I.
Iglesia y Sociedad --- José M. Martínez
II.
¿Una nueva moral? --- José Grau
Iglesia, Sociedad y Ética Cristiana
José María Martínez -- José Grau
PROLOGO
Las corrientes de opinión religiosa y
sociológica suelen llegar a España con cierto retraso ‑así ocurría, por lo
menos, hasta hace poco tiempo‑ y, tratándose de la comunidad evangélica, sus
efectos se perciben dentro de Iglesias cuyos miembros no han tenido jamás la
oportunidad de examinar por sí mismos las fuentes de donde proceden. Creemos
que la ALIANZA EVANGELICA ESPAÑOLA obra acertadamente al publicar algunas de
sus características conferencias de orientación cristiana en forma de pequeños
volúmenes ‑dentro de la colección «Pensamiento Evangélico» que publica
EDICIONES EVANGELICAS EUROPEAS‑ y que sustituyen a los antiguos «Cuadernos»
que apenas hacían impacto fuera de los círculos de amigos de la Alianza.
Los dos estudios de este volumen,
que se deben a las autorizadas plumas de José M. Martínez, presidente de la
ALIANZA EVANGELICA ESPAÑOLA, y de José Grau, vicepresidente de la misma y autor
ya muy conocido como historiador eclesiástico y por sus penetrantes análisis
del pensamiento religioso moderno, se basan en dos temas de gran actualidad:
«Iglesia y Sociedad» y «¿Una nueva moral?» ‑que examina la llamada «ética de
situación», asociada con los nombres de Robinson, Van Buren, Altizer, etcétera‑.
El trazo de unión entre ambos ensayos viene a ser la actualidad de los mismos,
ya que los conceptos que se estudian influyen poderosamente en la formación
mental y moral no sólo de quienes se llaman «cristianos», sino también en
personas que sin ser creyentes se interesan por las corrientes modernas del
pensamiento teológico y filosófico occidental. Los autores de los libros que
plasman los nuevos postulados morales y sociales son considerados, además,
como los adalides más destacados del pensamiento teológico «protestante»
actual. De ahí que se nos ofrezcan argumentos anticristianos apoyados por
declaraciones de «teólogos cristianos».
Quizá podamos discernir otra relación
entre los dos ensayos que no es tan evidente, pero que realmente existe.
Quienes han adoptado como norma de conducta la «ética de situación»,
llamándola, quizá, «el amor en determinada situación» ‑y que, muy a menudo,
quiere decir simplemente «el ego disfrazado y disimulando sus impulsos con el
nombre de "amor" en determinadas circunstancias»‑, quisieran justificarse
por medio de obras sociales que sirvan de bálsamo para la conciencia que
todavía funciona en ellos. Esto, a pesar de todos los sofismas empleados para
denunciar los mandamientos divinos como una imposición arbitraria sobre el
hombre, imposición que hoy día resulta ya desfasada a innecesaria.
Quienes pregonan el «evangelio
social» deberían recordar que no es nueva la observación de que no sirve
predicar el Evangelio a un hombre hambriento. Los pioneros del gran movimiento
misionero iniciado por Carey ‑y que llegó a su apogeo en las postrimerías del
siglo XIX y principios del XX‑ comprendían perfectamente este principio. Para
ellos, sin embargo, quería decir, en esencia, que el predicador compartiera
su pan con e1 hambriento y que luego le predicara el Evangelio. No había
sustitución de un Evangelio que anunciaba 1a salvación del alma por otro que
ofrecía ayuda al cuerpo y la mente solamente, sino una acción combinada y
complementaria del testimonio cristiano y de obras de amor. ¿Cuál fue el origen
de la mayor parte de hospitales, leproserías, colegios y universidades en el
centro de África y en amplias regiones de la India? ¿No fue obra de los
misioneros ‑casi todos «conservadores» en teología‑, quienes dieron forma
escrita a centenares de idiomas, haciendo posible la lectura bíblica, pero colocando
también el fundamento de la literatura y la cultura de los países nuevos? Este
hecho ha sido reconocido en varias ocasiones por el presidente Kaunda de
Zambia. ¿Quiénes abrieron clínicas, con increíbles esfuerzos y sacrificios,
procurando su progresivo desarrollo para convertirse luego en hospitales y
grandes complejos sanitarios modernos? Eran enfermeras misioneras, y luego
médicos, movidos por el amor de Cristo, que predicaban el Evangelio como
mensaje y como obra de misericordia. Desde luego, al mundo mercantil y político
le importó poco la muerte de los africanos, después de producidos los primeros
contactos regulares con hombres blancos. Sólo los esfuerzos de los dirigentes
evangélicos lograron, por fin, la abolición de la esclavitud. En la
actualidad, muchos de los colegios, universidades y hospitales se rigen por
organizaciones estatales, o bajo su vigilancia, pero su misma existencia constituye
la mejor prueba de que los evangélicos, conservadores en teología, entendieron
perfectamente que las obras ‑que hacen bien a todos‑ habían de acompañar a la
predicación del Evangelio. La historia prueba que «el mundo» ha aprendido su
filantropía de los verdaderos cristianos, y parece extraño que ahora los
humanistas ‑y con ellos los teólogos radicales‑‑ les digan que han de
identificarse con «el mundo» para ser « buenos testigos», toda vez que el mundo
sigue dando muestras de impulsos satánicos que destrozan 1a imagen de Dios en
el hombre.
El Sr. Martínez reconoce que en
ciertos círculos evangélicos se ha dado un énfasis exagerado a los beneficios
espirituales que ofrece e1 Evangelio, resultando en la formación de sociedades
cristianas que querrían vivir, esforzándose en aplicar los postulados del
Nuevo Testamento, «separadas» del mundo y adoptando ciertas modalidades que,
en parte solamente, acertaban a reflejar el espíritu de la Iglesia primitiva.
Por otra parte, sin embargo, exhibían un marcado legalismo, apenas disimulado,
al cual los miembros de estas comunidades habían de conformarse, perdiendo así
el contacto vital con el hombre del mundo. No vamos a defender en el Prólogo lo
que el Sr. Martínez calibra con tan fino criterio en el texto, pero no podemos
por menos de recordar que el apóstol Pablo se dirigía a «los santos» de
Corinto, de Efeso, de Tesalónica, etc., y que «santos» quiere decir hombres y
mujeres separados del mundo por el hecho de estar «en Cristo». La equivocación
de ciertos evangélicos ha sido la de enfatizar tanto la pecaminosidad del
hombre, que se han olvidado, hasta cierto punto, de que el pecado en sí no es
el rasgo definidor del ser humano, sino que por el contrario se trata de la
mancha que estropea su humanidad. El prójimo ‑en el contexto que sea‑ ha de ser
objeto de intensa preocupación por parte del cristiano; por la doble razón de
ser hecho a imagen de Dios y de ser objeto de la obra salvadora de Cristo. He
aquí la base tanto para la predicación del Evangelio como para su manifestación
a través de las buenas obras.
El éxito de la obra espiritual y
social de Juan Wesley ‑con amplias repercusiones políticas que han sido
reconocidas por los historiadores profanos‑ estriba en este doble hecho, que
el gran evangelista tomaba siempre en cuenta. El hombre del mundo, sin
regenerar, podrá en un momento dado efectuar obras muy aceptables para la
sociedad, pero, luego, en otro momento, se convertirá en un volcán que escupe
violencia y maldad. El hombre salvado y regenerado podrá caer en acciones
carnales que manchen su testimonio, pero, impulsado por el Espíritu Santo y
conocedor de la voluntad de Dios mediante la Biblia, será restaurado y
convertido en foco vital que irradie amor y espíritu de sacrificio en
beneficio de sus semejantes. Por lo tanto, cuantas más vidas regeneradas se
hallen en la sociedad, tanta más bendición espiritual habrá, con abundante
multiplicación de buenas obras. Si el objetivo es conseguir el bien material
del hombre dentro de una sociedad libre y disciplinada a la vez, el camino más
corto para llegar a la meta es, precisamente, la predicación del Evangelio que
resulta en la multiplicación de «focos de
bien», vitalizados por el Espíritu Santo.
Todo movimiento que no se halla
anclado en la Palabra de Dios, avanza según el ímpetu impuesto por su propio
peso específico, sin hallar punto medio de estabilidad. Los teólogos liberales
del siglo pasado «liberaban» al creyente de la sujeción a una Palabra de Dios
inspirada y autoritativa en todas sus partes. De la cantera de la Biblia
sacaban los textos que parecían apoyar su humanismo, disfrazado de cristianismo,
presentando un retrato de Jesucristo que hacía de él el prototipo del hombre
amable y civilizado, de acuerdo con las ideas de la sociedad de entonces. Dos
guerras mundiales y el resurgimiento del antiguo salvajismo atávico del hombre
perdido, aun en medio de la «belleza» de la civilización occidental, dieron al
traste con el tema del «progreso constante». El fracaso del hombre civilizado ‑sin
ser regenerado‑‑‑ fue proclamado por los tremendos toques de trompeta de Karl
Barth. Por desgracia, Barth no volvió a enfatizar la autoridad del texto
bíblico, sino sólo el «momento» de revelación que se relaciona con la lectura
del texto en casos individuales. El existencialismo ‑del que se nutría Barth
es incompatible con la autoridad que reclama una Revelación a base de
proposiciones concretas y objetivas, ya que el eje de la experiencia es siempre
el hombre, a quien se erige como árbitro dentro de «su situación». Antes de
morir, Barth pasó por la trágica experiencia de ver a sus discípulos precipitarse
por las puertas que él había dejado abiertas, pese a su propio deseo de ver a
todos sujetarse a la soberanía de Dios. Los llamados «críticos de la forma,
con R. Bultmann y su escuela, no dejaron más que retazos de los Evangelios,
presentando a un «Jesús» que cada uno podía interpretar a su manera. El enlace
entre el «Kerugma» (proclamación del Evangelio) de Pablo y los escritos de los
evangelistas llegaba a ser tan tenue ‑siempre según estos teólogos‑ que la fe
cristiana perdía su base histórica. ¿Nos ha de sorprender que el movimiento
relativista y humanista siguiera adelante después, como nave soltada de sus
amarras y con todo el océano de las especulaciones humanas delante? Bultmann ha
dejado ya de explicar un kerugma que discierne en las Epístolas, al mismo
tiempo que deja casi en blanco las páginas de los Evangelios ‑por lo menos,
pocos le escuchan‑ y llegamos a los distintos matices de la teología de la
«muerte de Dios».
Hay
quienes se aferran aún a la posibilidad del progreso humano, volviendo al
humanismo de moda antes del año 1914; otros abandonan no sólo la Revelación
divina sino todo sistema filosófico que pretendiera explicar al hombre en
relación con su pasado y su porvenir. Deslumbrado por los éxitos de la ciencia
en la esfera material, el hombre se cree dotado de la madurez necesaria para
dirigir la nave de su personalidad ‑esto cuando admite que existe tal cosa como
personalidad‑ y vive momento tras momento al impulso de sus deseos «naturales»
y pecaminosos. Como insiste una y otra vez Francis A. Schaeffer, comete el
error fundamental de destruir la «antítesis», es decir: las diferencias
esenciales que existen entre lo que es y lo que no es, y ‑lo que importa para
la tesis del Sr. Grau‑ entre lo bueno y lo malo. Si no hay normas divinas,
entonces lo «bueno» será lo que yo estimo como tal en cualquier momento dado.
Lo «malo» será aquello que no me interesa. No se trata de un retorno exacto a1
pragmatismo de la escuela utilitaria, pues los adictos a aquel sistema
procuraban, por lo menos, aquilatar e1 valor de las acciones en relación con el
«bien común». En el existencialismo ‑que pocos entienden como filosofía (o
antifilosofía)‑ es cuestión del «yo» actuando en un vacío moral teórico a
intelectual, a solas con su «situación». En vista del diagnóstico bíblico del
hombre pecador, que arrastra su existencia «debajo del sol», no ha de
extrañarnos el que la infiltración abierta o disimulada de tales conceptos
produzca un aumento alarmante de criminalidad y de delincuencia juvenil, y,
lamentablemente, la inestabilidad de los jóvenes que han de dirigir la sociedad
de mañana.
Grau, dentro de la tónica de la
autoridad bíblica, se expresa con moderación, sin destrozar el valor de sus
argumentos mediante ataques exagerados. No hace caricaturas. Con todo, nos
presenta un cuadro espeluznante que debiera hacernos volver con afán a la Biblia
para deleitarnos a su clara luz que disipa el relativismo moral y nos coloca de
nuevo ante el Dios Creador, Juez de todos los hombres, plenamente revelado en
la persona del Señor Jesucristo.
En la última sección de su trabajo ‑titulada
«Por una ética de situación bíblica»‑ nos anima Grau a sacar alguna lección
positiva de las nuevas enseñanzas. Aparte de su valor práctico, viene a ser un
buen ejercicio de exégesis bíblica. El cristiano evangélico admite gustoso la
autoridad de los mandamientos de Dios, hállense en e1 Antiguo o en el Nuevo
Testamento. Con todo, sin incurrir en el relativismo de1 mero criterio humano,
ha de estudiar «la. Situación» ‑cada situación‑ en que se trata de la
aplicación de algún mandamiento específico. Se nos da, como ejemplo, la actitud
del Maestro frente a los fariseos legalistas que criticaban a los discípulos
porque éstos comían granos de trigo en sábado (Marcos 2:23‑28). La misma
actitud se observa en todos los conflictos del Señor con los legalistas acerca
de la manera de guardar el sábado y el significado esencial de esta institución
divina. David, en circunstancias especiales, pudo comer «pan de la
proposición», reservado a los sacerdotes, porque no había otro. Los sacerdotes
ofrecían sacrificios en el Templo los sábados, y así «trabajaban» en el día de
reposo, porque estaban sujetos a normas de categoría superior. Se esbozan los
principios de un tema muy interesante, que necesitaría desarrollo más amplio.
Tal estudio serviría de antídoto contra los excesos del legalismo de «nuestros
círculos» y nos ayudaría a comprender el valor de los mandamientos dentro del
cuadro de una exégesis exacta. ¡Cuántos «problemas morales» del Antiguo
Testamento hallarían su solución siguiendo esta pista!
Este libro no dejará satisfecho al
lector que compra libros únicamente movido por la encuadernación o el diseño de
la cubierta, pero será indispensable para aquellos hermanos que quieten otear
los horizontes del «mundo religioso» de hoy, sabiendo que ciertos focos de
ideas, por alejados que nos parezcan de las normas que rigen en nuestras
Iglesias Evangélicas, terminarán por influenciar, directa o indirectamente, las
actitudes de nuestros semejantes y de nuestros hijos. Que sepamos la verdadera
naturaleza de lo que leen ellos y de lo que leemos nosotros, manteniendo la
santa determinación de llenar nuestra mente con la sabiduría de Dios que nos ha
enviado desde el cielo y que se encarna en el Verbo Eterno, hecho Hombre.
Quedamos muy agradecidos a los autores por sus claros y bien equilibrados
trabajos, recomendando su estudio a todos, y mayormente a quienes ejercen un
ministerio pastoral, o de enseñanza, en las Iglesias.
Ernesto Trenchard
INTRODUCCION
En
nuestros días se está acentuando la tendencia a resaltar la proyección social
del Evangelio y la consiguiente preocupación que la Iglesia debiera sentir por
los problemas temporales de los hombres. Esto no es un mal en sí, como algunos
han llegado casi a pensar. Es una necesidad. Pero esa proyección social del
Evangelio, aislada del conjunto de la revelación bíblica, puede tener ‑y en
algunos casos tiene‑ derivaciones que, en el fondo, son una mutilación del
Evangelio. De aquí que debamos estudiar esta cuestión objetivamente, tratando
de arrojar sobre ella la luz de las Sagradas Escrituras. Sólo a ser los así la
luz del mundo que somos llamados cristianos no se convertirá en tinieblas.
***
1.
Algunos
conceptos y movimientos sociológicos
Difundidos
en nuestro tiempo
Aunque dediquemos, como es
lógico, mayor atención y espacio a los más destacados dentro de la
cristiandad, consideramos importante hacer mención de una ideología que desde
mediados del siglo pasado se ha extendido con fuerte impulso por el mundo
entero:
1. La ideología marxista
El
nombre de sociología se atribuye a Augusto Comte, quien la definió como «la
parte complementaria de la filosofía natural que se refiere al estudio
positivo de todas las leyes fundamentales relativas a los fenómenos sociales»
(Cours de philosophie positive,
1843). Con Comte y Herbert Spencer da principio la Sociología como ciencia, y
ello en unas circunstancias históricas sumamente propicias a su desarrollo.
Surgen diversas teorías que tratan de explicar la naturaleza y la evolución de
los fenómenos sociales, entre ellas la del materialismo histórico, ideada y
vigorosamente defendida por Carlos Marx.
El materialismo histórico
atribuye el desarrollo de la Humanidad a la evolución de la economía. La historia
avanza no bajo la influencia de unas ideas determinadas (políticas, morales o
religiosas) sino únicamente en función de la lucha por la vida. El interés
económico une a los individuos de igual situación en grupos que forman las
clases sociales y que luchan entre sí por la existencia, colocando a la burguesía
y al proletariado frente a frente en constante conflicto, ya que sus intereses
son diferentes. Los trabajadores se adueñarán del poder mediante crisis
económicas o mediante la revolución violenta. Después de un período
provisional de dictadura del proletariado, necesario para acabar con las
fuerzas del capitalismo, emergerá una sociedad sin clases en la que cada
individuo producirá de acuerdo con su capacidad y recibirá la remuneración
adecuada a sus necesidades.
La difusión del
pensamiento marxista ha inspirado en millones de personas las más bellas
esperanzas. Les ha hecho vislumbrar un «milenio» terrenal alcanzado por el
esfuerzo humano. En cierta ocasión, un intelectual marxista asistió a uno de
nuestros cultos, en el que se hizo alusión a la segunda venida y a la consumación
del Reino de Cristo. A1 despedirse, me dijo: «Nosotros también tenemos nuestra
escatología.»
En el arraigo de la
concepción marxista del futuro ha ejercido gran influencia el optimismo humanista
de los últimos dos siglos, la fe en la bondad y en la capacidad del hombre para
alcanzar por si mismo la perfección social. Dios es totalmente descartado.
No vamos a ignorar que las
aspiraciones marxistas, desde el punto de vista ideológico, contienen elementos
positivos encomiables. Pero la doctrina en su conjunto no sólo ignora las
enseñanzas bíblicas sobre la naturaleza pecaminosa del hombre y sus graves
limitaciones morales sino que difiere del Evangelio en su propósito final, en
los procedimientos para alcanzarlo y en su perspectiva de la evolución histórica.
Dentro de lo que podríamos
denominar «campo cristiano», se han venido observando desde el siglo pasado dos
tendencias: una de tipo marcadamente espiritualista y otra de tendencia
fuertemente secular.
2. El concepto espiritualista
El ultraterreno y
aislacionista. Muestra una preocupación casi exclusiva por la relación del
hombre con Dios y se desentiende prácticamente de todo lo temporal, sobre todo
de lo que concierne a los aspectos políticos y sociales de la vida humana, alegando
que el Reino de Dios no es de este mundo y que el cristiano en la tierra es tan
sólo un peregrino.
Esta apreciación sobre las
relaciones Iglesia ‑Mundo es muy antigua. Ya en el siglo II no faltaron
cristianos que siguieron la política del retiro, considerando que su
responsabilidad se limitaba exclusivamente a la salvación de su alma, al
auxilio de sus hermanos en la fe y a la predicación del juicio de Dios sobre
este mundo malvado. Tal modo de pensar llevó a Montano y sus seguidores al
aislamiento en Papuza (Frigia), donde esperaban el inminente advenimiento de
Cristo y el establecimiento de su Reino en la tierra. Imbuido por las ideas de
Montano, también Tertuliano abogó por un apartamiento del orden social en su
tiempo.
Durante la Edad Media
prevaleció una mentalidad ultramundana. Todo lo temporal debía carecer de
importancia. Este mundo había de ser considerado como una gran «sala de espera
desde la cual los hombres habían de contemplar la muerte, el juicio, el cielo y
el infierno» (Dr. Alec Vidler). No debe sorprendernos que contra una visión tan
parcial y defectuosa se alzaran las voces airadas del humanismo renacentista,
acusando a la Iglesia de represiva y estéril. En algunas de sus acusaciones
tenía razón.
Después de la Reforma, han
subsistido hasta nuestros días los cristianos evangélicos, que se han distinguido
por su piedad personal, por su lealtad a las grandes doctrinas bíblicas, por su
celo evangelizador y por su práctica de la oración. Pero al mismo tiempo han
sentido muy escasa inquietud ante las necesidades, los problemas y los pecados
de la sociedad en el seno de la cual se desarrolla su vida diaria. De manera
punzante han denunciado esta postura John F. Alexander y Fred A. Alexander
refiriéndose a la situación de los Estados Unidos, «un país donde Dios y la
necesidad de expiación por la sangre de Cristo se proclaman cientos de veces
cada día por la radio y la prensa y mediante campañas de evangelización, pero
en el cual existe un terrible silencio acerca de los pecados contra los pobres
y contra los grupos minoritarios» (Repent
and Revolt, «His», diciembre 1968, p. 2). Probablemente hay algo de exageración
en estas palabras; pero en el fondo reflejan el triste cuadro de un
espiritualismo divorciado de las responsabilidades sociales que pesan sobre el
cristianismo y sobre la Iglesia.
Ese tipo de espiritualismo
se ha atribuido generalmente a algunos grupos conservadores o fundamentalistas,
a veces con afán de desprestigiarlos. Pero la verdad es no sólo que entre los
conservadores aumentan los cristianos de visión amplia y posición equilibrada
sobre el fundamento de su lealtad a la revelación bíblica, sino que la
tendencia a desentenderse de los problemas de la sociedad, aunque sea con un
enfoque distinto, parece manifestarse en otros sectores del protestantismo. El
Dr. Earle E. Cairns, profesor de Historia en el Wheaton College de los Estados
Unidos, en su libro Saints and Society escribe:
«Karl Barth cree que la sociedad está bajo la influencia del pecado universal y
que Dios no se entromete en la Historia a no ser en el terreno individual
cuando el hombre se enfrenta con las demandas de Cristo por la acción del
Espíritu Santo mediante la Biblia. Por consiguiente ‑opina Barth‑, importa
poco que el cristiano trate de modificar un orden histórico transitorio
mediante una acción social que redunde en el bienestar humano. Para él «la
preocupación del mundo no debe ser la preocupación de la Iglesia» (p. 134).
Con todo lo expuesto, no
trataremos en modo alguno de menospreciar los grandes valores y las grandes
verdades enfatizadas por los «espiritualistas», valores y verdades que
compartimos sin reservas. Intentamos, únicamente, subrayar el aspecto social
del cristianismo. El budismo se define como la religión de la ausencia del
mundo; pero el cristianismo bíblico, que ‑en palabras del pastor Henri Blocher«rechaza
la huida ascética y mística para predicar la salvación en la historia, que
rehúsa dejarse aislar en un dominio reservado, el dominio "sacro",
es, entre todas, la religión de la presencia en el mundo». Y esta presencia
debe estar inspirada no sólo en el elemento trascendental del Evangelio sino
también en sus implicaciones temporales. Sin embargo, no siempre es fácil
lograr una feliz combinación, netamente evangélica, de lo trascendental y lo
temporal o secular. Un énfasis desproporcionado en este último aspecto del
mensaje bíblico conduce indefectiblemente a errores serios. Esto nos lleva a
considerar:
3. Conceptos de tendencia secular
Es digno de encomio todo
intento dentro de la Iglesia de adaptar la presentación del mensaje del
Evangelio a la mentalidad y a las corrientes de pensamiento de cada época con
objeto de hacerlo más inteligente y hacer resaltar su perenne actualidad. Pero
tal adaptación jamás debe llevarse a cabo sacrificando o desfigurando las
verdades centrales de la Palabra de Dios. Que frente a las injusticias la
Iglesia hiciera oír su voz profética denunciándolas vigorosamente, como han
hecho algunos cristianos en diversos momentos de la Historia, sería un acto
loable de fidelidad a su vocación. Pero ¿han sido o son realmente evangélicos
todos los movimientos que en el seno de la cristiandad han propugnado el progreso
social?
En este terreno es bien
conocido el nombre de Walter Rauschenbusch (1861‑1918), profesor bautista en el
Rochester Seminary, iniciador del movimiento conocido bajo el nombre de
«Evangelio Social». Nadie puede dudar del espíritu humanitario que animó a
Rauschenbusch. Pero resulta igualmente claro a los ojos de cualquier crítico
imparcial que el pensamiento del distinguido profesor distaba mucho de las
enseñanzas bíblicas. No sólo confundió el orden social con el reino de Dios,
sino que, influido por Ritschl (éste había destacado la sociedad, no el individuo,
como objeto de la acción redentora), sostuvo un concepto pelagiano del pecado.
Según Reuschenbusch, el pecado es externo, corporativo y social más que
interno, subjetivo a individual. Una de las causas principales del pecado es el
medio ambiente, por lo que el remedio para acabar con el pecado es la cristianización
del orden social. Como es de suponer, su escatología es posmilenialista. La
instauración plena del Reino de Dios en la tierra será el triunfo final de la
acción transformador a del Evangelio sobre las estructuras de la sociedad.
Sería imposible, dentro de
los límites de esta conferencia, referirnos ‑ni siquiera de manera bosquejada‑
a otros movimientos posteriores al «Evangelio social» surgidos en lo que va de
siglo, por lo que sólo haremos mención de las principales corrientes sociológicas
que en nuestros días se observan tanto en el catolicismo como en el
protestantismo.
4. El movimiento social en el catolicismo
La Iglesia Católica, a
través de las declaraciones del II Concilio Vaticano y de varias encíclicas papales,
ha mostrado su preocupación por los problemas sociales que se plantean en
nuestro tiempo a la Humanidad. Prueba fehaciente de ello es la constitución
conciliar sobre «La Iglesia en el mundo actual, la más extensa de las cuatro
aprobadas en el Concilio. Es la característica de esta constitución la mesura
tanto en los conceptos como en la expresión, lo que en más de un punto la hace
o ambigua o carente de novedad. En general, mantiene el carácter trascendental
del cristianismo y la incapacidad del hombre para realizar por sí mismo,
independiente de Dios, la realización de sus más nobles aspiraciones, «ese
hombre que se exalta a sí mismo como regla absoluta o se hunde hasta la
desesperación» (Const. 12). Son dignas de consideración sus declaraciones sobre
el ateísmo y su presentación de Cristo como el hombre nuevo. Respecto a la
misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo, merece subrayarse el siguiente
párrafo: «La misión propia que Cristo confirió a su Iglesia no es de orden
político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso. Pero
precisamente de esta misma misión religiosa derivan tareas, luces y energías
que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la
ley divina» (C. 42). En la segunda parte se tratan las cuestiones del matrimonio
y la familia, la cultura, la vida económico‑social y política, la solidaridad
de las naciones y la paz. «Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de
los principios que brota de Cristo para guiar a los fieles a iluminar a todos
los hombres en la búsqueda de una solución a tantos y tan complejos problemas»
(C. 46). Hay mucho en este documento conciliar que podría ser suscrito sin
reservas por cualquier cristiano evangélico. Sin embargo, se observa en el
fondo un concepto del hombre en relación con la obra redentora de Cristo que
puede fomentar el universalismo, es decir, la creencia de que al final todos
los seres humanos serán salvos. «La igualdad fundamental entre todos los
hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de
alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo
origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y del
mismo destino» (C. 29). Lo equívoco de esta última afirmación exige una
aclaración a la luz de la Escritura, la cual nos habla de destinos muy
diferentes para los hombres.
Tampoco parece demasiado
acorde con la perspectiva profética de la Biblia la idea, bastante difundida
también en algunos sectores protestantes, de que el advenimiento del Reino de
Cristo será la culminación de la acción social de la Iglesia en el mundo. A
esta idea parece apuntar el texto vaticano cuando declara: «La Iglesia, al
prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una
cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la Humanidad»
(C. 45). Al final del mismo párrafo se encuentra una expresión típicamente
católica, pero ajena a los conceptos y al lenguaje del Nuevo Testamento: «Todo
el bien que el pueblo de Dios puede dar a la familia humana, al tiempo de su
peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es
"sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo
realiza el misterio del amor de Dios al hombre.» Podemos hablar de la Iglesia
como testimonio universal y viviente del amor de Dios, pero no como «sacramento»,
al menos en el sentido que la teología católica da a este término.
Las declaraciones
conciliares y posconciliares han incrementado en la Iglesia Católica las
inquietudes de tipo social. Sin embargo, algunos elementos de vanguardia
parecen avanzar al impulso de una dinámica secular más que religiosa. Ejemplo
de ello es lo que ya parece ruptura inevitable entre la comunidad del Isolotto,
barrio de Florencia, y el cardenal Florit. Los sacerdotes de la parroquia del
Isolotto se inclinan a interpretar el Evangelio en un sentido exclusivamente
social, mientras que el arzobispo de Florencia les recuerda que el Evangelio
es, ante todo, un mensaje de salvación espiritual y no tan sólo un instrumento
de transformación social. Que este tipo de tensiones no es excepcional se deduce
de las declaraciones hechas por el cardenal francés Jean Danielou, de la
Compañía de Jesús, a la publicación italiana «Familia Mese», aparecidas en su
número de septiembre del pasado año. Según opinión de Danielou, «se asiste a
una preocupante politización de los movimientos contestatarios, a una
degradación de los atributos espirituales de la Iglesia (culto divino, vida
interior y sacramental) y a una acentuación casi exclusiva de los aspectos
políticosociales que no son esenciales al cristianismo». Así pues, el
catolicismo actual evoluciona con una más amplia visión de la influencia social
que la Iglesia debe ejercer en el mundo; pero al mismo tiempo le resulta
difícil mantener en todas partes el necesario equilibrio entre lo social y lo
religioso.
5. La
preocupación social en el protestantismo actual
Es casi general la toma de
conciencia social entre las iglesias protestantes de todo el mundo, si bien hay
una diversidad considerable en el énfasis que sobre las relaciones entre
Iglesia y sociedad se hace en los diferentes sectores.
En la declaración final
del Congreso Mundial de Evangelización, celebrado en Berlín en 1966, en el que
se hallaba representado el llamado protestantismo conservador, no faltó la
nota de desasosiego por los graves problemas de la Humanidad: «Pedimos perdón
por nuestros pecados pasados al negarnos a reconocer el claro mandamiento de Dios
de amar a nuestros semejantes con un amor que trascienda toda barrera o
prejuicio humanos. Buscamos, por la gracia de Dios, desarraigar de nuestras
vidas y de nuestro testimonio todo cuanto le es desagradable en nuestras
relaciones de los unos con los otros. Nos tendemos las manos recíprocamente en
amor y esas mismas manos se extienden a los hombres de todo lugar con la
oración de que el Príncipe de Paz una pronto a nuestro mundo tan penosamente
dividido.»
En el orden práctico,
también en el campo evangélico conservador, diferentes iglesias, sociedades
misioneras, alianzas evangélicas y otros organismos han mostrado una eficaz
actividad en la lucha contra el hambre en el mundo, que han dado como resultado
la fundación de numerosas instituciones benéficas (hospitales, asilos,
orfanatos, etc.) o la realización de otras tareas de amplia proyección social.
Puede citarse como ejemplo la gran obra alfabetizadora de «Alfalit» (fundada
en 1962 en Costa Rica) en la América de habla española, con producción masiva
de materiales que usan no sólo las iglesias evangélicas sino también
instituciones católicas y organismos gubernamentales, tales como los ejércitos
y los sindicatos mineros de Bolivia, la Vanguardia juvenil de Acción Católica
en el Ecuador y el Centro de Acción Social Juan XXIII, de la Universidad
Centroamericana (USA) en Nicaragua («Alfalit», enero‑junio de 1969).
Por otro lado, el Consejo
Mundial de Iglesias, que incluye gran número de iglesias protestantes, ha ido
intensificando de año en año su interés por las cuestiones político‑sociales.
En su Asamblea de Upsala (1968), de los seis informes de secciones aprobados,
tres expresan esta preocupación.
En el de la Sección III se
trata del desarrollo económico y social en el mundo; en el de la IV, de la
justicia y la paz en los asuntos internacionales, y en el de la VI de nuevos
estilos de vida. Incluso en los restantes se nota la misma preocupación por los
problemas de la sociedad humana.
También en estos
«informes», al igual que en la constitución sobre «La Iglesia en el mundo
actual» del II Concilio Vaticano, hay contenido valioso que debiera ser
estudiado seriamente por los cristianos de cualquier confesión. Sin embargo, no
pocos observadores han contrastado ‑y creemos que con razón‑ el gran relieve
dado en Upsala a las cuestiones mencionadas con la escasa atención prestada a
la proclamación del Evangelio en su sentido neotestamentario. Como ha escrito
Norman Goodall en su artículo editorial que, a modo de introducción, abre el
informe de la Asamblea de Upsala, «la característica más obvia y más
ampliamente reconocida de la Asamblea fue su preocupación ‑a veces, casi, su
obsesión‑ por el fermento revolucionario de nuestro tiempo, por las cuestiones
de responsabilidad social e internacional, por las de la guerra, la paz y la
justicia económica, por las agobiantes necesidades físicas de los hombres,
por los apuros de los menos privilegiados, los que carecen de hogar y los que
se mueren de hambre y por las más radicales rebeliones contemporáneas contra
todos los "establishments" civiles y religiosos» (The Upsala 68, «Report.», página XVII). Y un poco más adelante,
con gran honradez, añade: «... Otros, sin embargo, quedaron preguntándose si
algunas notas esenciales a la fe no habían sido silenciadas en el curso de la
Asamblea. El "Hombre para los demás" fue reconocido y una
"Iglesia para los demás" trató de responder a sus mandatos. ¿Fue
reconocida como más que un hombre para
los demás, más que un Nuevo Hombre? Y los otros para los cuales la Iglesia
existe ¿incluyen realmente el Otro por el
cual ésta existe y al cual corresponde un nombre cuya importancia es de vida o
muerte para que todos los hombres en todo lugar lo conozcan y reconozcan?
Quizás esta cuestión alcanzó su punto más agudo en la tensión que se refleja
hasta cierto punto en las actas de la discusión plenaria sobre el informe de la
Sección II (Renovación de la Misión). En la sección misma, el debate fue más
agudo y condujo a un acalorado diálogo acerca de si en el mandato perenne de la
misión de la Iglesia la preocupación "por los millones que no conocen a
Cristo" constituye todavía un imperativo decisivo. Algunos manifestaron
que cualquier reserva para hablar en estos términos no es sino el deseo de
abandonar una terminología que ya no comunica lo que se desea expresar. Otros
quedaron dudando si las diferencias reveladas en esta discusión no serían más
fundamentales, relacionándose más bien con la "crisis de fe»"
contemporánea, a la que se hacen varias alusiones en las páginas siguientes y
a la luz de la cual uno de los que han contribuido a la redacción de este
volumen escribe: "Quizá, para bien del mundo, la próxima Asamblea debería
ser más teológica"» (id., pág. XIX).
Prácticamente, al margen
del Consejo Mundial de las Iglesias, pero en el seno de algunas de sus iglesias
miembros, va en aumento el número de teólogos extremistas que verían con buenos
ojos que la Iglesia demoliera sus templos y acabara con su culto y con la
evangelización para dedicarse totalmente a la eliminación de los males
políticos, económicos y sociales que afligen a la Humanidad. Su programa de
acción admite incluso la conveniencia de la revolución violenta si resultan
ineficaces otros medios para combatir la injusticia. Opinan, asimismo, que la
Iglesia debiera asegurar una influencia capaz de determinar las decisiones de
los gobiernos de las naciones.
Wilton M. Nelson, en un artículo publicado recientemente
por la revista «Latín América Evangelist», escribe, entre otras cosas no menos
sustanciales: «Es irónico que los liberales (protestantes) de los siglos XVIII,
XIX y principios del XX criticaran violentamente a la Iglesia Católica Romana
por inmiscuirse en política, mientras que hoy los liberales se entrometen en
la política más de lo que podria imaginarse. Siguiendo la lógica de algunos
secularistas, debiéramos volver a la ideología del Sacro Imperio Romano y
formar un "Sacro Imperio de la Iglesia-Sociedad", haciendo de los
teólogos secularistas los asesores del emperador que le dijeran lo que se debe
hacer.»
Lo más deplorable de esta
«teología» es que pierde de vista la salvación del hombre en el sentido bíblico:
salvación del pecado para la reconciliación y la comunión con Dios. Y, como
bien dijo el católico Thomas Merton, «reconciliar al hombre con el hombre y no
con Dios es no reconciliar a nadie en absoluto». Es una triste verdad la
afirmación del teólogo ortodoxo Juan Meyendorf respecto a los radicales que han
hecho del cristianismo «una forma de humanismo social que en realidad ya no
necesita ni el Evangelio, ni el Jesús histórico, ni al Espíritu Santo, ni la
oración, ni la Iglesia» («Christianity Today», 17 enero 1969, p. 26).
Sirva de muestra un
párrafo del sermón pronunciado por el canónigo anglicano Stephen Verney, de la
catedral de Coventry, el 16 de mayo de 1965 en la iglesia Great St. Mary, de la
universidad de Cambridge: «En primer lugar, la expresión arquitectónica de la
presencia de Cristo entre su pueblo no puede continuar siendo un edificio
eclesiástico. Los sacerdotes de cuatro parroquias (anglicanas) en Coventry
están considerando la demolición de sus cuatro iglesias para construir en un
lugar un centro comunitario juntamente con sus hermanos cristianos y con todos
los demás siervos de Cristo de los cuales he hablado, mediante quienes Cristo
puede alcanzar a todos los hombres para decirles: Yo soy entre vosotros como
uno que sirve. ¿Por qué no levantar un edificio de siete pisos? En la planta
baja podría haber un club donde los hombres bebieran cerveza y sus esposas
jugaran al bingo. En el segundo piso, un salón de baile y un club para la
juventud. En el tercero, una clínica, una oficina, una sala para examinar los
pies de ancianos jubilados, etc. En el cuarto podrían establecerse
departamentos destinados a fomentar la educación con salas para arte, música,
pasatiempos y clases. En el quinto podría haber una librería con pequeñas salas
para grupos de discusión. En el sexto viviría el conserje y el pastor, y en el
séptimo habría una sala dedicada al culto» (Sermons
from Great St. Mar's, Fontana Books, página 271). Sin entrar a discutir lo
procedente o improcedente de algunas de las actividades que tendrían lugar en
ese edificio «cristiano», obsérvese el orden de prioridad que se da a cada una
de ellas, a juzgar por su situación, y el lugar a que se relega el culto.
¡Sobra todo comentario!
Las palabras de Verney ¿no
anularían, en parte al menos, las que con mucho más tino y mesura pronunciara
pocos meses antes en el mismo lugar el arzobispo de Canterbury? Este, refiriéndose
a la importancia de la Iglesia, dijo: «A veces la importancia toma simplemente
la forma de algo muerto y otras veces la impotencia de una gran preocupación
por adorar a Dios que, sin embargo, no se refleja en un servicio práctico a
favor del hombre, por lo que resulta una especie de eclesiasticismo y no un
auténtico culto del amor de Dios. Y algunas veces, por otro lado, la impotencia
toma la forma de un modo de vida eclesiástica semisecularizada en la cual se
hacen muchos esfuerzos para impeler a la Iglesia a la eficiencia, a la
filantropía y a las buenas obras, pero falta el contacto con lo sobrenatural.
La impotencia puede tomar tanto la forma de un (also supernaturalismo, no
expresado en preocupación secular, como la forma de una especie de secularismo
activo en el que se ha perdido todo contacto con lo sobrenatural» (id., pp. 192
y 193).
La situación actual, como
acabamos de ver, se caracteriza por la diversidad de conceptos y por las
tensiones a que ha dado origen una seria reconsideración de la posición y
misión de la Iglesia en el mundo. Ello nos obliga a examinar el concepto
bíblico del mundo.
***
II.
El concepto bíblico del mundo
El «kosmos» del Nuevo
Testamento puede tener diversas acepciones. En algunos casos se refiere al universo,
particularmente a la tierra; pero generalmente el término se refiere a la raza
humana. En este último sentido debemos interpretar textos como Juan 3:16.
Aceptando este versículo como un compendio del Evangelio, observamos que la
buena nueva no sólo destaca la grandeza del amor de Dios hacia la Humanidad,
sino también la tremenda gravedad del pecado y sus nefastas consecuencias.
Este «kosmos» está bajo
los efectos de tina calda trágica de alcance universal (Romanos 5:12, 18), sometido
a poderosa influencia del maligno (I Juan 5: 19), que actualmente es el
príncipe de este mundo (14:30). Por eso, a menudo, en el Nuevo Testamento,
sobre todo en los escritos de los apóstoles Juan y Pablo, la palabra «mundo»
tiene un significado negativo y siniestro. Es una esfera de rebeldía contra
Dios. Y mientras el hombre vive en esa esfera de rebeldía, todas las mejoras
sociales, todo progreso económico y todos los avances en el perfeccionamiento
político de los pueblos serán ineficaces a insuficientes para proporcionar al
hombre la dignidad que le corresponde y el bienestar que anhela.
Este mundo ha sido objeto
de la misericordia de Dios. Por eso «dio a su Hijo unigénito», para salvar a
los hombres. Pero, al mismo tiempo, su presencia sobre la tierra y a lo largo
de la historia implica el juicio de este mundo (Juan 9:39). La obra del Espíritu
Santo es precisamente la de convencer al mundo de pecado, de justicia y de
juicio (Juan 16:8), pues sólo quien entiende la naturaleza del pecado, la justicia
de Cristo y el juicio de Dios puede comprender el significado glorioso de la
redención y sus resultados. El redimido no sólo es absuelto de su culpa y
liberado de su impureza, sino también del poder moralmente corruptor del mundo
(I Juan 5:4, 5), cuya contaminación debe desechar (I Juan 2:15‑17). En este
sentido oré Cristo por los suyos (Juan 17:9, 15).
Sin embargo, es a este
mundo que Cristo envía a sus discípulos (Marcos 16:15) para ser luz que, bien
visible, disipe las tinieblas de la Humanidad. Porque los cristianos son luz,
no pueden esconderse. Su presencia en el mundo se impone. Aislarse de él es una
grave deslealtad a la vocación con que han sido llamados. En una de sus
parábolas el Señor enseñó que el mundo es el campo en el cual debe sembrarse la
semilla del Reino y a los cristianos se define como los «hijos del Reino».
Sí, en este mundo, en
contacto con los no cristianos, debe el discípulo de Jesús y la Iglesia toda
dar su testimonio y ejercer su influencia benéfica hasta el día en que se
consume la acción restauradora de Cristo, quien hará perfectamente nuevas
todas las cosas en su segunda venida (Rom. 8:21; Apoc. 11:25; 21:5).
***
III.
La
paradójica posición del cristiano respecto al mundo
Los textos a que hacemos
referencia en el apartado anterior nos plantean ese hecho paradójico de que el
creyente, por un lado, debe diferenciarse del mundo, mientras que por otro debe
estar en contacto ‑y en cierto modo identificarse‑ con él. Ha de separarse y
al mismo tiempo acercarse cuanto le sea posible.
1. Diferenciación y separación
Pablo es claro y
contundente cuando escribe a los Efesios: «No seáis participes con ellos (los
hijos de desobediencia). Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois
luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Ef. 5:7, 8). Y Santiago, con frases
aún más incisivas, dice: «¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del
mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiere ser amigo del
mundo, se constituye enemigo de Dios» (Sant. 4:4).
Pascal, contrastando en
sus Opúsculos al cristianismo primitivo con el de sus días, escribió algo que
no ha perdido actualidad: «Entonces no se entraba en el seno de la Iglesia sino
después de prolijos trabajos, asiduas peticiones y preparación escrupulosa;
mientras que hoy los cristianos se encuentran en el seno de la Iglesia sin
esfuerzos ni riesgos, sin trabajos ni cuidado alguno. En un principio eran
admitidos los cristianos después de un prolijo y detenido examen; al presente,
son admitidos aun antes de que estén en disposición de ser examinados. Entonces
no eran admitidos en la Iglesia los neófitos sino después de haber abjurado de
su pasada vida, de haber renunciado al mundo, y a la carne, y al demonio; hoy,
en cambio, se les admite y recibe aun antes de estar en disposición de realizar
ninguna de estas cosas. En aquel tiempo, finalmente, era preciso salir del
mundo para ser recibido en la Iglesia, mientras que hoy se entra en la Iglesia
a la vez que se viene y entra en el mundo. Con esta conducta se daba a conocer
entonces y se sellaba una distinción profunda y esencial entre el mundo y la
Iglesia. Iglesia y mundo eran considerados enemigos irreconciliables, de los
cuales el uno entabla incesante persecución contra la otra; y de los cuales el
más débil en apariencia habría de triunfar un día del más fuerte. Por manera
que, de entre dos partidos contrarios, se abandonaba el uno para ingresar en el
otro; se rehuían las máximas del uno para abrazar los principios del otro; se
despojaba de los sentimientos y hábitos del uno, para investirse de los hábitos
y de los sentimientos del otro» (Opúsculos de
Pascal, Biblioteca de Iniciación Filosófica, Editorial Aguilar. Buenos
Aires, 2.8 edición, año 1960, pp. 73 y 74). Haríamos bien en no olvidar estas
consideraciones del gran pensador francés en estos días en que las iglesias
parecen dominadas por una política de «manga ancha», perdiendo de vista que
Cristo ordena la presencia de la Iglesia en el mundo, pero no que el mundo se
meta en la Iglesia.
2. Contado a identificación
Pocas personas han
poseído una calidad humana y cristiana tan rica como la del apóstol Pablo. El
sabía lo que significaba vivir «en lugares celestiales» con Cristo, pero
conoció asimismo prácticamente todas las circunstancias y experiencias que
pueden darse en la tierra. Su lema de hacerse a todos todo» (I Cor. 9:22) se
encarnó en su ministerio, el cual le llevó a establecer contactos altamente
fructíferos en todos los órdenes y con toda clase de seres humanos, desde los
más encumbrados, como el emperador Nerón, hasta los más humildes, con el
esclavo Onésimo. Y pocos hombres han ejercido una influencia tan poderosa como
él.
La Iglesia cristiana de
los primeros siglos comprendió generalmente cuál debía ser su posición en el
mundo, aun perteneciendo a un Reino que no es de este mundo. Después de
dieciocho siglos sigue siendo simplemente encantadora la descripción que de los
cristianos se hace en la epístola a Diogneto: «Los cristianos no se distinguen
de los demás hombres ni por su tierra natal, ni por su idioma, ni por sus
instituciones políticas. Es, a saber, que no habitan en ciudades propias y
particulares, no hablan una lengua inusitada; no llevan una vida extraña...
Moran en ciudades griegas y bárbaras, según la suerte se lo depara a cada uno;
siguen las costumbres regionales, en el vestir y comer y demás cosas de la
vida; mas, con todo esto, muestran su propio estado de vida, según la opinión
común, admirable y paradójica. Viven en su patria; mas como si fueran
extranjeros; participan de todos los asuntos como ciudadanos; mas lo sufren
todo pacientemente, como forasteros. Toda tierra extraña es patria para ellos;
y toda patria, tierra extraña... Moran en la tierra; pero tienen su ciudadanía
en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su vida particular
sobrepujan a las leyes... En una palabra, lo que en el cuerpo es el alma, son
los cristianos en el mundo... El alma, por cierto, está encerrada en el cuerpo;
así también los cristianos están detenidos en la cárcel del mundo; pero ellos
sostienen al mundo... Tal es el orden establecido por Dios para los cristianos,
y no les está permitido alterarlo» (Los Santos
Padres, Ed. Desclée de Brouwer, tomo I, pp. 180 y 182).
De este modo sencillo,
espontáneo, natural ‑en el fondo, sobrenatural‑, sin programas sociales premeditados,
aquellos cristianos actuaron a modo de fermento saludabilísimo que logró
grandes transformaciones y mejoras en la sociedad de un imperio decadente.
¿Cuándo aprenderemos de ellos el secreto de influir socialmente en el mundo?
El gran problema de
nuestro tiempo es que, por lo general, no se encuentra la forma de vivir la
paradoja bíblica del alejamiento del mundo en contacto con el mundo. El obispo
Robinson, con cuya teología no comulgamos, ha dicho algo muy atinado al afirmar
que «la falta perenne de la Iglesia es el estar tan identificada con el mundo
que no puede hablarle, y al mismo tiempo tan alejada de él que tampoco puede
hablarle» (El Mundo y la Iglesia, Ed.
62, p. 18).
Posiblemente la causa de
este problema radica en un concepto erróneo de la «presencia» de la Iglesia en
la sociedad humana que, en la práctica, la hace sinónimo de «semejanza». Por lo
concreto de sus observaciones al respecto, citamos nuevamente al pastor
Blocher: «Hasta aquí hemos sobreentendido un punto decisivo: la verdadera
presencia exige diferencia, alteridad. Una
imagen en el espejo me deja solo conmigo mismo. Un eco no es una presencia; un
reflejo no es una presencia... La Iglesia no estará verdaderamente presente en
el mundo a menos que sea "otra",
diferente de él, y le diga otras
cosas, distintas de las que él dice. Si ella se desalienta ante los reparos
del mundo, si le imita y le reenvía el eco de sus ideologías y el reflejo de
sus prácticas, es de ausencia que se debe hablar» («Pour la Verité», junio
1969).
Las circunstancias
actuales debieran llevar a la Iglesia a. una santa osadía en su proclamación
del Evangelio y no a formas de adaptación y conformismo que en vez de atraer
la atención del mundo hacen cada vez más ineficaz el testimonio cristiano.
***
IV.
La
necesidad de un cristianismo integral
Nuestro testimonio debe
encontrar siempre las formas adecuadas de expresión; no puede ignorar el
lenguaje, las corrientes de pensamiento, los problemas, las inquietudes y
demás circunstancias de cada época. Pero menos puede presentar al mundo un
mensaje y una actuación que no sean los de la Iglesia apostólica. Cualquier
alteración sustancial en estos puntos significaría la predicación de «otro evangelio»
contra lo que tan enérgicamente previno Pablo a los Gálatas.
La
proclamación del Evangelio único debe destacar enérgicamente las grandes
verdades neotestamentarias de la salvación individual del hombre por la gracia
de Dios, sobre la base de la obra expiatoria de Cristo, mediante el
arrepentimiento y la fe en Cristo, una fe que obra por el amor. La Iglesia debe
resaltar el carácter sobrenatural y trascendental del cristianismo y ha de
recordar en todo momento que no sólo de pan (entiéndase progreso social) vive
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, y que de poco le
aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su alma.
Pero a estas gloriosas
verdades del Evangelio están ligadas unas implicaciones sociales insoslayables.
El cristiano no es una isla. Forma parte de una inmensa sociedad. Vive rodeado
de otros seres humanos, cada uno de los cuales, independientemente de su
condición social, cultural, racial o religiosa, es su prójimo, al que debe
amar y ayudar. No podemos eliminar del evangelio la parábola del buen
samaritano. Aunque no somos salvos por nuestras obras, somos llamados a
practicar buenas obras, siguiendo el ejemplo de Aquel que anduvo en el mundo
«haciendo bienes» (Hechos 10:38).
En nuestros días se habla
mucho, y atinadamente, de la verticalidad y la horizontalidad del Evangelio,
expresadas de manera plástica en la cruz. Un cristianismo meramente vertical,
que sólo mira a Dios, no es cristianismo; y un cristianismo horizontal, que
sólo mira al hombre, tampoco es cristianismo. Lo primero es mero misticismo
hueco; lo segundo, filantropía humana, nada más.
La Palabra de Dios nos
enseña a considerar al hombre en su totalidad, como un ser dotado de cuerpo y
de alma, inmerso ahora en la temporalidad, pero con un destino que penetra en
la eternidad. Ni lo trascendental debe anular lo temporal, ni lo temporal debe
borrar lo trascendental. Los profetas del Antiguo Testamento, inspirados por el
Espíritu de Dios, no tuvieron problemas en unir los dos elementos sin esfuerzo
de ninguna clase. En sus mensajes se combinan admirablemente la escatología
mesiánica y la denuncia de los pecados cometidos en la sociedad de su tiempo,
el llamamiento a la reconciliación con Dios y el deber de vivir conforme a los
principios de su justicia.
Tampoco hubo problemas en
la primera iglesia cristiana. En aquella gran familia de discípulos de Jesús en
Jerusalén, la predicación del Evangelio y la conversión de miles de personas
corrían parejas con la solicitud que los creyentes tenían por los pobres y las
viudas. Allí se logró el primer éxito ‑tal vez el único‑ de un experimento
«comunista» en el sentido más puro de la palabra. Y no por imposición de tipo
estatal, sino de manera espontánea, por amor. Lejos de ser el primer ejemplo
del comunismo moderno, como algunos han pensado, es más bien lo contrario,
pues mientras el comunismo condena la propiedad privada, los cristianos
hicieron use de sus propiedades poniéndolas libremente a disposición de los
apóstoles para remediar las necesidades de los menesterosos.
La historia de la Iglesia
registra otros ejemplos de la acción social de la Iglesia, no como algo adicional
sino como resultado de la intensidad con que se vivió la experiencia religiosa
en Cristo. Los nombres de Whitefield y Wesley, instrumentos de Dios en los
grandes avivamientos religiosos del siglo XVIII en Inglaterra, permanecerán
siempre como testimonio y demostración de que la verdadera pasión por las
almas puede ‑y debe‑ ir acompañada de celo por combatir la injusticia y
reformar la sociedad. Fueron hombres contemporáneos suyos que sintieron el
impacto espiritual de aquellos avivamientos quienes llevaron a cabo la acción
más enérgica y positiva para acabar con graves males sociales que imperaban en
su país. Juan Howard, animado por Wesley, realizó, juntamente con Elisabeth
Frey y su cuñado T. Buston, una labor que acabaría reformando el sistema
penitenciario de la Gran Bretaña. Wilberforce se constituyó en el principal
defensor de los esclavos negros, mientras .que lord Shaftesbury fue el campeón
de la causa en favor de los enfermos mentales y de las clases oprimidas; pero,
como alguien ha dicho de él, «su obra no puede comprenderse aparte de su amor
a la Sagrada Escritura y su fe en Cristo como su Salvador». En 22 de abril de
1827 escribió en su diario: «Deseo ser útil a mi generación», y el 17 de
diciembre oré que si alguna vez llegara a poseer riquezas no dejara de tener al
mismo tiempo «un corazón que anhelase la felicidad del hombre y la gloria de
Dios».
Los éxitos sociales que
dejamos apuntados vienen a confirmar la afirmación de Juan A. Mackay de que «el
propósito de la Iglesia no es crear un nuevo orden» en la sociedad, sino más
bien «crear los creadores de un nuevo orden». Esa finalidad debe ser tenida en
cuenta tanto en la predicación como en la labor educativa de la Iglesia a fin
de que cada uno de sus miembros esté en condiciones de presentar al mundo una
imagen correcta de Dios, el Dios revelado en Cristo, que abomina toda forma de
injusticia y se compadece de nuestra humanidad doliente con un amor redentor.
Como hijo de Dios, el cristiano debe denunciar por los medios a su alcance ‑y
siempre por procedimientos que no estén en contradicción con el Evangelio‑
cualquier forma de inmoralidad, de corrupción, de opresión o de injusticia.
Ello, naturalmente, le obliga a predicar con el ejemplo. Además, a la condena
del pecado en sus diferentes formas debe unir una simpatía profunda hacia
todos sus semejantes, aspirando, sobre todo, a que lleguen al conocimiento de
Cristo, pero sin olvidarse de la ayuda que pueda prestarles en sus problemas o
dificultades temporales. Y si un cristiano llega a posiciones elevadas que le
permitan contribuir más eficazmente a una ordenación más justa de la sociedad,
debe actuar en esa posición con un elevado sentido de responsabilidad
cristiana.
Al pensar en nuestra
condición de evangélicos españoles, apenas podemos librarnos de nuestro complejo
de inferioridad. ¡Somos una minoría tan insignificante! Pero ¡cuántas cosas
grandes ha hecho Dios por medio de minorías! Los primeros cristianos fueron
menos que nosotros y en apenas medio siglo conmovieron al mundo. Sólo Dios sabe
hasta dónde puede alcanzar nuestra influencia ahora y en el futuro.
Independientemente de los resultados, debiéramos hacer lema nuestro las palabras
del Señor: «Entretanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo.» Y como la luz
se difunde en todas direcciones, así debe difundirse nuestro testimonio.
No somos del mundo, pero
estamos en el mundo y en él debemos irradiar la gloria espiritual, moral y
social del Evangelio.
***
Segunda Parte:
¿Una nueva moral?
INTRODUCCION
Las mismas palabras de
«moral» o «ética» ejercen una curiosa atracción y repulsa simultánea. Decía un
filósofo: «la moral nos pesa, pero ha sobrevivido todas las tentativas hechas
para prescindir de ella».
Hoy día vivimos una época
de crisis de la moral. Usamos la palabra «crisis» en su sentido original y más
literal: «una situación de confusión en la que es menester hacer unas opciones
precedidas de un juicio que interprete la realidad tan honesta y aproximadamente
como sea posible»[1].
1. La crisis moderna de la moral
Se evidencia, en todas
las ideologías modernas, el deseo de dar nuevas formulaciones al hecho ético. Y
es que, en realidad, se discute sobre moral pero casi nunca se pone a discusión
el hecho de la moral en sí y su necesidad, aunque lo que luego se entienda por
ética ‑o norma, simplemente‑ sea verdaderamente problemático y discutible.
El marxismo, por ejemplo,
no cesa de reivindicar un cierto humanismo que pretende desembocar en una ética
universal, luego de haber sobrepasado las etapas del devenir histórico. Los
héroes de Sastre suelen proclamar, a la manera de Orestes: «Ya no existe ni el bien ni el mal, ni nadie que me dé órdenes»; sin
embargo, todos esos personajes ‑como el mismo autor‑ viven preocupados por
hallar una elección moral que dé sentido a sus vidas. Eric Fromm intenta
fundamentar una ética humanística sobre las bases de la comprensión psicológica
del ser humano; en su experiencia como psicoanalista ha descubierto que al
estudiar la personalidad es imposible prescindir de los problemas morales y
ello tanto como médico como en su calidad de filósofo y sociólogo[2].
Todas las cuestiones
palpitantes del mundo moderno indican la necesidad de que haya un común denominador que las explique y las
oriente en sus soluciones y en su evolución: así la lucha contra el hambre y el
subdesarrollo, el problema de la superpoblación, la cuestión racial, el
desarme, etc. La dificultad estriba en que no hay acuerdo sobre cuál tiene que
ser el denominador común.
La división de opiniones
viene agravada por el frenético curso que sigue la historia moderna, aportando
y creando nuevos problemas que exigen soluciones imprevistas a insoslayables.
El incesante avance tecnológico, el progreso de una civilización materialista
de consumo y confort, la unificación planetaria, y muchos otros factores,
contribuyen a perturbar las estructuras y los valores tradicionales y a ofrecer
nuevas perspectivas. La crisis moral está a la orden del día.
Precisamente, cuando más
necesario sería tener un denominador común que orientase al hombre, nos
preguntamos todavía: ¿Dónde está el bien? ¿Dónde está el mal? ¿Qué es justo?
¿Qué es injusto? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hemos de evitar?
«La noche viene, y en el crepúsculo es necesario
tener muy buena vista para distinguir al buen Dios del Diablo»
como escribe Jean Paul Sartre en Le
Diable et le Bon Dieu.
Se produce, actualmente,
una reacción general ‑es quizás el único denominador al que se puede llamar
«común»‑‑ en contra de toda suerte de legalismos y moralismos estrechos. No sólo los jóvenes ponen en la picota
las viejas costumbres, incluso hombres más maduros se les unen en la tarea de
poner en tela de juicio antiguas posturas tenidas como inamovibles. Y las
Iglesias cristianas no son una excepción en esta actitud que se da a escala
mundial.
Antes de continuar,
convendría, sin embargo, precisar algunos conceptos:
2. ¿Qué es la ética?
Una respuesta cristiana,
tradicional, seria:
«La ciencia que se ocupa de los deberes morales
del hombre. Bíblicamente, la obligación moral del hombre se funda en su relación
de criatura con respecto al Creador soberano. La Escritura no conoce otra ética
que la revelada por Dios mismo en su Ley Moral, resumida en los 10 Mandamientos
y explicitada en el Sermón del monte»[3].
Estamos de acuerdo con
esta definición, aunque, por supuesto, como toda definición, es capaz de ser
matizada y ampliada. Sin embargo, no todo el mundo estará de acuerdo con
nosotros. Veremos en seguida el porqué. Pero, antes, me pregunto si no será precisamente
el rechazo de este principio cristiano tradicional ‑y aquí me refiero a una
tradición bíblica, no a ninguna otra‑ el causante de la confusión moderna,
confusión que no sólo alcanza al hecho moral en sí sino a su mismo fundamento.
Porque las nuevas corrientes que tratan de reemplazar la ética apoyada en la
Revelación divina comienzan por negarle a ésta su apoyo divino y tratan de
colocar otras bases ‑humanistas‑ sobre las que levantar la moral del futuro, la
nueva moral. No obstante, sostenemos que es imposible una ética sin fundamento
teológico. C. J. Barker ha escrito, muy atinadamente: «A la larga ninguna
ética que no sea religiosa puede llegar a satisfacernos... No puede aportar la
base última de sus propios preceptos, ni la respuesta a las cuestiones que ella
misma suscita»[4].
El problema se ha planteado en estos términos: «Ninguna sociedad ha
solucionado todavía el problema de cómo enseñar moralidad sin religión», ya que,
como afirma B. L. Smith: «Está por ver, históricamente, si una moralidad
divorciada del cristianismo ‑o de la religión, en general‑ podrá, a la larga,
sobrevivir.»
Afirmar que sólo una
ética con apoyatura teológica puede realmente satisfacer al hombre no equivale,
sin embargo, a caer en una postura inmovilista y legalista, como erróneamente
creen algunos y como, desgraciadamente, se ha visto en ocasiones en algún
sector de la Cristiandad. Solamente tratamos de afirmar que la única autoridad
con poder para obligar al hombre viene de Dios, del Dios Creador y Salvador,
el único que puede plantear exigencias a los hombres divididos y confusos. La
manera como el hombre debe responder a Dios en su vida cotidiana, individual y
social es otra cuestión sobre la que volveremos luego, pero no afecta al hecho
fundamental de que sólo tiene cimientos estables aquella moral que se base en
la autoridad de Dios, o mejor dicho: en su voluntad, tanto como en su
autoridad. Y no podemos olvidar que, en la Biblia, la voluntad de Dios se
expresa como «benevolencia» para con el hombre («eudokia»), por lo que la autoridad de Dios no nos llega como algo
que nos amenaza sino como poder que libera y orienta[5].
Que hoy haya nuevos
problemas y que se le exijan a la ética nuevos planteamientos es algo fuera de
toda duda. Lo que nos parece más problemático, desde una perspectiva bíblica,
es que hoy ‑a diferencia de ayer‑ el hombre no necesite la autoridad de la
Revelación divina en el campo de la ética, o que pueda escoger de esa
Revelación lo que le convenga, una vez «desmitificada» por quien pomposamente
se autodefine como «hombre llegado a la mayoría de edad».
Francamente, pensamos
que, por muy adulto y maduro que sea el hombre, Dios siempre le aventajará en
ambas cosas.
La confusión existente en
el plano moral, actualmente, es evidencia contundente de que la «mayoría de
edad» del hombre moderno no debe ser sobreestimada, ya que todo optimismo
desmesurado en cuanto a la capacidad del ser humano contradice no solamente la
antropología bíblica sino que pone en entredicho, también, a la experiencia de
la historia y de la vida cotidiana.
¿No se tratará más bien,
en el fondo, de un problema de
incredulidad? Las reacciones morales contemporáneas hallan su explicación
en actitudes correspondientes de fe a incredulidad, en mayor o menor grado.
Pero, desde luego,
simplificaríamos demasiado si sólo viéramos en la problemática moderna una
incapacidad de discernir «el poder de Dios» y una ignorancia de las Escrituras.
Se dan ambos factores, desde luego. Pero hay más. Positivamente, y aun
partiendo de premisas que no podemos aceptar por lealtad a la Palabra de Dios,
hemos de reconocer que las nuevas corrientes ‑tanto las más radicales como las
más moderadas‑ se plantean, y nos plantean a veces a nosotros, una serie de
cuestiones que estamos llamados a confrontar.
3. Preguntas vitales
Algunas de estas
cuestiones son, sin duda, las siguientes:
¿De qué manera debe
afectar al cristiano, en su existencia concreta, el significado de Cristo como
Señor, y no sólo como Salvador?
¿En qué medida es
normativa, en cuanto a su contenido y en relación con la vida profana ‑si es
que existe tal compartimiento‑ la Ley divina?
¿De qué manera es dable
acudir al Evangelio para resolver problemas «terrenos» tales como el control de
la natalidad, la guerra y la paz, la coexistencia pacífica, la convivencia de
las razas, etc.?
¿Qué auxilios puede
prestar el Evangelio, que es anuncio de liberación total y de victoria sobre
toda alienación, al hombre moderno que siente amenazada su libertad y su
intimidad por la
Algunas de estas
cuestiones son nuevas. Otras son tan antiguas como el cristianismo.
Es oportuno el juicio del
católico C. van Ouwerkerk sobre el más destacado portavoz de la «nueva moral,
John T. Robinson:
«Es evidente que algunos errores y algunos
prejuicios filosóficos desempeñan en él (Robinson) un papel importante que
prevalece tal vez sobre sus presupuestos teológicos. Creemos, sin embargo, que
Robinson ha planteado problemas reales ‑ciertamente teológicos‑ a la ética
cristiana tradicional, sin exceptuar la teología moral católica, aunque lo ha
hecho en una formulación poco feliz y un poco superficial»[6].
A las preguntas que ya
hemos esbozado se añaden otras que evidencian más claramente las intenciones
verdaderas, y la trayectoria, de la «nueva moral»
¿No puede hablarse de la
autonomía de la moral? ¿Autonomía en relación con la Revelación y, en algunos
casos, en relación con Dios mismo?
¿Existe realmente una
moral cristiana? ¿Puede hablarse de principios inmutables?
¿No atraviesa, acaso, la
ética una crisis profunda? ¿No afecta esta crisis también a la moral dogmática?
¿Qué clase de apoyo es el
que presta Dios al hombre ‑si le presta alguno‑ para vitalizar sus acciones
éticas en el mundo?
Este es el tipo de
preguntas que formulan los portavoces de la nueva ética: Robinson, Fletcher,
Altizer, Hamilton y Ricoeur.
¿Y cuál es la respuesta
que ofrecen a dichas preguntas?
Resumiendo, su contestación
podría estar representada por el aforismo al que sienten gran inclinación y
que constituye, además, su premisa básica: «El hombre llegó ya a la mayoría de
edad.»
Para Robinson, la
hipótesis de la existencia de un «Dios fuera de nosotros», y prescribiéndonos
unas normas absolutas de conducta, pertenece a tuna metafísica desfasada y a
una teología que creía poder establecer una relación directa entre la voluntad
de Dios y los comportamientos y valores ‑siempre cambiantes y en constante
evolución‑ den hombre en el mundo[7].
Admite Robinson que la fuerza de la ética tradicional cristiana residía en esta
insistencia que hacía en el valor de lo absoluto y en los principios morales
objetivos, inamovibles, eliminando así de la ética todo relativismo. Sin
embargo, añade más tarde, la «debilidad» de esta ética radica en buscar el
fundamento de la autenticidad de sus normas, no en la «realidad», no en la
«situación» concreta dada a cada hombre en cada momento, sino en un Dios fuera
de la situación, un Dios que para el ex obispo de Woolwich dejó ya de ser digno
de fe[8].
Según Robinson, hay que despedirse de la imagen tradicional de Dios ‑supranaturalista‑:
que define como
«Dios de arriba», «Dios
de afuera». Señala C. van Ouwerkerk, con razón, que la discusión suscitada por
las obras de Robinson ha demostrado que no se trata simplemente de una cuestión
de palabras, o de imágenes teológicas, sino que lo que realmente se halla en
juego es la posibilidad, o la imposibilidad si Robinson tuviera razón, de lograr
una relación auténtica con Dios, tal como esta posibilidad se nos revela en las
Escrituras hebreo‑cristianas. Volvemos a lo afirmado más arriba: e1 problema
ético depende siempre de unos supuestos teológicos previos. Es inevitable.
Ahora bien, los supuestos teológicos de la «nueva moral ‑piénsese de ella lo
que se quiera constituyen la negación de la ética y la teología bíblica.
***
I.
La nueva moral
Hemos visto ya algo de
las premisas y conclusiones de Robinson, en forma de bosquejo. Volveremos a ocuparnos
de él más extensamente. Ahora deseamos presentar los tres puntos básicos que
caracterizan la reflexión de los fautores de la nueva moral:
1. ‑ Lo que pertenece a
la esfera de lo ético hay que mantenerlo en su mundo propio, independiente, sin
caer en la «tentación» de proyectar los valores morales hasta el cielo. En el
caso de que se sienta la debilidad de querer religar la fe con la ética, no
deberá hacerse, sin embargo, recurriendo a ningún pretendido mandamiento de
Dios[9].
2. ‑ Conviene desteologizar
los problemas éticos profanos, ya que no es posible deducir de la revelación
histórica argumentos o normas en pro o en contra de determinadas conductas o
decisiones humanas. En cuestiones morales, todo hombre ‑incluido el cristiano‑
debe remitirse al mundo que es compartido por creyentes y no creyentes. Dios no
interviene directamente en ninguna solución ética. La fe ‑y la teología‑ se
mueve a niveles distintos. El mundo se cierra éticamente en si mismo[10].
3. ‑ El Evangelio deja
intacto cal carácter profano del mundo y ordena al hombre que viva en forma
profana, sin poder esperar mientras actúa la intervención en favor suyo de
ningún Dios omnipotente, si bien le está permitido creer que sus acciones
«realizan a Dios» en medio de este mundo. A Dios sólo se llega por el encuentro
con el prójimo. Hay que reinterpretar de una forma no religiosa todas las
categorías fundamentales del Evangelio, especialmente la salvación, el pecado,
el arrepentimiento, la oración y la Iglesia. Hay que vivir como si Dios no existiera,
porque el hombre ha llegado ya a su madurez. A1 llegar a este punto se hace
necesario mencionar a Bonhoeffer, dado que fue él quien escribió el primero que
«había que vivir como si Dios no existiera». Bonhoeffer, sin embargo, solamente
dejó un esbozo de su pensamiento sobre el particular, unos apuntes, un esquema,
que él nunca pudo llegar a desarrollar. Vino luego la «teologia radical» y la
«ética de situación» y, reinterpretando las palabras de Bonhoeffer en un
contexto totalmente diferente, convierten al antiguo pastor de la iglesia
alemana en Barcelona en el patrón y mártir de su gremio. Hemos de referirnos
luego más cumplidamente a Bonhoeffer.
La «nueva moral», como
puede verse, coincide con la «teología radical» en su repulsa de los valores absolutos
y da paso a la «ética de situación». Se va hacia la glorificación de lo terreno
y la deificación del progreso evolutivo del hombre y, finalmente, se llega a
confundir la edificación con la salvación del mundo. Aún más, la senda que
conduce a la «salvación» ‑o lo que los nuevos moralistas entienden por tal‑ se
identifica con la realidad profana del mundo. Aparece también una invitación
constante para que no abordemos los problemas de aquí más que con medios
humanos y con total optimismo. La fe se convierte en simple ética (Van Buren) y
la ética queda luego, en la próxima etapa, abandonada a su suerte, |colgada del
corazón indeciso y débil de cada hombre. Tal es la «ética de situación».
Estudiaremos ahora, más
de cerca, a cada uno de los promotores y divulgadores de la «nueva moral» para
perfilar más objetivamente sus posiciones y entender mejor cuál es la
naturaleza de esta moderna corriente de pensamiento.
1. John A. T. Robinson
Ya hemos señalado sus
ideas fundamentales. Conviene reconocer, además, que la primera intención del
ex obispo anglicano fue eminentemente pastoral. Se ha dicho de él que «su
preocupación pastoral le hace más sensible a los problemas prácticos de la vida
que a las teorías dogmáticas». No obstante ‑y sin ánimo de menoscabar en lo más
mínimo la preocupación pastoral apuntada‑, es de premisas filosóficas que
arranca todo su enfoque y, a la larga, apoya toda su moral en consideraciones
sobre la naturaleza de ciertos conceptos en cuanto a Dios, Cristo y el mundo.
Estrictamente hablando,
no sugiere Robinson la ausencia de Dios, sino una reinterpretación de lo que
entendemos por «Dios» y su voluntad. Hasta hoy, el cristiano ha buscado la
voluntad divina fuera de él mismo. Esto es particularmente cierto del
Cristianismo Reformado, que, en su anhelo de fidelidad a la Palabra de Dios,
huye sectarismos, misticismos esotéricos y toda clase de subjetivismos para
conducir al hombre caído hasta la Palabra del Dios vivo que le habla, le juzga
y le perdona. Esta es la posición de la Cristiandad Evangélica, la posición
también del sector evangélico dentro de la Iglesia Anglicana, sector al que
Robinson no sólo no pertenece sino del que se halla alejado infinitamente.
Llegado a su mayoría de edad ‑nos asegura el que fue prelado de Woolwich‑, el
hombre no puede admitir por más tiempo los viejos conceptos en cuanto a Dios.
Al mismo tiempo, quiere tranquilizarnos y nos asegura que no se trata de volver
a la moral autónoma, según la concebía Kant. A1 menos ésta es su aseveración en
La moral cristiana hoy. En esta obra
nos brinda la moral «teónoma», que no sitúa la trascendencia fuera del hombre,
sino en la realización concreta de cada decisión personal entre los hombres.
Cuando juzgamos la relación del hombre con el hombre, según su sentido y valor
propios, típicamente humanos, es cuando descubrimos lo sagrado, lo santo, lo
absoluto y lo incondicional ante lo que somos responsables y, por consiguiente,
hemos de ofrecer una respuesta: «Para el cristiano, esto significa que reconoce
el amor incondicional de Cristo, hombre que vivió para los demás hombres, como
el fundamento más profundo de su existencia y como la base de toda relación y
de toda decisión»[11].
No existe, pues, otra norma absoluta sino la norma del amor. Sólo el amor está
prescrito de manera clara; el amor que debe encontrar en cada situación su
propia forma de expresión y de decisión, sin necesidad de apelar a normas
absolutas «de fuera».
Este amor del prójimo
para el prójimo implica en Robinson la respuesta de la fe. Una fe que introduce
el amor en el mundo y al mismo tiempo la relación con Dios, este Dios que se
halla «en el fondo de la existencia», expresión tomada de la teología de Paul
Tillich. No pretende con ello Robinson darnos una solución concreta a inmediata
al problema ético y mucho menos al problema del contenido de la moral. Es
innecesaria. Toda vez que el amor no nos proporciona unas reglas a la medida de
cada caso, deberemos deducir de la «situación misma», de la «experiencia
propia», de la realidad de las estructuras profanas mismas, la orientación de
cada paso, el contenido de cada acción y el valor de cada decisión, sin
recurrir al «exterior», al designio del Dios «de fuera», cosa indigna del
hombre llegado a la mayoría de edad. En La
moral cristiana hoy, nos dice que, frente a la moral tradicional,
caracterizada por los valores de «fijexa‑ley‑autoridadm,
hay que oponer «1a libertad, el amor
y la experiencia>. Cabe preguntarse, sin embargo, hasta dónde es exacto
este planteamiento y si forzosamente ha de haber oposición entre estos dos
grupos de valores. ¿Se trata, realmente, de polaridades en conflicto? Desde una
perspectiva genuinamente bíblica hay que contestar la pregunta negativamente.
¿Se contradicen
necesariamente la Ley y el Amor? ¿No ayuda la gracia de Dios a amar aquello que se debe hacer? El amor elimina todo legalismo, cierto. Mas, ¿es acaso
la Ley incapaz ‑no el legalismo de eliminar el peligro que acecha al amor no
explicitado de desembocar en la arbitrariedad y el egoísmo disfrazado? En la
moderna literatura, en el cine, la TV y el teatro contemporáneos, ¿no vemos
constantemente como la fornicación, el adulterio y el egoísmo más cruel pasan
por amor, enamoramiento, afectos liberados, etc.? ¿No dice Pablo que el fin del
amor es el cumplimiento de la Ley divina? El amor auténtico no rehuye su propia
explicitación, ni tiene miedo del contenido normativo que le da su razón de ser[12].
Sin proponérselo quizá,
Robinson aboca a una moral autónoma. Por cuanto deja al hombre entregado a su
suerte, en solitario. Debe buscar por sí mismo el camino de su ética, sin dejar
de «creer» ‑nos afirmará, sin embargo‑ que está cerca de Dios y Dios cerca de
él, porque la Divinidad se halla en el fondo de su ser y de su existir. Nos
asegura que su moral no es un «adiós» a la presencia divina, sino un encontrar
esta presencia y estas referencias a su voluntad dentro de nosotros mismos.
En el fondo, esto quiere
decir, sin paliativos, que Dios no interviene en ningún problema ético y menos
en su solución. Se trata de dejar intacto el carácter profano del mundo. Aún
más, se invita al cristiano a que viva también de una manera profana. De modo
que acaba por diluirse cualquier diferencia que pudiéramos imaginar entre
creyente a incrédulo por lo que atañe a la inspiración de su conducta.
2. ¿Qué
papel juega Dios en las bases de esta ética?
C. van Ouwerkerk ha
señalado, atinadamente, que tanto Robinson como los demás autores de la ética
secular, y «de situación», cuando establecen ‑o intentan establecerla‑ la
relación del hombre con Cristo proceden casi inductivamente, yendo del mundo a
Cristo, en oposición al pensamiento bíblico que toma a Cristo como punto de
partida y que, a partir de él, impone una norma y un modo de vivir[13].
Para Robinson, Jesús es «el hombre para los demás hombres», en
quien el amor obtuvo la supremacía. Pero en ninguna parte nos aclara cómo nos
transmite Jesús su amor, aun cuando nos habla del sentido que Cristo debe tener
para nosotros a incluso de una cierta participación y comunión con él[14].
Juntamente con C. van
Ouwerkerk, nos preguntamos si cada vez que habla de Cristo como revelación del
amor, este Jesucristo no es más que un modelo
que «aprendemos a conocer» o si, por el contrario, Cristo es igual y
realmente una causa salutis, el
origen de nuestra salvación, el motor de nuestra vida y el autor de un
comportamiento nuevo.
Robinson, como hace Van
Buren, se refiere a veces a una cierta comunión con Cristo, entendida en
sentido profano[15];
habla incluso de una participación en la existencia de Jesucristo, pero no nos
aclara nunca, ni él ni sus compañeros de viaje, qué debemos entender por esa
comunión; ni siquiera nos explica quién es verdaderamente Cristo. Resulta
difícil no llegar a la conclusión de que la «nueva moral, como la «nueva
teología», nos conducen a remitirlo todo al hombre mismo y al mundo, después de
rechazar toda trascendencia vertical, exactamente como hace Sartre y el ateísmo
contemporáneo.
Robinson, Altizer, Van
Buren y Hamilton se hallan muy ligados a la terminología teológica clásica y
son tributarios de la misma en sus escritos. Esto crea una gran confusión.
Adoptan conceptos de la teología protestante ortodoxa, así como de la tradición
cristiana en general, sin ponerlos jamás en tela de juicio ‑por lo menos de
manera frontal o directa‑, pero socavándolos constantemente por vía implícita.
Hablan de la fe en Cristo, de la gracia, de la unión con Jesús a intentan
reinterpretar la cristologia tradicional y los conceptos sobre Dios. Pero ¿cuál
es el sentido de esta reinterpretación? ¿Es sólo el intento de hablar el
lenguaje del hombre de nuestro siglo, para hacerle más inteligible el mensaje
de la Revelación cristiana? ¿0 hemos de entender, más bien, un esfuerzo para
adaptar no sólo la terminología sino el mismo contenido de dicha Revelación,
hasta el punto de desvirtuar su significado? ¿Se trata realmente de comunicar o de transformar la Revelación?
Todos estamos de acuerdo
en que la terminología griega con que la Iglesia de los primeros siglos quiso
explicar la deidad de Jesús, por ejemplo, haya que dado un tanto desfasada y
precisa de una modificación de sus fórmulas en términos más fácilmente
inteligibles para el hombre moderno. Sin embargo, sacamos la impresión de que
Robinson, y los demás autores y promotores de la «ética de situación» y de la
nueva «teología radical», no solamente echan por la borda las definiciones sino
también, y paralelamente, el contenido bíblico de las mismas.
El problema estriba en
que, lamentablemente, estos hombres, que se dicen tan preocupados por hablar en
términos actuales al hombre moderno, emplean siempre un lenguaje muy vago y
demasiado inconcreto. Comentando esta contradicción, escribe Van Ouwerkerk:
«Los textos vagos de Robinson, Bonhoeffer y
otros autores de la misma orientación nos ponen ante un problema real que tiene
planteada actualmente la ética cristiana. Existe la tendencia a reducir a
Cristo a un simple modelo que es posible comprender en términos históricos y
psicológicos (Kuitert ha señalado esta tendencia). ¿Es que no existe otra
relación con Cristo que el recuerdo de su vida y de su doctrina? ¿0 existe, por
el contrario, una "presencia de Cristo" que mueve y acompaña la
vida?»[16].
La voluntad de Dios y la
presencia invisible de Dios constituyen, en realidad, el problema básico y la
premisa insoslayable de toda ética, así como de toda teología. Y esto vale
igualmente para la ética y la teología seculares. También en ellas se plantea
el problema de la relación del hombre con Dios.
Como muy bien escribe
Kenneth Hamilton ‑a quien no hay que confundir con William Hamilton‑, «en donde
quiera que se producen cambios en las normas de conducta que regulan la vida de
la gente religiosa, se da, asimismo, la clara evidencia de que las creencias
religiosas están cambiando también. Por lo menos, significa que la voluntad de
Dios va a ser interpretada de manera diferente, y esto puede indicar que las
antiguas creencias acerca de la misma naturaleza de Dios empiecen a ser echadas
por la borda. Desde el ángulo del hombre de la calle, resulta más fácil
comprobar la clase de cambios que se producen en las creencias religiosas
observando las alteraciones y vaivenes de lo que está religiosamente permitido
o religiosamente prohibido, que no escuchando explicaciones teológicas. Por
ejemplo, considerada estrictamente en términos de teología, la cuestión «¿Está
muerto Dios?» es mucho más urgente que esta otra: «¿Es pecado el adulterio?» Ya
que, si la primera pregunta recibe una contestación afirmativa, la segunda ya
pierde todo su valor... «La "nueva moralidad" ha atraído la atención
general debido, en gran parte, a su manifiesta disposición a suavizar el
tradicional "veto" cristiano en contra de todo acto sexual realizado
fuera del matrimonio. Incluso, al nivel del periodismo popular y
sensacionalista, existe alguna clase de discernimiento para admitir el hecho de
que en las charlas sobre una "nueva moralidad" se barajan cuestiones
más importantes que meras opiniones sobre un solo caso de problemática moral.
Algunos de los nuevos moralistas pretenden que la "nueva moral" lo que
busca en realidad es un nuevo vigor ético y un nuevo impulso para los
cristianos. La "nueva moralidad" sería un intento serio de
enfrentarse con decisiones graves, de todas clases, especialmente relacionadas
con los urgentes problemas contemporáneos tales como la discriminación racial y
la guerra. Sin embargo, parece que lo que se halla en juego es mucho más que un
simple intento de buscar la mejor manera de aplicar el cristianismo al mundo
moderno. La "nueva moralidad" ha levantado la cuestión fundamental de
saber si las reglas, las normas, son vitales para una sana moralidad, y si el
enfoque religioso tradicional ‑equivalente al planteamiento cristiano
tradicional, en particular‑ es todavía viable. La «nueva moralidad» sugiere que
la preocupación religiosa por las normas fijas de conducta debería ceder su
sitio a una preocupación por la buena conducta.
Por ejemplo, en el capítulo que Robinson dedica a «La Nueva Moralidad» en su
obra Sincero para con Dios, nos da la
siguiente explicación:
«No hay
nada, per se, a lo que podamos poner,
siempre, la etiqueta de "malo". Uno no puede, por ejemplo, partir de
la posición de que "las relaciones sexuales antes del matrimonio", o
"el divorcio", sean cosas malas, o pecaminosas, en sí mismas. Pueden
serlo en 99 casos, o tal vez incluso en 100 casos por cada cien, pero no lo son
intrínsecamente, porque la única maldad intrínseca es la falta de amor» (p. 118
de la versión original inglesa, Honest lo
God).
Con estas palabras el
obispo Robinson anula toda norma objetiva para determinar el bien y mal. Porque
‑asevera él‑ no hay otra maldad intrínseca aparte de la falta de amor. Y el
amor no se sujeta a reglas...
«Debería observarse que
el lazo de unión es entre religión y
normas de conducta, no necesariamente entre religión y buena conducta. La persona religiosa se esfuerza en obrar de tal
manera que agrade a Dios, pero la clase de conducta resultante dependerá de la
clase de religión que abrace. En algunas religiones es más importante matar al
infiel que no ayudar al hermano en la fe; y, en muchas otras, la obligación de
cumplir con determinados ritos admitidos se eleva a un rango superior que aquél
en que se halla la obligación de ser honrado en privado y en público. Hombres
de cualquier credo podrán reconocerse en la vieja historia del piadoso tendero
que, desde el piso superior, llamó a su hijo: "¿Has mezclado ya la harina
con el azúcar? ¿Has puesto agua en la leche? ¿Sí, ya está hecho...? Pues, ¡sube
en seguida! ¡Es la hora de los rezos!"
»Incluso cuando una
religión coloca la moral en el centro, no puede pensar de algo que sea bueno, a
menos que haya sido divinamente revelado y divinamente mandado:
"Oh,
hombre, él lo ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente
hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante lo Dios" (Miqueas
6:8).
»Se requiere honradez en
nuestros tratos con los demás, se exige que seamos buenos con ellos, no por
amor a la bondad misma, sino para probar nuestra obediencia. Seguimos la senda
que nos traza Dios mismo. El amor a Dios y el amor a los hombres van juntos en
el gran mandamiento de Jesús (Marcos 12:29); pero aquí también el amor al
hombre se deriva del amor a Dios, y viene marcado específicamente como
"segundo". Muchos teólogos sostienen el punto de vista de que una
cosa es buena porque Dios la desea, y no que Dios la desea porque sea buena.
Solamente una teología fuertemente influida por la filosofía ‑el tomismo, por
ejemplo‑ está dispuesta a considerar la otra alternativa.
»Dado que el creyente
fiel asume como primer deber la obediencia a los mandamientos divinos, su
perspectiva es muy diferente de la del moralista cuya tarea se limite a
considerar la naturaleza de la bondad misma. A menos que la ética quede
asociada, desde el principio, con la fe religiosa, la bondad ‑simplemente
"por amor a la bondad misma" se interpreta, universalmente, como
significando "por amor al hombre". No es extraño, pues, que algunos
pensadores éticos piensen que tienen el deber de atacar la religión; como
tampoco es extraño que algunos antirreligiosos y anticlericales se agarren a
algún sistema ético. Cuando creyentes y no creyentes discuten sobre cuestiones
de conducta se acusan mutuamente, por lo general, de inmorales. El creyente
afirma que sin religión cada cual es libre de buscar su propio placer, no habiendo
nada que pueda detener a nadie de caer en los más abyectos crímenes. El no
creyente ataca a la religión como el gran obstáculo en el camino de la reforma
moral, y objeta que no hay nada específicamente moral en la obediencia a unas
leyes, si esta obediencia se lleva a cabo únicamente por el temor de Dios, por
el miedo a que Dios nos castigue si no le agradamos.
»En un sentido, ambos
tienen la razón. Tanto unos como otros quieren que la sociedad se gobierne por
medio de buenas normas de conducta, pero al hablar de "buenas
normas", el creyente enfatiza las normas ='buenas normas"‑ y el no
creyente coloca el énfasis en que son buenas “buenas normas"‑. Para el hombre de fe es más importante
asegurarse de que tiene obligaciones definidas que no el ser capaz de demostrar
exactamente de qué manera el cumplimiento de tales obligaciones contribuye al
bien de la Humanidad. Si se convence de que la voluntad de Dios ordena algo,
asume que debe tratarse de algo bueno. Por otro lado, el pensador ético quiere
saber si una acción es buena ‑y por qué‑, antes de sentir la obligación de
llevarla a cabo. Lo que valora más es la libertad de juzgar por si mismo. El
hombre de fe cree que la mejor elección estriba en recorrer el camino de la
obediencia. La teología cristiana halla la más alta libertad para el hombre
creyente al ofrecerle el estado de gracia, en la aceptación responsable de la
voluntad de Dios, no en cumplir a regañadientes, y ciegamente o rutinariamente,
lo cual ya no es cristianismo sino legalismo. En cualquier caso, Dios es quien
ha elegido las reglas por las cuales se gobierna su universo. El deseo de hacer
nuestras propias reglas no es libertad sino autodestrucción egoísta»[17].
No debe confundirse el
cumplimiento de la Ley con el legalismo, el cual es su perversión. Nadie como
Jesús exige el respeto a la voluntad revelada del Padre, y nadie como él ataca
a los máximos representantes del cumplimiento legalístico en su tiempo, los
fariseos. Kevan ha estudiado ampliamente esta cuestión y a su trabajo remitimos
al lector[18].
Pero es un hecho que
“Dios ha elegido las reglas por las cuales gobierna su universo», y no
solamente el físico, sino también el moral. Es fatuo y estéril el pretender
erigir nuestros propios valores, porque, efectivamente, ello equivale a la autodestrucción,
de la cual es testigo nuestra época, no ya inmoral, sino amoral, desligada de
toda vinculación con la Ley revelada por Dios.
No obstante, erraríamos
grandemente si creyéramos que porque al creyente le ha sido «dada» una moral
objetiva con un contenido concreto, ello le exime de apreciar la bondad
intrínseca de dichas normas. Tanto como el moralista secular, el cristiano
tiene el deber de descubrir el valor de las acciones que le ordena Dios, las
que el Eterno preparó de antemano para que anduviera en ellas[19].
Aún más, el cristiano, más que nadie, puede probar la bondad consustancial de
las órdenes de Dios obrando en su vida y en la Historia, cosa que no puede
hacer el incrédulo con su propia ética. Esta bondad intrínseca de los
mandamientos de Dios, cuyas huellas a impacto podemos seguir, se deriva del
Creador, en quien todo es perfección y bondad.
También nos
equivocaríamos si pensáramos que el hecho de poseer unas normas desliga al
cristiano de todo discernimiento a imaginación al tener que aplicar dichas
normas en su vida concreta, dentro de circunstancias distintas y problemas
varios y complejos. El creyente no tiene que inventar su propia moral, pero
debe tener mucha inventiva, santificada, para aplicar la voluntad de Dios a las
esferas de su vida privada y social. Esto es lo que demostraré en la última
parte de este ensayo, titulada: «Por una ética de situación bíblica». El
cristiano también es llamado a libertad y a juzgar por sí mismo, dado que «todo
lo que no es de fe es pecado»[20]
y dado también que la ética bíblica no sólo nos viene dada en mandamientos o
reglamentos sino, casi siempre, en grandes principios orientadores y en normas
generales que la fe, guiada por el Espíritu, debe saber cumplir libremente y
con amoroso entusiasmo.
No, el creyente no
renuncia a su libertad ni a su juicio. A1 contrario, ambos son elevados por la
gracia y el poder de Dios cuya voluntad se revela para el bien de sus
criaturas. En doloroso contraste, la ética que pretende crear sus propias
normas, de espaldas a la Revelación, no conduce a libertad sino al caos y la
autodestrucción. Esta ha sido la tragedia del obispo Robinson.
«Aun sin estar interesado
en iniciar una "nueva teología", y negando toda participación en la
misma, Robinson, sin embargo, ha influido más que ninguna otra persona en dar
libre curso a la idea de que hemos de it hacia una nueva Cristiandad, adaptada
a las necesidades del hombre moderno. Su deseo ha sido simplemente formular la
doctrina cristiana en términos inteligibles hoy. Sin embargo, el resultado de
su intervención en la escena teológica ha sido el de convencer a mucha gente de
que la doctrina cristiana histórica fue algo bueno para el pasado, un pasado
que ha terminado y que hoy carece de significado. La razón de esta paradoja parece
consistir en su punto de partida: Robinson comienza con la filosofía religiosa
de Tillich y luego su interpretación de Bonhoeffer como si se tratara de
alguien cuyas ideas fueran compatibles con las de Tillich. Todo ello le ha
conducido a la creencia de que nuestra primera tarea, actualmente, consiste en
idear una hipótesis de "Dios" en línea con la moderna visión del
mundo que repudia todo sobrenaturalismo»[21].
Lo que ha conseguido
Robinson no ha sido comunicar mejor
el Evangelio, sino transformarlo, cambiándolo
en algo que ‑salvo el envoltorio del lenguaje‑ no tiene nada que ver con el
mensaje y la obra de Jesucristo.
3. Paul van Buren, W. Hamilton, Th. Altizer
A pesar de las múltiples
diferencias que separan a estos autores, se dan, sin embargo, un buen número de
coincidencias básicas muy importantes entre ellos. Esto hace posible la visión
de conjunto de sus orientaciones que, al decir de C. van Ouwerkerk, presentan
semejanzas sintomáticas y tipológicas.
Paul van Buren
Este autor incide en las
premisas de Robinson, pero llevándolas a un radicalismo extremo. En él, más que
en el ex obispo de Woolwich, nos hallamos abocados ya de lleno en la que suele
denominarse la «teología de la muerte de Dios».
Partiendo de supuestos filosóficos muy discutibles, que han sido llamados
«prejuicios neopositivistas», formula una serie de teorías a remolque de
ciertas corrientes modernas de pensamiento pero de espaldas completamente a la
Revelación. Sobre estos condicionamientos filosóficos de la «teología de la muerte de Dios» escribió
Salvador Paniker lo siguiente:
«Los teólogos de la
generación de Barth, Bultmann, Tillich y Niehbur se apoyaron en la filosofía
existencial; los nuevos teólogos, los Robinson, Van Buren, Altizer y Hamilton,
se apoyan en la filosofía lingüistica. Su protomártir fue Dietrich Bonhoeffer,
su filósofo preferido, Wittgenstein. Se apoyan en la filosofía lingüistica,
digo, porque son, ante todo, anglosajones; es decir, empiristas especialmente
alérgicos a la especulación y a la metafísica»[22].
Imagina Paul van Buren
que hablar de Dios, hoy, no tiene sentido. Reduce la fe y la ética cristianas a
una interpretación secular, radicalmente profana, en la que sólo tiene valor la
lucha del hombre contra las potencias que amenazan su libertad empírica. Es una
moral, y una teología, adaptadas a la mentalidad del hombre moderno, preocupada
solamente por satisfacer el gusto de este hombre, pero privándole del mensaje
salvifico característico del cristianismo. Una ética de nuestro tiempo para
satisfacer los caprichos del ciudadano moderno.
Aunque Van Buren nos
asegura que un personaje de la historia, llamado Jesús, comunica una
"libertad contagiosa", no nos aclara la manera cómo se transmite esta
libertad ni cómo Cristo ‑una figura del pasado‑‑ es capaz de darnos algo sin
recurrir al Dios trascendente de la Biblia y, sin volver, de algún modo, a la
noción cristiana tradicional de la gracia. ¿Sería Cristo más que un modelo, más que un simple recuerdo histórico? No lo parece, si
atendemos a lo que Van Buren enseña; por lo que, concluímos, necesariamente,
que su lenguaje, vestido y adornado de fórmulas tradicionales, no es más que
mera terminología despojada de su antiguo significado y asimilada para servir a
nuevos criterios. La fe queda reducida a pura ética; es como si descubriéramos ‑ha
escrito alguien‑ de una forma evidente y empíricamente clara que el hombre
posee capacidades y grandeza moral suficientes para transformar el mundo.
Olvida Van Buren ‑y muchos otros pensadores contemporáneos con él‑ que las
inclinaciones naturales del ser humano no son tan nobles como sus formulaciones
teóricas y sus utopías. «Cada apreciación que el cristiano pueda hacer del
mundo que le rodea debe tomar en cuenta el hecho de que el nuestro es un mundo
caído, que se halla simultáneamente bajo la ira y bajo la gracia de Dios... El
hombre, sin excluir al cristiano, es un pecador; y su pecaminosidad invade cada
una de las situaciones en que encuentra a su prójimo»[23].
Kuiter[24]
ha señalado que si la fe queda reducida a pura ética, como hace Paul van Buren,
entonces el cristianismo corre el riesgo de no ser accesible más ‑que a una
élite. Y cabe, al menos, dudar de que esta élite se identifique con el hombre
secular al que Van Buren pretende dirigirse. Van Buren cree disponer con la
ética de una realidad empirica que puede ser indicada y demostrada eneste
mundo; pero, al mismo tiempo, toda su ética pretende estar ligada a Jesús,
porque ‑nos asegura‑ se trata de una libertad que es transmitida a partir de
él, es decir: a partir del Cristo histórico. Ahora bien, esta relación con
Jesús es, en Van Buren, una realidad misteriosa, una suposición sin pruebas
lógicas o históricas, que más que indicar no hace más que suponer. De ahí que
su opción por una ética cristiana, que debe sustituir a la fe, se convierta en
algo más o menos real o arbitrario. El
problema fundamental es que, para Van Buren, Dios es incognoscible.
Hamilton y Altizer
También estos autores
reducen la fe a simple ética, pero partiendo de premisas distintas.
Para estos autores ya no
es cuestión de una imagen superada de
Dios (Robinson), ni de la ausencia de
Dios, ni de un Dios incognoscible (Van
Buren), sino de una negación clara y
abierta del Dios del cristianismo.
Nosotros podemos pensar
que esta negación se halla ya latente en los escritos de Robinson y otros
pensadores de parecida trayectoria, pero en estos casos no podemos más que
expresar nuestra propia interpretación de los mismos. Ellos nunca van tan lejos
como para hacer esta negación escueta y claramente. Ya hemos indicado lo vago
de sus referencias teológicas (sobre todo, cristológicas) pese a la pretensión
de clarificación terminológica que siempre aducen. Con Van Buren, y sobre todo
con Hamilton y Altizer, la negación es evidente.
Para Hamilton y Altizer,
la existencia de Dios es incompatible con la mayoría de edad del hombre moderno
y, por lo tanto, con la independencia del hombre en el mundo[25].
De la negación de Dios ‑a la manera de Nietzsche y Sartre‑, Hamilton se vuelve
hacia el mundo. De la tradición cristiana sólo guarda una alta estima por la
dignidad del hombre y la promoción de la justicia que pronto trueca por un
optimismo exagerado y una extremada valoración de las aptitudes del ser humano
y sus posibilidades para mejorar el mundo, sin la ayuda ni la intervención de
«Nadie» fuera de él mismo.
Se ha dicho que este
optimismo es envidiable. Lo menos que puede afirmarse es que no solamente es
antibíblico sino también lo contrario a todas las evidencias de la historia y
de la experiencia humanas. Si pisara de pies en el suelo, esta ética vería
verdaderamente cuál es su situación auténtica y la condición real del hombre en
un mundo turbado por el pecado. Sería entonces, verdaderamente, una «ética de
situación» auténtica.
Estos hombres que han
perdido su fe en Dios, la tienen, en proporciones asombrosas, en el hombre. Han
perdido de vista la distonía espiritual entre las pretensiones y las facultades
del ser humano.
La doctrina de un
«cristianismo profano y secularizado», aún más: un «cristianismo ateo» ‑por mal
que nos suene‑, llega en Altizer a su más radical formulación. El titulo de uno
de sus libros es, precisamente, El evangelio
del ateísmo cristiano. Altizer encuentra la forma de «su» cristianismo
definida por los grandes pensadores de moda hoy y que, según él, han intentado
en la crisis de un tiempo en mutación descubrir de nuevo «la presencia de
Cristo en el mundo». ¿Quiénes son estos «profetas»? : Nietzsche, Hegel y Freud,
sobre todo.
Dios, en cuanto ser
eterno y trascendente, ha perdido sentido. E1 Dios trascendente se ha
convertido en un «dios» inmanente en el mundo y esto, para Hamilton y Altizer,
significa su muerte. Pero ‑nos aseguran estos autores‑ «la liberación con
relación a este Dios lejano y ultraterreno», que adominaba al hombre»,
significa, ante todo, una emancipación que abre el camino de «la libertad» y la
«independencia». El Dios traditional cerraba el paso al hombre, pero los
profetas profanos en que se inspira Altizer han hecho la tentativa «valiente»
para liberarse de este Dios. Con Sartre, parecen afirmar que, “ aun en el
supuesto de que Dios existiera, habría que matarlo».
Nosotros preguntamos:
¿Con vistas a qué fin se ve liberado el hombre? ¿En qué dirección va a usar de
su libertad? ¿Qué contenido positivo time esta «independencia» de Dios? Altizer
nos responde: «Profesar la fe en Jesús significa volverse hacia el mundo, hacia
el corazón de lo profano, al mismo tiempo que se reconoce que Cristo está
presente ahí y no en ninguna otra parte. Con tal de que reconozcamos que Cristo
está enteramente presente en el momento que tenemos delante de nosotros,
podemos amar de verdad al mundo y acoger incluso su dolor y su oscuridad como
una epifanía de Cristo»[26].
¿Qué quiere decir
Altizer? ¿No será mera literatura esta respuesta suya? Es lo que se pregunta,
también, C. van Ouwerkerk: «De todo lo que precede se deduce claramente que con
Altizer hemos abandonado no sólo la teología cristiana, sino también el
pensamiento sobrio. Aquí habla ya un místico, un poeta que apenas intenta
construir una síntesis lógica de su crítica del cristianismo tradicional»[27].
Los florilegios verbales
de Altizer nos recuerdan el procedimiento de Ernesto Renán en el siglo pasado,
quien, luego de haber despojado a Cristo de su divinidad, en su Vida de Jesús, trata de « compensarle»
dedicándole frases de gran hermosura literaria, pero de ningún valor
conceptual.
4. La mayoría de edad del hombre moderno
Antes de pasar a
considerar el pensamiento de Bonhoeffer y de Harvey Cox, hemos de desmitificar
el slogan ‑que a esto parece haber
llegado ya‑ de la supuesta «mayoría de edad del hombre moderno».
Samuel Escobar ha escrito
sobre este punto:
«En una a otra forma los
teólogos que hemos presentado (Bultmann, Tillich, Robinson, etcétera) gustan de
afirmar la "autonomía" del hombre moderno, o su "mayoría de
edad" para utilizar una frase acuñada por Bonhoeffer. El hombre
"científico" de hoy no puede aceptar los mitos. El hombre "mayor
de edad" no necesita de Dios, es irreligioso. El hombre de la "ciudad
secular" puede prescindir del Dios de la Biblia. ¿Es verdadero este
segundo presupuesto?
»Basta ver las páginas de
las grandes revistas y diarios de hoy, para darse cuenta de que hay una nueva
mitología, de que la astrología es más popular de lo que saben estos teólogos,
de que el hombre de hoy se ha fabricado idolillos de toda dimensión a los que
rinde culto, obediencia y sacrificios. Basta ver la poesía de los áulicos de
los totalitarismos de nuestro siglo, para comprobar el tono religioso con que
se celebra a las nuevas deidades. Nadie que estudie desapasionadamente las
ideologías contemporáneas podrá dejar de ver las demandas totalizadoras y
religiosas que hacen sobre el hombre. Un científico de la talla de Von
Weizsñcker nos dice que "la fe en la ciencia desempeña el papel de religión
dominante de nuestro tiempo" (La
importancia de la ciencia, C. F. von Weizsácker, Ed. Labor, Barcelona). Ese
curioso interés en los misterios de las religiones orientales que alimenta las
arcas de ciertas editoriales argentinas, o ese "retorno de los brujos"
con sus facetas mitad religiosas y mitad científicas no nos hablan de un hombre
"mayor de edad" como el que suponen los teólogos radicales.
"¿Qué fue del hombre nuevo?", decía el titular del semanario "La
Vie Protestante" de Ginebra, al dar cuenta de los sucesos de
Checoslovaquia, y reflejaba, a su manera, la misma pregunta que se planteaba el
observador atento de la "revolución cultural de Mao", el lector
atento de la peripecia del Che Guevara, víctima también en parte de sus no muy
"renovados" camaradas. Es irónico que Bonhoeffer escribiera del
hombre mayor de edad, precisamente en la celda a que lo había recluido el régimen
nazi, el sistema en el que un paranoico manejaba como a ovejas a los ciudadanos
de la nación quizá más culta de la Europa de entonces. Tal vez la ironía
trágica de la situación la dé otro eclesiástico famoso (en la misma línea que
Robinson), el obispo Pike, episcopal de Estados Unidos. Afirmó repetidas veces
que no podía creer en ciertos dogmas porque iban contra su razón, pero sorprendió
a todos anunciando que había recurrido a un "medium" ocultista para
hablar con su hijo muerto»[28].
5. Dietrich Bonhoeffer
Junto a Tillich, el
nombre de Bonhoeffer es el que aparece más repetidas veces en los escritos de
los nuevos moralistas y adeptos de la «nueva moral». Pero, como han señalado
los estudiosos de la obra de Bonhoeffer, resulta difícil, cuando no imposible,
casar a este barthiano con Tillich y mqnos todavía con Bultmann, de quien hizo
severas críticas. No obstante, Robinson llega a sus conclusiones después de
haber mezclado a los tres autores.
A1 hablar de Bonhoeffer ‑nos
aconseja el ya citado S. Escobar‑ conviene hacer dos aclaraciones:
«En primer lugar, se
asocia con él la noción de cristianismo "irreligioso", que nos viene
a través de sus divulgadores en inglés ("religsonless
Christianity"). Se trataría de una mala traducción del término alemán "religionslose", que
significaría más bien "no pietista" o "no eclesiástico". En
segundo lugar, el pensamiento de Bonhoeffer está incompleto. Fue martirizado
joven, aun cuando una parte de su obra ‑la más difundida quizá‑ recién estaba
en germen. El mismo lo reconoce así en uno de los párrafos más expresivos en
cuanto a nuestro tema: "Es, pues, mi intención ‑escribe Bonhoefferimpedir
que introduzcamos a Dios de contrabando por algún lugar recóndito extremo.
Quiero que acatemos la mayoría de edad del mundo y del hombre, que no
desacreditemos al hombre en su condición mundana, sino al contrario, que le
confrontemos con Dios en su posición más fuerte, que renunciemos a todas las
trampas clericales y que no consideremos la psicoterapia o la filosofía
existencialista como colaboradores de Dios. La Palabra de Dios no entra en
alianzas con toda esa gente impertinente; no se alía con eso... Lentamente, estoy
acercándome a la interpretación sin religión de los conceptos bíblicos. Veo la
tarea, pero todavía no sé cómo solucionar el problema"[29].
Pero la obra anterior de Bonhoeffer nos muestra a un cristiano consciente del
valor tremendo de la vida devocional, por ejemplo»[30].
En efecto, basta leer El precio de la gracia ‑por citar solamente
una de sus obras‑ para darse cuenta de que Bonhoeffer se mueve en las antípodas
espirituales, teológicas a intelectuales de Robinson, Tillich y Bultmann. El
use que se ha hecho de él en 1 a «ética de situación» y en la «teología
radical» no es tal use sino que representa un abuso. Y una superficialidad al
mismo tiempo.
El editor y amigo íntimo
de Bonhoeffer, E. Bethge, afirma que la crítica del joven teólogo en contra de
la Cristiandad occidental apuntaba básicamente a cuatro aspectos que mostraban
su decadencia: 1) su individualismo desmesurado; 2) su carácter excesivamente
metafísico; 3) su departamentalización, y 4) su recurso demasiado fácil al Deus ex machina[31].
El hecho es que por
«hombre llegado a la madurez» entiende Bonhoeffer algo muy distinto de lo que
afirman los fautores de la «teología de la muerte de Dios» y los propagandistas
de la «nueva moral».
Bonhoeffer aceptaba la
definición que de la «Religión Cristiana» habla hecho Barth: un término
paradójico como el de «pecador justificado» de sabor luterano. El cristianismo puede ser la verdadera religión; pero
solamente lo es cuando se orienta y se centra por la fe viva en el Cristo
crucificado y resucitado. De no ser así, la religión cristiana es simplemente
una chaqueta para lucir, un culto que se apropia del nombre de Cristo pero que
ha soslayado el señorío de Jesucristo.
Bonhoeffer heredó
asimismo de Barth todo lo que este teólogo representó de reacción al liberalismo
y así aceptó la distinción entre religión
y Revelación, entre pietismo y confianza en el Dios vivo. La preocupación
fundamental del joven teólogo fue el lugar de la Iglesia en el mundo y la clase
de testimonio que el cristiano estaba llamado a dar en tanto que discípulo.
Llegó a la conclusión de que los humanistas no creyentes tenían razón en un
punto: la «religión» pertenecía a la
infancia de la Humanidad. El hombre había llegado a su «mayoría de edad» y no
necesitaba ya más tutela de los sistemas religiosos. En sus últimos meses, en
la cárcel y mientras esperaba la ejecución en manos de los nazis, tuvo «sueños»
‑o pesadillas[32]‑
acerca de las posibilidades de un «cristianismo irreligioso», que debería
incluir algún sistema de comunicar la verdad de la fe cristiana ‑¡porque para
Bonhoeffer el contenido de la Revelación era una verdad que iluminaba y
salvaba!sin emplear los términos tradicionales de la teología cristiana. El
«sueño», sin embargo, jamás pudo verse realizado.
Ha sido, no obstante,
esta última etapa de su vida la que más han explotado los teólogos y moralistas
radicales. Y lo han hecho, casi siempre, sacándola del contexto de su obra
anterior. Aunque Bonhoeffer viviera los últimos días de su existencia bajo la
presión de una ejecución inminente, y aunque ello explicara algún aspecto del
radicalismo de sus últimas posturas ‑como cree Harold Brown‑, no obstante,
opinamos con Kenneth Hamilton que no hay en él un salto inesperado a una esfera
completamente extraña. El bosquejo final de Bonhoeffer, aunque incompleto, es
consistente con toda su obra anterior.
Kenneth Hamilton propone
resumir el conjunto de ideas del mártir alemán bajo tres apartados, en los
cuales es dable comprobar la tensión entre religión y Revelación que se da en
todo su pensamiento: 1) el mundo como creación de Dios; 2) el intento cristiano
de comprender el mundo, y 3) nuestras razones para creer en Dios[33].
En primer lugar, y como
buen luterano, Bonhoeffer se tomó muy en serio la enseñanza del reformador en
relación con la «vocación» del
cristiano ‑la vocación de cada cristiano, en conformidad con la doctrina del
«sacerdocio universal de todos los creyentes»‑, la cual no debe quedar limitada
al área de lo eclesiástico, o lo « religioso». Si el mundo es la creación de
Dios, la vida del creyente en medio de esta creación no puede ser tenida como
algo de valor secundario solamente.
En segundo lugar, la
«religión» ‑en su sentido barthiano‑ aparece como el intento del hombre para
conseguir por sí mismo un sentido «humano» para su existencia. Su Dios no es el
Dios de Abraham, ni del Señor Jesucristo, es el «dios» de los filósofos, de los
metafísicos. Y, desde el punto de vista de la fe bíblica, este «dios» hecho a
imagen del hombre no es más que un ídolo. ¿No fue Calvino quien dijo que la
mente humana es una fábrica constante de ídolos? Bonhoeffer era un buen
discípulo de Lutero cuando afirmaba, como el reformador, que la filosofía no
tenía nada que hacer en el reino de la fe. La religión puede decaer, su «dios»
puede morir ‑¡y parece que ha muerto, realmente!‑ sin que los cristianos hayan
de derramar una sola lágrima por ello. El cristianismo no se halla comprometido
con ninguna filosofía, de manera que si un sistema filosófico deja lugar para alguna clase de dios ello no significa
que sea más cristiano que otro que niega al «dios» de los filósofos.
En tercer lugar, dado que
la religión suele buscar algún concepto de lo sagrado para dar así sentido a la
existencia, coloca a Dios en un lugar inadecuado. Le busca asimismo donde no
debe buscarle, en los «límites de la vida», en «las situaciones extremas» (una
expresión prominente en la filosofía existencial de Jaspers y en la teología
filosófica de Tillich). Esto ‑dice Bonhoeffer‑ es «asignarle a Dios su lugar en
el mundo», algo que el hombre no debe hacer. Con este punto de vista,
Bonhoeffer se sitúa frente, y en oposición, al concepto de la «dimensión
profunda», caro a Tillich, así como a la vaguedad del «Dios como fondo de la
existencia» lanzada por el mismo filósofo y recogida por Robinson.
La ética cristiana basada
en la religión tiende al legalismo y
a la falsedad. Es una ética acomodaticia. La ética cristiana que surge del
cristianismo como Revelación es
dinámica.
Es primordial para
Bonhoeffer el comprender la madurez del hombre moderno, no como una madurez
espiritual, sino intelectual. El hombre secularizado, descreído, que ya no
necesita a Dios para que dé sentido a su vivir, no está más alejado del
cristianismo que sus antepasados. Bonhoeffer protestó en contra de esa
estrategia tan corriente que consiste en intentar convertir primero en deístas
a los hombres para luego hacerlos cristianos. Este método ‑escribió‑ es
paralelo al programa de circuncisión que elaboraron los judaizantes como
requisito previo a la entrada en la membresía de la Iglesia cristiana. Pablo
dejó bien sentado que no era menester judaizar primero y cristianizar luego.
Así, hoy, no hemos de imponer tampoco a los hombres puntos de vista sobre el
universo que ya están desfasados, ni opiniones anacrónicas, por más que
pertenezcan a sistemas en los que los valores eran dictados bajo sanción
religiosa. Hemos de it al hombre tal como se encuentra, es decir: a gusto en
medio de valores simplemente humanos. Porque ‑añadía Bonhoefferlos conceptos de
la sociedad secularizada son tan dignos de ser escuchados como los de las
generaciones antiguas. Esto no significa que Dios sea menos el Dios vivo que
fue para los cristianos que nos precedieron. Ni significa que se halle menos
presente en el mundo que entonces. De lo que se trata es de adquirir una
comprensión genuinamente cristiana de la presencia de Dios en el mundo. En
épocas religiosas, las masas han aceptado cualquier idea sobre Dios, cualquier ídolo también y cualquier superstición.
Pero esto no es igual a confiar en Dios ni a recibir a Cristo con su yugo.
Cuando el teísmo ‑debido a las modas contemporáneas‑ ya no es tan
intelectualmente respetable como el ateísmo, Dios como hipótesis permite que se
le eche fuera. En el sentido de que ahora el cristiano no tiene otra apologética
que la de Dios mismo: su Palabra encarnada. Aquí, Bonhoeffer sigue de nuevo a
Lutero. Para el reformador, la teología del cristiano debe ser una teología de
la cruz, nunca una teología de la gloria. Y por la teología de la cruz llegar a
la luz. Cierto, no vemos que todo le sea sujeto todavía. Pero vemos a Jesús.
Esto basta (Hebreos 2:8, 9). La Iglesia no debe buscar su propia gloria, sino
la obediencia al Señor. De esta manera, se convertirá en una «prueba».
«En vista de las
posteriores interpretaciones de Bonhoeffer ‑advierte Kenneth Hamilton‑, que le
convierten en el fundamento de la "teología de la muerte de Dios", no
enfatizaremos nunca bastante el hecho de que él no concibió jamás la fe
cristiana como teniendo otro centro que no fuera la adoración y el servicio a
Dios, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. El único Dios que le parecía
irreal era la divinidad conjurada por la teología natural, la divinidad que
sirve únicamente para el punto de partida de alguna especulación, la simple hipótesis,
el "dios laguna" para salvar el abismo de nuestra ignorancia en
relación con la naturaleza del universo. E1 Dios vivo era presentado por
Bonhoeffer en una frase muy repetida, muy citada, pero poco apreciada: Dios es
"el más allá en medio de nosotros". En realidad, esta frase es una
correcta descripción del teísmo cristiano tradicional que representa a Dios
como trascendente a inmanente. Pero a Bonhoeffer no le interesaban las
descripciones, sino solamente la confesión: Dios es sobrenatural, no pertenece
al universo ni a la comprensión natural del hombre; se trata del Dios vivo,
activo en la vida del cristiano, y que controla, inspira a inicia cada acción
realizada con fe en la obediencia a la Palabra revelada. Desgraciadamente, los
que han venido después de Bonhoeffer, viviendo en tiempos menos peligrosos y
privados de su robusto realismo, han tomado demasiado frecuentemente su
diagnóstico de la edad moderna sin su vigorosa fe. Su afirmación de que somos
llamados a vivir delante Dios, pero
como sin Dios, ha sido entendida como si la hubiera pronunciado un teísta al
estilo de Matthew Arnold, como sugiriendo que Dios ha sido expulsado de su
propia creación al declinar el sentido divino en el hombre. En donde él vio el
obrar de la Providencia, otros no han visto más que un proceso cultural traído
por el soplo del viento nocturno del escepticismo»[34].
Para Bonhoeffer, había
terminado la época de cristiandad, pero no el cristianismo. Había llegado el
fin de la mentalidad religiosa, pero no la «muerte de Dios», al menos del Dios
vivo revelado en Jesucristo. El diagnóstico que él hizo de su tiempo podrá ser
discutido, lo podrá ser también el bosquejo que dibujó en sus últimas horas
tocante a un cristianismo «irreligioso», pero lo que no se puede discutir es
que Bonhoeffer, con todas sus limitaciones ‑incluso con sus inconsistencias‑
era un creyente en el Dios de la Biblia tan como ha sido entendido y adorado
por los cristianos fieles en todo tiempo y lugar.
«Bonhoeffer enfatizó que
el cristiano "mundano" es precisamente aquél que no comparte la
estima por los valores del mundo con los demás hombres, dado que conoce muy
bien el hecho de que el mundo sólo puede ser comprendido de manera adecuada
desde el punto de vista del Evangelio y nunca a partir de su pretendida autocomprensión.
Ni el hombre irreligioso que sólo
confía en sí mismo ni el hombre que va a la búsqueda de seguridades ‑el hombre religioso‑ han aprendido a ser libres en
este mundo con la libertad para la que fueron creados. Es aquí donde
comprobamos el abismo que separa a la "irreligiosidad" de Bonhoeffer ‑que
no es la del hombre fatuo que únicamente confía en él mismo‑ del ateísmo
cristiano y sus presupuestos... Enseñó Bonhoeffer que el compromiso del
cristiano en el mundo, para ser real,
depende de que el creyente no sea del mundo»[35].
El lenguaje que
Bonhoeffer emplea en sus libros, en su Etica,
por ejemplo, es bien distinto del idioma moral y teológico de Robinson,
Hamilton, Altizer y demás portavoces de la nueva teología radical:
«Disciplina.
Si vas en busca de la verdadera libertad, aprende antes que nada el valor de la
disciplina; la disciplina de tus sentidos y de lo alma, de manera que tus
deseos y lo cuerpo entero no lo extravíen en la aventura. Que lo alma y lo
carne sean castas, sumisas ambas a ti mismo enteramente y que, dóciles, busquen
aquello que se les ha asignado. Nadie sondea el misterio de la libertad si no
es en la disciplina...
»Rompe el
círculo de tus vacilaciones ansiosas para afrontar la tempestad de los
acontecimientos, llevado solamente por la ley
de Dios y por la fe; la libertad
acogerá a lo espíritu en el jubileo.»
6. J. Fletcher y Harvey Cox
Robinson ha dicho de J.
Fletcher que ha sabido presentar la mejor exposición, y la más consistente, de
la «única ética posible para el hombre llegado a su madurez».
En su libro Etica de situación, Fletcher expone lo
que él entiende por «ágape», amor, como elemento básico de la ética cristiana.
No dice nada nuevo al afirmar que el amor ha de ser el motor de toda conducta
verdaderamente evangélica; lo que hay de nuevo en él ‑como en Robinson‑ es la
vaguedad y la imprecisión con que se rodea el concepto tenido por básico: el
amor. El amor en estos autores parecería más bien un mero impulso, un
sentimiento. Jamás halla su definición ni se nos explicita su contenido.
No se trata, como en
Agustín –aunque el parecido formal pudiera equivocarnos--, del principio «Ama y
haz lo que quieras», puesto que para el doctor de la gracia este amor que asume
su libertad tiene un contenido específico en la Ley de Dios, ley que el mismo
amor se siente impulsado a cumplir. No es cuestión de «amar prudentemente»,
dentro de «cada situación», convirtiendo en norma la coyuntura específica del
momento. Todo lo contrario, la norma viene dada por la Ley divina y por el mismo
amor divino derramado en el corazón del creyente. Porque, no hemos de olvidarlo
–aunque Fletcher se olvida siempre de ello--, el amor a que es llamado el
hombre nuevo, el convertido, el regenerado. Agustín mismo se refiere a los
ciudadanos de la «Ciudad de Dios» cuando habla del amor responsable en la
libertad. Los otros, los habitantes de la «Ciudad Terrena», únicamente son
capaces de amarse a sí mismos y de cultivar el egoísmo que destruye y en cuya
libertad es imposible confiar.
Por el contrario, Fletcher
afirma que no hay sanciones morales de tipo religioso. Esto pertenece al
pasado. La religión moderna ha de ser secular. Y a una religión secular le
corresponde una ética secular. Nada es bueno o malo intrínsecamente; tenemos
perfecta libertad para decidir lo que hemos de hacer en cada situación. El
hombre es erigido en árbitro de la moral. En cada caso, cada hombre deberá
decidir lo que sea bueno o malo, lo que corresponde a la única regla universal
del amor y lo que es enemigo del « ágape». « La voz del pueblo ‑para la ética
de situación‑ es realmente la voz de Dios», comenta con razón Kenneth Hamilton[36].
Y así como Israel creyó en la palabra divina que le decía: «No adulterarás...»,
ahora el «cristiano radical, partidario de la ética de situación», cree también
al hombre moderno cuando dice: «No tendrás ningún niño que no desees, aunque
para ello tengas que recurrir al aborto...» Para la ética de situación, la
palabra del hombre moderno tiene tanta autoridad como la tuvo la Palabra de
Dios en Israel. Que el hombre habla con la misma autoridad que Dios es algo
axiomático para Flétcher. Para él, «el amor no es la obra del Espíritu Santo,
es el Espíritu Santo obrando en nosotros»[37].
Así el Espíritu Santo es, en definitiva, el mismo espíritu del hombre al tomar
una resolución moral. Definición, por cierto, completamente opuesta a la que da
el apóstol Pablo en Romanos 5:5. Todavía más radicalmente distinta de la de
Juan en su Primera Carta, 4:13, en donde el Espíritu es el que prueba que
aquellos que confiesan a Cristo permanecen en Dios y Dios en ellos. Pero
Fletcher nos asegura, por el contrario, que el amor humano es divino y sus decisiones la voluntad del Santo
Espíritu de Dios. Extravío que se deriva de haber elevado los criterios hoy de
moda sobre lo secular a un nivel religioso y absoluto, con lo que ciertos
valores terrenos adquieren la categoría de ídolos.
El amor cristiano conduce
al cumplimiento de la Ley (Romanos 13:10), el amor de la ética de situación
lleva al caos. No vivimos todavía en el Reino de Dios, habitamos un mundo caído
en el que impera el pecado y el abuso. De ahí que toda ley, y todo reglamento,
que de alguna manera reflejan la Ley divina, constituyen en realidad una
bendición del cielo y una protección en contra de la propia destrucción. Las
dos últimas grandes guerras mundiales, los campos de concentración, la bomba
atómica y otras tragedias más recientes deberían abrirnos los ojos a la auténtica situación en que vive todo ser
humano. Dejado a su antojo el amor se convierte en odio, sin norma que lo
controle ni contenido que le dé sentido; y lo que acaso quiera hacerse pasar
por «ágape» no sea más que tiranía, abuso a inhumanidad. Porque la experiencia
demuestra hasta la saciedad que cuando se rompen los diques de la ley y cuando
se saltan los valores morales, aunque sea bajo pretexto de dar libre
circulación al amor, lo que se persigue en realidad es dejar abierta la puerta
a todo egoísmo, interés propio y placer inmediato. Ello es así porque, como lo
describe la Biblia, todo ser humano es pecador (Romanos 3:11) y su pecado le
acompaña en cada situación con que se enfrenta con sus semejantes.
Sólo Cristo nos hace
libres y nos da la libertad que asume plenamente su propia responsabilidad sin
degenerar en libertinaje (Gálatas 5:1).
Con un ejemplo feliz,
Kenneth Hamilton pone al descubierto el absurdo latente detrás de la «ética de
situación» propugnada por Fletcher en libros de amena lectura, al equiparar
toda coyuntura moral con el lugar en donde un arquitecto se ve obligado a construir.
Ciertamente, no se planea ningún edificio sin tener en cuenta la situación de
su emplazamiento y sus fines. El lugar condiciona el trabajo del arquitecto.
Pero nadie imaginaria que simplemente porque se sabe todo lo relacionado con el
sitio y los objetivos que persigue el proyectado edificio ya estamos en
condiciones de construir sin tener que preocuparnos por los principios
arquitectónicos. De manera parecida, en la construcción de nuestra existencia,
y en las decisiones éticas que la misma nos lleva a tomar, no basta el
conocimiento de todos los detalles de cada situación para orientarnos
debidamente y conducirnos a actitudes verdaderamente correctas. Hacen falta,
además, principios sólidos, tan de fiar como los que determinan el trabajo de
los arquitectos. Sin principios, ninguna situación es auténticamente moral. De
ahí que el término «ética de situación» encierre un contrasentido y un absurdo.
Nuestro mundo es un mundo
caído; cualquier apreciación que haga el cristiano del mismo debe tener siempre
presente la realidad de la caída, simultáneamente con la bendita realidad del
perdón de Dios que se proclama en el Evangelio. Erigir este mundo en un valor
absoluto es caer en la idolatría, además de una manifiesta ceguera por
contemplar la realidad del universo y la humanidad que nos rodean. Es
sorprendente el grado de ilusionismo en que viven algunos intelectuales,
teólogos y «moralistas» de la nueva ola radical. Suelen imaginar el mundo como
una empresa de unidad en el amor, en donde todo tiende al fin determinado por
el «ágape» y al que sólo faltaría la perfección que la respuesta humana, en su
acción y decisión amorosas, resueltamente dará en un hipotético último día. Una
escatología atea que se mueve en el absurdo. Una ignorancia crasa de la fe
cristiana en su autenticidad y profundidad. Y, como resultado, un desenfoque y
una desproporción en la apreciación de los valores relativos, seculares, que
Dios ricamente ha repartido con liberal diversidad en el maravilloso mundo de
su creación. La ética secular ‑‑como la teología secular‑ olvida las tareas de
un trabajo auténticamente cristiano, a saber: la elaboración de una teología y
una ética de lo secular.
En Harvey Cox la línea de
pensamiento que venimos estudiando alcanza su lógica aplicación en la nueva civilización
urbana que está naciendo. Su libro
La ciudad secular vindica el mundo como el lugar en donde el hombre puede llegar a ser
verdaderamente humano. Intenta desarrollar, a su modo, la tentativa de
Bonhoeffer por traducir en términos seculares los conceptos bíblicos. Pero, a
diferencia del mártir alemán, Cox insiste en que lo trascendente ya no tiene
ninguna importancia y que la era «metafísica» tiene ahora que ceder su sitio a
la época pragmática. «Hemos definido la secularización ‑escribe H. Cox[38]
como la liberación del hombre de la tutela religiosa y metafísica, la vuelta de
su atención de otros mundos a este mundo concretos
Lo realmente sorprendente
en Cox ‑señala K. Hamilton[39]‑
no es su análisis de la presente situación cultural, con el que podemos o no
estar de acuerdo, sino el hecho de que, al igual que William Hamilton, se
inclina con reverencia ante la moda de nuestra época como si ae tratara de un
mandato divino. La ingenua alegría que invade a Cox cuando invita a ensalzar
los valores de la moderna «ciudad secular», a participar de sus «libertades» y
sus «disciplinas» se halla en completo desacuerdo con los postulados de
Bonhoeffer tocantes a la problemática que plantea el mundo moderno al discípulo
de Cristo. El lector de Cox acaba preguntándose si, a la larga, no será mejor
dejar de hablar de Dios, ya que la Divinidad parece no tiene nada que añadir a
la comprensión que el hombre moderno está adquiriendo de su propio mundo
independientemente de toda tutela trascendente. ¿Qué le importa a un mundo
pragmático, y totalmente secularizado, la teología secular de Cox y demás
secularistas? Como los demás autores que hemos estudiado, Cox ofrece en sus
propias obras el elemento corrosivo necesario para autodestruirse.
Lo que de bíblico
aparenta tener el pensamiento de Cox no es más que un barniz. Hace buena
exégesis, de vez en cuando, pero ‑al igual que Tillich en su libro Cuando se conmueven los cimientos de la
tierra[40]‑
esta exégesis no es más que un recurso simbólico, a modo de parábola, con
el que explicar ciertas «realidades» y su interpretación de las mismas. Sólo
recurre a la Biblia cuando cree encontrar textos y argumentos que apoyan su
propia filosofía de la religión y de la moral. Pero descarta cuanto pudiera
significar una crítica de parte de la Palabra de Dios. En este sentido, Cox es
tremendamente superficial y el lector evangélico, que al comienzo le acompañó
en sus investigaciones sobre todo lo que la Escritura tiene que decir acerca de
la responsabilidad del hombre en las tareas de la Creación, pronto se siente
decepcionado. Lo mejor en este sentido que cabe hallar en Cox se encuentra ya
en la mejor teología reformada antigua y moderna ‑particularmente en la
especialidad de los llamados «órdenes de creación»[41]‑ y muy concretamente en los teólogos
protestantes holandeses vinculados con la «Universidad Libre de Amsterdam», con
la diferencia de que éstos intentan ser fieles a todo el testimonio de la
Escritura y no a sus particulares conveniencias[42].
Se ha dicho que Cox ha
cambiado la Revelación por la experiencia. No es en la Biblia donde
aprenderemos a conocer a la Divinidad ‑sea cual sea el concepto que de ella
tengamos‑ y al hombre en sus relaciones con los demás seres de la creación, no
es en la Escritura sino en la historia. Hay
que examinar las experiencias de la raza humana para leer las señales de los
tiempos y aprender de ellas. Aquí se mueve Cox en un terreno muy afín al de
ciertos pensadores católico‑romanos modernos. Los valores hay que buscarlos en
los avatares de la experiencia y de la historia. En la historia bíblica
encontraremos lecciones, sin duda, pero además conviene leer otras historias, pues la revelación nos viene dada
por otros conductos además del bíblico.
Se ha dicho también que
Cox imagina a Dios como un abuelo tratando con su nieto y colaborando juntos,
en plan de igualdad, en una obra común. El anciano parece decirle al joven: «No
es en mí en quien debes interesarte sino en los otros chicos.»
Cristo es un simple
ejemplo para Cox; la moral cristiana, una serie de testimonios inspiradores de
lo que fue útil en otro tiempo pero que hoy debe ser sustituido por otra
interpretación de lo que es bueno y malo, conveniente o perjudicial.
El evangelio de la
salvación por Cristo ha sido reducido a una caricatura en manos de Cox. Se le
ha «desmitificado» ‑eso creen tales doctores, pero lo que en realidad han hecho es convertirlo
en un mito, una cuasi reliquia de museo por la que ya nadie siente interés y de
esta manera han contribuido a la indiferencia y el descreimiento modernos‑, se
ha querido «desmitificar» el Evangelio y reducirlo a lo que Cox denomina su
«esencia». ¿En qué consiste la misma? Nos lo ha indicado en su famoso libro La ciudad secular: «el hombre debe asumir
su responsabilidad en, y por, la ciudad del hombre.
Cox ha convertido la
filosofía inherente en el urbanismo contemporáneo en algo absoluto, en un valor
supremo, es decir: en un ídolo. Y para llegar a ello no ha vacilado en echar
por la borda el Evangelio y la moral cristiana.
El mejor antídoto de Cox
es la obra inteligente, y consecuente, de Jacques Ellul, quien en sus escritos
está llevando a cabo una auténtica critica histórica y bíblica de las
realidades modernas ‑como la idealización del urbanismo, la glorificación de la
tecnología, etc.‑, señalando sus peligros y el empleo que la moderna sociedad
de consumo les está dando. Al pasar de la lectura de Cox a Ellul uno siente
como si nos trasladáramos de la esfera de la demagogia al terreno de la
sobriedad, del sincretismo a la fe cristiana responsable[43],
aun sin tener que estar cien por cien de acuerdo con el sociólogo francés.
«Si el hombre hubiese ya
llegado a la mayoría de edad, seguramente estaría ocupado en mejores cosas que
no yendo a la caza de antiguas teodiceas desfasadas ‑‑escribe Kenneth Hamilton[44]‑
y proponiendo otras nuevas; particularmente cuando la "teología" que
justifica estas ocupaciones parece no tener interés en sostener sino las
opiniones de quienes no se preocupan en absoluto por los temas relacionados con
la Divinidad y para quienes el anuncio de que Dios ha muerto no significa sino
una muestra de insensatez poética; dado que nunca prestaron atención, tampoco,
al hecho de que viviera, cosa que jamás les pasó por la cabeza..., la ciudad
secular continuará en la más completa indiferencia frente a nuestras
pretensiones de compartir sus triunfos o sus desastres.»
***
II.
Las
exigencias de la ética bíblica
Por fidelidad a la
Palabra de Dios, nuestra postura frente a todos los sistemas expuestos debe
asumir una orientación crítica. Pero no solamente crítica, ya que hemos de
saber discernir también que se le presentan al cristiano bíblico unas
exigencias de orden ético positivo y que al estudiar, y hasta incluso al
refutar la «ética de situación», le es dable comprender ciertos matices y realidades
ineludibles de dichas exigencias que antes no había visto.
1. Crítica de las premisas seculares
A lo que ya hemos venido
comentando, poco convendría añadir. Mencionemos todavía algunas opiniones,
sin embargo, para concretar nuestra postura.
El redactor literario del
periódico londinense «The Times», al enjuiciar el libro de Robison Honest to God, escribió: «Queda la duda
de saber si lo que queda, lo que el autor retiene, tiene algo que ver con el
Cristianismo»[45].
Ciertamente, no se parece en nada a lo que ha creído y vivido el cristianismo
durante los últimos diecinueve siglos. Y a tal credo, tal moral.
La Biblia no avala las
pretensiones de la ética secular, ni su premisa básica de que el ser humano ha
llegado a una madurez óptima. Todo esto es fantasioso, y más todavía el deducir
que la mayoría de edad del hombre hace innecesaria la existencia de Dios y la
de reglas morales con sanción divina. Resulta además anticristiano el llamado
al sincretismo y a la alineación junto a cuantos no profesan ningún credo. Este
tipo de nuevo humanismo secular y descreído no tiene nada de cristiano por más
disfraces «bíblicos» con que se intente arroparlo.
J. 0. Packer ha escrito:
«Sea lo que sea para estos hombres el cristianismo, ciertamente no es la vida de fe en el Dios vivo, la
creencia en sus promesas, la fidelidad en nuestra obediencia, que experimentaron
Abraham y Moisés, David y Elias, Jeremías y Pablo, Agustín y Lutero, Tyndale y
Wesley, Hudson Taylor y George Muller, Latimer y los mártires de los aucas en
nuestra generación. Se nos plantea un dilema: o bien los héroes de la galería
de Hebreos 11 y los millones que les siguieron con la fe y la vida allí
definidas se engañaron y el conocimiento que tuvieron de Dios fue una ilusión,
o bien la llamada "teología" (y también la ética) de Tillich y
Robinson no es teología en absoluto, y su "Dios" no es Dios, ni sus
"oraciones" son oraciones, ni su "culto" es verdaderamente
adoración»[46].
Si queremos ser fieles a
la Revelación de Dios hemos de proclamar vigorosamente esta crítica, por cuanto
va dirigida en contra de una auténtica y concreta perversión del Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo. Es «otro evangelio».
Pero si hemos de ser
imparciales, y no menos por fidelidad a la Palabra, también hemos de admitir
que, en ocasiones, la ética secular ha planteado problemas reales y trata de
afrontar nuevas cuestiones ineludibles para el hombre del siglo XX. Diremos
más, en ocasiones ‑no siempre‑ los
planteamientos son justos, pero lo discutible, lo inadmisible, son las soluciones que se pretenden aportar.
Por consiguiente, nuestra
crítica no debe cerrarse nunca, a su vez, a la critica que le pueda venir de
parte del pensamiento secular. Al contrario, ella debería ser un estímulo para
nuestra reflexión ética y un acicate que nos llevara ciertamente a reformarnos
de acuerdo con la Palabra de Dios.
2. Crítica de nosotros mismos
¿No es verdad que, a
veces ‑demasiadas veces‑, el cristianismo ha practicado una especie de gnosticismo,
o de maniqueísmo ético? ¿No es cierto que el hombre cristiano se ha replegado
demasiadas veces sobre sí mismo y ha dejado de ser luz y sal de la tierra?
¿Ha considerado siempre
el cristiano lo que significa su vocación en
el mundo y sus responsabilidades en la esfera de lo secular? ¿No ha
condenado, en innumeras ocasiones, al mundo sin amarlo como Dios lo amó dando a
su Hijo por él?
Deseamos hacer una serie
de proposiciones. Solamente en la medida en que sepamos enfrentarnos con su
realidad estaremos en condiciones de ser sal y luz y fiel reflejo de la
voluntad de Dios tocante a las tareas de su pueblo en el mundo.
-
La
ley de Dios no tiene nada que ver con el legalismo, pero es evidente que, en
ciertos períodos de la historia de la Iglesia, el legalismo ha suplantado a la
ley divina[47].
Conviene destacar la diferencia entre «Ley» como expresión de la voluntad de
Dios para el bien del hombre y de la sociedad, y «legalismo», es decir: un
sistema que «aprovecha» ‑y se sirve, no sirviéndola‑ de la Ley sin comprender
su sustancia espiritual y dinámica, con el fin de establecer «una justicia
propia» a imponer obligaciones sobre los hombres en asuntos de importancia
secundaria. Este tipo de legalismo es la antesala del fariseísmo.
-
El
amor, como cumplimiento y expresión de la voluntad suprema de Dios, no siempre
ha sido vivido en la intensidad debida. En lugar de colocarse en la presencia
del Dios vivo, algunos cristianos se han forjado toda una fría gama de
«prohibiciones» y de «buenas prácticas» que han oscurecido la misericordia y la
fe.
-
Es
demasiado numeroso el grupo de cristianos que no sabe ver la voluntad de Dios
en expresiones concretas para su vide cotidiana. Sólo se entiende la fe en
relación con el templo y en función del «alma», sin implicaciones de compromiso
secular.
-
El
sermón de la montaña no ha sido tomado en serio. 0 se le ha cubierto con una
casuística ‑que traiciona la verdadera exégesis‑, o se le ha tenido como cosa
para «los más perfectos, olvidando que obligue a todos los cristianos. No se
presta la suficiente atención al hecho de que dicho sermón iba dirigido a los
discípulos, a quienes fue dada asimismo la promesa del Espíritu Santo. Es el
Espíritu de Dios el que produce su fruto en vidas sumisas, haciendo posible el
cumplimiento de la «ley espiritual» (Gálatas 5:12 y 25). ¿Hemos buscado siempre
este «fruto del Espíritu»?
-
Se
ha olvidado, a menudo, que en la Iglesia la Ley es forma, pero no sustancia de
la vide moral; la sustancia es en el hombre el amor y la fe, y en Dios la
voluntad de bendición que se derrama sobre nosotros por el Espíritu Santo.
Hemos olvidado que la Ley y el Evangelio ofrecen principios que, al mismo
tiempo, exigen libertad pare su aplicación a las situaciones concretas. Podría
hablarse de una «ética de situación guiada por la Palabra de Dios», la cual
nos alejaría, por un igual, de la casuística y de la ética al estilo de
Hamilton y Fletcher. Jesús enseñó a vivir la Ley divina dentro de cede
situación y según las circunstancias. En Mateo 12:3‑5 se nos ofrece el ejemplo
de los discípulos que son reprendidos por arrancar espigas en sábado; Jesús los
justifica y aporta, además, el ejemplo de David que comió los panes del
tabernáculo (1.` Samuel 21:6). En todas sus controversias con los fariseos
acerca del sábado, apeló igualmente a este discernimiento libre con el que
debemos aplicar la Ley de Dios.
-
De
ahí que Teresa de Ávila exclamara con razón: «No busco la virtud, sino al
Señor de las virtudes.» La referencia a Cristo nos guardará siempre de
actitudes indebidas y cultivará el amor: «el hombre no ha sido hecho pare el sábado,
sino el sábado pare el hombre. El amor divino, expresado en su Ley, nos libera
de toda forma de servidumbre.
-
La
ética cristiana debe ser la respuesta agradecida de la fe y no la servidumbre
temerosa de los creyentes paganos. Alguien lo expresó de esta manera: en la
Biblia la salvación es gracia y la ética agradecimiento.
-
Tiene
razón Robinson cuando escribe: «Cada hombre y cada mujer deben decidir personalmente
lo que es justo y lo que es injusto, en toda situación dada.» Pero debería
añadir que en su elección el creyente será ayudado por la Palabra de Dios y la
dirección del Espíritu Santo, ya que el mensaje del Evangelio le servirá
siempre como punto de referencia y orientación.
-
No
siempre es fácil encontrar el mensaje bíblico adecuado para cada nuevo problema
que plantea el dinamismo de la sociedad contemporánea. Por otro lado, no
debemos recurrir a exégesis forzadas que violentan el texto. Pero, bien sea
implícitamente o de forma explícita, la Revelación siempre tendrá algo que
decir, aunque ello no presupone que se nos ahorra el esfuerzo, la reflexión y
la propia responsabilidad. Todo lo contrario. La fe bíblica incita a todo
ello, si no ha degenerado en «pietismo estéril». Como ejemplo, observamos que
sería en vano buscar en la Biblia, explicitado, el principio de la «no
violencia». Sin embargo, es ciertamente en esta dirección que Jesús nos invita
a andar frente a toda injusticia, ya que nos recomienda ser amables, dueños de
nosotros mismos, respetuosos frente al prójimo y hasta, incluso, amadores de
nuestros enemigos; nos pide que andemos dos kilómetros con quien nos exige uno
solamente. En vista de ello, ¿cómo justificará algún cristiano el responder
con violencia a la violencia y con odio al odio?
-
La
moral cristiana debe ser la dinámica a imaginativa puesta en práctica de la
Ley de Dios, por la inspiración y el poder del Espíritu Santo.
Pero antes de concluir esta sección tenemos que
deshacer, asimismo, algunos malentendidos:
-
En
algunos periodos de la historia se ha considerado como «moral cristiana» algo
que apenas era moral y de «cristiano» no tenia nada, o muy poco. Se ha
intentado identificar la moral cristiana con los hábitos prevalecientes en
cierta época determinada. Así, por ejemplo, en los países anglosajones la
«moral cristiana» vendría a ser algo muy parecido a la «moral victoriana» y en
los pueblos latinos la «moral» se identifica demasiado a menudo, y de manera
casi exclusiva, con la protección del sexo (especialmente, el femenino) de
toda desmesura y la salvaguarda de la «honorabilidad» y las apariencias.
-
El
que se llegara a confundir el «legalismo» con la Ley divina no se debe
solamente a ignorancia o a mala fe de los no creyentes; la causa ha estado,
muchas veces, en la conducta torpe y oscurantista, al mismo tiempo, de un buen
número de cristianos.
-
Se
pretende, hoy, que la moral cristiana tiene que adaptarse al mundo con el fin
de ser algo que tenga significado para el hombre moderno, pero se olvida que
nunca ha necesitado la ética cristiana de la aprobación del mundo y, por otra
parte, nunca la ha tenido tampoco: «Debemos insistir en que nunca ha existido
época alguna en la historia de la Iglesia, ni siquiera durante la Edad Media,
como hoy sabemos, en que la moralidad social dominante estuviera totalmente de
acuerdo con el Ethos cristiano. La
armonía entre "naturaleza" y "sobrenaturaleza" nunca ha
existido realmente, excepto en la imaginación de los teólogos»[48].
-
El
cristiano está llamado a ser distinto, o sea: a bracear contra corriente. La
norma cristiana de superar el mal por medio del bien (Mateo 5:38‑42) ; Romanos
13:21) es locura para el mundo y seguirá siéndolo siempre. Esperar contra toda
esperanza, a la manera de Abraham (Romanos 4:1?), creyendo firmemente en el triunfo
final del Reino de Dios, es incomprensible para el mundo, a menos que se
convierta.
-
Surge,
pues, el deber de evangelizar el
mundo; la encomienda divina dejada a los cristianos para que transformen el
mundo a la manera divina, no a la manera secular.
-
Pero
el cristiano no evangelizará, ni convertirá en eficaz su «diferencia» de los
demás si ésta consiste simplemente en ser distinto en lo trivial,
identificando ciertas modas culturales,
geográficas, históricas y aun pietísticas con el modo de ser cristiano auténtico y, por consiguiente, diferente en
actitudes, en fe, en justicia y en misericordia.
-
El
cristiano (justo y pecador: justificado y arrastrando el «viejo hombre»,
regenerado y en proceso de santificación hasta que quede restaurada en él la imagen
del «nuevo hombre» y la nueva creación), el cristiano no debe juzgarse más que
a sí mismo y no ha de intentar justificarse ‑con justicia propia‑ delante dei
Señor. El arrepentimiento, la vuelta a comenzar constantemente, forma parte
ineludible de la vida cristiana. En contraste, para «la ética de situación» no
hay confesión de pecados, ni hay jamás invitación al arrepentimiento. La «ética
de situación» conduce irremediablemente al «amoralismo», a la aniquilación de
los valores morales, los cuales son sustituidos por la propia concupiscencia a
la que se confunde como la voz del Espíritu obrando en nuestros impulsos.
Sabemos los cristianos que la confesión de los pecados a Dios y el
arrepentimiento que impulsa a nuevas metas son valores de gracia incalculables
que el creyente no puede perder.
Hasta aquí estos hitos de reflexión
para ahondar en nuestra responsabilidad ética con inteligencia, con libertad y
en obediencia a la Palabra y al Espíritu de Dios.
Concluyamos recordando que la ética
cristiana se funda en la soberanía de Dios, como muy bien escribe Leon Morris:
«Es importante que veamos con claridad cómo la
fe cristiana da un gran énfasis a la soberanía de Dios y a la aceptación gozosa
de ella por parte del creyente. Es el camino de Dios el que debe ser aceptado
en toda su amplitud y de manera completa. El hombre no es libre para formular
su propia moral. No le está permitido tampoco elaborar sus propias ideas y
tratar luego de armonizarlas artificialmente y de manera superficial con la
Biblia, diciendo después que al resultado obtenido por este procedimiento debe
ponérsele una etiqueta con la designación de "Cristianismo".
Quienquiera que así obre, actúa en incredulidad. Tal conducta es abominación a
los ojos de Dios»[49].
No olvidemos, sin embargo,
que esta soberanía se ha revelado en forma de grandes principios, a modo de
postes indicadores en el camino de nuestra existencia: «Esto implicará que no
podemos, de ningún modo, desecharlos hoy y que debemos orientarnos de acuerdo
con ellos para llevar el modelo divino a
su plena realización»[50].
«El Señor es el Espíritu
y donde está el Espíritu del Señor está la libertad. Y todos nosotros, a cara
descubierta, contemplando la gloria del Señor, nos transformamos en su imagen
de un grado de gloria a otro, y todo esto viene del Señor que es el Espíritu,
escribe Pablo en 2.8 Corintios 3:17 y ss., indicando el método divino de
aplicación de las verdades éticas. Este es el principio vivificador de la ética
cristiana, asistida por la Revelación objetiva de la Palabra de Dios y
confirmada en el corazón del creyente por el Espíritu de libertad.
***
III.
Por una «ética de situación» bíblica
«Llegar a una decisión
personal ‑escribe William Lille‑ debe ser en todo caso la característica del
andar cristiano. La Cristiandad Evangélica ha reconocido siempre la
importancia de la decisión personal. Sin embargo, hemos tenido la tendencia de
limitar ‑inconscientemente‑ el valor de la decisión a aquel acto de resolución
suprema cuando confiamos en Jesucristo como Salvador único y perfecto. No
existe duda alguna en cuanto a la trascendencia e importancia de esta decisión,
pero tampoco debemos olvidar el hecho de que el cristiano tiene, además, muchas
otras decisiones que hacer en su vida. Esta no es la única. En su vida privada,
en las relaciones dentro de su comunidad, y aun en ámbitos más amplios, el
creyente tiene que enfrentarse constantemente con muchas situaciones que
exigen una decisión. Eludirlas significa, en realidad, tomar una actitud pues
equivale a decidir «no hacer nadan en
las coyunturas que nos solicitan. Así pues, tomar resoluciones y obrar en
consecuencia es parte fundamental de la disciplina de la vida cristiana; por
medio de estas decisiones, en situaciones concretas, el cristiano crece en madurez
de carácter, en sensibilidad de corazón y hasta en semejanza con su Señor. Se
sigue de lo que acabamos de decir que no todos los cristianos deberán obrar de
igual manera en cualquier circunstancia; un creyente puede tomar una decisión
que, en situación distinta, sería también distinta»[51].
La paciente confrontación
que cada cristiano debe hacer frente a los problemas morales de su tiempo no
significa que haya de minimizar el contenido de la Ley divina, absoluta, única
y eterna. Equivale, más bien, a proclamarla y a vivirla, luego de haberla
interpretado correctamente para cada circunstancia. No se trata de una
concesión al espíritu del mundo, como pretende la escuela de Van Buren‑HamiltonAltizer‑Fletcher‑Cox,
sino del camino de nuestra obediencia a la Palabra de Dios en la libertad con
la que Cristo nos hizo libres (Mateo 18:19).
La comparación de algunos
pasajes ‑aparentemente en contradicción‑ con otros de la Escritura puede
ofrecernos valiosos ejemplos de esta ética de situación» que propugnamos, una
ética de situación auténticamente cristiana.
E1 apóstol Pedro aconseja
a los creyentes de su tiempo que den razón de su fe con humildad y cortesía:
«estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia
ante todo aquel que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros»
(1ª Pedro 3:15). En contraste con esta
actitud, aprendemos que los profetas del Antiguo Testamento utilizaban, a
veces, la burla y el escarnio para presentar su mensaje y avasallar a sus enemigos.
Un ejemplo elocuente nos lo ofrece Elías ante los seguidores de Baal. El texto
bíblico reza así: KY aconteció al mediodía (visto el fracaso de los idólatras)
que Elías se burlaba de ellos diciendo: Gritad en alta voz, porque dios es;
quizás está meditando, o tiene algún trabajo, o va de camino; tal vez duerme y
hay que despertarle» (1ª Reyes 18:27;
cf. Isaías 44:9‑20, 45:20, 21; Jeremías 7:10, 10:1‑17). Ciertamente, una
manera de plantear el problema de armonización de ambos grupos de textos sería
situarlo dentro del marco de cuestiones que sugiere la relación Antiguo ‑
Nuevo Testamento. No obstante, la respuesta que obtendríamos sería sólo
parcial y muy limitada, si bien importante y nada desdeñable. Pero las
diversas actitudes de Pedro y Ellas no se resuelven diciendo simplemente que
los profetas vivían bajo la Ley y los apóstoles bajo la gracia. Algo hay de
verdad en ello, pero desgraciadamente cuando se apunta a la diferencia entre
Ley y Evangelio suele hacerse hoy en nuestros círculos a remolque del radicalismo
dispensacionalista, con gran superficialidad y sin ideas claras de la profunda
armonía que une a ambos Testamentos, incluso dentro de sus distinciones. El
mejor antídoto de este enfoque parcial es la obra de E. F. Kevan La Ley y el Evangelio. Pero, volviendo a
nuestra cuestión, diremos que la explicación más convincente de las dispares
reacciones de Pedro y de Elías la hallaremos en el contexto de circunstancias
y ambientes ‑es decir, de situaciones‑ que se producen en ambos casos. Ello implica,
desde luego, la comprensión del valor histórico y progresivo de la Revelación y
de la función de cada Pacto en la economía reveladora y salvadora de Dios.
Los apóstoles vivieron en
el tiempo de la plenitud de la Revelación y la redención. Ambas fueron consumadas
por Cristo en sus días (Hebreos 1:1 y ss.). Esta es la ventaja primordial que
tuvieron sobre los profetas del Antiguo Testamento, como se desprende del
testimonio del mismo apóstol Pedro en su Primera Carta 1:10‑12. La perspectiva
apostólica era más amplia y más completa. Por otro lado, los creyentes del
primer siglo no tenían que habérselas con la cerrazón y obstinación de los
sacerdotes de Baal, pese a la intolerancia y la persecución que vendrían luego
sobre la Iglesia naciente.
Radicalmente distinta es
la situación en tiempos del rey Acab. La custodia de la Revelación, que, no lo
olvidemos, Dios encomendó a la descendencia de Abraham (Romanos 3:2), se
hallaba en peligro extremo por causa de las intrigas de Jezabel y sus
protegidos, los profetas de Baal. El hecho de que Dios no se oponga al
exterminio de estos profetas idólatras marca un paralelo entre su destino y el
de los habitantes de Canaán en tiempos de la conquista de Josué. Incluso,
remontándonos más hacia el pasado, podríamos hallar también semejanzas con la
destrucción de Sodoma y Gomorra. En todos estos casos se da la misma
obstinación frente al mensaje de Dios: no sólo es la cerrazón ante la voz
divina sino el violento deseo de acallarla, falsificarla o destruirla. Dios, pues,
decreta el fin de esas gentes para no tener que contemplar el fin de su
testimonio y de su salvación en el mundo.
Cuando los seres humanos
pecan contra el Espíritu Santo, ya no queda esperanza para ellos. Cuando el
colmo de la maldad llega a su cenit, el hombre deja de tener derecho a la
existencia (Génesis 15:16). Usar entonces la burla puede ser un postrer acto de
misericordia, una última compasión concedida a quienes perdieron ya todo
derecho a la piedad y a la vida de Dios. Acaso, frente a la mofa y abocados a
una suerte absurda, despierten a tiempo, en el último instante. El escarnio,
por su misma naturaleza dolorosa, puede actuar como incentivo para hacer
reaccionar al impenitente y abrir los ojos de su ceguera espiritual. Emplear
el mismo método en la Roma, o Filipos, o Corinto, del primer siglo, hubiera
sido no sólo falta de tacto y de amor, sino ignorancia del momento, y el
estadio, en que se hallaba la Revelación «venido el cumplimiento de los
tiempos».
A1 juzgar sobre algunos
pasajes del Antiguo Testamento, se olvida demasiado a menudo que Israel fue
llamado expresamente por Dios para recibir, guardar y transmitir el
conocimiento redentor del Dios único, en medio de un mundo y de unas civilizaciones
atraídas casi irresistiblemente por la idolatría y todas las formas de
crueldad que casi siempre ésta comporta. En la «situación» vivida por Elías,
el antagonismo tenía que presentarse con un radicalismo que no admitía
matices. La Revelación estaba en proceso de formación y muy lejos, todavía, de
su total cumplimiento. Su curso no podía ser interrumpido, y menos por quienes
habían llegado al «colmo de la maldad» y al grado máximo de resistencia frente
a las invitaciones divinas. Pedro y los demás apóstoles, la Iglesia del primer
siglo y, luego, la Iglesia postapostólica de todos los tiempos, hasta que
Cristo vuelva, vivimos en la plenitud del cumplimiento de la salvación y la
Revelación que la proclama y garantiza. El canon ha sido cerrado, los sesenta y
seis libros de la Escritura han sido ya escritos y todas las generaciones
disponen de este espejo de la Palabra de Dios para contemplarse y salvarse.
Ahora, Dios puede aplazar el castigo de los rebeldes y contumaces hasta el
último día; ya no hay prisa. El Juicio final aguarda y en él las cuestiones pendientes
serán zanjadas. Mientras tanto, el testimonio de la Biblia sigue su trayectoria
y se desparrama por los caminos del mundo y los siglos de la historia.
Otra muestra interesante
y posible para una «ética de situación bíblica» nos la ofrece la comparación de
los censos del libro de Números y los llevados a cabo por David. En el primer
caso, Dios mismo ordena a Moisés que proceda a realizar las estadísticas de
todo el pueblo, para saber, sobre todo, los hombres de que disponían para la guerra,
así como el número de levitas disponibles para el culto y la enseñanza
(Números 1‑5). En cambio, el censo efectuado por David, y también con fines
militares muy particularmente (2ª
Samuel 24:1‑25; 1ª Crónicas 21:1‑27),
mereció la reprobación divina. El problema no estriba en averiguar si es
licito o no el hacer censos. Lo que explica la diferencia entre ambos censos es
la motivación que los impulsó. El gran escritor T. S. Elliot tenía razón cuando
afirmaba que es posible hacer lo que debemos hacer, pero por motivos falsos.
El impulso de David no venía de Dios y se insertaba en una situación que
revelaba su afán desmesurado de conquista, de gloria militar, de orgullo y de
vanidad, sin tener en cuenta para nada los planes de Dios. Buscaba la promoción
de su propia gloria y no la gloria de Dios. De ahí que el censo de Números
fuera correcto y el registrado en 1ª Crónicas no lo fuera.
Si es verdad que «Jehová
mira el corazón» (1ª Samuel 16:7), entonces cada situación en la que nos
encontremos y en la que hayamos de realizarnos adquiere un sentido peculiar y
singular. Porque cada situación se convierte en un «test» que Dios nos hace.
La enseñanza de Jesús
indica una parecida orientación.
En varias ocasiones,
Jesucristo dirigió una misma pregunta a diferentes grupos de dirigentes judíos:
« ¿No habéis leído...?»
En Mateo 12:3‑5 da una
réplica a los fariseos que se quejaban de lo que hacían sus discípulos: arrancar
espigas en sábado. En su respuesta, Cristo plantea la temática moral que bien
pudiéramos decir se rige por una cierta «ética de situación». Para ello,
recurre a la lección del pasado, en que ya los grandes hombres de Dios
resolvieron ciertos problemas de conducta a tenor de sus respectivas
situaciones: David, que comió los panes del templo (1ª Samuel 21:6), y los
sacerdotes de este mismo tabernáculo, quienes ‑debido a su «situación»
específica‑ no podían cumplir al pie de la letra ciertas prescripciones legales
(Números 28:8,10). «¿No habéis leído estos eventos en la Escritura ...?»,
pregunta Jesús a quienes hacían la crítica de la libertad con que los suyos
andaban.
En Mateo 19:4, Jesús
contestó una pregunta acerca del divorcio. El use que Cristo hizo de un texto
del Génesis (1:27) significa que para él la voluntad del Padre, del Creador,
para sus criaturas es perennemente la misma en toda circunstancia y lugar. El
pasaje citado por Jesús revela un pensamiento divino formulado por Dios en el
momento de la Creación. Este pensamiento, no obstante, es válido tanto para los
judíos contemporáneos de Jesús como para la pareja del Edén. De manera que la
«situación» puede ser, a veces, importante para orientar nuestras actitudes,
pero no tanto para que ella haya de regirlas por encima a independientemente de
toda otra norma. El algún caso, la situación podrá orientar, pero nunca será la
que deba determinar la conducta a seguir. Los pensamientos de Dios en orden al
hombre, su criatura, son la más alta norma por la que éste debe encauzar sus
pasos.
Las varias controversias
sostenidas con los fariseos sobre la cuestión del sábado nos enseñan, por otro
lado, que la Ley divina no es algo estático, sino que debe ser puesta en
práctica dinámicamente y con imaginación santificada a iluminada por el
Espíritu Santo.
La Ley divina es para el
hombre, para su promoción; para protegerlo, para liberarlo y para elevarlo.
Todo lo que se oponga a la voluntad divina para el hombre será erróneo y
perjudicial. De ahí que Jesús tuviera que recordar que «el sábado fue hecho
para el hombre y no el hombre para el sábado».
Para Dios lo importante es la calidad de la obediencia
que se le presta. La ofrenda de la viuda tuvo gran valor a los ojos de Dios,
por toda la carga de amor y consagración que llevaba. De igual manera, cabe
preguntarse si el diezmo ‑por el que se guió Israel en su política de ofrendas‑
vale siempre para el cristiano como una pauta a seguir. Casos habrá en que dar
el diezmo sea quizás algo muy parecido a robarle a Dios, mientras que, en otras
ocasiones ‑y pensamos en las regiones subdesarrolladas del mundo‑ la mitad del
diezmo será cosa de mucha estima para el Señor.
Los relatos evangélicos
muestran claramente que Jesús se refirió, por un lado, a las Escrituras de manera
muy concreta para determinar la conducta de los creyentes en todas las grandes
cuestiones de la vida y de la muerte, para resolver todo problema humano, para
encontrar el deber cristiano en medio de toda problemática terrena, en toda
situación y circunstancia. Y, por otro lado, comprobamos cómo Jesús ‑sin
reducir en lo más mínimo el valor de esta norma escriturística‑ enseñó con su
ejemplo que la Palabra de Dios debe ser aplicada a cada situación para
discernir el propósito último de Dios es cada coyuntura de la vida y de la
historia de los hombres. De ahí que fuera posible al Maestro darnos un breve
resumen ‑exhaustivo al mismo tiempo‑ de toda la Ley: amar a Dios y amar al
prójimo con afecto indisoluble. Todo lo demás debe ser comentario,
explicitación de esta norma áurea y, sobre todo, aplicación y puesta en
práctica de ella, usando la libertad con imaginación, con dinamismo, dentro de
la fidelidad y el amor a la Palabra de Dios.
Esta combinación de
fidelidad inquebrantable a la Ley divina y de santa libertad en el Espíritu de
Cristo para aplicarla en cada situación concreta de la vida la hallamos
igualmente en la enseñanza apostólica.
«Todo me es lícito, mas
no todo conviene» (1ª Corintios 10:23 y
ss.), asevera el apóstol Pablo. Es decir, que el cristiano responsable irá más
allá de la Ley incluso con tal de ser útil a su prójimo y a su hermano. El
creyente consagrado es capaz de imponerse ciertos yugos si con ello logra
establecer una relación que le permita dar un más eficiente testimonio del
Evangelio. Se sigue que esta «ética de situación apostólica», lejos de dar pie
a la arbitrariedad, o al libertinaje, requiere, por el contrario, una más
absoluta comprensión y discernimiento de la voluntad divina para con el hombre,
en orden a su salvación y a su promoción.
El amor, como norma
suprema, define esta ética de situación. Pero, a diferencia de los modernos promotores
de la moral radical, el amor tiene un objetivo claramente determinado: el
cumplimiento de la voluntad revelada de Dios (Romanos 13:10). Porque se trata
de un amor cuyo valor y contenido vienen dados por Dios mismo. Y, ‑precisamente,
por venir de Dios y expresar la esencia del carácter divino, el amor al que
está llamado el creyente es inexcusable y constituye la más alta línea de su
vocación ética: «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas... y si repartiese
todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para
ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve...» (1ª Corintios 13:1‑13). El amor es la medida de
la calidad de nuestra conducta; es el termómetro de nuestra moral y lo que
expresa, en última instancia, el valor de nuestra ética. Pero no se trata de
.un amor cualquiera, sino de aquél cuya definición nos viene dada por Dios
mismo; es el amor que el Espíritu Santo derrama en el corazón de los hijos de
Dios (Romanos 5:5) y que ha quedado explicitado en las Sagradas Escrituras.
La «ética de situación
bíblica» centra nuestra atención en las motivaciones ocultas del alma. Ya en el
Sermón de la Montaña, Cristo pone todo el énfasis en las intenciones del
corazón. Dentro de esta misma línea cabe interpretar las palabras de Pablo:
«todo lo que no es de fe, es pecado», al término de un capítulo (Romanos 14:23)
que desarrolla lo que venimos llamando ética de situación bíblica, en relación
con los débiles en la fe y la tolerancia y el amor que debemos tenerles. La
misma actitud toman los apóstoles en lo que concierne a las comidas, las fiestas
y demás cosas que pudieran provocar escrúpulos de conciencia, recomendando una
santa libertad en el Espíritu, presidida por el amor (1ª Corintios 8) y una
diligencia, no menos santa, en enseñar los postulados esenciales de la
Revelación. Y todo ello dentro de una armonía y un equilibrio que, precisamente
por ser de Dios, sólo en muy raras ocasiones ha acertado a vivir la Iglesia en
su plenitud. Al corazón humano le es más fácil caer en alguna de las
tentaciones extremas: el antinomianismo o el legalismo, la superficialidad o
la escrupulosidad enfermiza, el sentimentalismo moralizante o el puritanismo
inflexible y sin alma.
Nos creemos, pues,
autorizados a sostener que la Biblia avala una cierta ética de situación. Como
el mandamiento antiguo de amar al prójimo que el Evangelio convirtió en
«nuevo», así nuestra ética bíblica pudiera también ser denominada nueva moral
en la medida en que desconocemos y hemos de volver a aprender la vivencia de
la eterna voluntad divina para nuestra vida y obrando en nosotros. La ética de
situación bíblica nos libra tanto del literalismo farisaico como de la
libertad arbitraria, nos arranca de nuestras estrecheces y nos guarda de la
nueva moral».
Acabamos de apuntar
algunos ejemplos de lo que pudiera ser una « ética de situación bíblica»,
sacados de la cantera inagotable de inspiración y enseñanza de la Escritura.
Hemos abierto un camino que, ahora, deberíamos andar todos.
Hemos de precavernos, sin
embargo, del use superficial o precipitado de la Biblia. Es menester acercarnos
a la Palabra de Dios con respeto, en términos
teológicos. Significa
ello que hemos de desarrollar una exégesis seria y no deducir demasiado a la
ligera conclusiones precipitadas. Cada texto debe ser interpretado a la luz de
su contexto histórico, literario y teológico, para luego desentrañar su sentido
perenne. En medio de situaciones distintas a las de nuestra época, Dios reveló
en el pasado sus grandes principios eternos que nunca envejecen. Toca a
nosotros el hallar el mensaje que todavía hoy dirigen al hombre moderno. Por
otro lado, la complejidad de nuestra civilización nos plantea problemas que no
se hallan explícitamente tratados en la Biblia; de ahí que su solución, si
quiere ser inspirada por la Escritura, haya de buscarse por métodos exegéticos
y teológicos muy rigurosos.
Las varias declaraciones
de las Iglesias Protestantes sobre el problema demográfico y el control de la
natalidad, demuestran cómo es posible hallar respuestas bíblicas a problemas
que no tenía planteados explícitamente el mundo bíblico.
Existen, por otro lado,
algunas verdades reveladas en las Escrituras que todavía no han recibido la
atención, el estudio y el interés que merecen. Tal vez porque todavía no se ha
presentado aquella situación óptima que las haga relevantes para los hombres.
A medida que se dan nuevas coyunturas, la conciencia del pueblo de Dios
despierta a su vocación de anunciar, no sólo una parte, sino «todo el consejo
de Dios».
Otros problemas, como las
relaciones Iglesia ‑ Estado, y la vocación secular del testimonio cristiano,
por ejemplo, si bien son arrastrados desde hace siglos, parecen no hallar un
claro consenso de unanimidad. ¿Será porque la historia eclesiástica ‑y la
profana, entrelazadas‑, con todo el peso de sus tradiciones, puede más que los
claros principios bíblicos? Aunque el mundo no la espere, necesita la respuesta
evangélica, bíblica ‑tal como se esfuerzan en dar hombres corno Hans Bürki,
Jacques Ellul, Francis A. Schaeffer, Samuel Escobar, René Padilla, Pedro Arana,
etc.‑ a los problemas candentes con que se enfrenta nuestra sociedad: la
violencia, el choque de las generaciones, la sociedad de consumo, la amenaza
tecnológica a la libertad personal, etc.
En la medida que seamos
fieles a la Palabra de Dios y sepamos discernir las señales de nuestro tiempo,
en esta medida estaremos en el camino de las soluciones éticas.
«El amor de Jesús ‑ha
escrito W. Lille[52]‑
no es solamente un modelo a seguir, una estrella que nos conduce a grandes
profundidades de emoción religiosa, sino algo muy práctico, muy concreto y bien
referido a este mundo. No hay esfera de la vida en la que este amor no pueda
hallar expresión. Negarlo sería casi como cometer el pecado imperdonable,
pues equivaldría a poner límites al amor de Dios.»
La plegaria del apóstol
viene al caso, hoy como siempre
“Y esto
pido en oración: que vuestro amor abunde más y más en ciencia y en todo conocimiento,
para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros a irreprensibles para
el día de Cristo» (Filipenses 1:9, 10).
***
[1] Ildefonso Lobo, L a Moral en crisis, en «Questions de Vida Cristiana», núm. 40 (en
catalán). Editorial Estela,
Barcelona, 1968, p. 16.
[2] Erich Fromm, Per a una ética humanistica (en catalán), Edicions 62, Barcelona,
1965.
[5] «La Ley, pues, está siempre en
favor del hombre, a su lado, y es esencial a su verdadera libertad. La Ley
moral no es simplemente una prueba de obediencia sino que es también una
revelación de la realidad eterna. E1 hombre no puede perderse para Dios sin que
se pierda al mismo tiempo para sí mismo .. La Ley es tanto la expresión del
amor como de la santidad ...; la posesión de la Ley constituye un privilegio
tan feliz que su violación es una injuria al ser humano, tanto como a Dios ...;
no hubiera sido propio de la bondad de Dios dejar al hombre sin Leya; ¡bid., pp. 34 y 35.
[6] C. van Ouwerkerk, Secularidad y Etica cristiana, en
«Concilium», núm. 25, p. 282.
[7] John A. T. Robinson, Honest lo
God, London
1963, páginas 115‑116. Existe
traducción castellana de Ediciones Ariel ‑Sincero
para con Dios‑, pero nuestra cita es den original inglés.
[8] Op. cit.,
pp. 117‑120. Cf. J. Fletcher, Situation
Ethics, the new Morality, den que existe versión castellana, Ética de situación, publicada por
Ediciones Ariel.
[9] Paul Ricoeur, Demythiser i'Acussation, en «Actes du Colloque de Romen, 7 y 12‑1‑65,
París, Aubier, pp. 48‑65.
[10] R. Kwant, católico, citado per C.
van Ouwerkerk en op. cit., p. 282
[11] John A. T.
Robinson, Honest lo God, p. 121.
[12] Cf. Ernest F.
Kevan, op. cit., p. 30.
[13] Op. cit., p. 307.
[14] Cf. Honest lo God, p. 81 y
ss.
[16] C. van Ouwerkerk, op. cit., pp. 308
y 309.
[21] Kenneth Hamilton, op. cit., p. 51.
«La metáfora de la
"muerte" de Dios es muy adecuada cuando la idea que se tiene de Dios
es simplemente una hipótesis, el "Dios‑hipotético" o "la
hipótesis llamada Dios". Así, cuando uno propone una nueva hipótesis, las
ideas previas agonizan hasta que mueren. William James solía decir que las
elecciones en la esfera de las lealtades religiosas quedan encerradas en el
dilema "opciones vivas ‑ opciones muertas", y que cuando la elección
es entre varias opciones muertas ello significa que las creencias religiosas
han cesado de ser algo atractivo.
»Tillich consideraba al
Dios sobrenatural como una opción muerta para el hombre moderno y explicaba que
Nietzsche tenía razón cuando afirmaba que el Dios que le hizo un objeto debía
morir. No es fortuito que William Hamilton y Thomas Altizer dedicaran su Teología radical y 1a muerte de Dios a
la memoria de Paul Tillich. Nadie ha hecho más que Tillich para establecer la
creencia de que lo que el hombre moderno necesita es una "hipótesis de
Dios" para conjugar con los modernos conceptos sobre el mundo. Esta
creencia conduce inexorablemente a la "muerte" del Dios del
cristianismo histórico, el cual se halla por encima del mundo y por encima de
todos los conceptos humanos sobre el mundo. Sin embargo, Tillich no encontró
ninguna razón válida para el empleo del slogan "Dios ha muerto". En
parte es una cuestión de temperamento y en parte la peculiaridad de su propio,
y particular, concepto religioso del mundo lo que le diferencia de los
"ateos cristianos". Decia: "He luchado contra el
sobrenaturalismo desde mis primeros escritos", pero su batalla se limitaba
al plano de la discusión académica. Tan seguro se hallaba en su convencimiento
de la que la palabra "Dios" era un símbolo universal para la fe en la
realidad última que estaba dispuesto a asumir que había más verdad que error en
cualquier use serio del símbolo, incluso allí donde la "distorsión"
sobrenaturalista de la fe era evidente. Muy particularmente, las afirmaciones contenidas
en sus sermones venían arropadas en un lenguaje deliberadamente escogido para
que las personas con muy diferente comprensión del ser de Dios y de la
naturaleza de las creencias religiosas no se sintieran ofendidas en su
particular nivel de fe.» Op. cit., pp. 56
y 57. Esta observación de K. Hamilton es evidente, por ejemplo, en el libro
Cuando se conmueven los cimientos de la
Tierra.
[22] Salvador Paniker, artículo Un debate, en «La Vanguardia» de
Barcelona, del 28‑4‑68.
[24] Citado por C. van Ouwerkerk, op.
cit., p. 292.
[25] Alan Richardson, Religion in
contemporary debate, London
1966, pp. 17‑29. Existe
traducción castellana, El debate
contemporáneo sobre la Religión, Ed. Mensajero, Balbao, 1968.
[26] Altizer, citado por C. van Ouwerkerk
en op. tit., pitginas 155‑156. Cf. crftica de K. Hamilton en God is
Dead: the anatomy of a slogan, Eerdmans,
Grand Rapids 1966, pp. 61, 65 y 66.
[27] C. van Ouwerkerk en op. cit., pp.
294 y 295. Cf. también Francis A. Schaeffer, Huyendo de la razón, Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona,
1969.
[28] Samuel Escobar, Decadencia de la Religión, en re vista
«Certeza», núm. 37, julio‑septiembre 1969, pp. 159‑150.
[29] Cartas y apuntes de 1a
prisión, fragmentos
publicados por la revista «Cuadernos Teológicosx, núm. 17, Buenos Aires, 1956,
p. 53, citados por S. Escobar en su trabajo ¿Fundó
Cristo una Religión?, en «Certeza», núm. 38, octubre‑diciembre 1969,
[31] Citado por ¡bid., de Beyond Religion de
Daniel Jenkins, Londres, 1962. CL
Cristología y cristianismo no religioso en D. Bonhoefjer, en revista
«Selecciones de Teologia», de S. Cugat (España), octubre‑diciembre de 1970, pp. 291‑302.
[32] Harold 0. J. Brown, Post and
Pre Christianity, en el «I.F.E.S. Journal», núm. 23, 1970, p. 35.
[33] Kenneth Hamilton, God is Dead, p. 33.
[34] Ibid., p. 38.
[38] Harvey Cox, La ciudad secular, Peninsula, Barcelona, 1969, p. 39.
[39] K. Hamilton, God
is Dead, p. 52.
[40] Paul Tillich, Cuando se conmueven los cimientos de la Tierra, Ediciones Ariel,
Barcelona, 1967.
[41] Cf. Hans Bürki, El cristiano y el mundo, Ediciones
Evangélicas Europeas, Barcelona, 1971. También el «International Reformed
Bulletinx. Pedro Arana, Progreso, técnica
y hombre, Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1971.
[42] «Cómo las nuevas
teologías conducen lógicamente a la idea de la "muerte de Dios" para
que el hombre pueda sentirse libre, se pone de manifiesto en los comentarios de
Harvey Cox sobre el "ateísmo cristiano". Al leer La ciudad secular, con sus muchas apelaciones a la "teología
bíblica", sus referencias al Dios que guió a Israel y se reveló en
Jesucristo, podríamos imaginar que este autor ‑aunque halle dificultades y
tenga dudas sobre su capacidad para dar un nombre a Dios, ahora‑ debe creer en
un Dios realmente vivo. No obstante, es evidente que también él desea la muerte de Dios. En un
ensayo titulado The Death of God and the
Future of Theology (La muerte de Dios y el futuro de la teología),
publicado en una antología, The New
Christianity (Ed. William R. Miller, 1967), escribe Cox:
«La
"muerte de Dios" señala el colapso del orden estático y de las
categorías fijas por medio de las cuales los hombres se han entendido a sí
mismos en el pasado. Abre el futuro de una manera nueva y radical... La
comunidad de la fe... debe clarificar las opciones de vida o muerte que se le
abren al homo sapiens, debe dedicarse
completamente a la humanización de la ciudad y del cosmos, manteniendo viva la
esperanza de un reino de justicia racial, de paz entre las naciones y pan para
todos. No deberíamos llorar jamás porque haya muerto dios. Un dios que puede
morir no merece lágrimas. Más bien deberíamos regocijarnos porque, liberados,
asumimos ahora nosotros mismos .la tarea de diseñar un futuro hecho posible, no
por algo que "es% sino por "lo que viene"> (p. 388 y ss. ;
también en On not Leaving it lo the
Snake, pp. 12‑13; traducción española: No
lo dejemos a la serpiente, Ediciones Península, Barcelona, 1969).
Podemos
sacar, al menos, tres conclusiones de este comentario. En primer lugar, dado
que las afirmaciones respecto a Dios vienen mezcladas con nuestra propia
comprensión de nosotros mismos, la palabra "Dios" para Cox significa
lo Absoluto de una metafísica, la forma de un concepto del mundo. Afirmar que
"Dios ha muerto en nuestra generación", significa la quiebra de un
Ser metafísico ("categorías fijas") y señala la necesidad de una
metafísica del Devenir para poder contemplar el universo como un proceso que va
revelando su sentido. Dios es una entidad metafísica; solamente esta entidad ‑siendo
un proceso‑ puede ser descrita específicamente como el solo final absoluto.
Nada "es"; únicamente "algo que viene". En segundo lugar,
la Iglesia, o comunidad de la fe, es el homo sapiens religiosamente organizado
para inquirir acerca de las necesidades del homo sapiens, demostrando que el hombre no sólo vive de pan, sino de la
fe que le asegura vive solamente de pan. En tercer lugar, el Dios trascendente
ha sido un enemigo a quien nunca debimos de haber acatado, ya que nos oprimía.
Lo creamos como resultado de una falsa metafisica. Y todavía se infiere una
cuarta conclusión de esas tres. Si no podemos llorar por un Dios que ha muerto,
sería poco sabio alegrarse por cualquier Dios que viene a sustituir y suceder
al muerto. Un Dios que viene a suplantar a la divinidad muerta no es probable
que tenga larga vida tampoco. Serla bastante torpe por nuestra parte el esperar
la llegada de un Dios sin nombre "que viene", algo a5í como un Santa
Claus con su bolsa llena de regalos para los chicos que se han portado bien...»
Kenneth
Hamilton, What's new in Religion, pp.
145 y 146.
[43] Jacques Ellul, Fausse
présence au monde moderne, Les Bergers et les Mages, Paris.
Propagandes, A. Colin, Paris, 1962.
La technique ou 1'enjeu du siécle, A. Colin,
Paris, 1954.
Le vouloir et le faire, Labor et Fides, Genéve 1969.
The Meaning of the City,
Eendmans, Grand Rapids 1970.
[45] Citado por Leon Morris, The
Abolition of Religion, Inter‑Varsity, London
1965.
[46] J. I. Packer, Keep Yourselves
f nom. Idols, London.
1963. Cf. E. L. Mascall, Up and Down in
Aria, London
1963.
[47] Cf. E. Kevan, op. tit.
[48] J. Blank, Moral moderna y Nuevo Testamento, citado en «Concilium», cit. p.
196.
[49] Leon Morris, op. cit., p. 13.
[50] J. Blank, op. cit., p. 201.
[51] William Lillie, The Law of
Christ, London
1965, páginas 17 y 18.
[52] Ibid., p. 119.
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