue aceptado por haberse
escrito muy recientemente. Este es un testimonio notable a la posición que sólo
los escritos de la era apostólica se consideraban inspirados.
En un conflicto con las varias
escuelas gnósticas, Ireneo, obispo de Lyon en Galia (180 dC.) tomó los
armamentos de su bien abastecido arsenal que incluía el AT, los cuatro
Evangelios, Hechos, las epístolas paulinas, 1 Pedro, 1-2 Juan y Apocalipsis. El
también reconoció el Pastor de Hermas, mientras que ponía en duda a Hebreos por
no ser paulina. La autoridad apostólica fue un facto clave en sus decisiones,
las cuales se basaban en la investigación histórica y estaban destinadas a
socavar el reconocimiento que los gnósticos daban a sus propios escritos. No es
por accidente que Ireneo, el gran defensor de una teología de la historia
redentora, fue quien defendió el canon, como el relato autoritativo y la
explicación de esa historia.
Tertuliano, obispo de Cartago
(alrededor del año 200 dC.) fue el primero en usar el término latino “Nuevo
Testamento”, omitiendo sólo las epístolas generales (Santiago, 1 Pedro, 1-2
Juan y Judas), él aceptó como completamente autoritativos los otros veintidós
libros y ningún otro.
Orígenes de Alejandría (por el año 203
dC.) comenzó un estudio cuidadoso de la situación del canon en las varias
iglesias situadas alrededor del Mediterráneo. Su conclusión en cuanto a los
libros aceptados (homolegoumena) y
los disputados (antilegoumena)
coincidía casi exactamente con la lista de Tertuliano
Dos acontecimientos –uno técnico, el
otro político- apresuraron el proceso de canonización. Durante el siglo II, el
rollo cedió su lugar al libro o códice. Los escritos como Mateo o Lucas
ocupaban aproximadamente 9 metros de rollo, la máxima longitud práctica
posible. El códice, en cambio, con páginas cosidas juntas como en un libro,
permitía poner juntos numerosos escritos. El carácter permanente de esta
colección movió a los escribas a ser cuidadosos en cuanto al contenido y así
contribuyó a fijar el canon.
El acontecimiento político fue la
amarga persecución lanzada contra la iglesia por el emperador Dioclesiano en el
año 303 dC. Cuando él confiscó y quemó los escritos sagrados, los cristianos
habían ya resuelto cuáles eran los libros por los cuales valía la pena dar sus
vidas.
El canon del NT fue formalmente
establecido 200 años después que se había llegado a un acuerdo básico. Atanasio
de Alejandría en el año 367 dC, publicó una lista de los escritos que fueron
considerados divinos: el AT y nuestros veintisiete libros del NT. Jerónimo,
alrededor del año 385 d. de J.C., reconoció esta misma colección del NT en su
traducción de la
Vulgata Latina. Finalmente dos concilios en el norte de
Africa, el de Hipona, en el año 393 dC., y el de Cartago el año 397 dC.,
reconocieron oficialmente el canon de los dos Testamentos. El canon del NT
incluía los veintisiete libros que seguimos reconociendo. Aparte de unas voces
disidentes, tales como las iglesias de Siria y Etiopía, el asunto quedó
decidido hasta que fue reabierto nuevamente en la época de la Reforma.
III.
LAS ESCRITURAS Y LA IGLESIA
A.
La Reforma. Siendo que el problema de
autoridad estaba en el corazón de la
Reforma , la cuestión del canon se convirtió en un asunto
central. El debate en relación con el AT virtualmente halló a todos los
protestantes de acuerdo en su convicción de que los libros apócrifos deberían
excluirse. El canon hebreo se adoptó como norma; y los otros escritos, los
cuales la Iglesia
Católico Romana había incluido desde los días de Agustín, se
dejaron de lado. Estos eran 3-4 Esdras, Tobías, Judit, Adiciones al libro de
Ester, Sabiduría de Salomón, Eclesiástico, la carta de Baruc en Jeremías, la Oración de Azarías y la Canción de los Tres
Jóvenes, Susana, Bel y el Dragón, la
Oración de Manasés, 1-2 Macabeos. Aunque algunos eminentes
eruditos católicos romanos (tales como el Cardenal Jiménez de Cisneros, editor
de la Biblia
Políglota Complutense y el Cardenal Cayetano, el opositor de
Lutero en Augsburgo) defendieron el canon hebreo más corto, usado por Jerónimo.
El Concilio de Trento en 1546 calificó de anatema a todos los que no daban
atención a los libros apócrifos.
Algunas Biblias protestantes,
especialmente luteranas o anglicanas, a menudo contienen los libros apócrifos,
generalmente con una nota que menciona su valor para la edificación pero no
como doctrina. La posibilidad de añadir al AT no tuvo cabida con los
reformadores. Y sólo Lutero con sus interrogantes en cuanto a Ester, jamás
consideró la reducción del canon.
Martín Lutero virtualmente estableció
un “canon dentro del canon” al singularizar como los “libros principales”: los
Evangelios (especialmente Juan) y las epístolas (especialmente: Romanos,
Gálatas, Efesios, 1 Pedro y 1 Juan) que “guían a los hombres hacia Cristo”,
como él decía. Consciente de las disputas de los primeros siglos, colocó a: Hebreos,
Santiago y Apocalipsis al final del NT. Los discípulos de Lutero, sin embargo,
reconocieron la autoridad de todos los veintisiete libros de todos los asuntos
de fe y práctica.
Karlstadt, principal de los diáconos
de Wittenberg, dividió el canon en tres, de acuerdo con el orden de importancia:
(1) El Pentateuco y los Evangelios; (2) Los Profetas anteriores y los
posteriores junto con las epístolas aceptadas del NT (las trece de Pablo, 1
Pedro, 1 Juan) (3) Los Escritos y los siete libros disputados del NT.
Durante todo este debate no hubo
sugerencias en cuando a añadir libros al NT. Nuestro canon presente contiene
sólo los libros reconocidos en el segundo siglo o debatidos durante el
siguiente, y entonces incluidos. Ni los concilios católicos ni los protestantes
han hecho fuerza para cambiarlos.
B.
La escena contemporánea. La teología existencial
de Rudolf Bultamann y sus discípulos ha impulsado a un punto de vista en cuanto
al canon no muy diferente al de Marción en el siglo segundo. El AT no es una
autoridad histórica porque los cristianos no son descendientes del pueblo de
Israel. El AT meramente prepara el camino para el entendimiento existencial
cuando describe fe y obediencia.
Este es un ejemplo contemporáneo de
“un canon dentro del canon”, una selección de libros dentro de las Escrituras
en base de prioridades preconcebidas. Otro es el de Ernst Käsemann de “la
justificación por la fe”. Este grito de batalla de la Reforma ha llegado a ser
para Käsemann la piedra de toque que sirve de criterio para la admisión de los
escritos en el canon. Otros proponen la fe equivale a un “canon abierto” con un
programa de revelación continua en la medida en que Dios está diciendo algo
especial por medio de las reformas sociales, las manifestaciones artísticas o
los avances científicos.
Para desarrollar una doctrina del
canon tenemos una gran ayuda en dos intérpretes contemporáneos, herederos
mismos de la Reforma :
Oscar Cullmann (Salvation in History “Salvación en la Historia ” Nueva York y
Evanston: Harper and Row, 1967) y Herman
Ridderbos (The Authority of the New Testament Scriptures “La Autoridad de las
Escrituras del Nuevo Testamento”, Filadelfia: Presbyterian and Reformed
Publishing Co., 1963). Para ambos, la formación del canon es la culminación del
proceso histórico por el cual Dios se revela a sí mismo en sus hechos poderosos
y entonces los interpreta al hablar y escribir.
Toda autoridad es, a fin de cuentas,
la autoridad de Dios. A él pertenece toda la tierra y todo lo que hay en ella
(Sal. 24:1). Cuando empezó a obrar su plan de salvación por medio de Israel,
llamó a grupos e individuos para que lo representaran, especialmente los
profetas. A ellos les dio autoridad para interpretar y para demostrar a sus
compatriotas el significado de sus hechos de gracia y juicio. “Habiendo hablado
muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas”
(He. 1:1).
Finalmente, Dios invistió de autoridad
a su Hijo quien habló todo lo que Él dijo y lo que hizo lo hizo en el nombre de
su Padre. El ministerio salvador dependía de Cristo únicamente: “En estos
postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1:2). Por medio de Cristo, en
una manera exclusiva, Dios habló sus palabras finales y obró sus acciones
finales.
Y Cristo, aunque completamente
consciente de su autoridad única, no la limitó a sí mismo, sino que la
compartió con sus apóstoles. El Espíritu Santo, quien fue enviado por el Padre
y el Hijo, les dio poder para hablar y actuar en el nombre de Cristo (Hch.
3-6). Como testigos de su resurrección (Hch. 1:22; 1 Co. 15:5-9), fueron comisionados
para proclamar los eventos salvadores de Cristo y su significado.
En el pasado, cada acto nuevo de Dios
demandaba una interpretación nueva. Y así fue con los eventos en la vida de
Jesús. Pero con una diferencia. Con él el programa de Dios en la historia
redentora alcanzó su clímax. Todo lo que Dios había hecho en el pasado había
sido interpretado totalmente, y todo lo que Dios hará al fin se había anunciado
y para ello se había preparado.
Consecuentemente, los apóstoles no
tenían sucesores. Su tarea no consistió en entrenar a otros intérpretes sino
declarar y preservar la tradición (1 Co. 15:3; 2 Tes. 2:15); el registro e
interpretación autoritativos de todo lo que Jesús hizo y hará. Lo que
predicaron y escribieron llegó a ser nuestro NT. Los apóstoles son los únicos
vínculos históricos entre Cristo y la iglesia. Participantes en su misión
salvadora, también son miembros privilegiados de su iglesia. Ninguna otra
generación a lo largo de la historia de la salvación estuvo en medio de ellos
para ser vista, oída y palpada (1 Jn. 1:3). A causa del hecho de que nunca
habrá otro como él, tampoco habrá otros como ellos.
No es la iglesia la que forma el
canon; sino el canon el que forma la iglesia. La decisión en cuando al
contenido está basada en los sentimientos subjetivos de hombres devotos o en la
presentación de una doctrina particular. La clave real es si los escritos
contienen las enseñanzas apostólicas. Como una parte integral del programa de
Dios de revelación y redención, el canon no es más el producto de la decisión
de eclesiásticos que lo que son el éxodo y la encarnación.
Dios había arriesgado demasiado al
enviar a Jesús como para permitir que el éxito de su misión peligrara por un
tumulto de interpretaciones humanas. Por eso las Escrituras son el sumario
autoritativo de todo lo “que Jesús comenzó a hacer y a enseñar” (Hch. 1:1).
La relación íntima entre escritura e
historia de salvación significa que el canon se cerró. La revelación en el
sentido bíblico ha cesado no por la lenta desaparición del período apostólico,
sino por el suceso del clímax glorioso en Cristo y el registro de sus acciones.
Puede haber una penetración fresca y una profundización del entendimiento de lo
que las Escrituras enseñan, pero ninguna palabra toma lugar sobre bases iguales
con lo que tenemos.
El NT es el legado de la era
apostólica. Aunque algunos escritores no eran técnicamente apóstoles (por
ejemplo: Marcos, Lucas, el autor de Hebreos), eran portadores de las enseñanzas
apostólicas, colegas cercanos a los testigos oculares. Nada se gana con volver
a examinar los libros excluidos por la iglesia de la edad patrística, y mucho
se perdería con la eliminación de cualquiera parte de nuestro canon. La única
posibilidad abierta es teórica: el descubrimiento de un documento de los
tiempos apostólicos cuyo contenido armonizara con las otras partes de las
Escrituras. Esta posibilidad es tan remota que los cristianos pueden esperar
hasta que suceda para entonces decidir qué hacer.
Ciertamente ninguna afirmación de
revelación merece ser considerada después de la edad apostólica. Si armonizara
con las enseñanzas del NT, sería redundante, y si no, habría sospecha de tal
escrito.
Los cristianos pueden aceptar un
método subjetivo en cuanto a la revelación y admitirlo como autoridad en
conjunto con las Escrituras, cualquier escrito o pensamiento o idea que
parezcan dignos. O se puede tomar una posición autoritativa y permitir a un
líder eclesiástico o a un concilio que se adjudique todas las afirmaciones en
cuanto a la revelación. Pero ninguno de esto métodos rinde un tributo adecuado
al carácter histórico de la revelación o al papel definitivo de Cristo y de sus
apóstoles.
La revelación en el sentido bíblico no
es una colección de experiencias espirituales o de brillantes ideas religiosas.
Es el relato de la manera en que Dios ha actuado en la historia para traer
salvación, una salvación completamente dependiente en Jesús.
La tarea de la iglesia en este
intervalo entre los dos advenimientos de Cristo no es suspirar ansiosa por una
nueva revelación sino testificar de la salvación ya revelada y anticipar el
gran cumplimiento. Cuando éste se realice la iglesia no tendrá más necesidad de
la Biblia. Pero
hasta entonces la iglesia cristiana debe recordar que nació aferrada a un
canon. Y en un sentido más profundo que el que la iglesia ha conocido algunas
veces, debe vivir también de esa manera, si es que va a vivir.
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