INTRODUCCIÓN
La cuestión del canon bíblico, o sea de los libros que deben
considerarse como de divina autoridad, ha sido muy debatida en el curso de los tiempos.
La verdad es que en la historia del canon hay muchos puntos oscuros. El autor
del presente trabajo reconoce las dificultades que se presentan al tratar de
ella, las cuales pueden comprobarse por las diferencias que ocurren, en
diversos respectos, entre los autores que se han ocupado del asunto. El
propósito de este estudio, sin embargo, es marginar las cuestiones de orden
doctrinal o teológico, en que el terreno es propicio a las polémicas, y
concentrarse, con la mayor precisión posible, en los hechos históricos, hasta
donde se han podido comprobar, en cuanto a la formación del canon bíblico. Su
propósito es, pues, solamente de índole informativa.
La palabra canon viene del griego, al través del latín, y
significa literalmente una vara recta, de donde viene el sentido de norma, o
regla en sentido figurado. Es el sentido en que la usa Pablo en 2 Co. 10.13.
Llegó a tener otras acepciones. Por ejemplo, en el siglo 2 A.D. significaba la
verdad revelada, la “regla de fe”. En su sentido específico de “lista”,
“índice” o “catálogo” de libros sagrados, oficialmente reconocidos por las
autoridades religiosas como normativos para los creyentes, con exclusión de los
demás, canon es un término de origen cristiano. Aparece primeramente en la
literatura patrística del siglo 4 A.D. El concilio de Laodicea (363) habla ya
de “libros canónicos”. Atanasio (367) se refiere a ellos como “canonizados”. Es
al parecer Prisciliano (380) quien por primera vez usa “canon” como sinónimo de
Biblia, la cual consiste, para los judíos, de lo que los cristianos llamamos
Antiguo Testamento, y para nosotros, de éste y del Nuevo Testamento.
El concepto de canonicidad de un escrito religioso es
relativamente tardío, y ha sido diverso, en mayor o menor grado, en el curso
del tiempo y hasta hoy, según las épocas, las regiones y las confesiones. En
términos muy generales podría decirse que la canonicidad consiste en las
razones que se dan para justificar la inclusión de un escrito en el canon. El
concepto de canonicidad va asociado con el de inspiración divina. Pero si se
define sin más con referencia a éste, puede caerse en un círculo vicioso:
¿Cuáles son los libros canónicos? Los de inspiración divina. ¿Y cuáles son los
libros divinamente inspirados? Los canónicos. Desde el punto de vista histórico,
los conceptos de inspiración divina y de canonicidad no son estrictamente
equivalentes. Parece que es el concepto de inspiración divina el que surge
primero, y que posteriormente sirve de base para el concepto de canonicidad.
Pero si todos los libros incluidos en el canon se consideraron como de
inspiración divina, hubo libros que el consenso general tuvo un tiempo por
divinamente inspirados, por lo menos en algún grado, y que finalmente no
entraron en el canon. Ante este problema, se ha llegado a distinguir entre lo
que se llamaría “inspiración general” e “inspiración especial”. La segunda
sería la asignada a los libros canónicos. En la anterior podrían entrar muchos
de los que forman la ya muy extensa literatura religiosa de todos los tiempos.
Desde el punto de vista de la historia del canon, se
requiere un criterio objetivo y hasta cierto punto empírico. Y al parecer el
único de esa índole es el que consiste en la intervención de un dictamen de las
autoridades religiosas respectivas. Como hemos de ver en el curso de este
trabajo, ese dictamen no es arbitrario. Lo ha precedido el dictamen tácito de
los creyentes que forman la comunidad que ha venido usando cierto libro y que
le atribuye un carácter sagrado especial. Las autoridades, por ello, puede decirse
que no imponen la canonicidad: simplemente la reconocen y le ponen su sello de
confirmación oficial. La canonicidad, en este sentido práctico, significa no
sólo que una comunidad creyente ha considerado un libro como de inspiración y
autoridad divinas, sino que se le ha incluido en un grupo de libros que, en
determinado momento, ha sido fijado y cerrado por el dictamen explícito de las
autoridades de esa comunidad. Este grupo es el canon. Tal es el sentido que
adoptamos en este trabajo. Extrañamente, la palabra canonicidad, perfectamente
correcta y válida, no figura en el Diccionario de la Lengua Española de la
Academia.} No se entra, pues, a discutir en él la cuestión de la inspiración
divina de los libros sagrados. Sólo se quiere, como se puntualizó antes, trazar
el proceso histórico de la formación del canon.
Propiamente hablando, no hay uno sino dos cánones: el hebreo
(o sea el del Antiguo Testamento, según la terminología cristiana) y el del
Nuevo Testamento. Convencionalmente, sin embargo, suele hablarse de un segundo
canon del Antiguo Testamento, el griego, que otros llaman alejandrino o de
Alejandría, dando también el nombre de palestino o de Palestina al hebreo. No
todos los autores están de acuerdo con este concepto tricanónico, pues consideran,
con razón, que no puede llamarse canon, con propiedad, la lista de libros que
forman parte de la llamada Septuaginta, que es sólo una versión griega del
canon hebreo en formación, con la adición de libros y textos de especial
interés para los judíos alejandrinos, quizá desde un punto de vista más
literario que religioso, libros que eran muy leídos y apreciados entre ellos.
Algunos autores creen que si ha de hablarse de tres cánones,
el otro del Antiguo Testamento es más bien el samaritano, que consta únicamente
del Pentateuco. Todavía otros autores consideran que hay que considerar también
como otro canon veterotestamentario el de la comunidad de Qumrán, que incluía
libros que no figuran en la Septuaginta, y omitía el de Ester. La verdad es que
en realidad no se sabe de ningún dictamen de las autoridades religiosas judías,
ya fuera de Palestina, ya de Egipto (Alejandría), que hubiera fijado y cerrado
un canon de escrituras para los judíos de este último país. Como veremos en su
oportunidad, realmente no sabemos con exactitud qué libros formaban parte de la
Septuaginta primitiva. Todas las copias que han llegado hasta nosotros son de
mano cristiana. Faltando tal dictamen, la Septuaginta, cualquiera que haya sido
su composición original, no se ajusta al concepto de canonicidad que se ha
adoptado en el presente ensayo. No obstante, cuando con fines comparativos
usamos la terminología convencional, empleando la designación de canon griego
para referirnos a la Septuaginta o Versión de los Setenta, usamos “canon”, así,
entre comillas.
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