A los magistrados de todas
las ciudades alemanas
para que construyan y
mantengan escuelas cristianas
(1523)
Esta obrita es una de las que
más claramente manifiestan la vocación pedagógica de Lutero. Apareció a
principios de 1524, cuando la expansión primera de la Reforma le evidenció
fenómenos contradictorios. La implantación del luteranismo entrañaba la
desaparición de conventos, cabildos, etc., es decir, de los soportes
tradicionalmente dedicados a la enseñanza de la niñez y de la juventud.
Eliminado en el área reformada este sector de la asistencia social
eclesiástica, incapaz, naturalmente, de ser absorbida la formación de sus
hijos por padres en un mundo de analfabetos, Lutero se estremece ante el
riesgo del vacío, encara el problema y engrana toda una sarta feliz de
argumentos ‑los menos convincentes son los extraídos de la Escritura‑ para
hacer ver a la autoridad secular que es a ella a quien le corresponde velar
por el quehacer imprescindible.
Este es el motivo inmediato de su exhortación, en
la que opera también el ambiente humanista como imperativo de época, y, desde
otro ámbito, la reacción de los «iluminados», en parte salidos de sus filas,
en parte herederos de Huss, y ambos, de todas formas, con una actitud
despectiva hacia la formación personal o hacia estudios, innecesarios cuando
de la comprensión de la palabra de Dios se trataba.
Lutero traza un programa de enseñanza netamente
humanista. Insiste en este alegato en favor de la educación en el aprendizaje
de las lenguas que integraban el cuadro humanista general: latín, griego,
hebreo. Es la idea obsesiva, y a ella dedica la mayor parte de estas páginas.
Pero también capta el interés de otras disciplinas, de las artes, de la
historia, fundamentalmente de la historia, así como de la música y las
matemáticas.
En cuanto a horarios y demás, se decide por la
enseñanza diferenciada. Los niños tendrían que acudir a la escuela dos horas
al día, las niñas sólo una, dedicando el resto de la jornada al aprendizaje
manual o a las tareas domésticas. No obstante, quienes estuviesen orientados
hacia una dedicación posterior a la predicación, los formadores y pastores
futuros, prácticamente debían tener una dedicación exclusiva.
Por lo que se refiere a los métodos, se entusiasma
ante las facilidades recién estrenadas, ante tantas posibilidades de
aprender, signo de la gracia de Dios, como ha descubierto y potenciado el
humanismo. Sus tonos encendidos anticipan los de Rabelais y lamentan su
tiempo perdido. «No son ya nuestras escuelas aquel infierno y purgatorio, en
el que teníamos que sufrir el tormento de los casos y de los tiempos, y todo
lo teníamos que aprender a base de golpes, de temores, de angustias y de
ansiedades». Aversión a lo viejo que se aprovecha estupendamente para
anatematizar los símbolos de la antigua educación, al hablar de las
bibliotecas, imprescindibles para la conservación y utilización de los
saberes, y que siempre han de ser selectas (obsérvense los libros excluidos y
su significado católico o escolástico).
El costeamiento del proyecto es fácilmente
solventable. Si desaparecen los «antros» conventuales, catedrales, y es lo
que sucedió, el ciudadano se vería libre de diezmos, donativos, fundaciones,
misas y demás contribuciones (no de pagar derechos feudales o señoriales,
como se vio enseguida). Lutero pide cuentas y exige que el montante de todo
ello se oriente a abrir y mantener las escuelas, como forma más adecuada de
inversión y de compensación.
La apariencia del escrito, sin embargo, no debe
engañar al lector. El acento ardiente volcado sobre saberes y métodos
humanistas tiene un fondo profundamente anti-humanista. No es la cultura
clásica lo que le importa al reformador, ni la ciencia por la ciencia, ni la
educación por la formación y promoción humanas. En él todo tiene un sentido funcional:
una reacción y ataque polémicos contra los sistemas y contenidos escolásticos
‑coincidiendo con los humanistas‑ y ‑en ello se distancia infinitamente de
ellos‑ una orientación exclusiva al estudio de la Escritura, a su predicación
y a su comprensión.
No obstante Lutero es un adelantado de la moderna
enseñanza. Preconiza su secularización al hacer responsable de ella a la
autoridad civil y, en definitiva, a la comunidad. La amplía a la mujer, en un
rasgo muy del renacimiento. Y, lo más trascendente, aboga por la enseñanza
obligatoria, aquí cofi cierta timidez y de forma decidida seis años más tarde
en su Tratado sobre el deber de mandar
los niños a la escuela (WA 30/2, 517‑588). Melanchthon completaría su
obra, pero no en vano es tenido el reformador como uno de los pioneros
alemanes de la pedagogía posterior.
EDICIONES. El escrito tuvo un éxito sorprendente, dada la situación
en que se encontraban muchas comunidades luteranas ya en 1524, año en el que
fue varias veces reeditado. Hemos tenido en cuenta para la nuestra las
siguientes ediciones: Walch 2, 10, 458‑485; E 22, 170‑199; WA 15, 27‑53; Cl
52, 442‑464; Mü 2, 5, 83‑104; LW 45, 347‑378; Lab 4, 95‑118; Calw 4, 151‑184.
BIBLIOGRAFIA. O. Scheel, Luther un d die Schule seiner Zeit: Lutherjahrbuch
7 (1925) 141‑175; F. Falk, Luthers
Schrift an die Ratsherren und ihre geschichtliche Wirkung auf die deutsche
Schule: [bid. 19 (1937) 55‑114; E. A. Harbison, The christian scholar in the age of the Reformation, New York
1956; I. Asheim, Glaube und Erziehung
be¡ Luther. Ein Beitrag zur Geschichte des Verháltnisses von Theologie und
Pádagogik, Heidelberg 1961; F. E. Gábelein, La Reforma y la cultura, en Actualidad y catolicidad de la Reforma, Barcelona
1967, 58‑67; J. Boisset (ed.), La
Réforme et Péducation, Toulouse 1974.
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A los magistrados y regidores de todas las ciudades alemanas, Martin
Luther les desea gracia y paz en Dios, nuestro padre, y en nuestro señor
Jesucristo.
Ha ya tres años, prudentes y sabios señores, que no podría haber
abierto la boca, por mi calidad de excomulgado y proscrito[1], y si
hubiera temido más a los preceptos humanos que a Dios. Por la misma razón,
muchos grandes y pequeños de Alemania siguen persiguiendo cuanto digo o escribo
y derramando mucha sangre por este motivo[2]. Pero Dios
me ha abierto ya la boca e impulsado a hablar; él me asiste con fuerza y, sin
que haga yo nada por ello, va expandiendo mi causa tanto más ampliamente cuanto
con más furor gritan contra ella, como si se riese de la furia de los
contrarios, a tenor del salmo segundo[3]. Sólo
esto bastaría para convencer a los que no estén obcecados de que en este empeño
se ventila la causa de Dios; porque aquí se está manifestando la forma peculiar
de su palabra y, de su obra, que se cumplen más perfectamente cuando se las intenta
perseguir y obstaculizar.
Por eso, no dejaré de hablar mientras viva y hasta que la justicia de
Dios irrumpa como un rayo y su gracia salvadora brille como una lámpara
encendida[4]. Os
ruego a todos, queridos señores y amigos míos, que recibáis amigablemente este
mi escrito y esta exhortación, y que permitáis os toque las fibras de vuestro
corazón. Yo seré lo que sea, pero puedo gloriarme con toda la sinceridad de mi
conciencia ante Dios de que en esto no busco mi provecho personal (de ser así,
lo conseguiría mucho mejor guardando silencio), sino que actúo lealmente por
vuestro bien y el de toda Alemania, a la que, créase o no, Dios me ha
destinado. Deseo advertiros, mis queridos con toda libertad y confianza, que
quien en esto me obedezca, no es a mí, sino a Cristo a quien obedece; y el que
no me haga caso, no es a mí, sino a Cristo, a quien menosprecia[5]. Sé
perfectamente lo que enseño y los motivos que me mueven a hacerlo; muy bien
podrán percibirlo también quienes sepan considerar rectamente mi enseñanza.
En primer lugar, podemos contrastar la experiencia que se palpa en
Alemania entera: aquí y allá se deja que las escuelas se desmoronen, las
escuelas superiores apenas si se ven visitadas, los conventos van
desapareciendo. Como dice Isaías, « si la hierba se seca, se marchitarán la
flores»[6], porque
el Espíritu de Dios sopla por su palabra y expande su calor por el evangelio.
Gracias a la palabra de Dios se ha, podido contrastar ahora lo poco cristiano
de esas escuelas y cómo sólo se dirigen a favorecer el vientre. La mayoría,
apegada a la carne, razona de la siguiente manera: no se puede ni se debe
seguir ingresando a sus hijos, a sus hijas, a sus parientes en los conventos y
en los cabildos, ni alejarlos de la casa propia, de las posesiones suyas, para
instalarlos en las ajenas. Por eso, nadie se decide a enviar a sus hijos para
que aprendan y estudien. Se dicen a sí mismos: «¿Para qué mandarlos a
estudiar, si no van a ser sacerdotes, frailes o monjas? Que hagan la carrera
que les pueda servir de más provecho para su subsistencia».
Esta confesión personal basta para demostrar la idea y la intención
que tiene esta gente. Porque si en conventos, monasterios y en el estado
clerical no hubiesen buscado exclusivamente el provecho del vientre y el alimento
material de sus hijos, sino que, por el contrario, hubiesen procurado su
salvación y la felicidad con toda honradez, no se hubiesen desanimado de esta
forma ni dicho: « Si no hay nada que hacer con el estado eclesiástico, dejemos
tranquilo el aprendizaje y no hagamos nada por remediarlo». Mucho mejor sería
que razonasen: «Es indudable, como lo dice el evangelio, que el estado clerical
resulta peligroso para nuestros hijos; por eso, y por favor decidnos otra
manera, otro sistema, que, al mismo tiempo que agradable a Dios sea saludable
para nuestros hijos. Porque, de verdad, nos gustaría mucho cuidar no sólo del
estómago de nuestros queridos niños, sino también de su alma». Así tendrían
que expresarse en esta materia los padres verdaderamente justos, cristianos y
honrados.
No es extraño, ni tiene que llamar la atención a nadie, que el diablo
maligno reaccione de esta suerte en el asunto y que sugiera a los corazones
mundanos y carnales este abandono de la niñez y de la juventud. El es el
príncipe y dios de este mundo[7]. Porque,
vamos a ver, ¿cómo iba a ser posible que le agradase el contemplar cómo por el
evangelio se destruirían sus nidos, es decir, los conventos y las pandillas
clericales? Es ahí donde corrompe él a placer a los jóvenes en los que pone todo
su interés. ¿Cómo estaría dispuesto a consentir y alentar la buena educación de
la juventud? Sería un necio si permitiese y fomentase en su reino la
construcción de algo que en breve le destruiría a él mismo. Pues tal cosa
sucedería si perdiese este estupendo bocado que es la juventud y tuviese que
sufrir que a costa de sus bienes se estimulase el servicio divino[8].
Obró con mucha sabiduría el demonio en aquellos tiempos en que los
cristianos hacían que a sus hijos se les educase e instruyese cristianamente.
Estaban decididos estos grupos de jóvenes a escapársele de las manos y a
instaurar en sus dominios algo imposible por él de soportar. Llegó entonces,
echó sus redes y erigió esos conventos, esas escuelas y estados clericales, de
forma que sin un milagro muy especial de Dios resultaba prácticamente imposible
que ningún muchacho se le escapase. Pero ahora, al ver que sus trampas se van
descubriendo por la palabra de Dios, ataca por el flanco contrario e intenta
que no se aprenda nada en absoluto. Y también en esta circunstancia está
obrando con mucha sabiduría para mantener su reinado y para asegurar que los
jóvenes sigan bajo su dominio. Si se hace con ellos, a su sombra crecerán,
serán como propiedad suya, y ¿quién se atreverá a arrebatarle algo? Mantiene
al mundo bajo su poder con la mayor tranquilidad. Porque si se hace algún
entuerto que de veras le apesadumbre, sólo puede sobrevenir de la juventud
crecida en el conocimiento de Dios, que siembra la palabra de Dios y la enseña
a los demás.
Nadie, nadie se da cuenta de lo pernicioso y diabólico de esta
empresa; todo va sucediendo tan silenciosamente, que nadie lo advierte, y así
el mal se consuma antes de que se le haya podido adivinar, impedir y remediar.
Se tiene pánico a los turcos, a las guerras, a las inundaciones, por la
sencilla razón de que en este aspecto es muy fácil discernir lo perjudicial y
lo beneficioso; pero nadie advierte, nadie teme lo que el diablo está tramando
en este particular; se desarrolla con la mayor tranquilidad a la vista de todo
el mundo. Si se diese un florín para la lucha contra el turco (aunque le
tengamos encima), no sería difícil entregar cien florines para esto otro,
aunque con ellos no se pudiese educar más que un muchacho para que se
convirtiese en un verdadero cristiano: un cristiano como Dios manda es más
valioso y útil que todos los hombres de la tierra.
Os ruego a todos vosotros, mis queridos señores y amigos, por amor de
Dios y de la pobre juventud, que no toméis esta empresa como algo de poca
monta, que es como la ven muchos que no se aperciben de lo que el príncipe de
este mundo anda tramando. Es algo muy serio e importante para Cristo y para el
mundo entero nuestra ayuda y consejo a la juventud; con ello nos ayudaremos y
aconsejaremos nosotros y todos. Mirad que sólo a base de enorme y cristiano
empeño podemos salir airosos en este ataque callado, secreto y taimado del
demonio. Queridos señores: si hay que gastar sumas tan crecidas al año para
armamento, caminos, puentes, diques e innumerables cosas por el estilo con el
fin de que una ciudad pueda gozar de paz y tranquilidad temporal, ¿por qué no
habría que gastar más en vistas a la pobre y menesterosa juventud y así
mantener uno o dos hombres capacitados como maestros de escuela?
Todos y cada uno de los ciudadanos deberían conmoverse ante la
siguiente consideración: si hasta ahora han tenido que perder tanto dinero y
tantos bienes en indulgencias, misas, vigilias, fundaciones, mandas, cabos de
año, frailes mendicantes, cofradías, romerías y tantas aberraciones por el
estilo, y se han visto para siempre liberados de tales robos y donativos por la
gracia de Dios, sería muy conveniente entregar parte de lo que suponía como la
mejor inversión en beneficio de las escuelas y de la educación de los pobres
niños. Porque es evidente que hubieran tenido que dar el décuplo, e incluso
más, y sin beneficio alguno, a estos ladrones. No cesarían de dar y de dar si
no hubiera llegado esta luz del evangelio y les hubiese exonerado de hacerlo.
Se podrá así reconocer que si en lo que a esto se refiere en algo se opone, se
queja, se obstaculiza o se molesta, es señal de que el diablo anda por medio,
él, que cuando de dar a los conventos y para misas no sólo no ponía
dificultades, sino que empujaba con todos sus recursos a hacerlo. Y es que se
da perfecta cuenta de que esta empresa no cede en interés suyo. Por tanto,
todos vosotros, mis queridos señores y amigos, que éste sea el motivo principal
que os impulse a empeñaron en esta lucha contra el demonio como contra el más
peligroso y oculto enemigo.
Un segundo argumento, en concordancia con lo que dice san Pablo,
radica en que no debemos recibir en vano la gracia de Dios y dejar escapar el
tiempo oportuno[9].
Porque Dios omnipotente nos ha visitado a nosotros, los alemanes, en nuestra
patria y en este tiempo, como en un «año santo», pero de verdad. Contamos en
nuestros días con los mejores y más instruidos jóvenes y hombres con conocimiento
de las lenguas y adornados con todas las ciencias; serían de gran utilidad si
se les quisiera utilizar para la enseñanza de la juventud. ¿No está patente
que, hoy día, en tres años se puede enseñar de tal manera a un muchacho, que a
sus quince o diez y ocho años tiene más conocimientos que todo lo que hasta
ahora han llegado a saber todas las universidades y conventos ? Sí, porque
¿qué otra cosa se ha enseñado hasta ahora en las escuelas superiores y en los
conventos sino a convertirse en asnos, zoquetes y zafios? Veinte, cuarenta
años ha tenido que estar estudiando uno y aún no ha aprendido latín ni alemán.
No digo nada sobre la vida vergonzosa e impía por la que los jóvenes nobles se
han corrompido tan lastimosamente.
Os lo digo de todo corazón: preferiría con mucho que un muchacho no
aprendiese nada y que se quedase mudo, antes que permitir que siguiesen las
universidades y conventos como hasta ahora, si es que no hubiese otra
posibilidad de enseñanza y de vida para la juventud. Porque es mi opinión
inquebrantable, mi ruego y mi deseo que se destruyan o se conviertan en
escuelas cristianas esos establos de asnos y esas escuelas del diablo. Puesto
que Dios nos ha bendecido en tanta abundancia y ha concedido esta multitud de
personas tan capacitadas para enseñar y educar inmejorablemente a los jóvenes,
es imprescindible que no despreciemos la gracia divina y que le abramos la
puerta. El está a la puerta; dichosos de nosotros si se la franqueamos. Nos
saluda; bienaventurado el que responde. Si no le hacemos caso y tiene que
seguir adelante en su andadura, ¿quién estará dispuesto a salir de nuevo a su
encuentro?
Echemos la vista atrás y fijémonos en nuestras antiguas miserias y la
tiniebla en que tuvimos que vivir. Creo que nunca oyó Alemania hablar tanto de
la palabra de Dios como ahora; por lo menos no consta en las historias. Si lo
dejamos pasar sin dar gracias y alabarlo, es de temer que nos veamos precisados
a seguir aguantando tinieblas y calamidades aún mayores. Mis queridos
alemanes: comprad mientras el mercado se halla delante de vuestra puerta;
recolectad cuando el sol brilla y es favorable el tiempo; usad la gracia y la
palabra de Dios mientras la tenéis con vosotros. Porque habéis de saber que la
palabra de Dios y su gracia son como un aguacero que pasa veloz y que nunca
retorna después que ha descargado. Estuvieron entre los judíos, pero se
marcharon; ya no pueden disfrutarlas. Pablo las llevó a Grecia, pero pasó;
ahora está bajo el dominio de los turcos. Les tocó su turno a Roma y países
italianos: también de allí se marchó; ahora tienen al papa. Y vosotros,
alemanes, no os penséis que las váis a tener a vuestra disposición por toda la
eternidad, porque la ingratitud y el menosprecio harán imposible su
permanencia. Por eso, el que pueda agarrarlas y retenerlas, que las agarre y
las retenga con fuerza. Los perezosos tendrán un año malo.
La tercera razón es más alta: el mandamiento divino que por Moisés
obliga a los padres que se cuiden de la instrucción de sus hijos. También el
Salmo 77 dice: « Ha ordenado estrictamente a nuestros padres que instruyan a
sus hijos y enseñen a los hijos de sus hijos»[10]. Lo
mismo se demuestra por el cuarto mandamiento, en el que Dios impone con rigor
tan extremado la obediencia de los hijos hacia los padres, que incluso se llega
a condenar a los desobedientes con la pena de muerte[11]. ¿Y
para qué otra cosa vivimos los añosos sino para cuidar de los jóvenes, para instruirlos
y formarlos? Es imposible que esta gente irreflexiva tenga que instruirse y encauzarse
a sí misma; por eso nos ha encomendado Dios este quehacer a nosotros, que
tenemos edad y sabemos por experiencia lo que les conviene. Por cierto, nos
pedirá cuenta estrecha por ello. También Moisés nos ordena: «Pregunta a tu
padre, que te lo dirá; a los ancianos, que te lo mostrarán»[12].
Realmente es un pecado y una vergüenza haber llegado a un extremo tal,
que se haya hecho preciso el tenernos que empujar (y que nos tengamos que hacer
empujar) a que eduquemos a nuestros hijos y a nuestros jóvenes y a tomar en
consideración lo que más les conviene. La propia naturaleza tendría que
habernos decidido a ello y el ejemplo de los paganos nos tendría que haber
facilitado tantas lecciones. No existe animal irracional que no cuide de sus
crías, que no las enseñe lo que les conviene ‑a excepción del avestruz, de la
que dice Dios (Job 3) que es tan dura con sus pequeños, que los trata como si
fuesen extraños y que deja abandonados sus huevos en la tierra [13]‑. ¿De
qué nos serviría poseer todo, hacer todo, ser santos incluso, si descuidamos lo
que constituye la razón fundamental de nuestra existencia, es decir, el cuidado
de los jóvenes? Hasta me atrevo a opinar que, a los ojos de Dios, ningún pecado
externo del mundo pesa tanto ni ha ganado un castigo tan terrible como éste que
cometemos con los niños al no educarlos.
Cuando yo era joven se citaba en la escuela este proverbio: « no es
más grave violar a una virgen que descuidar a un escolar». Esto se decía para
amedrentar a los maestros, porque no se conocía entonces pecado más grave que
ese de deshonrar a una doncella. Pero, ¡ay, Dios mío, que cuánto más leve es
corromper a vírgenes o a mujeres ‑un pecado físico, reconocido como tal y, por
tanto, susceptible‑de expiación‑ en comparación con éste de abandonar y
corromper almas nobles, por la sencilla razón de que a este pecado no se le
toma en serio, ni se le reconoce como tal y, por tanto, jamás será expiado! ¡Ay
del mundo por toda la eternidad! Porque a diario están naciendo niños entre
nosotros, y por desgracia no se encuentra a nadie que se haga cargo de ellos y
los oriente. Ya vemos cómo andan las cosas. Los conventos y monasterios
tendrían que ocuparse de este quehacer. Contra ellos lanza Cristo esta
invectiva: «¡Ay del mundo por los escándalos! Al que escandalizare a uno de
estos pequeños que creen en mí, más le valiera que se le colgara del pescuezo
una rueda de moler y se le arrojara a las profundidades del man»14[14]. Y es
que no son más que ogros y corruptores de niños.
«De acuerdo ‑me dirás‑, todo esto se puede aplicar a los padres; pero
¿qué tiene que ver con los magistrados y la autoridad?». La observación es
justa. Pero ¿quién va a solucionar el problema cuando los padres no hacen nada?
¿Habrá que dejarlo de lado y abandonar a los niños? ¿Cómo podrán justificar el
consejo y la autoridad que nada de esto les afecta? Porque puede haber motivos
múltiples que impidan a los padres cumplir con esta obligación.
Primero. Hay muchos (padres) que podrían cumplirlo, pero no son lo
suficientemente justos y conscientes de su deber como para hacerlo. Se
comportan como las avestruces por la dureza con que tratan a sus pequeños,
creen que basta con poner los huevos y engendrarlos y de ahí no pasan. Ahora
bien, tales niños tienen que vivir bajo nosotros y entre nosotros en la
comunidad ciudadana; ¿cómo va a tolerar la razón, más importante, la caridad
cristiana que crezcan sin educación alguna, como veneno y canalla para los
niños restantes, y que, en consecuencia, se llegue a corromper toda una ciudad,
como pasó con Sodoma, Gomorra, Gibea y con tantas otras ciudades?[15].
Segundo. La mayor parte de los padres, por desgracia, no está
capacitada para este menester e ignora la forma de educar e instruir a sus
hijos, por la sencilla razón de que a ellos no se le enseñó nada más que a
preocuparse de su vientre. Por eso, se necesitan personas especiales que
eduquen y enseñen debidamente a los niños.
Tercero. Incluso en el caso de que los padres estuviesen capacitados
para hacerlo y quisieran hacerlo gustosamente, las ocupaciones del
mantenimiento de la casa y otros negocios no les dejarían tiempo ni lugar. Por
eso se hace necesario contar con educadores comunes para los niños, a no ser
que todos estuviesen decididos a mantener por sí mismos a uno propio. Lo último
sería una carga insoportable para el común, y no sería excepcional el caso en
que un muchacho bien dotado se viese abandonado a causa de la pobreza. No
olvidemos, además, que numerosos padres mueren dejando huérfanos. Si no nos lo
mostrase con tanta claridad la experiencia, bastaría para darnos cuenta de la
forma de comportarse los tutores con estas criaturas el hecho de que Dios se
nombra «padre de huérfanos» abandonados por los demás[16].
En fin, algunos no tienen hijos, y poco interés podrían mostrar por
este asunto.
El consejo y la autoridad, por
tanto, tendrán que ver que a ellos compete el cuidar de la mejor forma posible
de los jóvenes. Porque, una vez que se les ha confiado el cuidado de los
bienes, honor, cuerpos y vidas de toda la ciudad, como a fieles
administradores, no cumplirían honradamente este deber ante Dios y los hombres
si no procurasen con todos sus medios, día y noche, el florecimiento y mejora
de la ciudad. Ahora bien, la prosperidad de una ciudad no consiste sólo en
acumular gruesos tesoros, en fabricar muros resistentes, casas hermosas, muchos
cañones y armaduras, porque cuando se cuenta con buena provisión de estas cosas
y de ellas se apoderan locos furiosos la ciudad se encontraría en un peligro
mucho más angustioso. La mejor prosperidad, salud y fuerza de una ciudad
consiste en disponer de ciudadanos muy inteligentes, razonables, honrados y
bien educados. Estos son los que después podrán reunir ricos tesoros y toda
clase de bienes, los que podrán conservarlos y administrarlos como es justo.
¿Cómo se comportó la ciudad de Roma? Hizo que sus muchachos se
educasen de tal forma, que entre edades de quince, diez y ocho y veinte años
aprendiesen a fondo el latín, el griego y todas las «artes liberales», como
ahora se las llama[17].
Inmediatamente después se les empleaba en la guerra y en el gobierno, y de ahí
salían personas inteligentes, juiciosas y eminentes, cargadas con toda clase de
conocimientos y de experiencia. Si ahora se juntase en un montón a todos los
obispos, sacerdotes y monjes de Alemania, entre todos juntos no se encontrarían
los valores
A los magistrados de todas
las ciudades alemanas
que poseía un sólo soldado romano. El secreto del éxito de Roma estuvo
en haber podido contar con gente capaz y experta para todas las posibilidades.
Siempre y en todo el mundo ‑incluso entre los paganos‑ la necesidad ha forzado
y sostenido la obligación de contar con educadores y maestros cuando se ha
querido ordenar la vida de un pueblo. Y de aquí tomó san Pablo la expresión
«pedagogo»[18],
«la ley ha sido nuestro pedagogo», trasunto de las costumbres de la vida
humana.
Una ciudad ha de disponer de gente preparada; las mayores calamidades,
faltas y miserias se originan en la inexistencia de estas personas. Ahora bien,
no hay que esperar que broten espontáneamente, ni que se puedan tallar de las
piedras o esculpir de la madera. Tampoco Dios hará un milagro mientras el
problema pueda solucionarse por otros medios a nuestro alcance. Tenemos que
hacer algo, por tanto, y aplicar nuestro esfuerzo y nuestras expensas para
educarlas y crearlas nosotros mismos. ¿Quién, si no la autoridad, es el
responsable de que en nuestras ciudades sean tan escasas las personas
capacitadas? Ha dejado que los jóvenes vayan creciendo como árboles de la
selva, sin cuidarse de su enseñanza y educación. Por eso la juventud ha crecido
tan desordenadamente, que ya no es posible utilizarla para la construcción de
un edificio sino para hacer una hoguera, como si fuese leña de maleza.
Es preciso, no obstante, un gobierno temporal. ¿Hay que seguir
permitiendo que se componga sólo de groseros y zafios, cuando podemos contar
con algo mucho mejor? Propósito salvaje e irracional. Mejor sería sacar señores
de los cerdos y de los lobos y colocarlos al frente de gente que no piensa en
ser gobernada por hombres. Es una perversidad indigna de personas humanas no
trascender de esta forma de discurrir: « Queremos gobernar ahora, ¿qué nos
importa lo que suceda a los que vengan detrás de nosotros?». Puercos y perros,
no personas racionales, debieran gobernar a quienes de su gobierno no intentan
obtener más que honra y provecho personales. Incluso en el caso de que se
pusiera la más exquisita diligencia para conseguir gobernantes futuros
excelentes, instruidos, capacitados, habría que dedicar el máximo cuidado, todo
el trabajo, para que el proyecto tuviera éxito. ¿Qué sucederá si no se hace
nada en absoluto para conseguirlo?
«De acuerdo ‑me volverás a insistir‑ en que hay que contar con
escuelas; pero ¿qué utilidad reportará aprender latín, griego, hebreo y las
demás "artes liberales" ? Porque podemos aprender la Biblia y la
palabra de Dios en alemán, y esto es más que suficiente para nuestra
salvación». A lo que te respondo: Sí, desgraciadamente sé muy bien que
nosotros, los alemanes, tendremos que seguir siendo eternamente animales y
bestias feroces, como nos llaman los países vecinos y nos hemos ganado con toda
justicia. Pero lo que me admira es que nunca se nos haya ocurrido pensar: «
Para qué necesitamos la seda, vinos, especies, y demás géneros de fuera del
país, cuando tenemos en Alemania vino, trigo, lana, lino y piedras, no sólo
para satisfacer las exigencias de la demanda inmediata de subsistencia, sino
que también contamos con productos selectos para cubrir la honra y para el
ornato?». Muy bien: estamos dispuestos a despreciar las lenguas y las artes,
que en nada nos perjudican, que son la mejor prenda para aumentar nuestro
ornato, nuestras utilidades, nuestra honra, que sirven para la comprensión de
la sagrada Escritura y para el desempeño del gobierno civil; por el contrario,
no estamos decididos a prescindir de los productos extranjeros que, además de
ser innecesarios e inútiles, nos están dejando en los huesos. ¿No es justo que
nos llamen «necios y bestias alemanes?».
En realidad, aunque las lenguas no entrañasen ninguna utilidad,
bastaría para alegrarnos, para entusiasmarnos, este don tan noble y estupendo
de Dios, con el que graciosamente nos ha saludado en este tiempo a los alemanes
y con más generosidad que en los restantes países, en cuyas universidades y
conventos el diablo no ha permitido fácilmente que se cultiven. Y es que estos
centros siempre se han encrespado, y siguen haciéndolo todavía, contra las
lenguas, por la sencilla razón de que el demonio se ha olido muy bien la
tostada: si el estudio de las lenguas pasara a primer plano, se abriría en su
reino un boquete que se vería muy mal para taponar. Como no ha tenido éxito en
su empeño de impedir este avance, lo que maquina ahora es estrecharlas tanto,
que se vean en la precisión de derrumbarse y desaparecer por sí mismas. No le
resultan un huésped amable en su casa; por eso intenta ofrecerles comida tan
escasa: para que su estancia se abrevie en lo posible. Y, queridos señores,
son muy pocos los que advierten esta pérfida estrategia del demonio.
Por tanto, mis señores, abramos los ojos, agradezcamos a Dios esta
noble joya, agarrémosla con fuerza para que no se nos vuelva a arrebatar y para
que no prevalezca sobre nosotros la malicia del demonio. Porque es innegable
que si el evangelio advino y está viniendo a diario sólo por el Espíritu
santo, no es menos cierto que su venida se realiza por medio de las lenguas,
que por ellas se ha esparcido también y que por ellas debe ser conservado.
Cuando Dios quiso que su evangelio llegase a los confines' del orbe, llevado
por los apóstoles, les confirió el carisma de lenguas[19].
Incluso antes, gracias a la dominación romana, el griego y el latín habían
alcanzado tal universalidad, que el evangelio encontró en este hecho la mejor
circunstancia para fructificar pronto y ampliamente. Y esto es lo que ha hecho
en nuestros días. Nadie ha sabido percibir el motivo por el que Dios ha
permitido el triunfo de las lenguas, hasta que no se ha constatado que lo ha
hecho a causa del evangelio: para revelarle y, con ello, desenmascarar y
destruir el poderío del anticristo. Si ha entregado Grecia a los turcos se ha
debido a que, a raíz de su destrucción y de su diáspora, los griegos
extendiesen su idioma y se tornasen en el mejor instrumento para que también
los restantes idiomas se aprendiesen.
Cuanto mayor sea nuestro amor al evangelio mayor tendrá que ser
nuestro celo por las lenguas; que no en vano ha querido Dios que su Escritura
se redactase sólo en dos lenguas, en hebreo el viejo testamento y en griego el
nuevo. Ahora bien, si Dios no las ha despreciado sino que las ha preferido
entre todas las demás como vehículo de su palabra, también nosotros tendremos
que honrarlas sobre todas las restantes. San Pablo celebra como el primero de
los honores y privilegios de la lengua hebrea el que Dios se haya servido de
ella para comunicar su palabra. Dice en Romanos (cap. 3): «¿Qué ventaja o
utilidad encierra la circuncisión? Muchas, y en primer lugar que a ellas se les
ha confiado los oráculos divinos»[20].
También el rey David proclama en el Salmo 147: «A Jacob anunció su palabra y a
Israel sus preceptos y sus derechos; no ha hecho tal cosa con ningún otro
pueblo ni le ha revelado sus leyes»[21]. Por
eso el hebreo se denomina también lengua santa y san Pablo le dice (Rom 1)
«sagrada Escritura»[22],
indudablemente por haber sido redactada en él la palabra de Dios. Con toda razón
se puede llamar santa a la lengua griega, al haber sido la preferida para que
en ella se escribiese el nuevo testa‑
A los magistrados de todas las ciudades alemanas
memo, santificando a su vez a todas las demás cuando las traducciones
brotaron de ella como de una fuente.
Quede bien claro que, sin las lenguas, no será posible la recta
conservación del evangelio. Las lenguas son la vaina en que se enfunda este
puñal del Espíritu, son el cofre en el que se porta esta alhaja, la vasija en
que se contiene esta poción, la cámara en que se guarda esta comida, las
canastas ‑en conformidad con el mismo evangelio[23]‑ que
conservan el pan, los peces y los mendrugos de las sobras. Si ‑Dios no lo
quiera‑ nuestro desprecio de esto condujera al extremo de abandonar las
lenguas, no sólo habremos perdido el evangelio, sino que llegaremos a vernos
imposibilitados al fin para hablar y escribir correctamente el latín e incluso
el alemán. Lo ocurrido en las universidades y conventos tiene que servirnos de
argumento y de toque de atención: no sólo se ha olvidado en ellos el evangelio,
también se han corrompido el latín y el alemán. Las pobres gentes que allí
están se han convertido en animales irracionales; no pueden hablar ni escribir
correctamente el alemán ni el latín y hasta han perdido la razón natural[24].
Los apóstoles, incluso, estimaron necesario redactar el nuevo
testamento en griego y ligarle a esta lengua, indudablemente para
conservárnosle segura y fielmente como en un arca sagrada. Previeron todo lo
que sobrevendría después: si el nuevo testamento se hubiera confiado sólo a la
memoria, habrían surgido tantos, tan fieros y caóticos desórdenes y errores,
tantas interpretaciones, opiniones y doctrinas en la cristiandad, que habría
resultado imposible contenerlos y defender contra ellos a los simples fieles,
de no haberse redactado de forma auténtica, por escrito y en un idioma. Hay
una cosa cierta: si no se mantienen las lenguas, el evangelio acabará por
derrumbarse.
Es lo que ha probado y sigue
mostrando la experiencia. Cuando, nada más desaparecer los apóstoles, cesó el
don de lenguas, comenzaron a desvanecerse el evangelio, la fe y toda la esencia
cristiana hasta que del todo se hundió bajo el papado. Nada extraordinario
registró el cristianismo desde el momento en que comenzó la decadencia de las
lenguas; al contrario, el desconocimiento de los idiomas acarreó terribles
abominaciones. Y viceversa: desde que en nuestro tiempo comenzaron a florecer
las lenguas, han ocasionado una luz tan esplendente, han realizado tan grandes
cosas, que el mundo entero se ha maravillado y se ha visto obligado a reconocer
que poseemos el evangelio casi con la misma pureza de los apóstoles, que ha
sido restituido a su total y original limpieza, que se encuentra en estado más
puro que el que gozó en tiempos de san Jerónimo o de san Agustín. En una
palabra: el Espíritu santo no es un loco ni pierde el tiempo en cosas fútiles
y carentes de utilidad; ha valorado las lenguas como algo tan aprovechable y
necesario, que en no pocas ocasiones se ha acompañado de ellas cuando ha descendido
del cielo. El que ahora las haya vuelto a desvelar sobre la tierra tiene que
bastarnos para aplicarnos a ellas con entrega, para honrarlas y no
despreciarlas.
«De acuerdo ‑me dirás‑, pero
muchos padres se han salvado y han trasmitido su enseñanza sin necesidad de
lenguas». Es cierto, pero ¿no tienes en cuenta lo frecuentemente que se han
equivocado con la Escritura? ¡Cuántos errores cometiesen Agustín en el salterio
y en otras exposiciones, lo mismo que Hilario y todos los demás que se han
lanzado a explicar la Escritura desconociendo los idiomas! Concediendo que en
ocasiones han hablado correctamente, no' estaban seguros de si el argumento se
encontraba de verdad en el lugar del que lo extraían. Pongamos un ejemplo: es
del todo exacto decir que Cristo es el hijo de Dios; pero tiene cierto tono de
burlesco ante los oídos de los adversarios quererlo probar aduciendo el Salmo
109: « Tecum principium in die virtutis tuae»[25], puesto
que el texto hebreo no alude nada en este pasaje a la divinidad. ¿No es cubrir
de burla y de vergüenza. a los cristianos ante sus adversarios conocedores de
los idiomas defender la fe con estos argumentos inciertos y juicios erróneos?
Se afianzarán en su error y creerán que nuestra fe, apoyada en estas
apariencias de verdad, no trasciende de una invención humana.
¿Dónde está la culpa de que nuestra fe se presente tan
vergonzosamente? Sencillamente, en la circunstancia de que no conozcamos las
lenguas. No hay más remedio que estudiarlas. ¿No fue esto lo que obligó a san
Jerónimo a volver a traducir el salterio del hebreo, es decir, porque cuando
contendía con los judíos sobre los salmos se mofaban éstos, ya que el original
hebreo no se correspondía con las citas de los nuestros? Las interpretaciones
de todos los padres antiguos, aunque no contuviesen nada erróneo, al tratar la
sagrada Escritura lo hacen con un lenguaje inseguro, inconveniente e impropio,
por el hecho de desconocer los idiomas. Caminan a tientas, como ciegos que se
apoyan en las paredes, sin captar el sentido verdadero del texto y aplicándolo
a su concepción preconcebida, como ha pasado con el versículo citado del «tecum
principium». San Agustín se ve obligado a reconocer, como escribe en su obra De la doctrina cristiana[26],
lo imprescindible que es para quien tenga que exponer la sagrada Escritura
el conocimiento del griego y del hebreo, además del latín. Si esto entraña gran
dificultad, si exige mucho trabajo para quien conoce bien los idiomas, podemos
imaginarnos que quien los ignora irá dando bandazos.
Es muy distinta la situación de un simple predicador de la fe y la de
un exegeta de la sagrada Escritura o, como le llama san Pablo, de un profeta.
El predicador, apoyado en traducciones, dispone de numerosos textos y
sentencias claras para comprender a Cristo, para enseñar, vivir santamente y
trasmitirlo a los demás, pero se encuentra sin formación adecuada pera exponer
la Escritura, para sumergirse en ella, para luchar contra los que la aducen
erróneamente; es imposible que pueda lograr esto sin el conocimiento de las
lenguas. Ahora bien, la cristiandad tiene que contar siempre con esos profetas
que se dediquen al estudio de la Escritura, a interpretarla y emplearla en la
lucha; para este menester no basta con vivir santamente y enseñar la verdad. He
aquí el motivo por el que la cristiandad necesita sin paliativos las lenguas,
lo mismo que está precisada de profetas y de expositores, si bien no es
imprescindible, como dice san Pablo (1 Cor 12 y Ef 4), que todos los
cristianos y predicadores tengan que ser profetas de este estilo[27].
De ahí se deriva que a partir de los tiempos apostólicos la Escritura
se haya tornado tan oscura y que nunca se hayan escrito interpretaciones
consistentes y seguras. Hasta los santos padres, como queda dicho, han errado
con frecuencia y, por no haber sido expertos en lenguas, rara vez han estado de
acuerdo; cada uno se acopla a un sentido diferente. San Bernardo fue un hombre
de tanto espíritu, que me atrevería a
colocarle sobre todos los maestros antiguos y recientes; pero fíjate con
qué frecuencia juega con las sagradas Escrituras (aunque lo haga en sentido
espiritual) y las aduce en sentido impropio. Este es el motivo que ha llevado a
los «sofistas»[28]
a afirmar que la Escritura es oscura. Opinan que la palabra de Dios es oscura
por naturaleza y que se expresa de manera extraña; pero no se dan cuenta de que
el fallo se debe al desconocimiento de las lenguas y que, si las conociésemos,
nada nos aparecería tan cristalinamente expresado como la palabra de Dios. Si
ignoro su idioma, siempre me parecerá oscuro lo que me hable un turco, mientras
que lo entenderá a la perfección un niño turco de siete años.
Por este motivo se ha hecho imposible la empresa de empeñarse en
enseñar la Escritura a base de la interpretación de los santos padres o de la
lectura de muchos libros y comentarios; mejor que esforzarse por eso sería
dedicarse al estudio de las lenguas. El hecho de que las ignorasen forzó a los
queridos padres a que tuviesen que dedicar excesivas palabras a un pasaje cuyo
sentido sólo aproximadamente percibieron y a que procediesen mitad adivinos y
mitad equivocados. Por de pronto, podrías ahorrarte lo costoso de seguirlos,
puesto que, conociendo lenguas, estarías capacitado para encontrar el sentido
propio mejor que aquel a quien sigues. La misma semejanza que entre el sol y la
sombra existe entre el original y las explanaciones de todos los padres. Lo
que los cristianos tienen que hacer ahora es entregarse con celo a la lectura
de la sagrada Escritura, como su propio y único libro. Pecado y vergüenza es
que no comprendamos nuestro libro propio y que desconozcamos la palabra de
nuestro Dios. Pecado y lástima tanto mayores estos de no aprender las lenguas,
porque en este tiempo nos brinda Dios personas y toda clase de libros que nos
lo facilitan, nos incita a hacerlo y expresa su deseo de abrirnos su libro.
¿Cuál no habría sido el contento de los padres de haber contado con nuestras
posibilidades para acercarse a la sagrada Escritura y al conocimiento de las
lenguas? Con mucho trabajo y molestia apenas si lograron hacerse con las
migajas del pail entero que nosotros podemos conseguir con la mitad y casi sin
ninguna molestia. ¡Qué forma de confundir su esfuerzo a nuestra pereza! Sí,
¡con qué rigor castigará Dios nuestra falta de diligencia y nuestra ingratitud!
Añadamos que, como dice san Pablo (1 Cor 14), la cristiandad tiene el
derecho de juzgar toda clase de doctrina[29]. Para
ejercer este derecho le es imprescindible el conocimiento de las lenguas.
Porque el predicador o el enseñante muy bien puede interpretar la Biblia
entera a su voluntad personal, lo mismo si ha dado con el sentido verdadero que
si lo falsea, si no hay nadie que pueda decidir sobre su corrección o
incorrección. Si se ha de emitir sentencia, para que ésta sea tal se necesita
conocer los idiomas. Es cierto que los simples predicadores pueden anunciar la
fe y el evangelio sin este conocimiento; pero lo harán con tanta desgana y
decaimiento, que acabarán por cansarse y hastiarse e incluso por fallar. Por
el contrario, donde florece el conocimiento de las lenguas todo resulta fresco
y vigoroso; se recreará la Escritura, saltará una fe siempre nueva y reavivada
con expresiones y obras. El Salmo 128 compara este estudio de la Escritura con
una cacería en la que Dios franquea a los ciervos bosques lujuriosos[30], y él
le asimila a un árbol de verdor perenne y que siempre dispone de aguas frescas[31].
No tiene que inducirnos a error el hecho de que algunos pongan el
énfasis exclusivamente en el Espíritu y menosprecien la Escritura[32], ni que
otros ‑como los hermanos valdenses‑ tengan a las lenguas como inútiles[33].
«Espíritu» por aquí, «espíritu» por allá. Amigo mío: también yo he sido
arrebatado en espíritu, lo he contemplado ‑si es que hay que gloriarse de la
propia carne‑, y quizá con más intensidad que la que tengan ellos a lo largo de
un año y de lo que tanto se vanaglorian[34]; mi
espíritu ha presentado pruebas fehacientes de sí mismo, mientras que el suyo,
tranquilo en su rincón, no hace más que ensalzarse. De una cosa estoy seguro:
si el Espíritu hace todo él solo, muy lejos de mi meta hubiera quedado de no
haberme ayudado las lenguas, proporcionándome la certeza y seguridad de la
Escritura. Hubiera podido quedar con todo honor y predicar la mar de tranquilo;
pero hubiera dejado también al papa, a los «sofistas» y a todo el gobierno del
anticristo tal como se encuentran. Es mucho menor el impacto que sobre el
demonio hace mi espíritu que mi lengua y mi pluma cuando se ocupan en cosas de
la Escritura; porque mi espíritu no puede arrebatarle nada más que mi persona,
pero la Escritura sagrada y las lenguas le ponen en aprietos en todo el mundo y
son un peligro perjudicial para su reino.
Por lo mismo no puedo alabar a los hermanos valdenses a causa del
desprecio con que miran a las lenguas. Concediendo que enseñen la verdad, con
frecuencia tendrán que traicionar el texto original y se verán desarmados y
desunidos a la hora de defender la fe contra el error. Por otra parte, su actitud
es tan confusa, está expresada de forma tan rara y tan extraña al estilo de la
Escritura, que mucho me temo les falte ya o en el futuro la pureza; porque es
muy arriesgado tratar las cosas de Dios de otra manera o con palabras distintas
a las usadas por el propio Dios. En resumidas cuentas: muy bien pueden vivir y
enseñar santamente para sí mismos, pero al seguir aferrados al desconocimiento
de las lenguas, llegarán a adolecer de lo que adolecen los demás, es decir, se
verán imposibilitados para tratar la Escritura de forma seria y consistente y
no podrán servir de utilidad a los demás pueblos. Ahora bien, al depender de
su voluntad el hacerlo o no, ellos se las arreglarán para responder ante Dios.
Baste lo dicho sobre la utilidad y necesidad de las lenguas y de las
escuelas cristianas en orden al aspecto espiritual y a la salvación de las
almas. Ocupémonos ahora de lo corporal, como si no existiera alma, cielo o
infierno de ninguna clase; como si tuviésemos que tratar sólo sobre el gobierno
temporal y civil, y consideremos si éste no tiene tanta necesidad de buenas
escuelas y de personas preparadas como el espiritual. Hasta ahora este problema
no ha interesado lo más mínimo a los «sofistas»; han orientado las escuelas
sólo hacia el estado eclesiástico, hasta tal extremo, que si un erudito
contraía matrimonio, se veía forzado a escucharles: «mirad a ese: se vuelve al
mundo y no quiere ser clérigo» (como si el único estado agradable a Dios fuese
el eclesiástico, y el mundano ‑como ellos dicen‑ fuese cosa del diablo y nada
cristiano). Y la verdad es que, ante Dios, ellos son la presa del diablo, y
sólo el pobre pueblo ‑como le sucedió al de Israel en tiempos de la cautividad
babilónica‑ es el que se ha quedado en la patria y en el estado bueno, mientras
que los «mejores y superiores», con sus tonsuras y capuchas, han sido
deportados a Babilonia con el diablo.
No es preciso insistir aquí en que el gobierno temporal es un orden y
un estado divino. De ello he escrito tan ampliamente en otro lugar, que espero
nadie ponga en duda la verdad de esta afirmación[35]. Mejor
es que tratemos de la forma de conseguir personas dotadas y bien preparadas.
En este particular la actitud de los paganos, y en especial la de los griegos
y romanos constituye un reto y una vergüenza para nosotros. Ignoraban ellos si
este estado le agradaba a Dios o no le agradaba, y sin embargo hicieron educar
a sus muchachos y muchachas con tanta seriedad y celo para este menester, que
cada vez que me pongo a pensarlo me sonrojo a causa de nuestros cristianos y
más aún de nuestros alemanes. Somos tan zoquetes y tan cafres, que nos
atrevemos a decir: «¿Para qué sirven las escuelas si no se va a ser clérigo?».
No obstante, sabemos, o debemos saber, lo útil, necesario y agradable que a
Dios resulta que un príncipe, un señor, un magistrado o el que tenga que
gobernar esté instruido y preparado para ejercer ese quehacer de forma
cristiana.
Incluso, como dejo dicho, aunque no existiese el alma, aunque las
escuelas y las lenguas no fuesen necesarias para la Escritura y por motivos
divinos, sería más que suficiente motivo para instituir en todos los lugares
las mejores escuelas para muchachos y muchachas, la necesidad que tiene el
mundo para el gobierno temporal de hombres y mujeres preparados, de tal forma
que los hombres puedan regir al país y a la gente, y las mujeres educar y
gobernar perfectamente a los niños, a los domésticos y a la casa. Pues bien,
tales hombres tienen que salir de los muchachos y tales mujeres de las
muchachas, de ahí la razón de instruirlos y educarlos correctamente. Como he
dicho antes, el hombre corriente no hace nada por ello, ni puede, ni quiere,
ni sabe hacerlo; luego tienen que realizarlo los príncipes y señores. Pero no;
tienen que montar en trineos, tienen que beber, que bailar con disfraces; están
ocupados en elevados y notables quehaceres de casa, cocina y alcoba. Si alguno
hay que esté dispuesto a ejecutarlo, tiene que andar con muchos miramientos
para que los demás no le tachen de loco o hereje. Por eso, queridos magistrados,
de vosotros depende exclusivamente el negocio, para el que estáis más
capacitados y posibilitados que los príncipes y señores.
«Pero ‑objetarás‑ cada cual podría instruir a sus hijos e hijas o al
menos educarlos disciplinadamente». Respuesta: de acuerdo; pero ya sabemos cómo
andan la enseñanza y la educación. Aunque la educación se lleve con ahínco y
resulte bien, no se pasará de infundir unos modales reprimidos y decorosos; por
lo demás, seguirán con la misma zafiedad, sin poder mantener una conversación
sobre cualquier cosa e incapaces de poder prestar ayuda o consejo. Mas, si se
les educase en las escuelas o en otros sitios que cuenten con maestros y
maestras instruidos e inteligentes, donde se enseñase estas lenguas y las
restantes artes e historias, oirían lo que en todo el mundo ha sucedido y se ha
dicho, lo que pasó con esta ciudad, con este príncipe, con este hombre o con
esta mujer. De esta suerte, en poco tiempo y desde el principio, podrían tener
una representación de la esencia, vida, consejos y planes, éxitos y fracasos de
todo el mundo como en un espejo, que les sirviese para formar su propia opinión
y para adaptarse a la marcha del mundo con temor de Dios. De estas historias
podrían sacar también comprensión para entender lo que en esta vida hay que
procurar y lo que hay que evitar, al mismo tiempo que se harían útiles a los
demás por sus consejos y enseñanzas. La instrucción que se da en las casas, y
al margen de estas escuelas, intenta hacernos sabios a base de la experiencia
propia; el hecho es que, antes de que ello se consiga, habremos pasado la vida
sin reflexionar, por el tiempo tan excesivo que se requiere para hacerse con
experiencia personal.
La juventud tiene que retozar y saltar o estar empleada en algo que la
guste; no hay que estorbárselo, puesto que no hay por qué prohibirle todo. ¿Por
qué no habría que poner a su disposición estas escuelas y estos saberes?
Gracias a Dios las cosas están hoy de tal manera, que los niños podrán aprender
lenguas, otras ciencias e historias con gusto y aun jugando. No son ya nuestras
escuelas aquel infierno y purgatorio en el que teníamos que sufrir el tormento
de los casos y de los tiempos y todo lo teníamos que aprender a base de golpes,
de temores, de angustia y ansiedades. Si se dedica tanto tiempo y tantos
trabajos a que los niños aprendan a jugar a las cartas, a cantar y a danzar,
¿por qué no consagrar el mismo tiempo para enseñarles a leer y los demás
conocimientos aprovechando esa edad juvenil, sin ocupaciones, cuando están
preparados y dispuestos? Hablo por experiencia personal: si tuviera hijos y
posibilidades para hacerlo, no sólo les enseñaría lenguas e historias, sino
también a cantar, música y todas las matemáticas. Porque ¿qué otra cosa que
simples juegos infantiles es esto? De esta forma educaban ha mucho los griegos
a sus hijos; y así salían personas tan estupendamente preparadas para cualquier
eventualidad. ¡Cuánto me pesa no haber leído más poetas e historias y que no
tuviese a nadie que me enseñara a hacerlo! En su lugar me vi forzado a leer la
mierda del demonio, a filósofos y «sofistas», y esto con tantos gastos, tanto
trabajo y contrariedad, que bastante tengo con barrerlo.
Me argumentarás: «De acuerdo, pero ¿quién podrá prescindir de sus
hijos para educarlos como aristócratas? Tienen que desempeñar trabajos
domésticos, etc.». Respuesta: No creo que las escuelas tengan que funcionar de
forma que se tenga que permanecer en ellas hasta los veinte o treinta años
estudiando el «Donato» y el «Alejandro»[36] y no
aprendiendo nada a fin de cuentas. El nuestro es un mundo nuevo y camina por
otros derroteros. Mi opinión es la siguiente: que se permita que los muchachos
acudan una o dos horas cada día a esas escuelas, y que el resto del tiempo
estén ocupados en casa aprendiendo un oficio manual o aquello a lo que se les
piensa destinar, de tal manera que ambas cosas se sepan conjuntar mientras la
gente es joven y diligente. Por otra parte, diez veces más tiempo emplean en
jugar a los bolos, a la pelota, en corretear y en pelearse.
Y lo mismo con las muchachas: disponen de tiempo suficiente para
acudir una hora diaria a la escuela y poder emplearse después en la casa. Mucho
más se dedica a dormir, danzar y jugar. Lo que falta es la voluntad sincera de
educar debidamente a la juventud y de ayudar y asistir al mundo con personas
preparadas. Al demonio le encanta contar con gente zafia e inútil, y lograr así
que a los hombres no les salgan bien las cosas en la tierra.
Entre los selectos se podrían extraer maestros, maestras, predicadores
y demás ministerios eclesiásticos. Estos tendrían que permanecer más tiempo
allí o, incluso, destinarlos por entero a esta misión, como leemos de aquellos
santos mártires que supieron educar a santa Inés, a santa Agueda, a santa Lucía
y otros. Para este quehacer fueron instituidos los conventos y monasterios,
bien que después hayan falseado del todo su origen, desviándose hacia
actividades condenadas. Esto se hace tanto más necesario, cuanto que vemos cómo
va disminuyendo el número de monjes. Por otra parte, en su mayoría se
encuentran incapacitados para enseñar y educar, porque lo único que les
preocupa ‑y lo único que han aprendido‑ es el cuidar de su estómago. Estamos
realmente necesitados, por el contrario, de personas que nos trasmitan la
palabra de Dios, los sacramentos y que sean pastores del pueblo; ¿de dónde
sacarlos si se deja que se arruinen las escuelas y no se las sustituye por
otras cristianas? Las escuelas que hasta el momento se han mantenido aunque no
desaparezcan, no podrán ofrecernos otra cosa que seductores perdidos y peligrosos.
Por tanto, es de urgente necesidad que en este asunto se haga algo
serio y conveniente, y no sólo a causa de la juventud, sino también en vistas
al mantenimiento del estado espiritual y temporal. De esta forma, y una vez que
hayamos dejado escapar la ocasión, no podremos contar con las mismas
oportunidades aunque lo deseemos, y por toda la eternidad nos estarán
atormentando los remordimientos de nuestra culpa. Con toda largueza y a manos
llenas nos ofrece Dios todo lo necesario. Si despreciamos la oferta, seremos
objeto de la misma sentencia que se aplicó al pueblo de Israel, según Isaías:
«Todo el día he estado tendiendo la mano a este pueblo incrédulo que se me
resiste»[37];
y en los Proverbios (cap. 1): «Ofrecí mi mano y nadie se dio por aludido;
habéis despreciado todos mis avisos. Muy bien, ya llegará la hora de reírme
cuando perezcáis y de mofarme de vosotros cuando os sacuda la desgracia, etc.»[38].
Evitémoslo.
Ved, a título de ejemplo, el celo extraordinario de Salomón por esta
tarea: la importancia que dio a la juventud fue tan notable, que, aun a pesar
de sus múltiples ocupaciones regias, compuso para ella el libro de los
Proverbios[39].
El propio Cristo ¡cómo atraía a los niños, con qué interés nos los recomendó y
cómo alaba a los ángeles de su guarda (Mt 18), para demostrarnos qué gran
servicio es éste de educar a la juventud y, por el contrario, cuánto le irrita
que se la escandalice y se la eche a perder![40].
Por tanto, señores queridos, empeñaos en obra tan urgentemente
reclamada por Dios, tan exigida por vuestra función, tan imprescindible para la
juventud y de la que ni el Espíritu ni el mundo pueden desentenderse. Durante
mucho tiempo, por desgracia, hemos estado pudriéndonos en la corrupción de las
tinieblas; basta ya de seguir siendo «los bestias alemanes». Permitid que
utilicemos la razón y que Dios perciba nuestro agradecimiento por sus bondades;
que los restantes países se den cuenta de que también nosotros somos hombres,
personas capaces de aprender de ellos o de enseñarles algo de utilidad,
contribuyendo de esta suerte a la mejora del mundo.
He hecho lo que me correspondía. En todo caso, quisiera haber
aconsejado y prestado mi ayuda a Alemania, incluso aunque por ello me
desprecien algunos, no hagan caso a mis advertencias leales y crean saberlo
hacer mejor. Por todo pasaré. Soy consciente de que hay otros que hubieran
cumplido más perfectamente esta misión; su silencio ha sido la única causa de
que me haya encargado de hacerlo yo según la medida de mis posibilidades. Es
mejor, de todas formas, decir algo, aunque sea desacertado, que estar
completamente callado. Tengo la esperanza de que Dios despertará el interés de
alguno de vosotros para que mis fieles consejos no caigan en el vacío; en este
caso, que no se fijen en la persona de quien lo dice, sino que se conmuevan por
el empeño y se dejen poseer por él.
Por fin, hay otra cosa sobre la que tienen que reflexionar bien todos
los interesados en que en Alemania se establezcan y se mantengan estas escuelas
y posibilidades de aprender lenguas: no se puede regatear celo ni dinero para
contar con buenas bibliotecas o librerías, principalmente en las grandes
ciudades que pueden hacerlo. Porque si se quiere que el evangelio y las
ciencias subsistan, es imprescindible que se redacten por escrito y se
conserven en libros; así lo hicieron los profetas y los apóstoles, como queda
dicho en otro lugar. Y no sólo para que quienes tienen la obligación de
conducirnos espiritual y temporalmente puedan leer e instruirse, sino para que
se conserven y no se pierdan los libros buenos y, con. ellos, la ciencia y las
lenguas que, por la gracia de Dios, poseemos ahora. También aquí da san Pablo
pruebas de su interés cuando ordena a Timoteo que se ocupe en la lectura y que
lleve el pergamino que se dejó en Troas[41].
Todos los pueblos que han desempeñado un papel eminente se han
preocupado de este particular, y el primero de todos fue el de los israelitas,
entre los cuales Moisés comenzó esta obra. Ordenó se conservase el libro de la
ley en el arca de Dios y se lo confió a los levitas, de quienes solicitarían
las copias quienes las necesitasen[42];
también ordenó al rey que se procurase una copia por los levitas[43]. Bien
claramente se ve en ello cómo Dios, entre otras funciones, ha encomendado al
servicio levítico la de velar por los libros. Después aumentaron y fueron
completando esta librería Josué, Samuel, David, Salomón, Isaías, y así
sucesivamente a través de muchos reyes y profetas. De esta forma nació la
sagrada Escritura del viejo testamento; nunca se habría podido reunir ni
conservar, de no haber mandado Dios entregarse a este quehacer.
Siguiendo este ejemplo los conventos y monasterios establecieron
librerías, aunque, a decir verdad, dotadas de escasos libros que valiesen la
pena. Sólo después se ha advertido el perjuicio ocasionado por este descuido en
crear bibliotecas con buenos fondos cuando se disponía de éstos y de personas
capacitadas para el empeño. Por desgracia, con el correr de los tiempos
decayeron las lenguas y las ciencias, y, en su lugar, el diablo se encargó de
ir metiendo libros monacales, insensatos e inútiles, como el Catholicon, el Florista, el Laberinto, el
Dormi secure y demás estiércol asnal[44]. Así se
arruinó el latín y desaparecieron las escuelas, la enseñanza y los métodos
convenientes de estudio. Como lo estamos viendo y experimentando actualmente,
cuesta enorme trabajo y muchas molestias volver a desempolvar y sacar a luz las
lenguas y las ciencias (si bien imperfectamente) de algunas migajas y restos de
los libros antiguos. Todavía hoy se sigue trabajando sin cesar en su búsqueda,
igual que se excava entre las ruinas de una ciudad demolida para dar con
tesoros y joyas.
Bien merecido nos tenemos todo lo que sucede y Dios nos ha pagado con
toda justicia nuestra ingratitud, porque no hicimos caso de sus beneficios ni
nos preocupamos de tomar las medidas oportunas a su debido tiempo para
salvaguardar los libros buenos y a la gente instruida. Dejamos que todo se
escape, como si el asunto no fuera con nosotros. La respuesta de Dios
consistió en permitir que en el lugar de libros buenos llegase Aristóteles,
acompañado de innumerables libros perniciosos, que cada vez nos fueron
alejando más de la Biblia, que es lo que en definitiva hicieron esas máscaras
del demonio, los monjes, y los fantasmas de las universidades. Los hemos
dotado con bienes inhumanos, hemos cebado a incontables doctores,
predicadores, maestros, clericallas y monjes, ‑es decir, esos asnos corpulentos,
gordos y grasos, ornados con birretes rojos y brunos, como marrana enjoyada
con cadena de oro y de perlas‑, gravándonos a nosotros mismos. Nada bueno nos
enseñaron; por el contrario, nos fueron cegando y entonteciendo cada vez más a
cambio de devorar todos nuestros bienes. Lo único que recogieron fue mierda y
estiércol de sus libros cochinos y venenosos, con los que llenaron ‑horror da
el sólo pensarlo‑ todos los conventos y rincones.
¿No ha sido una lamentable calamidad lo sucedido hasta ahora, cuando
un muchacho tenía que emplear veinte años o más para aprender un latín tan
deleznable, sólo para hacerse cura y poder leer la misa? Y el que lo
consiguiese podía considerarse dichoso, y bendita la madre que había portado a
un hijo tal. Y, a la verdad, en toda su vida no había pasado de ser un
pobrecillo e ignorante, que ni de cloquear ni de poner huevos era capaz. Todos
nos hemos visto precisados a sufrir a profesores y maestros de este estilo,
que ignoraban todo y no podían enseñar nada bueno ni derecho, y que en su vida
supieron método alguno de aprender ni de enseñar. ¿Quién es el culpable de lo
ocurrido? No había más libros que los necios de frailes y «sofistas». ¿Qué
otra cosa podía salir sino discípulos y maestros zafios, como zafios eran los
libros en los que tenían que estudiar? Un grajo no puede criar palomas ni un
loco personas inteligentes. Este es el precio de la ingratitud que ha supuesto
el descuido hacia las bibliotecas, el haber permitido la desaparición progresiva
de los buenos libros y haber conservado sólo los inútiles.
No es mi consejo, sin embargo, que se amontonen indistintamente todos
los libros posibles y que se piense sólo en la cantidad. Preferiría se hiciese
una selección. No es preciso coleccionar los comentarios de todos los juristas,
las sentencias de todos los teólogos, las cuestiones de todos los filósofos y
los sermones de todos los frailes. Mejor sería, por el contrario, eliminar esta
porquería, aprestar una biblioteca con libros convenientes y consultar para
ello con personas capacitadas. El primer lugar tendría que reservarse a la
sagrada Escritura en latín, griego, hebreo, alemán y en todas las lenguas a que
esté traducida. Inmediatamente después, los mejores y más antiguos
comentaristas en griego, hebreo, latín, doquiera se encontraren. A continuación
los libros útiles para el aprendizaje de las lenguas, como los poetas y
oradores, poco importa sean paganos o cristianos, pues de ellos es de quienes
hay que aprender la gramática. Después, los libros de las artes liberales y
demás ciencias. Por fin, los libros de derecho y medicina, si bien entre sus comentarios
se impone una buena selección.
A estos habría que añadir los principales libros de crónicas e
historias, no importa la lengua en que estén redactados, dada su prodigiosa
utilidad para conocer la marcha del mundo, para gobernarle y para descubrir las
maravillas y obras divinas. ¡Cuántas historias y dichos sucedidos en Alemania
permanecen en la más absoluta ignorancia porque no hubo nadie que los registró,
o que si lo escribió no se han conservado los libros! De ahí proviene que se
nos ignore a los alemanes en los demás países y que todo el mundo nos conozca
como «brutos alemanes», que no sabemos más que guerrear, tragar y beber. Muy de
otra manera se comportaron griegos, latinos y aun los hebreos: se preocuparon
de registrar con tanta exactitud sus cosas, que todos tienen que leer y
conocer lo que de interés hizo o habló hasta un niño o una mujer, mientras que
nosotros, los alemanes, seguimos siendo alemanes y dispuestos estamos a seguir siéndolo.
Ha llegado la hora de que hagamos recolección y llevemos lo mejor a
los graneros, de que amasemos tesoros para no desperdiciar la rica cosecha y
conservar algo de esta edad dorada para el porvenir, puesto que Dios se ha
dignado graciosamente proveernos con toda la plenitud de ciencias, gente
instruida y libros. Porque es de temer ‑como vemos que está sucediendo otra
vez‑ que se sigan produciendo libros nuevos y variados y se llegue al extremo
de que, por obra del demonio, los libros buenos que están apareciendo, gracias
a la imprenta, vuelvan a verse ocultos, y los libros malos y nocivos, que
tratan de asuntos inútiles y absurdos, arraiguen otra vez y llenen todos los
rincones. Lo que resulta indudable es que el demonio anda procurando que se retorne
a los molestos y martirizadores católicos, floristas, modernistas[45], con el
estiércol condenado de los frailes y < sofistas», para que se esté siempre
estudiando y nunca se llegue a aprender.
Os ruego, mis queridos señores, que permitáis que mi lealtad y mi celo
fructifiquen en vosotros. Si alguno hubiere que me tenga por demasiado poca
cosa como para acomodar su vida a mis consejos, o que me desprecie en calidad
de hombre condenado por los tiranos, tenga la bondad de pensar que no persigo
mi felicidad y salvación, sino únicamente la de Alemania entera. Incluso,
aunque en mi caso se tratara de un loco que hiciese algo conveniente, ningún
sabio debería avergonzarse de hacerme caso. Es más, aunque yo fuera un turco o
un pagano, no estaría bien despreciar mi servicio una vez. que se advirtiera
que no es a mí, sino a los cristianos, a quien aprovecha. Ya ha sucedido en
alguna ocasión que un loco ha dado consejos más cuerdos que toda una reunión de
inteligentes. Moisés tuvo que dejarse instruir por Jetro[46].
A todos os encomiendo en la gracia de Dios. Que él se digne ablandar y
caldear vuestros corazones para que en serio se hagan cargo de la pobre,
miserable y abandonada juventud, y, con el auxilio divino, se la provea y se
la ayude en vistas al gobierno bienaventurado y cristiano de la nación alemana,
tanto por lo que se refiere al cuerpo corno por lo que dice relación con el
alma, con plenitud y sobreabundancia, para alabanza y honra de Dios padre, por
Jesucristo, nuestro salvador. Amén.
***
[1]
Excomulgado por la bula Decet romanum
pontificem y proscrito del imperio por edicto de la dieta de Worms (1521),
Lutero pudo burlar perfectamente ambas medidas gracias a la protección que le
dispensó el duque de Sajonia, en cuyos territorios estuvo siempre a salvo. Hay
que decir que Carlos v nunca se empeñó en llevar la proscripción a sus últimas
consecuencias.
[2]
En su temprana expansión el luteranismo tuvo sus primeros mártires en los
Países Bajos, concretamente en Bruselas, donde en 1523 murieron quemados los ex‑agustinos
Voes y Van den Eschen. A Lutero le consoló algo que le hacía recordar los pasos
de las comunidades cristianas primitivas (carta a Spalatino, 22 julio 1523: WA
Br 3, 115). En su honor compuso un himno encendido y bello (WA 35, 411‑415).
[5]
Paráfrasis de Lc 10, 16.
[8]
Es decir, a costa de los bienes de abadías, cabildos, etc. secularizados
[12] Dt 32, 7.
[14] Mi 18, 6, 7.
[17]
«Artes liberales»: serie de disciplinas que comprendía la enseñanza medieval y
divididas en trivium (gramática,
dialéctica, retórica) y quatrivium (aritmética,
música. geometría y astronomía). El humanismo modificaría en parte y en parte
acentuaría este cuadro didáctico.
[19] Hech 2, 4 ss.
[20] Rom 3, 1.
[24]
Se hace eco Lutero de algo que, al menos en parte, era cierto, si bien el
desprecio de las lenguas no era tan universal en el ámbito católico como deja
sospechar su versión apasionada. Lleva a su terreno las invectivas sangrantes
de las Epistolae obscurorum virorum
(1515, 1517), sátira contra los enemigos del humanismo que Lutero ‑sin
razón‑ identifica con los suyos.
[25] Sal 110, 3.
[26] Lib. 11, cap. 11, 16 (ML
34, 42).
[27] 1 Cor 12, 6 ss; Ef 4, 11.
[28] «Sofistas», modo corriente de designar con
desprecio a los escolásticos. Nótese la insistencia de Lutero en acentuar la
claridad de la sagrada Escritura, principio frontal de su doctrina y de su
actitud, y claridad contestada por Erasmo en el libro De libero arbitrio.
[29]
1 Cor 14, 27. 29. Cf. el escrito anterior, donde establece este principio y
derecho de las comunidades cristianas.
[32]
Ataca Lutero a los Schwármer (iluminados) salidos de sus filas y que, en fuerza
del principio de la interpretación individual de la Escritura, insistirán más
en la inspiración personal que en el texto de la propia Biblia. Por supuesto,
están implícitos en la invectiva Karlstadt y Müntzer.
[33]
Lutero, como en general sus contemporáneos, incluye bajo la denominación de
valdenses a los «hermanos bohemos», una de las ramas de los hussitas.
Contactaron con él y a ellos se refiere con relativa frecuencia en sus escritos
(cf. La cautividad babilónica) En
este lugar se critica el hecho de que despreciasen el aprendizaje de los
idiomas, por poseer la Biblia en su lengua vernácula.
[34]
Paráfrasis de 2 Cor 12, 2 y Flp 3, 4.
[35]
Donde principalmente afronta el tema es en la obra Von Weltlicher Obrigkeit (Sobre la autoridad temporal), 1523: WA 11,
245‑280.
[36]
Donato: gramático romano del siglo iv, escribió un Ars grammatica. Alejandro de Villedieu, franciscano normando del
siglo xni, compuso el poema didáctico Doctrinale
puerorum. Venían a constituir los manuales más utilizados en la enseñanza
de la niñez y adolescencia de la edad media.
[37] Is 65, 2.
[38] Prov 1, 24 ss.
[39]
Lutero estaba convencido de esta paternidad; hoy se sabe que el libro, aunque
pueda remontarse a la época de Salomón, fue integrado por sentencias de otros
autores.
[41] 1 Tim 4, 13 ; 2 Tim 4, 13.
[42] Dt 31, 25 ss.
[44]
Arremete de nuevo contra los manuales al uso. El Catholicon, diccionario latino de Johannes Januensis Balbi, OP.,
compuesto a finales del siglo xui. Florista,
sintaxis latina en verso (Flores grammaticae), elaborada por Ludolfo Luchow
de Hildesheim a principios del xtv. Graecista,
como se llamaba corrientemente la obra gramatical y diccionario de Eberard
de Béthune, autor probable también de Labyrintus,
especie de poema que trataba de las «miserias de los rectores de las
escuelas», compuesto hacia 1220. Dormi
secure, sermonario (h. m. del xv), que se atribuye a Juan de Werden y que
daba materia a los predicadores para los domingos y festividades de los santos.
[45] Así se denominaba a los
ockamistas, escuela filosófico‑teológica de la que salió Lutero indirectamente,
que influyó profundamente en su pensamiento y de la que, a pesar de su ruptura
y de estas invectivas, nunca logrará desprenderse del todo.
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