Iglesia, Sociedad y Ética Cristiana - Recursos Cristianos

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martes, 10 de noviembre de 2015

Iglesia, Sociedad y Ética Cristiana




José María Martínez --- José Grau

I. Iglesia y Sociedad --- José M. Martínez
·         Introducción
·         Capítulo 1: Algunos conceptos y movimientos sociológicos difundidos en nuestros tiempos
·         Capítulo 2: El concepto bíblico del mundo
·         Capítulo 3: La paradójica posición del Cristiano respecto al mundo
·         Capítulo 4: La necesidad de un cristianismo integral
II. ¿Una nueva moral? --- José Grau
·         Introducción
·         Capítulo 1: La nueva moral
·         Capítulo 2: Las exigencias de la ética bíblica





Iglesia, Sociedad y Ética Cristiana
José María Martínez  --  José Grau




PROLOGO

Las corrientes de opinión religiosa y sociológica suelen llegar a España con cierto retraso ‑así ocu­rría, por lo menos, hasta hace poco tiempo‑ y, tra­tándose de la comunidad evangélica, sus efectos se perciben dentro de Iglesias cuyos miembros no han tenido jamás la oportunidad de examinar por sí mis­mos las fuentes de donde proceden. Creemos que la ALIANZA EVANGELICA ESPAÑOLA obra acerta­damente al publicar algunas de sus características conferencias de orientación cristiana en forma de pequeños volúmenes ‑dentro de la colección «Pen­samiento Evangélico» que publica EDICIONES EVAN­GELICAS EUROPEAS‑ y que sustituyen a los an­tiguos «Cuadernos» que apenas hacían impacto fuera de los círculos de amigos de la Alianza.

Los dos estudios de este volumen, que se deben a las autorizadas plumas de José M. Martínez, pre­sidente de la ALIANZA EVANGELICA ESPAÑOLA, y de José Grau, vicepresidente de la misma y autor ya muy conocido como historiador eclesiástico y por sus penetrantes análisis del pensamiento religioso moderno, se basan en dos temas de gran actualidad: «Iglesia y Sociedad» y «¿Una nueva moral?» ‑que examina la llamada «ética de situación», asociada con los nombres de Robinson, Van Buren, Altizer, etcétera‑. El trazo de unión entre ambos ensayos viene a ser la actualidad de los mismos, ya que los conceptos que se estudian influyen poderosamente en la formación mental y moral no sólo de quienes se llaman «cristianos», sino también en personas que sin ser creyentes se interesan por las corrientes modernas del pensamiento teológico y filosófico occi­dental. Los autores de los libros que plasman los nuevos postulados morales y sociales son considera­dos, además, como los adalides más destacados del pensamiento teológico «protestante» actual. De ahí que se nos ofrezcan argumentos anticristianos apo­yados por declaraciones de «teólogos cristianos».

Quizá podamos discernir otra relación entre los dos ensayos que no es tan evidente, pero que real­mente existe. Quienes han adoptado como norma de conducta la «ética de situación», llamándola, quizá, «el amor en determinada situación» ‑y que, muy a menudo, quiere decir simplemente «el ego disfrazado y disimulando sus impulsos con el nombre de "amor" en determinadas circunstancias»‑, quisieran justifi­carse por medio de obras sociales que sirvan de bálsamo para la conciencia que todavía funciona en ellos. Esto, a pesar de todos los sofismas empleados para denunciar los mandamientos divinos como una imposición arbitraria sobre el hombre, imposición que hoy día resulta ya desfasada a innecesaria.

Quienes pregonan el «evangelio social» deberían recordar que no es nueva la observación de que no sirve predicar el Evangelio a un hombre hambriento. Los pioneros del gran movimiento misionero iniciado por Carey ‑y que llegó a su apogeo en las postrime­rías del siglo XIX y principios del XX‑ comprendían perfectamente este principio. Para ellos, sin embar­go, quería decir, en esencia, que el predicador com­partiera su pan con e1 hambriento y que luego le predicara el Evangelio. No había sustitución de un Evangelio que anunciaba 1a salvación del alma por otro que ofrecía ayuda al cuerpo y la mente solamen­te, sino una acción combinada y complementaria del testimonio cristiano y de obras de amor. ¿Cuál fue el origen de la mayor parte de hospitales, leproserías, colegios y universidades en el centro de África y en amplias regiones de la India? ¿No fue obra de los misioneros ‑casi todos «conservadores» en teología‑, quienes dieron forma escrita a centenares de idiomas, haciendo posible la lectura bíblica, pero colo­cando también el fundamento de la literatura y la cultura de los países nuevos? Este hecho ha sido reconocido en varias ocasiones por el presidente Kaunda de Zambia. ¿Quiénes abrieron clínicas, con increíbles esfuerzos y sacrificios, procurando su pro­gresivo desarrollo para convertirse luego en hospita­les y grandes complejos sanitarios modernos? Eran enfermeras misioneras, y luego médicos, movidos por el amor de Cristo, que predicaban el Evangelio como mensaje y como obra de misericordia. Desde luego, al mundo mercantil y político le importó poco la muerte de los africanos, después de producidos los primeros contactos regulares con hombres blancos. Sólo los esfuerzos de los dirigentes evangélicos lo­graron, por fin, la abolición de la esclavitud. En la actualidad, muchos de los colegios, universidades y hospitales se rigen por organizaciones estatales, o bajo su vigilancia, pero su misma existencia consti­tuye la mejor prueba de que los evangélicos, conser­vadores en teología, entendieron perfectamente que las obras ‑que hacen bien a todos‑ habían de acom­pañar a la predicación del Evangelio. La historia prueba que «el mundo» ha aprendido su filantropía de los verdaderos cristianos, y parece extraño que ahora los humanistas ‑y con ellos los teólogos radi­cales‑‑ les digan que han de identificarse con «el mundo» para ser « buenos testigos», toda vez que el mundo sigue dando muestras de impulsos satá­nicos que destrozan 1a imagen de Dios en el hombre.

El Sr. Martínez reconoce que en ciertos círculos evangélicos se ha dado un énfasis exagerado a los beneficios espirituales que ofrece e1 Evangelio, re­sultando en la formación de sociedades cristianas que querrían vivir, esforzándose en aplicar los pos­tulados del Nuevo Testamento, «separadas» del mun­do y adoptando ciertas modalidades que, en parte solamente, acertaban a reflejar el espíritu de la Igle­sia primitiva. Por otra parte, sin embargo, exhibían un marcado legalismo, apenas disimulado, al cual los miembros de estas comunidades habían de confor­marse, perdiendo así el contacto vital con el hombre del mundo. No vamos a defender en el Prólogo lo que el Sr. Martínez calibra con tan fino criterio en el texto, pero no podemos por menos de recordar que el apóstol Pablo se dirigía a «los santos» de Corinto, de Efeso, de Tesalónica, etc., y que «santos» quiere decir hombres y mujeres separados del mundo por el hecho de estar «en Cristo». La equivocación de ciertos evangélicos ha sido la de enfatizar tanto la pecaminosidad del hombre, que se han olvidado, has­ta cierto punto, de que el pecado en sí no es el rasgo definidor del ser humano, sino que por el contrario se trata de la mancha que estropea su humanidad. El prójimo ‑en el contexto que sea‑ ha de ser ob­jeto de intensa preocupación por parte del cristiano; por la doble razón de ser hecho a imagen de Dios y de ser objeto de la obra salvadora de Cristo. He aquí la base tanto para la predicación del Evangelio como para su manifestación a través de las buenas obras.

El éxito de la obra espiritual y social de Juan Wesley ‑con amplias repercusiones políticas que han sido reconocidas por los historiadores profanos‑ es­triba en este doble hecho, que el gran evangelista tomaba siempre en cuenta. El hombre del mundo, sin regenerar, podrá en un momento dado efectuar obras muy aceptables para la sociedad, pero, luego, en otro momento, se convertirá en un volcán que escupe violencia y maldad. El hombre salvado y regenerado podrá caer en acciones carnales que manchen su tes­timonio, pero, impulsado por el Espíritu Santo y conocedor de la voluntad de Dios mediante la Biblia, será restaurado y convertido en foco vital que irra­die amor y espíritu de sacrificio en beneficio de sus semejantes. Por lo tanto, cuantas más vidas rege­neradas se hallen en la sociedad, tanta más bendición espiritual habrá, con abundante multiplicación de buenas obras. Si el objetivo es conseguir el bien ma­terial del hombre dentro de una sociedad libre y disciplinada a la vez, el camino más corto para llegar a la meta es, precisamente, la predicación del Evangelio que resulta en la multiplicación de «focos de bien», vitalizados por el Espíritu Santo.

Todo movimiento que no se halla anclado en la Palabra de Dios, avanza según el ímpetu impuesto por su propio peso específico, sin hallar punto medio de estabilidad. Los teólogos liberales del siglo pasado «liberaban» al creyente de la sujeción a una Palabra de Dios inspirada y autoritativa en todas sus partes. De la cantera de la Biblia sacaban los textos que parecían apoyar su humanismo, disfrazado de cris­tianismo, presentando un retrato de Jesucristo que hacía de él el prototipo del hombre amable y civili­zado, de acuerdo con las ideas de la sociedad de entonces. Dos guerras mundiales y el resurgimiento del antiguo salvajismo atávico del hombre perdido, aun en medio de la «belleza» de la civilización occi­dental, dieron al traste con el tema del «progreso constante». El fracaso del hombre civilizado ‑sin ser regenerado‑‑‑ fue proclamado por los tremendos toques de trompeta de Karl Barth. Por desgracia, Barth no volvió a enfatizar la autoridad del texto bíblico, sino sólo el «momento» de revelación que se relaciona con la lectura del texto en casos indivi­duales. El existencialismo ‑del que se nutría Barth­ es incompatible con la autoridad que reclama una Revelación a base de proposiciones concretas y ob­jetivas, ya que el eje de la experiencia es siempre el hombre, a quien se erige como árbitro dentro de «su situación». Antes de morir, Barth pasó por la trágica experiencia de ver a sus discípulos precipi­tarse por las puertas que él había dejado abiertas, pese a su propio deseo de ver a todos sujetarse a la soberanía de Dios. Los llamados «críticos de la for­ma, con R. Bultmann y su escuela, no dejaron más que retazos de los Evangelios, presentando a un «Je­sús» que cada uno podía interpretar a su manera. El enlace entre el «Kerugma» (proclamación del Evangelio) de Pablo y los escritos de los evangelis­tas llegaba a ser tan tenue ‑siempre según estos teólogos‑ que la fe cristiana perdía su base histó­rica. ¿Nos ha de sorprender que el movimiento rela­tivista y humanista siguiera adelante después, como nave soltada de sus amarras y con todo el océano de las especulaciones humanas delante? Bultmann ha dejado ya de explicar un kerugma que discierne en las Epístolas, al mismo tiempo que deja casi en blanco las páginas de los Evangelios ‑por lo menos, pocos le escuchan‑ y llegamos a los distintos mati­ces de la teología de la «muerte de Dios».

     Hay quienes se aferran aún a la posibilidad del progreso humano, volviendo al humanismo de moda antes del año 1914; otros abandonan no sólo la Re­velación divina sino todo sistema filosófico que pre­tendiera explicar al hombre en relación con su pa­sado y su porvenir. Deslumbrado por los éxitos de la ciencia en la esfera material, el hombre se cree dotado de la madurez necesaria para dirigir la nave de su personalidad ‑esto cuando admite que existe tal cosa como personalidad‑ y vive momento tras momento al impulso de sus deseos «naturales» y pe­caminosos. Como insiste una y otra vez Francis A. Schaeffer, comete el error fundamental de destruir la «antítesis», es decir: las diferencias esenciales que existen entre lo que es y lo que no es, y ‑lo que importa para la tesis del Sr. Grau‑ entre lo bueno y lo malo. Si no hay normas divinas, entonces lo «bueno» será lo que yo estimo como tal en cualquier momento dado. Lo «malo» será aquello que no me interesa. No se trata de un retorno exacto a1 pragma­tismo de la escuela utilitaria, pues los adictos a aquel sistema procuraban, por lo menos, aquilatar e1 valor de las acciones en relación con el «bien común». En el existencialismo ‑que pocos entienden como filoso­fía (o antifilosofía)‑ es cuestión del «yo» actuando en un vacío moral teórico a intelectual, a solas con su «situación». En vista del diagnóstico bíblico del hombre pecador, que arrastra su existencia «debajo del sol», no ha de extrañarnos el que la infiltración abierta o disimulada de tales conceptos produzca un aumento alarmante de criminalidad y de delincuen­cia juvenil, y, lamentablemente, la inestabilidad de los jóvenes que han de dirigir la sociedad de ma­ñana.

Grau, dentro de la tónica de la autoridad bíblica, se expresa con moderación, sin destrozar el valor de sus argumentos mediante ataques exagerados. No hace caricaturas. Con todo, nos presenta un cuadro espeluznante que debiera hacernos volver con afán a la Biblia para deleitarnos a su clara luz que disipa el relativismo moral y nos coloca de nuevo ante el Dios Creador, Juez de todos los hombres, plenamen­te revelado en la persona del Señor Jesucristo.

En la última sección de su trabajo ‑titulada «Por una ética de situación bíblica»‑ nos anima Grau a sacar alguna lección positiva de las nuevas enseñan­zas. Aparte de su valor práctico, viene a ser un buen ejercicio de exégesis bíblica. El cristiano evangélico admite gustoso la autoridad de los mandamientos de Dios, hállense en e1 Antiguo o en el Nuevo Testa­mento. Con todo, sin incurrir en el relativismo de1 mero criterio humano, ha de estudiar «la. Situación» ‑cada situación‑ en que se trata de la aplicación de algún mandamiento específico. Se nos da, como ejemplo, la actitud del Maestro frente a los fariseos legalistas que criticaban a los discípulos porque éstos comían granos de trigo en sábado (Marcos 2:23‑28). La misma actitud se observa en todos los conflictos del Señor con los legalistas acerca de la manera de guardar el sábado y el significado esencial de esta institución divina. David, en circunstancias especia­les, pudo comer «pan de la proposición», reservado a los sacerdotes, porque no había otro. Los sacer­dotes ofrecían sacrificios en el Templo los sábados, y así «trabajaban» en el día de reposo, porque esta­ban sujetos a normas de categoría superior. Se es­bozan los principios de un tema muy interesante, que necesitaría desarrollo más amplio. Tal estudio ser­viría de antídoto contra los excesos del legalismo de «nuestros círculos» y nos ayudaría a comprender el valor de los mandamientos dentro del cuadro de una exégesis exacta. ¡Cuántos «problemas morales» del Antiguo Testamento hallarían su solución siguien­do esta pista!

Este libro no dejará satisfecho al lector que compra libros únicamente movido por la encuadernación o el diseño de la cubierta, pero será indispensable para aquellos hermanos que quieten otear los horizontes del «mundo religioso» de hoy, sabiendo que ciertos focos de ideas, por alejados que nos parezcan de las normas que rigen en nuestras Iglesias Evangélicas, terminarán por influenciar, directa o indirectamente, las actitudes de nuestros semejantes y de nuestros hijos. Que sepamos la verdadera naturaleza de lo que leen ellos y de lo que leemos nosotros, manteniendo la santa determinación de llenar nuestra mente con la sabiduría de Dios que nos ha enviado desde el cielo y que se encarna en el Verbo Eterno, hecho Hombre. Quedamos muy agradecidos a los autores por sus claros y bien equilibrados trabajos, recomendando su estudio a todos, y mayormente a quienes ejercen un ministerio pastoral, o de enseñanza, en las Iglesias.

Ernesto Trenchard


INTRODUCCION

En nuestros días se está acentuando la tendencia a resaltar la proyección social del Evangelio y la consiguiente preocupación que la Iglesia debiera sen­tir por los problemas temporales de los hombres. Esto no es un mal en sí, como algunos han llegado casi a pensar. Es una necesidad. Pero esa proyec­ción social del Evangelio, aislada del conjunto de la revelación bíblica, puede tener ‑y en algunos casos tiene‑ derivaciones que, en el fondo, son una mutilación del Evangelio. De aquí que debamos es­tudiar esta cuestión objetivamente, tratando de arro­jar sobre ella la luz de las Sagradas Escrituras. Sólo a ser los así la luz del mundo que somos llamados cristianos no se convertirá en tinieblas.

***
1.
Algunos conceptos y movimientos sociológicos
Difundidos en nuestro tiempo

Aunque dediquemos, como es lógico, mayor aten­ción y espacio a los más destacados dentro de la cristiandad, consideramos importante hacer mención de una ideología que desde mediados del siglo pa­sado se ha extendido con fuerte impulso por el mun­do entero:

1. La ideología marxista

El nombre de sociología se atribuye a Augusto Comte, quien la definió como «la parte complemen­taria de la filosofía natural que se refiere al estudio positivo de todas las leyes fundamentales relativas a los fenómenos sociales» (Cours de philosophie po­sitive, 1843). Con Comte y Herbert Spencer da prin­cipio la Sociología como ciencia, y ello en unas cir­cunstancias históricas sumamente propicias a su desarrollo. Surgen diversas teorías que tratan de ex­plicar la naturaleza y la evolución de los fenómenos sociales, entre ellas la del materialismo histórico, ideada y vigorosamente defendida por Carlos Marx.

El materialismo histórico atribuye el desarrollo de la Humanidad a la evolución de la economía. La his­toria avanza no bajo la influencia de unas ideas determinadas (políticas, morales o religiosas) sino únicamente en función de la lucha por la vida. El interés económico une a los individuos de igual situa­ción en grupos que forman las clases sociales y que luchan entre sí por la existencia, colocando a la bur­guesía y al proletariado frente a frente en constante conflicto, ya que sus intereses son diferentes. Los trabajadores se adueñarán del poder mediante crisis económicas o mediante la revolución violenta. Des­pués de un período provisional de dictadura del pro­letariado, necesario para acabar con las fuerzas del capitalismo, emergerá una sociedad sin clases en la que cada individuo producirá de acuerdo con su ca­pacidad y recibirá la remuneración adecuada a sus necesidades.

La difusión del pensamiento marxista ha inspirado ­en millones de personas las más bellas esperanzas. Les ha hecho vislumbrar un «milenio» terrenal alcan­zado por el esfuerzo humano. En cierta ocasión, un intelectual marxista asistió a uno de nuestros cultos, en el que se hizo alusión a la segunda venida y a la consumación del Reino de Cristo. A1 despedirse, me dijo: «Nosotros también tenemos nuestra escatolo­gía.»

En el arraigo de la concepción marxista del fu­turo ha ejercido gran influencia el optimismo huma­nista de los últimos dos siglos, la fe en la bondad y en la capacidad del hombre para alcanzar por si mismo la perfección social. Dios es totalmente des­cartado.

No vamos a ignorar que las aspiraciones marxistas, desde el punto de vista ideológico, contienen elementos positivos encomiables. Pero la doctrina en su conjunto no sólo ignora las enseñanzas bíblicas sobre la naturaleza pecaminosa del hombre y sus graves limitaciones morales sino que difiere del Evangelio en su propósito final, en los procedimien­tos para alcanzarlo y en su perspectiva de la evolución histórica.

Dentro de lo que podríamos denominar «campo cristiano», se han venido observando desde el siglo pasado dos tendencias: una de tipo marcadamente es­piritualista y otra de tendencia fuertemente secular.

2. El concepto espiritualista

El ultraterreno y aislacionista. Muestra una preo­cupación casi exclusiva por la relación del hombre con Dios y se desentiende prácticamente de todo lo temporal, sobre todo de lo que concierne a los as­pectos políticos y sociales de la vida humana, ale­gando que el Reino de Dios no es de este mundo y que el cristiano en la tierra es tan sólo un peregrino.

Esta apreciación sobre las relaciones Iglesia ‑Mundo es muy antigua. Ya en el siglo II no faltaron cristianos que siguieron la política del retiro, consi­derando que su responsabilidad se limitaba exclusi­vamente a la salvación de su alma, al auxilio de sus hermanos en la fe y a la predicación del juicio de Dios sobre este mundo malvado. Tal modo de pensar llevó a Montano y sus seguidores al aisla­miento en Papuza (Frigia), donde esperaban el inmi­nente advenimiento de Cristo y el establecimiento de su Reino en la tierra. Imbuido por las ideas de Montano, también Tertuliano abogó por un apartamiento del orden social en su tiempo.

Durante la Edad Media prevaleció una mentalidad ultramundana. Todo lo temporal debía carecer de importancia. Este mundo había de ser considerado como una gran «sala de espera desde la cual los hombres habían de contemplar la muerte, el juicio, el cielo y el infierno» (Dr. Alec Vidler). No debe sorprendernos que contra una visión tan parcial y defectuosa se alzaran las voces airadas del huma­nismo renacentista, acusando a la Iglesia de repre­siva y estéril. En algunas de sus acusaciones tenía razón.

Después de la Reforma, han subsistido hasta nues­tros días los cristianos evangélicos, que se han dis­tinguido por su piedad personal, por su lealtad a las grandes doctrinas bíblicas, por su celo evangelizador y por su práctica de la oración. Pero al mismo tiem­po han sentido muy escasa inquietud ante las nece­sidades, los problemas y los pecados de la sociedad en el seno de la cual se desarrolla su vida diaria. De manera punzante han denunciado esta postura John F. Alexander y Fred A. Alexander refiriéndose a la situación de los Estados Unidos, «un país donde Dios y la necesidad de expiación por la sangre de Cristo se proclaman cientos de veces cada día por la radio y la prensa y mediante campañas de evan­gelización, pero en el cual existe un terrible silencio acerca de los pecados contra los pobres y contra los grupos minoritarios» (Repent and Revolt, «His», di­ciembre 1968, p. 2). Probablemente hay algo de exa­geración en estas palabras; pero en el fondo reflejan el triste cuadro de un espiritualismo divorciado de las responsabilidades sociales que pesan sobre el cristianismo y sobre la Iglesia.

Ese tipo de espiritualismo se ha atribuido gene­ralmente a algunos grupos conservadores o funda­mentalistas, a veces con afán de desprestigiarlos. Pero la verdad es no sólo que entre los conservado­res aumentan los cristianos de visión amplia y po­sición equilibrada sobre el fundamento de su lealtad a la revelación bíblica, sino que la tendencia a desen­tenderse de los problemas de la sociedad, aunque sea con un enfoque distinto, parece manifestarse en otros sectores del protestantismo. El Dr. Earle E. Cairns, profesor de Historia en el Wheaton College de los Estados Unidos, en su libro Saints and Society escri­be: «Karl Barth cree que la sociedad está bajo la influencia del pecado universal y que Dios no se entromete en la Historia a no ser en el terreno indi­vidual cuando el hombre se enfrenta con las deman­das de Cristo por la acción del Espíritu Santo me­diante la Biblia. Por consiguiente ‑opina Barth‑, importa poco que el cristiano trate de modificar un orden histórico transitorio mediante una acción social que redunde en el bienestar humano. Para él «la preocupación del mundo no debe ser la preocupación de la Iglesia» (p. 134).

Con todo lo expuesto, no trataremos en modo al­guno de menospreciar los grandes valores y las gran­des verdades enfatizadas por los «espiritualistas», valores y verdades que compartimos sin reservas. Intentamos, únicamente, subrayar el aspecto social del cristianismo. El budismo se define como la reli­gión de la ausencia del mundo; pero el cristianismo bíblico, que ‑en palabras del pastor Henri Blocher­«rechaza la huida ascética y mística para predicar la salvación en la historia, que rehúsa dejarse aislar en un dominio reservado, el dominio "sacro", es, entre todas, la religión de la presencia en el mundo». Y esta presencia debe estar inspirada no sólo en el elemento trascendental del Evangelio sino también en sus implicaciones temporales. Sin embargo, no siempre es fácil lograr una feliz combinación, neta­mente evangélica, de lo trascendental y lo temporal o secular. Un énfasis desproporcionado en este último aspecto del mensaje bíblico conduce indefectiblemen­te a errores serios. Esto nos lleva a considerar:

3. Conceptos de tendencia secular

Es digno de encomio todo intento dentro de la Iglesia de adaptar la presentación del mensaje del Evangelio a la mentalidad y a las corrientes de pensamiento de cada época con objeto de hacerlo más inteligente y hacer resaltar su perenne actualidad. Pero tal adaptación jamás debe llevarse a cabo sa­crificando o desfigurando las verdades centrales de la Palabra de Dios. Que frente a las injusticias la Iglesia hiciera oír su voz profética denunciándolas vigorosamente, como han hecho algunos cristianos en diversos momentos de la Historia, sería un acto loable de fidelidad a su vocación. Pero ¿han sido o son realmente evangélicos todos los movimientos que en el seno de la cristiandad han propugnado el pro­greso social?

En este terreno es bien conocido el nombre de Walter Rauschenbusch (1861‑1918), profesor bautista en el Rochester Seminary, iniciador del movimiento conocido bajo el nombre de «Evangelio Social». Nadie puede dudar del espíritu humanitario que animó a Rauschenbusch. Pero resulta igualmente claro a los ojos de cualquier crítico imparcial que el pensamien­to del distinguido profesor distaba mucho de las enseñanzas bíblicas. No sólo confundió el orden so­cial con el reino de Dios, sino que, influido por Ritschl (éste había destacado la sociedad, no el indi­viduo, como objeto de la acción redentora), sostuvo un concepto pelagiano del pecado. Según Reuschen­busch, el pecado es externo, corporativo y social más que interno, subjetivo a individual. Una de las causas principales del pecado es el medio ambiente, por lo que el remedio para acabar con el pecado es la cris­tianización del orden social. Como es de suponer, su escatología es posmilenialista. La instauración plena del Reino de Dios en la tierra será el triunfo final de la acción transformador a del Evangelio sobre las estructuras de la sociedad.

Sería imposible, dentro de los límites de esta con­ferencia, referirnos ‑ni siquiera de manera bosque­jada‑ a otros movimientos posteriores al «Evangelio social» surgidos en lo que va de siglo, por lo que sólo haremos mención de las principales corrientes socio­lógicas que en nuestros días se observan tanto en el catolicismo como en el protestantismo.

4. El movimiento social en el catolicismo

La Iglesia Católica, a través de las declaraciones del II Concilio Vaticano y de varias encíclicas pa­pales, ha mostrado su preocupación por los proble­mas sociales que se plantean en nuestro tiempo a la Humanidad. Prueba fehaciente de ello es la consti­tución conciliar sobre «La Iglesia en el mundo ac­tual, la más extensa de las cuatro aprobadas en el Concilio. Es la característica de esta constitución la mesura tanto en los conceptos como en la expre­sión, lo que en más de un punto la hace o ambigua o carente de novedad. En general, mantiene el carác­ter trascendental del cristianismo y la incapacidad del hombre para realizar por sí mismo, independien­te de Dios, la realización de sus más nobles aspira­ciones, «ese hombre que se exalta a sí mismo como regla absoluta o se hunde hasta la desesperación» (Const. 12). Son dignas de consideración sus declara­ciones sobre el ateísmo y su presentación de Cristo como el hombre nuevo. Respecto a la misión de la Iglesia en el mundo contemporáneo, merece subra­yarse el siguiente párrafo: «La misión propia que Cristo confirió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de or­den religioso. Pero precisamente de esta misma mi­sión religiosa derivan tareas, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comu­nidad humana según la ley divina» (C. 42). En la segunda parte se tratan las cuestiones del matrimo­nio y la familia, la cultura, la vida económico‑social y política, la solidaridad de las naciones y la paz. «Sobre cada una de ellas debe resplandecer la luz de los principios que brota de Cristo para guiar a los fieles a iluminar a todos los hombres en la búsqueda de una solución a tantos y tan complejos problemas» (C. 46). Hay mucho en este documento conciliar que podría ser suscrito sin reservas por cualquier cris­tiano evangélico. Sin embargo, se observa en el fondo un concepto del hombre en relación con la obra re­dentora de Cristo que puede fomentar el universalis­mo, es decir, la creencia de que al final todos los seres humanos serán salvos. «La igualdad fundamen­tal entre todos los hombres exige un reconocimiento cada vez mayor. Porque todos ellos, dotados de alma racional y creados a imagen de Dios, tienen la misma naturaleza y el mismo origen. Y porque, redimidos por Cristo, disfrutan de la misma vocación y del mis­mo destino» (C. 29). Lo equívoco de esta última afir­mación exige una aclaración a la luz de la Escritura, la cual nos habla de destinos muy diferentes para los hombres.

Tampoco parece demasiado acorde con la pers­pectiva profética de la Biblia la idea, bastante difun­dida también en algunos sectores protestantes, de que el advenimiento del Reino de Cristo será la cul­minación de la acción social de la Iglesia en el mun­do. A esta idea parece apuntar el texto vaticano cuando declara: «La Iglesia, al prestar ayuda al mundo y al recibir del mundo múltiple ayuda, sólo pretende una cosa: el advenimiento del reino de Dios y la salvación de toda la Humanidad» (C. 45). Al final del mismo párrafo se encuentra una expresión típicamente católica, pero ajena a los conceptos y al lenguaje del Nuevo Testamento: «Todo el bien que el pueblo de Dios puede dar a la familia humana, al tiempo de su peregrinación en la tierra, deriva del hecho de que la Iglesia es "sacramento universal de salvación", que manifiesta y al mismo tiempo rea­liza el misterio del amor de Dios al hombre.» Pode­mos hablar de la Iglesia como testimonio universal y viviente del amor de Dios, pero no como «sacra­mento», al menos en el sentido que la teología cató­lica da a este término.

Las declaraciones conciliares y posconciliares han incrementado en la Iglesia Católica las inquietudes de tipo social. Sin embargo, algunos elementos de vanguardia parecen avanzar al impulso de una di­námica secular más que religiosa. Ejemplo de ello es lo que ya parece ruptura inevitable entre la co­munidad del Isolotto, barrio de Florencia, y el car­denal Florit. Los sacerdotes de la parroquia del Iso­lotto se inclinan a interpretar el Evangelio en un sentido exclusivamente social, mientras que el arzo­bispo de Florencia les recuerda que el Evangelio es, ante todo, un mensaje de salvación espiritual y no tan sólo un instrumento de transformación social. Que este tipo de tensiones no es excepcional se dedu­ce de las declaraciones hechas por el cardenal fran­cés Jean Danielou, de la Compañía de Jesús, a la publicación italiana «Familia Mese», aparecidas en su número de septiembre del pasado año. Según opi­nión de Danielou, «se asiste a una preocupante po­litización de los movimientos contestatarios, a una degradación de los atributos espirituales de la Iglesia (culto divino, vida interior y sacramental) y a una acentuación casi exclusiva de los aspectos político­sociales que no son esenciales al cristianismo». Así pues, el catolicismo actual evoluciona con una más amplia visión de la influencia social que la Iglesia debe ejercer en el mundo; pero al mismo tiempo le resulta difícil mantener en todas partes el necesario equilibrio entre lo social y lo religioso.

5.       La preocupación social en el protestantismo actual

Es casi general la toma de conciencia social entre las iglesias protestantes de todo el mundo, si bien hay una diversidad considerable en el énfasis que sobre las relaciones entre Iglesia y sociedad se hace en los diferentes sectores.

En la declaración final del Congreso Mundial de Evangelización, celebrado en Berlín en 1966, en el que se hallaba representado el llamado protestan­tismo conservador, no faltó la nota de desasosiego por los graves problemas de la Humanidad: «Pedi­mos perdón por nuestros pecados pasados al negar­nos a reconocer el claro mandamiento de Dios de amar a nuestros semejantes con un amor que tras­cienda toda barrera o prejuicio humanos. Buscamos, por la gracia de Dios, desarraigar de nuestras vidas y de nuestro testimonio todo cuanto le es desagra­dable en nuestras relaciones de los unos con los otros. Nos tendemos las manos recíprocamente en amor y esas mismas manos se extienden a los hom­bres de todo lugar con la oración de que el Príncipe de Paz una pronto a nuestro mundo tan penosamente dividido.»

En el orden práctico, también en el campo evan­gélico conservador, diferentes iglesias, sociedades misioneras, alianzas evangélicas y otros organismos han mostrado una eficaz actividad en la lucha con­tra el hambre en el mundo, que han dado como re­sultado la fundación de numerosas instituciones be­néficas (hospitales, asilos, orfanatos, etc.) o la rea­lización de otras tareas de amplia proyección social. Puede citarse como ejemplo la gran obra alfabeti­zadora de «Alfalit» (fundada en 1962 en Costa Rica) en la América de habla española, con producción masiva de materiales que usan no sólo las iglesias evangélicas sino también instituciones católicas y organismos gubernamentales, tales como los ejérci­tos y los sindicatos mineros de Bolivia, la Vanguar­dia juvenil de Acción Católica en el Ecuador y el Centro de Acción Social Juan XXIII, de la Universi­dad Centroamericana (USA) en Nicaragua («Alfalit», enero‑junio de 1969).

Por otro lado, el Consejo Mundial de Iglesias, que incluye gran número de iglesias protestantes, ha ido intensificando de año en año su interés por las cues­tiones político‑sociales. En su Asamblea de Upsala (1968), de los seis informes de secciones aprobados, tres expresan esta preocupación.

En el de la Sección III se trata del desarrollo económico y social en el mundo; en el de la IV, de la justicia y la paz en los asuntos internacionales, y en el de la VI de nuevos estilos de vida. Incluso en los restantes se nota la misma preocupación por los problemas de la sociedad humana.

También en estos «informes», al igual que en la constitución sobre «La Iglesia en el mundo actual» del II Concilio Vaticano, hay contenido valioso que debiera ser estudiado seriamente por los cristianos de cualquier confesión. Sin embargo, no pocos obser­vadores han contrastado ‑y creemos que con ra­zón‑ el gran relieve dado en Upsala a las cuestiones mencionadas con la escasa atención prestada a la proclamación del Evangelio en su sentido neotesta­mentario. Como ha escrito Norman Goodall en su artículo editorial que, a modo de introducción, abre el informe de la Asamblea de Upsala, «la caracte­rística más obvia y más ampliamente reconocida de la Asamblea fue su preocupación ‑a veces, casi, su obsesión‑ por el fermento revolucionario de nuestro tiempo, por las cuestiones de responsabilidad social e internacional, por las de la guerra, la paz y la jus­ticia económica, por las agobiantes necesidades físi­cas de los hombres, por los apuros de los menos privilegiados, los que carecen de hogar y los que se mueren de hambre y por las más radicales rebelio­nes contemporáneas contra todos los "establishments" civiles y religiosos» (The Upsala 68, «Report.», pági­na XVII). Y un poco más adelante, con gran honra­dez, añade: «... Otros, sin embargo, quedaron pre­guntándose si algunas notas esenciales a la fe no habían sido silenciadas en el curso de la Asamblea. El "Hombre para los demás" fue reconocido y una "Iglesia para los demás" trató de responder a sus mandatos. ¿Fue reconocida como más que un hom­bre para los demás, más que un Nuevo Hombre? Y los otros para los cuales la Iglesia existe ¿inclu­yen realmente el Otro por el cual ésta existe y al cual corresponde un nombre cuya importancia es de vida o muerte para que todos los hombres en todo lugar lo conozcan y reconozcan? Quizás esta cuestión alcanzó su punto más agudo en la tensión que se re­fleja hasta cierto punto en las actas de la discusión plenaria sobre el informe de la Sección II (Renova­ción de la Misión). En la sección misma, el debate fue más agudo y condujo a un acalorado diálogo acerca de si en el mandato perenne de la misión de la Iglesia la preocupación "por los millones que no conocen a Cristo" constituye todavía un impera­tivo decisivo. Algunos manifestaron que cualquier reserva para hablar en estos términos no es sino el deseo de abandonar una terminología que ya no co­munica lo que se desea expresar. Otros quedaron dudando si las diferencias reveladas en esta discu­sión no serían más fundamentales, relacionándose más bien con la "crisis de fe»" contemporánea, a la que se hacen varias alusiones en las páginas siguien­tes y a la luz de la cual uno de los que han contri­buido a la redacción de este volumen escribe: "Quizá, para bien del mundo, la próxima Asamblea debería ser más teológica"» (id., pág. XIX).

Prácticamente, al margen del Consejo Mundial de las Iglesias, pero en el seno de algunas de sus igle­sias miembros, va en aumento el número de teólogos extremistas que verían con buenos ojos que la Igle­sia demoliera sus templos y acabara con su culto y con la evangelización para dedicarse totalmente a la eliminación de los males políticos, económicos y sociales que afligen a la Humanidad. Su programa de acción admite incluso la conveniencia de la revo­lución violenta si resultan ineficaces otros medios para combatir la injusticia. Opinan, asimismo, que la Iglesia debiera asegurar una influencia capaz de determinar las decisiones de los gobiernos de las naciones.

Wilton M. Nelson, en un artículo publicado recien­temente por la revista «Latín América Evangelist», escribe, entre otras cosas no menos sustanciales: «Es irónico que los liberales (protestantes) de los siglos XVIII, XIX y principios del XX criticaran violen­tamente a la Iglesia Católica Romana por inmis­cuirse en política, mientras que hoy los liberales se entrometen en la política más de lo que podria ima­ginarse. Siguiendo la lógica de algunos secularistas, debiéramos volver a la ideología del Sacro Imperio Romano y formar un "Sacro Imperio de la Iglesia­-Sociedad", haciendo de los teólogos secularistas los asesores del emperador que le dijeran lo que se debe hacer.»

Lo más deplorable de esta «teología» es que pierde de vista la salvación del hombre en el sentido bí­blico: salvación del pecado para la reconciliación y la comunión con Dios. Y, como bien dijo el católico Thomas Merton, «reconciliar al hombre con el hom­bre y no con Dios es no reconciliar a nadie en abso­luto». Es una triste verdad la afirmación del teólogo ortodoxo Juan Meyendorf respecto a los radicales que han hecho del cristianismo «una forma de huma­nismo social que en realidad ya no necesita ni el Evangelio, ni el Jesús histórico, ni al Espíritu Santo, ni la oración, ni la Iglesia» («Christianity Today», 17 enero 1969, p. 26).

Sirva de muestra un párrafo del sermón pronun­ciado por el canónigo anglicano Stephen Verney, de la catedral de Coventry, el 16 de mayo de 1965 en la iglesia Great St. Mary, de la universidad de Cam­bridge: «En primer lugar, la expresión arquitectónica de la presencia de Cristo entre su pueblo no puede continuar siendo un edificio eclesiástico. Los sacerdotes de cuatro parroquias (anglicanas) en Co­ventry están considerando la demolición de sus cua­tro iglesias para construir en un lugar un centro comunitario juntamente con sus hermanos cristianos y con todos los demás siervos de Cristo de los cuales he hablado, mediante quienes Cristo puede alcanzar a todos los hombres para decirles: Yo soy entre vo­sotros como uno que sirve. ¿Por qué no levantar un edificio de siete pisos? En la planta baja podría haber un club donde los hombres bebieran cerveza y sus esposas jugaran al bingo. En el segundo piso, un salón de baile y un club para la juventud. En el tercero, una clínica, una oficina, una sala para exa­minar los pies de ancianos jubilados, etc. En el cuar­to podrían establecerse departamentos destinados a fomentar la educación con salas para arte, música, pasatiempos y clases. En el quinto podría haber una librería con pequeñas salas para grupos de discu­sión. En el sexto viviría el conserje y el pastor, y en el séptimo habría una sala dedicada al culto» (Sermons from Great St. Mar's, Fontana Books, página 271). Sin entrar a discutir lo procedente o improcedente de algunas de las actividades que ten­drían lugar en ese edificio «cristiano», obsérvese el orden de prioridad que se da a cada una de ellas, a juzgar por su situación, y el lugar a que se relega el culto. ¡Sobra todo comentario!

Las palabras de Verney ¿no anularían, en parte al menos, las que con mucho más tino y mesura pronunciara pocos meses antes en el mismo lugar el arzobispo de Canterbury? Este, refiriéndose a la importancia de la Iglesia, dijo: «A veces la impor­tancia toma simplemente la forma de algo muerto y otras veces la impotencia de una gran preocupación por adorar a Dios que, sin embargo, no se refleja en un servicio práctico a favor del hombre, por lo que resulta una especie de eclesiasticismo y no un auténtico culto del amor de Dios. Y algunas veces, por otro lado, la impotencia toma la forma de un modo de vida eclesiástica semisecularizada en la cual se hacen muchos esfuerzos para impeler a la Iglesia a la eficiencia, a la filantropía y a las buenas obras, pero falta el contacto con lo sobrenatural. La impotencia puede tomar tanto la forma de un (al­so supernaturalismo, no expresado en preocupación secular, como la forma de una especie de secularis­mo activo en el que se ha perdido todo contacto con lo sobrenatural» (id., pp. 192 y 193).
La situación actual, como acabamos de ver, se caracteriza por la diversidad de conceptos y por las tensiones a que ha dado origen una seria reconside­ración de la posición y misión de la Iglesia en el mun­do. Ello nos obliga a examinar el concepto bíblico del mundo.

***


II.
El concepto bíblico del mundo

El «kosmos» del Nuevo Testamento puede tener diversas acepciones. En algunos casos se refiere al universo, particularmente a la tierra; pero general­mente el término se refiere a la raza humana. En este último sentido debemos interpretar textos como Juan 3:16. Aceptando este versículo como un com­pendio del Evangelio, observamos que la buena nue­va no sólo destaca la grandeza del amor de Dios hacia la Humanidad, sino también la tremenda gra­vedad del pecado y sus nefastas consecuencias.

Este «kosmos» está bajo los efectos de tina calda trágica de alcance universal (Romanos 5:12, 18), so­metido a poderosa influencia del maligno (I Juan 5: 19), que actualmente es el príncipe de este mundo (14:30). Por eso, a menudo, en el Nuevo Testamento, sobre todo en los escritos de los apóstoles Juan y Pablo, la palabra «mundo» tiene un significado nega­tivo y siniestro. Es una esfera de rebeldía contra Dios. Y mientras el hombre vive en esa esfera de rebeldía, todas las mejoras sociales, todo progreso económico y todos los avances en el perfecciona­miento político de los pueblos serán ineficaces a in­suficientes para proporcionar al hombre la dignidad que le corresponde y el bienestar que anhela.

Este mundo ha sido objeto de la misericordia de Dios. Por eso «dio a su Hijo unigénito», para salvar a los hombres. Pero, al mismo tiempo, su presencia sobre la tierra y a lo largo de la historia implica el juicio de este mundo (Juan 9:39). La obra del Espí­ritu Santo es precisamente la de convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Juan 16:8), pues sólo quien entiende la naturaleza del pecado, la jus­ticia de Cristo y el juicio de Dios puede comprender el significado glorioso de la redención y sus resulta­dos. El redimido no sólo es absuelto de su culpa y liberado de su impureza, sino también del poder moralmente corruptor del mundo (I Juan 5:4, 5), cuya contaminación debe desechar (I Juan 2:15‑17). En este sentido oré Cristo por los suyos (Juan 17:9, 15).

Sin embargo, es a este mundo que Cristo envía a sus discípulos (Marcos 16:15) para ser luz que, bien visible, disipe las tinieblas de la Humanidad. Porque los cristianos son luz, no pueden esconderse. Su presencia en el mundo se impone. Aislarse de él es una grave deslealtad a la vocación con que han sido llamados. En una de sus parábolas el Señor enseñó que el mundo es el campo en el cual debe sembrarse la semilla del Reino y a los cristianos se define como los «hijos del Reino».

Sí, en este mundo, en contacto con los no cris­tianos, debe el discípulo de Jesús y la Iglesia toda dar su testimonio y ejercer su influencia benéfica hasta el día en que se consume la acción restaura­dora de Cristo, quien hará perfectamente nuevas todas las cosas en su segunda venida (Rom. 8:21; Apoc. 11:25; 21:5).

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III.
La paradójica posición del cristiano respecto al mundo

Los textos a que hacemos referencia en el apar­tado anterior nos plantean ese hecho paradójico de que el creyente, por un lado, debe diferenciarse del mundo, mientras que por otro debe estar en contac­to ‑y en cierto modo identificarse‑ con él. Ha de separarse y al mismo tiempo acercarse cuanto le sea posible.

1. Diferenciación y separación

Pablo es claro y contundente cuando escribe a los Efesios: «No seáis participes con ellos (los hijos de desobediencia). Porque en otro tiempo erais tinie­blas, mas ahora sois luz en el Señor; andad como hijos de luz» (Ef. 5:7, 8). Y Santiago, con frases aún más incisivas, dice: «¡Oh almas adúlteras! ¿No sa­béis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios» (Sant. 4:4).

Pascal, contrastando en sus Opúsculos al cristia­nismo primitivo con el de sus días, escribió algo que no ha perdido actualidad: «Entonces no se entraba en el seno de la Iglesia sino después de prolijos tra­bajos, asiduas peticiones y preparación escrupulosa; mientras que hoy los cristianos se encuentran en el seno de la Iglesia sin esfuerzos ni riesgos, sin tra­bajos ni cuidado alguno. En un principio eran admi­tidos los cristianos después de un prolijo y detenido examen; al presente, son admitidos aun antes de que estén en disposición de ser examinados. Entonces no eran admitidos en la Iglesia los neófitos sino des­pués de haber abjurado de su pasada vida, de haber renunciado al mundo, y a la carne, y al demonio; hoy, en cambio, se les admite y recibe aun antes de estar en disposición de realizar ninguna de estas cosas. En aquel tiempo, finalmente, era preciso salir del mundo para ser recibido en la Iglesia, mientras que hoy se entra en la Iglesia a la vez que se viene y entra en el mundo. Con esta conducta se daba a conocer entonces y se sellaba una distinción profun­da y esencial entre el mundo y la Iglesia. Iglesia y mundo eran considerados enemigos irreconciliables, de los cuales el uno entabla incesante persecución contra la otra; y de los cuales el más débil en apa­riencia habría de triunfar un día del más fuerte. Por manera que, de entre dos partidos contrarios, se abandonaba el uno para ingresar en el otro; se rehuían las máximas del uno para abrazar los prin­cipios del otro; se despojaba de los sentimientos y hábitos del uno, para investirse de los hábitos y de los sentimientos del otro» (Opúsculos de Pascal, Bi­blioteca de Iniciación Filosófica, Editorial Aguilar. Buenos Aires, 2.8 edición, año 1960, pp. 73 y 74). Ha­ríamos bien en no olvidar estas consideraciones del gran pensador francés en estos días en que las igle­sias parecen dominadas por una política de «manga ancha», perdiendo de vista que Cristo ordena la pre­sencia de la Iglesia en el mundo, pero no que el mundo se meta en la Iglesia.

2. Contado a identificación

Pocas personas han poseído una calidad humana y cristiana tan rica como la del apóstol Pablo. El sabía lo que significaba vivir «en lugares celestiales» con Cristo, pero conoció asimismo prácticamente to­das las circunstancias y experiencias que pueden darse en la tierra. Su lema de hacerse a todos todo» (I Cor. 9:22) se encarnó en su ministerio, el cual le llevó a establecer contactos altamente fructíferos en todos los órdenes y con toda clase de seres huma­nos, desde los más encumbrados, como el emperador Nerón, hasta los más humildes, con el esclavo Onési­mo. Y pocos hombres han ejercido una influencia tan poderosa como él.

La Iglesia cristiana de los primeros siglos com­prendió generalmente cuál debía ser su posición en el mundo, aun perteneciendo a un Reino que no es de este mundo. Después de dieciocho siglos sigue siendo simplemente encantadora la descripción que de los cristianos se hace en la epístola a Diogneto: «Los cristianos no se distinguen de los demás hom­bres ni por su tierra natal, ni por su idioma, ni por sus instituciones políticas. Es, a saber, que no habi­tan en ciudades propias y particulares, no hablan una lengua inusitada; no llevan una vida extraña... Moran en ciudades griegas y bárbaras, según la suerte se lo depara a cada uno; siguen las costum­bres regionales, en el vestir y comer y demás cosas de la vida; mas, con todo esto, muestran su propio estado de vida, según la opinión común, admirable y paradójica. Viven en su patria; mas como si fueran extranjeros; participan de todos los asuntos como ciu­dadanos; mas lo sufren todo pacientemente, como forasteros. Toda tierra extraña es patria para ellos; y toda patria, tierra extraña... Moran en la tierra; pero tienen su ciudadanía en el cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su vida particular sobrepujan a las leyes... En una palabra, lo que en el cuerpo es el alma, son los cristianos en el mundo... El alma, por cierto, está encerrada en el cuerpo; así también los cristianos están detenidos en la cárcel del mundo; pero ellos sostienen al mundo... Tal es el orden establecido por Dios para los cristianos, y no les está permitido alterarlo» (Los Santos Padres, Ed. Desclée de Brouwer, tomo I, pp. 180 y 182).

De este modo sencillo, espontáneo, natural ‑en el fondo, sobrenatural‑, sin programas sociales pre­meditados, aquellos cristianos actuaron a modo de fermento saludabilísimo que logró grandes transfor­maciones y mejoras en la sociedad de un imperio decadente. ¿Cuándo aprenderemos de ellos el secreto de influir socialmente en el mundo?

El gran problema de nuestro tiempo es que, por lo general, no se encuentra la forma de vivir la para­doja bíblica del alejamiento del mundo en contacto con el mundo. El obispo Robinson, con cuya teología no comulgamos, ha dicho algo muy atinado al afir­mar que «la falta perenne de la Iglesia es el estar tan identificada con el mundo que no puede hablarle, y al mismo tiempo tan alejada de él que tampoco puede hablarle» (El Mundo y la Iglesia, Ed. 62, p. 18).

Posiblemente la causa de este problema radica en un concepto erróneo de la «presencia» de la Igle­sia en la sociedad humana que, en la práctica, la hace sinónimo de «semejanza». Por lo concreto de sus observaciones al respecto, citamos nuevamente al pastor Blocher: «Hasta aquí hemos sobreentendido un punto decisivo: la verdadera presencia exige di­ferencia, alteridad. Una imagen en el espejo me deja solo conmigo mismo. Un eco no es una presencia; un reflejo no es una presencia... La Iglesia no estará verdaderamente presente en el mundo a menos que sea "otra", diferente de él, y le diga otras cosas, distintas de las que él dice. Si ella se desalienta ante los reparos del mundo, si le imita y le reenvía el eco de sus ideologías y el reflejo de sus prácticas, es de ausencia que se debe hablar» («Pour la Verité», junio 1969).

Las circunstancias actuales debieran llevar a la Iglesia a. una santa osadía en su proclamación del Evangelio y no a formas de adaptación y conformis­mo que en vez de atraer la atención del mundo hacen cada vez más ineficaz el testimonio cristiano.

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IV.
La necesidad de un cristianismo integral

Nuestro testimonio debe encontrar siempre las formas adecuadas de expresión; no puede ignorar el lenguaje, las corrientes de pensamiento, los proble­mas, las inquietudes y demás circunstancias de cada época. Pero menos puede presentar al mundo un mensaje y una actuación que no sean los de la Igle­sia apostólica. Cualquier alteración sustancial en estos puntos significaría la predicación de «otro evan­gelio» contra lo que tan enérgicamente previno Pa­blo a los Gálatas.

La proclamación del Evangelio único debe desta­car enérgicamente las grandes verdades neotesta­mentarias de la salvación individual del hombre por la gracia de Dios, sobre la base de la obra expiato­ria de Cristo, mediante el arrepentimiento y la fe en Cristo, una fe que obra por el amor. La Iglesia debe resaltar el carácter sobrenatural y trascenden­tal del cristianismo y ha de recordar en todo momen­to que no sólo de pan (entiéndase progreso social) vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios, y que de poco le aprovecha al hombre ganar el mundo si pierde su alma.

Pero a estas gloriosas verdades del Evangelio están ligadas unas implicaciones sociales insoslaya­bles. El cristiano no es una isla. Forma parte de una inmensa sociedad. Vive rodeado de otros seres humanos, cada uno de los cuales, independiente­mente de su condición social, cultural, racial o reli­giosa, es su prójimo, al que debe amar y ayudar. No podemos eliminar del evangelio la parábola del buen samaritano. Aunque no somos salvos por nuestras obras, somos llamados a practicar buenas obras, si­guiendo el ejemplo de Aquel que anduvo en el mundo «haciendo bienes» (Hechos 10:38).

En nuestros días se habla mucho, y atinadamente, de la verticalidad y la horizontalidad del Evangelio, expresadas de manera plástica en la cruz. Un cris­tianismo meramente vertical, que sólo mira a Dios, no es cristianismo; y un cristianismo horizontal, que sólo mira al hombre, tampoco es cristianismo. Lo primero es mero misticismo hueco; lo segundo, filan­tropía humana, nada más.

La Palabra de Dios nos enseña a considerar al hombre en su totalidad, como un ser dotado de cuer­po y de alma, inmerso ahora en la temporalidad, pero con un destino que penetra en la eternidad. Ni lo trascendental debe anular lo temporal, ni lo tem­poral debe borrar lo trascendental. Los profetas del Antiguo Testamento, inspirados por el Espíritu de Dios, no tuvieron problemas en unir los dos elemen­tos sin esfuerzo de ninguna clase. En sus mensajes se combinan admirablemente la escatología mesiá­nica y la denuncia de los pecados cometidos en la sociedad de su tiempo, el llamamiento a la recon­ciliación con Dios y el deber de vivir conforme a los principios de su justicia.

Tampoco hubo problemas en la primera iglesia cristiana. En aquella gran familia de discípulos de Jesús en Jerusalén, la predicación del Evangelio y la conversión de miles de personas corrían parejas con la solicitud que los creyentes tenían por los po­bres y las viudas. Allí se logró el primer éxito ‑tal vez el único‑ de un experimento «comunista» en el sentido más puro de la palabra. Y no por imposición de tipo estatal, sino de manera espontánea, por amor. Lejos de ser el primer ejemplo del comunismo mo­derno, como algunos han pensado, es más bien lo contrario, pues mientras el comunismo condena la propiedad privada, los cristianos hicieron use de sus propiedades poniéndolas libremente a disposición de los apóstoles para remediar las necesidades de los menesterosos.

La historia de la Iglesia registra otros ejemplos de la acción social de la Iglesia, no como algo adi­cional sino como resultado de la intensidad con que se vivió la experiencia religiosa en Cristo. Los nom­bres de Whitefield y Wesley, instrumentos de Dios en los grandes avivamientos religiosos del siglo XVIII en Inglaterra, permanecerán siempre como testimo­nio y demostración de que la verdadera pasión por las almas puede ‑y debe‑ ir acompañada de celo por combatir la injusticia y reformar la sociedad. Fueron hombres contemporáneos suyos que sintieron el impacto espiritual de aquellos avivamientos quie­nes llevaron a cabo la acción más enérgica y positiva para acabar con graves males sociales que imperaban en su país. Juan Howard, animado por Wesley, realizó, juntamente con Elisabeth Frey y su cuñado T. Buston, una labor que acabaría reforman­do el sistema penitenciario de la Gran Bretaña. Wil­berforce se constituyó en el principal defensor de los esclavos negros, mientras .que lord Shaftesbury fue el campeón de la causa en favor de los enfermos mentales y de las clases oprimidas; pero, como al­guien ha dicho de él, «su obra no puede compren­derse aparte de su amor a la Sagrada Escritura y su fe en Cristo como su Salvador». En 22 de abril de 1827 escribió en su diario: «Deseo ser útil a mi generación», y el 17 de diciembre oré que si alguna vez llegara a poseer riquezas no dejara de tener al mismo tiempo «un corazón que anhelase la felicidad del hombre y la gloria de Dios».

Los éxitos sociales que dejamos apuntados vienen a confirmar la afirmación de Juan A. Mackay de que «el propósito de la Iglesia no es crear un nuevo orden» en la sociedad, sino más bien «crear los crea­dores de un nuevo orden». Esa finalidad debe ser tenida en cuenta tanto en la predicación como en la labor educativa de la Iglesia a fin de que cada uno de sus miembros esté en condiciones de presentar al mundo una imagen correcta de Dios, el Dios reve­lado en Cristo, que abomina toda forma de injusticia y se compadece de nuestra humanidad doliente con un amor redentor. Como hijo de Dios, el cristiano debe denunciar por los medios a su alcance ‑y siem­pre por procedimientos que no estén en contradic­ción con el Evangelio‑ cualquier forma de inmo­ralidad, de corrupción, de opresión o de injusticia. Ello, naturalmente, le obliga a predicar con el ejem­plo. Además, a la condena del pecado en sus dife­rentes formas debe unir una simpatía profunda hacia todos sus semejantes, aspirando, sobre todo, a que lleguen al conocimiento de Cristo, pero sin olvidarse de la ayuda que pueda prestarles en sus problemas o dificultades temporales. Y si un cristiano llega a posiciones elevadas que le permitan contribuir más eficazmente a una ordenación más justa de la socie­dad, debe actuar en esa posición con un elevado sentido de responsabilidad cristiana.

Al pensar en nuestra condición de evangélicos españoles, apenas podemos librarnos de nuestro com­plejo de inferioridad. ¡Somos una minoría tan insig­nificante! Pero ¡cuántas cosas grandes ha hecho Dios por medio de minorías! Los primeros cristianos fueron menos que nosotros y en apenas medio siglo conmovieron al mundo. Sólo Dios sabe hasta dónde puede alcanzar nuestra influencia ahora y en el fu­turo. Independientemente de los resultados, debié­ramos hacer lema nuestro las palabras del Señor: «Entretanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo.» Y como la luz se difunde en todas direccio­nes, así debe difundirse nuestro testimonio.

No somos del mundo, pero estamos en el mundo y en él debemos irradiar la gloria espiritual, moral y social del Evangelio.

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Segunda Parte:
¿Una nueva moral?


INTRODUCCION

Las mismas palabras de «moral» o «ética» ejer­cen una curiosa atracción y repulsa simultánea. Decía un filósofo: «la moral nos pesa, pero ha sobre­vivido todas las tentativas hechas para prescindir de ella».

Hoy día vivimos una época de crisis de la moral. Usamos la palabra «crisis» en su sentido original y más literal: «una situación de confusión en la que es menester hacer unas opciones precedidas de un juicio que interprete la realidad tan honesta y apro­ximadamente como sea posible»[1].

1. La crisis moderna de la moral

Se evidencia, en todas las ideologías modernas, el deseo de dar nuevas formulaciones al hecho ético. Y es que, en realidad, se discute sobre moral pero casi nunca se pone a discusión el hecho de la moral en sí y su necesidad, aunque lo que luego se entienda por ética ‑o norma, simplemente‑ sea verdadera­mente problemático y discutible.

El marxismo, por ejemplo, no cesa de reivindicar un cierto humanismo que pretende desembocar en una ética universal, luego de haber sobrepasado las etapas del devenir histórico. Los héroes de Sastre suelen proclamar, a la manera de Orestes: «Ya no existe ni el bien ni el mal, ni nadie que me dé órde­nes»; sin embargo, todos esos personajes ‑como el mismo autor‑ viven preocupados por hallar una elección moral que dé sentido a sus vidas. Eric Fromm intenta fundamentar una ética humanística sobre las bases de la comprensión psicológica del ser humano; en su experiencia como psicoanalista ha descubierto que al estudiar la personalidad es imposible prescindir de los problemas morales y ello tanto como médico como en su calidad de filósofo y sociólogo[2].

Todas las cuestiones palpitantes del mundo mo­derno indican la necesidad de que haya un común denominador que las explique y las oriente en sus soluciones y en su evolución: así la lucha contra el hambre y el subdesarrollo, el problema de la super­población, la cuestión racial, el desarme, etc. La dificultad estriba en que no hay acuerdo sobre cuál tiene que ser el denominador común.

La división de opiniones viene agravada por el frenético curso que sigue la historia moderna, apor­tando y creando nuevos problemas que exigen so­luciones imprevistas a insoslayables. El incesante avance tecnológico, el progreso de una civilización materialista de consumo y confort, la unificación planetaria, y muchos otros factores, contribuyen a perturbar las estructuras y los valores tradicionales y a ofrecer nuevas perspectivas. La crisis moral está a la orden del día.

Precisamente, cuando más necesario sería tener un denominador común que orientase al hombre, nos preguntamos todavía: ¿Dónde está el bien? ¿Dónde está el mal? ¿Qué es justo? ¿Qué es injusto? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hemos de evitar?
«La noche viene, y en el crepúsculo es nece­sario tener muy buena vista para distinguir al buen Dios del Diablo»

como escribe Jean Paul Sartre en Le Diable et le Bon Dieu.

Se produce, actualmente, una reacción general ‑es quizás el único denominador al que se puede llamar «común»‑‑ en contra de toda suerte de lega­lismos y moralismos estrechos. No sólo los jóvenes ponen en la picota las viejas costumbres, incluso hombres más maduros se les unen en la tarea de poner en tela de juicio antiguas posturas tenidas como inamovibles. Y las Iglesias cristianas no son una excepción en esta actitud que se da a escala mundial.

Antes de continuar, convendría, sin embargo, pre­cisar algunos conceptos:

2. ¿Qué es la ética?

Una respuesta cristiana, tradicional, seria:

«La ciencia que se ocupa de los deberes morales del hombre. Bíblicamente, la obliga­ción moral del hombre se funda en su rela­ción de criatura con respecto al Creador soberano. La Escritura no conoce otra ética que la revelada por Dios mismo en su Ley Moral, resumida en los 10 Mandamientos y explicitada en el Sermón del monte»[3].

Estamos de acuerdo con esta definición, aunque, por supuesto, como toda definición, es capaz de ser matizada y ampliada. Sin embargo, no todo el mundo estará de acuerdo con nosotros. Veremos en seguida el porqué. Pero, antes, me pregunto si no será pre­cisamente el rechazo de este principio cristiano tra­dicional ‑y aquí me refiero a una tradición bíblica, no a ninguna otra‑ el causante de la confusión mo­derna, confusión que no sólo alcanza al hecho moral en sí sino a su mismo fundamento. Porque las nue­vas corrientes que tratan de reemplazar la ética apoyada en la Revelación divina comienzan por ne­garle a ésta su apoyo divino y tratan de colocar otras bases ‑humanistas‑ sobre las que levantar la moral del futuro, la nueva moral. No obstante, sostenemos que es imposible una ética sin funda­mento teológico. C. J. Barker ha escrito, muy ati­nadamente: «A la larga ninguna ética que no sea religiosa puede llegar a satisfacernos... No puede aportar la base última de sus propios preceptos, ni la respuesta a las cuestiones que ella misma susci­ta»[4]. El problema se ha planteado en estos tér­minos: «Ninguna sociedad ha solucionado todavía el problema de cómo enseñar moralidad sin religión», ya que, como afirma B. L. Smith: «Está por ver, históricamente, si una moralidad divorciada del cris­tianismo ‑o de la religión, en general‑ podrá, a la larga, sobrevivir.»

Afirmar que sólo una ética con apoyatura teoló­gica puede realmente satisfacer al hombre no equi­vale, sin embargo, a caer en una postura inmovilista y legalista, como erróneamente creen algunos y como, desgraciadamente, se ha visto en ocasiones en algún sector de la Cristiandad. Solamente tratamos de afir­mar que la única autoridad con poder para obligar al hombre viene de Dios, del Dios Creador y Salva­dor, el único que puede plantear exigencias a los hombres divididos y confusos. La manera como el hombre debe responder a Dios en su vida cotidiana, individual y social es otra cuestión sobre la que volveremos luego, pero no afecta al hecho funda­mental de que sólo tiene cimientos estables aquella moral que se base en la autoridad de Dios, o mejor dicho: en su voluntad, tanto como en su autoridad. Y no podemos olvidar que, en la Biblia, la voluntad de Dios se expresa como «benevolencia» para con el hombre («eudokia»), por lo que la autoridad de Dios no nos llega como algo que nos amenaza sino como poder que libera y orienta[5].

Que hoy haya nuevos problemas y que se le exi­jan a la ética nuevos planteamientos es algo fuera de toda duda. Lo que nos parece más problemático, desde una perspectiva bíblica, es que hoy ‑a dife­rencia de ayer‑ el hombre no necesite la autoridad de la Revelación divina en el campo de la ética, o que pueda escoger de esa Revelación lo que le con­venga, una vez «desmitificada» por quien pomposa­mente se autodefine como «hombre llegado a la ma­yoría de edad».

Francamente, pensamos que, por muy adulto y maduro que sea el hombre, Dios siempre le aven­tajará en ambas cosas.

La confusión existente en el plano moral, actual­mente, es evidencia contundente de que la «mayoría de edad» del hombre moderno no debe ser sobreesti­mada, ya que todo optimismo desmesurado en cuan­to a la capacidad del ser humano contradice no solamente la antropología bíblica sino que pone en entredicho, también, a la experiencia de la historia y de la vida cotidiana.

¿No se tratará más bien, en el fondo, de un pro­blema de incredulidad? Las reacciones morales con­temporáneas hallan su explicación en actitudes co­rrespondientes de fe a incredulidad, en mayor o me­nor grado.

Pero, desde luego, simplificaríamos demasiado si sólo viéramos en la problemática moderna una incapacidad de discernir «el poder de Dios» y una ignorancia de las Escrituras. Se dan ambos factores, desde luego. Pero hay más. Positivamente, y aun partiendo de premisas que no podemos aceptar por lealtad a la Palabra de Dios, hemos de reconocer que las nuevas corrientes ‑tanto las más radicales como las más moderadas‑ se plantean, y nos plan­tean a veces a nosotros, una serie de cuestiones que estamos llamados a confrontar.

3. Preguntas vitales

Algunas de estas cuestiones son, sin duda, las siguientes:

¿De qué manera debe afectar al cristiano, en su existencia concreta, el significado de Cristo como Señor, y no sólo como Salvador?

¿En qué medida es normativa, en cuanto a su contenido y en relación con la vida profana ‑si es que existe tal compartimiento‑ la Ley divina?

¿De qué manera es dable acudir al Evangelio para resolver problemas «terrenos» tales como el control de la natalidad, la guerra y la paz, la coexis­tencia pacífica, la convivencia de las razas, etc.?

¿Qué auxilios puede prestar el Evangelio, que es anuncio de liberación total y de victoria sobre toda alienación, al hombre moderno que siente amenazada su libertad y su intimidad por la

Algunas de estas cuestiones son nuevas. Otras son tan antiguas como el cristianismo.

Es oportuno el juicio del católico C. van Ouwer­kerk sobre el más destacado portavoz de la «nueva moral, John T. Robinson:

«Es evidente que algunos errores y algunos prejuicios filosóficos desempeñan en él (Ro­binson) un papel importante que prevalece tal vez sobre sus presupuestos teológicos. Creemos, sin embargo, que Robinson ha planteado problemas reales ‑ciertamente teológicos‑ a la ética cristiana tradicional, sin exceptuar la teología moral católica, aunque lo ha hecho en una formulación poco feliz y un poco superficial»[6].

A las preguntas que ya hemos esbozado se aña­den otras que evidencian más claramente las inten­ciones verdaderas, y la trayectoria, de la «nueva moral»

¿No puede hablarse de la autonomía de la moral? ¿Autonomía en relación con la Revelación y, en al­gunos casos, en relación con Dios mismo?

¿Existe realmente una moral cristiana? ¿Puede hablarse de principios inmutables?

¿No atraviesa, acaso, la ética una crisis profun­da? ¿No afecta esta crisis también a la moral dog­mática?

¿Qué clase de apoyo es el que presta Dios al hom­bre ‑si le presta alguno‑ para vitalizar sus acciones éticas en el mundo?

Este es el tipo de preguntas que formulan los portavoces de la nueva ética: Robinson, Fletcher, Altizer, Hamilton y Ricoeur.

¿Y cuál es la respuesta que ofrecen a dichas preguntas?

Resumiendo, su contestación podría estar repre­sentada por el aforismo al que sienten gran incli­nación y que constituye, además, su premisa básica: «El hombre llegó ya a la mayoría de edad.»

Para Robinson, la hipótesis de la existencia de un «Dios fuera de nosotros», y prescribiéndonos unas normas absolutas de conducta, pertenece a tuna me­tafísica desfasada y a una teología que creía poder establecer una relación directa entre la voluntad de Dios y los comportamientos y valores ‑siempre cam­biantes y en constante evolución‑ den hombre en el mundo[7]. Admite Robinson que la fuerza de la ética tradicional cristiana residía en esta insistencia que hacía en el valor de lo absoluto y en los principios morales objetivos, inamovibles, eliminando así de la ética todo relativismo. Sin embargo, añade más tar­de, la «debilidad» de esta ética radica en buscar el fundamento de la autenticidad de sus normas, no en la «realidad», no en la «situación» concreta dada a cada hombre en cada momento, sino en un Dios fuera de la situación, un Dios que para el ex obispo de Woolwich dejó ya de ser digno de fe[8]. Según Robinson, hay que despedirse de la imagen tradi­cional de Dios ‑supranaturalista‑: que define como


«Dios de arriba», «Dios de afuera». Señala C. van Ouwerkerk, con razón, que la discusión suscitada por las obras de Robinson ha demostrado que no se trata simplemente de una cuestión de palabras, o de imágenes teológicas, sino que lo que realmente se halla en juego es la posibilidad, o la imposibilidad si Robinson tuviera razón, de lograr una relación auténtica con Dios, tal como esta posibilidad se nos revela en las Escrituras hebreo‑cristianas. Volvemos a lo afirmado más arriba: e1 problema ético depende siempre de unos supuestos teológicos previos. Es inevitable. Ahora bien, los supuestos teológicos de la «nueva moral ‑piénsese de ella lo que se quiera­ constituyen la negación de la ética y la teología bíblica.

***



I.
La nueva moral

Hemos visto ya algo de las premisas y conclusiones de Robinson, en forma de bosquejo. Volveremos a ocuparnos de él más extensamente. Ahora deseamos presentar los tres puntos básicos que caracterizan la reflexión de los fautores de la nueva moral:

1. ‑ Lo que pertenece a la esfera de lo ético hay que mantenerlo en su mundo propio, independiente, sin caer en la «tentación» de proyectar los valores morales hasta el cielo. En el caso de que se sienta la debilidad de querer religar la fe con la ética, no deberá hacerse, sin embargo, recurriendo a ningún pretendido mandamiento de Dios[9].

2. ‑ Conviene desteologizar los problemas éticos profanos, ya que no es posible deducir de la revelación histórica argumentos o normas en pro o en contra de determinadas conductas o decisiones humanas. En cuestiones morales, todo hombre ‑incluido el cristiano‑ debe remitirse al mundo que es compartido por creyentes y no creyentes. Dios no interviene directamente en ninguna solución ética. La fe ‑y la teología‑ se mueve a niveles distintos. El mundo se cierra éticamente en si mismo[10].

3. ‑ El Evangelio deja intacto cal carácter profano del mundo y ordena al hombre que viva en forma profana, sin poder esperar mientras actúa la intervención en favor suyo de ningún Dios omnipotente, si bien le está permitido creer que sus acciones «realizan a Dios» en medio de este mundo. A Dios sólo se llega por el encuentro con el prójimo. Hay que reinterpretar de una forma no religiosa todas las categorías fundamentales del Evangelio, especialmente la salvación, el pecado, el arrepentimiento, la oración y la Iglesia. Hay que vivir como si Dios no existiera, porque el hombre ha llegado ya a su madurez. A1 llegar a este punto se hace necesario mencionar a Bonhoeffer, dado que fue él quien escribió el primero que «había que vivir como si Dios no existiera». Bonhoeffer, sin embargo, solamente dejó un esbozo de su pensamiento sobre el particular, unos apuntes, un esquema, que él nunca pudo llegar a desarrollar. Vino luego la «teologia radical» y la «ética de situación» y, reinterpretando las palabras de Bonhoeffer en un contexto totalmente diferente, convierten al antiguo pastor de la iglesia alemana en Barcelona en el patrón y mártir de su gremio. Hemos de referirnos luego más cumplidamente a Bonhoeffer.

La «nueva moral», como puede verse, coincide con la «teología radical» en su repulsa de los valores absolutos y da paso a la «ética de situación». Se va hacia la glorificación de lo terreno y la deificación del progreso evolutivo del hombre y, finalmente, se llega a confundir la edificación con la salvación del mundo. Aún más, la senda que conduce a la «salvación» ‑o lo que los nuevos moralistas entienden por tal‑ se identifica con la realidad profana del mundo. Aparece también una invitación constante para que no abordemos los problemas de aquí más que con medios humanos y con total optimismo. La fe se convierte en simple ética (Van Buren) y la ética queda luego, en la próxima etapa, abandonada a su suerte, |colgada del corazón indeciso y débil de cada hombre. Tal es la «ética de situación».

Estudiaremos ahora, más de cerca, a cada uno de los promotores y divulgadores de la «nueva moral» para perfilar más objetivamente sus posiciones y entender mejor cuál es la naturaleza de esta moderna corriente de pensamiento.

1. John A. T. Robinson

Ya hemos señalado sus ideas fundamentales. Conviene reconocer, además, que la primera intención del ex obispo anglicano fue eminentemente pastoral. Se ha dicho de él que «su preocupación pastoral le hace más sensible a los problemas prácticos de la vida que a las teorías dogmáticas». No obstante ‑y sin ánimo de menoscabar en lo más mínimo la preocupación pastoral apuntada‑, es de premisas filosóficas que arranca todo su enfoque y, a la larga, apoya toda su moral en consideraciones sobre la naturaleza de ciertos conceptos en cuanto a Dios, Cristo y el mundo.

Estrictamente hablando, no sugiere Robinson la ausencia de Dios, sino una reinterpretación de lo que entendemos por «Dios» y su voluntad. Hasta hoy, el cristiano ha buscado la voluntad divina fuera de él mismo. Esto es particularmente cierto del Cristianismo Reformado, que, en su anhelo de fidelidad a la Palabra de Dios, huye sectarismos, misticismos esotéricos y toda clase de subjetivismos para conducir al hombre caído hasta la Palabra del Dios vivo que le habla, le juzga y le perdona. Esta es la posición de la Cristiandad Evangélica, la posición también del sector evangélico dentro de la Iglesia Anglicana, sector al que Robinson no sólo no pertenece sino del que se halla alejado infinitamente. Llegado a su mayoría de edad ‑nos asegura el que fue prelado de Woolwich‑, el hombre no puede admitir por más tiempo los viejos conceptos en cuanto a Dios. Al mismo tiempo, quiere tranquilizarnos y nos asegura que no se trata de volver a la moral autónoma, según la concebía Kant. A1 menos ésta es su aseveración en La moral cristiana hoy. En esta obra nos brinda la moral «teónoma», que no sitúa la trascendencia fuera del hombre, sino en la realización concreta de cada decisión personal entre los hombres. Cuando juzgamos la relación del hombre con el hombre, según su sentido y valor propios, típicamente humanos, es cuando descubrimos lo sagrado, lo santo, lo absoluto y lo incondicional ante lo que somos responsables y, por consiguiente, hemos de ofrecer una respuesta: «Para el cristiano, esto significa que reconoce el amor incondicional de Cristo, hombre que vivió para los demás hombres, como el fundamento más profundo de su existencia y como la base de toda relación y de toda decisión»[11]. No existe, pues, otra norma absoluta sino la norma del amor. Sólo el amor está prescrito de manera clara; el amor que debe encontrar en cada situación su propia forma de expresión y de decisión, sin necesidad de apelar a normas absolutas «de fuera».

Este amor del prójimo para el prójimo implica en Robinson la respuesta de la fe. Una fe que introduce el amor en el mundo y al mismo tiempo la relación con Dios, este Dios que se halla «en el fondo de la existencia», expresión tomada de la teología de Paul Tillich. No pretende con ello Robinson darnos una solución concreta a inmediata al problema ético y mucho menos al problema del contenido de la moral. Es innecesaria. Toda vez que el amor no nos proporciona unas reglas a la medida de cada caso, deberemos deducir de la «situación misma», de la «experiencia propia», de la realidad de las estructuras profanas mismas, la orientación de cada paso, el contenido de cada acción y el valor de cada decisión, sin recurrir al «exterior», al designio del Dios «de fuera», cosa indigna del hombre llegado a la mayoría de edad. En La moral cristiana hoy, nos dice que, frente a la moral tradicional, caracterizada por los valores de «fijexa‑ley‑autoridadm, hay que oponer «1a libertad, el amor y la experiencia>. Cabe preguntarse, sin embargo, hasta dónde es exacto este planteamiento y si forzosamente ha de haber oposición entre estos dos grupos de valores. ¿Se trata, realmente, de polaridades en conflicto? Desde una perspectiva genuinamente bíblica hay que contestar la pregunta negativamente.

¿Se contradicen necesariamente la Ley y el Amor? ¿No ayuda la gracia de Dios a amar aquello que se debe hacer? El amor elimina todo legalismo, cierto. Mas, ¿es acaso la Ley incapaz ‑no el legalismo de eliminar el peligro que acecha al amor no explicitado de desembocar en la arbitrariedad y el egoísmo disfrazado? En la moderna literatura, en el cine, la TV y el teatro contemporáneos, ¿no vemos constantemente como la fornicación, el adulterio y el egoísmo más cruel pasan por amor, enamoramiento, afectos liberados, etc.? ¿No dice Pablo que el fin del amor es el cumplimiento de la Ley divina? El amor auténtico no rehuye su propia explicitación, ni tiene miedo del contenido normativo que le da su razón de ser[12].

Sin proponérselo quizá, Robinson aboca a una moral autónoma. Por cuanto deja al hombre entregado a su suerte, en solitario. Debe buscar por sí mismo el camino de su ética, sin dejar de «creer» ‑nos afirmará, sin embargo‑ que está cerca de Dios y Dios cerca de él, porque la Divinidad se halla en el fondo de su ser y de su existir. Nos asegura que su moral no es un «adiós» a la presencia divina, sino un encontrar esta presencia y estas referencias a su voluntad dentro de nosotros mismos.

En el fondo, esto quiere decir, sin paliativos, que Dios no interviene en ningún problema ético y menos en su solución. Se trata de dejar intacto el carácter profano del mundo. Aún más, se invita al cristiano a que viva también de una manera profana. De modo que acaba por diluirse cualquier diferencia que pudiéramos imaginar entre creyente a incrédulo por lo que atañe a la inspiración de su conducta.

2. ¿Qué papel juega Dios en las bases de esta ética?

C. van Ouwerkerk ha señalado, atinadamente, que tanto Robinson como los demás autores de la ética secular, y «de situación», cuando establecen ‑o intentan establecerla‑ la relación del hombre con Cristo proceden casi inductivamente, yendo del mundo a Cristo, en oposición al pensamiento bíblico que toma a Cristo como punto de partida y que, a partir de él, impone una norma y un modo de vivir[13].

Para Robinson, Jesús es «el hombre para los demás hombres», en quien el amor obtuvo la supremacía. Pero en ninguna parte nos aclara cómo nos transmite Jesús su amor, aun cuando nos habla del sentido que Cristo debe tener para nosotros a incluso de una cierta participación y comunión con él[14].

Juntamente con C. van Ouwerkerk, nos preguntamos si cada vez que habla de Cristo como revelación del amor, este Jesucristo no es más que un modelo que «aprendemos a conocer» o si, por el contrario, Cristo es igual y realmente una causa salutis, el origen de nuestra salvación, el motor de nuestra vida y el autor de un comportamiento nuevo.

Robinson, como hace Van Buren, se refiere a veces a una cierta comunión con Cristo, entendida en sentido profano[15]; habla incluso de una participación en la existencia de Jesucristo, pero no nos aclara nunca, ni él ni sus compañeros de viaje, qué debemos entender por esa comunión; ni siquiera nos explica quién es verdaderamente Cristo. Resulta difícil no llegar a la conclusión de que la «nueva moral, como la «nueva teología», nos conducen a remitirlo todo al hombre mismo y al mundo, después de rechazar toda trascendencia vertical, exactamente como hace Sartre y el ateísmo contemporáneo.

Robinson, Altizer, Van Buren y Hamilton se hallan muy ligados a la terminología teológica clásica y son tributarios de la misma en sus escritos. Esto crea una gran confusión. Adoptan conceptos de la teología protestante ortodoxa, así como de la tradición cristiana en general, sin ponerlos jamás en tela de juicio ‑por lo menos de manera frontal o directa‑, pero socavándolos constantemente por vía implícita. Hablan de la fe en Cristo, de la gracia, de la unión con Jesús a intentan reinterpretar la cristologia tradicional y los conceptos sobre Dios. Pero ¿cuál es el sentido de esta reinterpretación? ¿Es sólo el intento de hablar el lenguaje del hombre de nuestro siglo, para hacerle más inteligible el mensaje de la Revelación cristiana? ¿0 hemos de entender, más bien, un esfuerzo para adaptar no sólo la terminología sino el mismo contenido de dicha Revelación, hasta el punto de desvirtuar su significado? ¿Se trata realmente de comunicar o de transformar la Revelación?

Todos estamos de acuerdo en que la terminología griega con que la Iglesia de los primeros siglos quiso explicar la deidad de Jesús, por ejemplo, haya que dado un tanto desfasada y precisa de una modificación de sus fórmulas en términos más fácilmente inteligibles para el hombre moderno. Sin embargo, sacamos la impresión de que Robinson, y los demás autores y promotores de la «ética de situación» y de la nueva «teología radical», no solamente echan por la borda las definiciones sino también, y paralelamente, el contenido bíblico de las mismas.

El problema estriba en que, lamentablemente, estos hombres, que se dicen tan preocupados por hablar en términos actuales al hombre moderno, emplean siempre un lenguaje muy vago y demasiado inconcreto. Comentando esta contradicción, escribe Van Ouwerkerk:

«Los textos vagos de Robinson, Bonhoeffer y otros autores de la misma orientación nos ponen ante un problema real que tiene planteada actualmente la ética cristiana. Existe la tendencia a reducir a Cristo a un simple modelo que es posible comprender en términos históricos y psicológicos (Kuitert ha señalado esta tendencia). ¿Es que no existe otra relación con Cristo que el recuerdo de su vida y de su doctrina? ¿0 existe, por el contrario, una "presencia de Cristo" que mueve y acompaña la vida?»[16].

La voluntad de Dios y la presencia invisible de Dios constituyen, en realidad, el problema básico y la premisa insoslayable de toda ética, así como de toda teología. Y esto vale igualmente para la ética y la teología seculares. También en ellas se plantea el problema de la relación del hombre con Dios.

Como muy bien escribe Kenneth Hamilton ‑a quien no hay que confundir con William Hamilton‑, «en donde quiera que se producen cambios en las normas de conducta que regulan la vida de la gente religiosa, se da, asimismo, la clara evidencia de que las creencias religiosas están cambiando también. Por lo menos, significa que la voluntad de Dios va a ser interpretada de manera diferente, y esto puede indicar que las antiguas creencias acerca de la misma naturaleza de Dios empiecen a ser echadas por la borda. Desde el ángulo del hombre de la calle, resulta más fácil comprobar la clase de cambios que se producen en las creencias religiosas observando las alteraciones y vaivenes de lo que está religiosamente permitido o religiosamente prohibido, que no escuchando explicaciones teológicas. Por ejemplo, considerada estrictamente en términos de teología, la cuestión «¿Está muerto Dios?» es mucho más urgente que esta otra: «¿Es pecado el adulterio?» Ya que, si la primera pregunta recibe una contestación afirmativa, la segunda ya pierde todo su valor... «La "nueva moralidad" ha atraído la atención general debido, en gran parte, a su manifiesta disposición a suavizar el tradicional "veto" cristiano en contra de todo acto sexual realizado fuera del matrimonio. Incluso, al nivel del periodismo popular y sensacionalista, existe alguna clase de discernimiento para admitir el hecho de que en las charlas sobre una "nueva moralidad" se barajan cuestiones más importantes que meras opiniones sobre un solo caso de problemática moral. Algunos de los nuevos moralistas pretenden que la "nueva moral" lo que busca en realidad es un nuevo vigor ético y un nuevo impulso para los cristianos. La "nueva moralidad" sería un intento serio de enfrentarse con decisiones graves, de todas clases, especialmente relacionadas con los urgentes problemas contemporáneos tales como la discriminación racial y la guerra. Sin embargo, parece que lo que se halla en juego es mucho más que un simple intento de buscar la mejor manera de aplicar el cristianismo al mundo moderno. La "nueva moralidad" ha levantado la cuestión fundamental de saber si las reglas, las normas, son vitales para una sana moralidad, y si el enfoque religioso tradicional ‑equivalente al planteamiento cristiano tradicional, en particular‑ es todavía viable. La «nueva moralidad» sugiere que la preocupación religiosa por las normas fijas de conducta debería ceder su sitio a una preocupación por la buena conducta. Por ejemplo, en el capítulo que Robinson dedica a «La Nueva Moralidad» en su obra Sincero para con Dios, nos da la siguiente explicación:

«No hay nada, per se, a lo que podamos poner, siempre, la etiqueta de "malo". Uno no puede, por ejemplo, partir de la posición de que "las relaciones sexuales antes del matrimonio", o "el divorcio", sean cosas malas, o pecaminosas, en sí mismas. Pueden serlo en 99 casos, o tal vez incluso en 100 casos por cada cien, pero no lo son intrínsecamente, porque la única maldad intrínseca es la falta de amor» (p. 118 de la versión original inglesa, Honest lo God).

Con estas palabras el obispo Robinson anula toda norma objetiva para determinar el bien y mal. Porque ‑asevera él‑ no hay otra maldad intrínseca aparte de la falta de amor. Y el amor no se sujeta a reglas...

«Debería observarse que el lazo de unión es entre religión y normas de conducta, no necesariamente entre religión y buena conducta. La persona religiosa se esfuerza en obrar de tal manera que agrade a Dios, pero la clase de conducta resultante dependerá de la clase de religión que abrace. En algunas religiones es más importante matar al infiel que no ayudar al hermano en la fe; y, en muchas otras, la obligación de cumplir con determinados ritos admitidos se eleva a un rango superior que aquél en que se halla la obligación de ser honrado en privado y en público. Hombres de cualquier credo podrán reconocerse en la vieja historia del piadoso tendero que, desde el piso superior, llamó a su hijo: "¿Has mezclado ya la harina con el azúcar? ¿Has puesto agua en la leche? ¿Sí, ya está hecho...? Pues, ¡sube en seguida! ¡Es la hora de los rezos!"

»Incluso cuando una religión coloca la moral en el centro, no puede pensar de algo que sea bueno, a menos que haya sido divinamente revelado y divinamente mandado:

"Oh, hombre, él lo ha declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante lo Dios" (Miqueas 6:8).

»Se requiere honradez en nuestros tratos con los demás, se exige que seamos buenos con ellos, no por amor a la bondad misma, sino para probar nuestra obediencia. Seguimos la senda que nos traza Dios mismo. El amor a Dios y el amor a los hombres van juntos en el gran mandamiento de Jesús (Marcos 12:29); pero aquí también el amor al hombre se deriva del amor a Dios, y viene marcado específicamente como "segundo". Muchos teólogos sostienen el punto de vista de que una cosa es buena porque Dios la desea, y no que Dios la desea porque sea buena. Solamente una teología fuertemente influida por la filosofía ‑el tomismo, por ejemplo‑ está dispuesta a considerar la otra alternativa.

»Dado que el creyente fiel asume como primer deber la obediencia a los mandamientos divinos, su perspectiva es muy diferente de la del moralista cuya tarea se limite a considerar la naturaleza de la bondad misma. A menos que la ética quede asociada, desde el principio, con la fe religiosa, la bondad ‑simplemente "por amor a la bondad misma" se interpreta, universalmente, como significando "por amor al hombre". No es extraño, pues, que algunos pensadores éticos piensen que tienen el deber de atacar la religión; como tampoco es extraño que algunos antirreligiosos y anticlericales se agarren a algún sistema ético. Cuando creyentes y no creyentes discuten sobre cuestiones de conducta se acusan mutuamente, por lo general, de inmorales. El creyente afirma que sin religión cada cual es libre de buscar su propio placer, no habiendo nada que pueda detener a nadie de caer en los más abyectos crímenes. El no creyente ataca a la religión como el gran obstáculo en el camino de la reforma moral, y objeta que no hay nada específicamente moral en la obediencia a unas leyes, si esta obediencia se lleva a cabo únicamente por el temor de Dios, por el miedo a que Dios nos castigue si no le agradamos.

»En un sentido, ambos tienen la razón. Tanto unos como otros quieren que la sociedad se gobierne por medio de buenas normas de conducta, pero al hablar de "buenas normas", el creyente enfatiza las normas ='buenas normas"‑ y el no creyente coloca el énfasis en que son buenas “buenas normas"‑. Para el hombre de fe es más importante asegurarse de que tiene obligaciones definidas que no el ser capaz de demostrar exactamente de qué manera el cumplimiento de tales obligaciones contribuye al bien de la Humanidad. Si se convence de que la voluntad de Dios ordena algo, asume que debe tratarse de algo bueno. Por otro lado, el pensador ético quiere saber si una acción es buena ‑y por qué‑, antes de sentir la obligación de llevarla a cabo. Lo que valora más es la libertad de juzgar por si mismo. El hombre de fe cree que la mejor elección estriba en recorrer el camino de la obediencia. La teología cristiana halla la más alta libertad para el hombre creyente al ofrecerle el estado de gracia, en la aceptación responsable de la voluntad de Dios, no en cumplir a regañadientes, y ciegamente o rutinariamente, lo cual ya no es cristianismo sino legalismo. En cualquier caso, Dios es quien ha elegido las reglas por las cuales se gobierna su universo. El deseo de hacer nuestras propias reglas no es libertad sino autodestrucción egoísta»[17].

No debe confundirse el cumplimiento de la Ley con el legalismo, el cual es su perversión. Nadie como Jesús exige el respeto a la voluntad revelada del Padre, y nadie como él ataca a los máximos representantes del cumplimiento legalístico en su tiempo, los fariseos. Kevan ha estudiado ampliamente esta cuestión y a su trabajo remitimos al lector[18].

Pero es un hecho que “Dios ha elegido las reglas por las cuales gobierna su universo», y no solamente el físico, sino también el moral. Es fatuo y estéril el pretender erigir nuestros propios valores, porque, efectivamente, ello equivale a la autodestrucción, de la cual es testigo nuestra época, no ya inmoral, sino amoral, desligada de toda vinculación con la Ley revelada por Dios.

No obstante, erraríamos grandemente si creyéramos que porque al creyente le ha sido «dada» una moral objetiva con un contenido concreto, ello le exime de apreciar la bondad intrínseca de dichas normas. Tanto como el moralista secular, el cristiano tiene el deber de descubrir el valor de las acciones que le ordena Dios, las que el Eterno preparó de antemano para que anduviera en ellas[19]. Aún más, el cristiano, más que nadie, puede probar la bondad consustancial de las órdenes de Dios obrando en su vida y en la Historia, cosa que no puede hacer el incrédulo con su propia ética. Esta bondad intrínseca de los mandamientos de Dios, cuyas huellas a impacto podemos seguir, se deriva del Creador, en quien todo es perfección y bondad.

También nos equivocaríamos si pensáramos que el hecho de poseer unas normas desliga al cristiano de todo discernimiento a imaginación al tener que aplicar dichas normas en su vida concreta, dentro de circunstancias distintas y problemas varios y complejos. El creyente no tiene que inventar su propia moral, pero debe tener mucha inventiva, santificada, para aplicar la voluntad de Dios a las esferas de su vida privada y social. Esto es lo que demostraré en la última parte de este ensayo, titulada: «Por una ética de situación bíblica». El cristiano también es llamado a libertad y a juzgar por sí mismo, dado que «todo lo que no es de fe es pecado»[20] y dado también que la ética bíblica no sólo nos viene dada en mandamientos o reglamentos sino, casi siempre, en grandes principios orientadores y en normas generales que la fe, guiada por el Espíritu, debe saber cumplir libremente y con amoroso entusiasmo.

No, el creyente no renuncia a su libertad ni a su juicio. A1 contrario, ambos son elevados por la gracia y el poder de Dios cuya voluntad se revela para el bien de sus criaturas. En doloroso contraste, la ética que pretende crear sus propias normas, de espaldas a la Revelación, no conduce a libertad sino al caos y la autodestrucción. Esta ha sido la tragedia del obispo Robinson.

«Aun sin estar interesado en iniciar una "nueva teología", y negando toda participación en la misma, Robinson, sin embargo, ha influido más que ninguna otra persona en dar libre curso a la idea de que hemos de it hacia una nueva Cristiandad, adaptada a las necesidades del hombre moderno. Su deseo ha sido simplemente formular la doctrina cristiana en términos inteligibles hoy. Sin embargo, el resultado de su intervención en la escena teológica ha sido el de convencer a mucha gente de que la doctrina cristiana histórica fue algo bueno para el pasado, un pasado que ha terminado y que hoy carece de significado. La razón de esta paradoja parece consistir en su punto de partida: Robinson comienza con la filosofía religiosa de Tillich y luego su interpretación de Bonhoeffer como si se tratara de alguien cuyas ideas fueran compatibles con las de Tillich. Todo ello le ha conducido a la creencia de que nuestra primera tarea, actualmente, consiste en idear una hipótesis de "Dios" en línea con la moderna visión del mundo que repudia todo sobrenaturalismo»[21].
Lo que ha conseguido Robinson no ha sido comunicar mejor el Evangelio, sino transformarlo, cambiándolo en algo que ‑salvo el envoltorio del lenguaje‑ no tiene nada que ver con el mensaje y la obra de Jesucristo.

3. Paul van Buren, W. Hamilton, Th. Altizer

A pesar de las múltiples diferencias que separan a estos autores, se dan, sin embargo, un buen número de coincidencias básicas muy importantes entre ellos. Esto hace posible la visión de conjunto de sus orientaciones que, al decir de C. van Ouwerkerk, presentan semejanzas sintomáticas y tipológicas.

Paul van Buren

Este autor incide en las premisas de Robinson, pero llevándolas a un radicalismo extremo. En él, más que en el ex obispo de Woolwich, nos hallamos abocados ya de lleno en la que suele denominarse la «teología de la muerte de Dios». Partiendo de supuestos filosóficos muy discutibles, que han sido llamados «prejuicios neopositivistas», formula una serie de teorías a remolque de ciertas corrientes modernas de pensamiento pero de espaldas completamente a la Revelación. Sobre estos condicionamientos filosóficos de la «teología de la muerte de Dios» escribió Salvador Paniker lo siguiente:

«Los teólogos de la generación de Barth, Bultmann, Tillich y Niehbur se apoyaron en la filosofía existencial; los nuevos teólogos, los Robinson, Van Buren, Altizer y Hamilton, se apoyan en la filosofía lingüistica. Su protomártir fue Dietrich Bonhoeffer, su filósofo preferido, Wittgenstein. Se apoyan en la filosofía lingüistica, digo, porque son, ante todo, anglosajones; es decir, empiristas especialmente alérgicos a la especulación y a la metafísica»[22].

Imagina Paul van Buren que hablar de Dios, hoy, no tiene sentido. Reduce la fe y la ética cristianas a una interpretación secular, radicalmente profana, en la que sólo tiene valor la lucha del hombre contra las potencias que amenazan su libertad empírica. Es una moral, y una teología, adaptadas a la mentalidad del hombre moderno, preocupada solamente por satisfacer el gusto de este hombre, pero privándole del mensaje salvifico característico del cristianismo. Una ética de nuestro tiempo para satisfacer los caprichos del ciudadano moderno.

Aunque Van Buren nos asegura que un personaje de la historia, llamado Jesús, comunica una "libertad contagiosa", no nos aclara la manera cómo se transmite esta libertad ni cómo Cristo ‑una figura del pasado‑‑ es capaz de darnos algo sin recurrir al Dios trascendente de la Biblia y, sin volver, de algún modo, a la noción cristiana tradicional de la gracia. ¿Sería Cristo más que un modelo, más que un simple recuerdo histórico? No lo parece, si atendemos a lo que Van Buren enseña; por lo que, concluímos, necesariamente, que su lenguaje, vestido y adornado de fórmulas tradicionales, no es más que mera terminología despojada de su antiguo significado y asimilada para servir a nuevos criterios. La fe queda reducida a pura ética; es como si descubriéramos ‑ha escrito alguien‑ de una forma evidente y empíricamente clara que el hombre posee capacidades y grandeza moral suficientes para transformar el mundo. Olvida Van Buren ‑y muchos otros pensadores contemporáneos con él‑ que las inclinaciones naturales del ser humano no son tan nobles como sus formulaciones teóricas y sus utopías. «Cada apreciación que el cristiano pueda hacer del mundo que le rodea debe tomar en cuenta el hecho de que el nuestro es un mundo caído, que se halla simultáneamente bajo la ira y bajo la gracia de Dios... El hombre, sin excluir al cristiano, es un pecador; y su pecaminosidad invade cada una de las situaciones en que encuentra a su prójimo»[23].

Kuiter[24] ha señalado que si la fe queda reducida a pura ética, como hace Paul van Buren, entonces el cristianismo corre el riesgo de no ser accesible más ‑que a una élite. Y cabe, al menos, dudar de que esta élite se identifique con el hombre secular al que Van Buren pretende dirigirse. Van Buren cree disponer con la ética de una realidad empirica que puede ser indicada y demostrada eneste mundo; pero, al mismo tiempo, toda su ética pretende estar ligada a Jesús, porque ‑nos asegura‑ se trata de una libertad que es transmitida a partir de él, es decir: a partir del Cristo histórico. Ahora bien, esta relación con Jesús es, en Van Buren, una realidad misteriosa, una suposición sin pruebas lógicas o históricas, que más que indicar no hace más que suponer. De ahí que su opción por una ética cristiana, que debe sustituir a la fe, se convierta en algo más o menos real o arbitrario. El problema fundamental es que, para Van Buren, Dios es incognoscible.

Hamilton y Altizer

También estos autores reducen la fe a simple ética, pero partiendo de premisas distintas.

Para estos autores ya no es cuestión de una imagen superada de Dios (Robinson), ni de la ausencia de Dios, ni de un Dios incognoscible (Van Buren), sino de una negación clara y abierta del Dios del cristianismo.

Nosotros podemos pensar que esta negación se halla ya latente en los escritos de Robinson y otros pensadores de parecida trayectoria, pero en estos casos no podemos más que expresar nuestra propia interpretación de los mismos. Ellos nunca van tan lejos como para hacer esta negación escueta y claramente. Ya hemos indicado lo vago de sus referencias teológicas (sobre todo, cristológicas) pese a la pretensión de clarificación terminológica que siempre aducen. Con Van Buren, y sobre todo con Hamilton y Altizer, la negación es evidente.

Para Hamilton y Altizer, la existencia de Dios es incompatible con la mayoría de edad del hombre moderno y, por lo tanto, con la independencia del hombre en el mundo[25]. De la negación de Dios ‑a la manera de Nietzsche y Sartre‑, Hamilton se vuelve hacia el mundo. De la tradición cristiana sólo guarda una alta estima por la dignidad del hombre y la promoción de la justicia que pronto trueca por un optimismo exagerado y una extremada valoración de las aptitudes del ser humano y sus posibilidades para mejorar el mundo, sin la ayuda ni la intervención de «Nadie» fuera de él mismo.

Se ha dicho que este optimismo es envidiable. Lo menos que puede afirmarse es que no solamente es antibíblico sino también lo contrario a todas las evidencias de la historia y de la experiencia humanas. Si pisara de pies en el suelo, esta ética vería verdaderamente cuál es su situación auténtica y la condición real del hombre en un mundo turbado por el pecado. Sería entonces, verdaderamente, una «ética de situación» auténtica.

Estos hombres que han perdido su fe en Dios, la tienen, en proporciones asombrosas, en el hombre. Han perdido de vista la distonía espiritual entre las pretensiones y las facultades del ser humano.

La doctrina de un «cristianismo profano y secularizado», aún más: un «cristianismo ateo» ‑por mal que nos suene‑, llega en Altizer a su más radical formulación. El titulo de uno de sus libros es, precisamente, El evangelio del ateísmo cristiano. Altizer encuentra la forma de «su» cristianismo definida por los grandes pensadores de moda hoy y que, según él, han intentado en la crisis de un tiempo en mutación descubrir de nuevo «la presencia de Cristo en el mundo». ¿Quiénes son estos «profetas»? : Nietzsche, Hegel y Freud, sobre todo.

Dios, en cuanto ser eterno y trascendente, ha perdido sentido. E1 Dios trascendente se ha convertido en un «dios» inmanente en el mundo y esto, para Hamilton y Altizer, significa su muerte. Pero ‑nos aseguran estos autores‑ «la liberación con relación a este Dios lejano y ultraterreno», que adominaba al hombre», significa, ante todo, una emancipación que abre el camino de «la libertad» y la «independencia». El Dios traditional cerraba el paso al hombre, pero los profetas profanos en que se inspira Altizer han hecho la tentativa «valiente» para liberarse de este Dios. Con Sartre, parecen afirmar que, “ aun en el supuesto de que Dios existiera, habría que matarlo».

Nosotros preguntamos: ¿Con vistas a qué fin se ve liberado el hombre? ¿En qué dirección va a usar de su libertad? ¿Qué contenido positivo time esta «independencia» de Dios? Altizer nos responde: «Profesar la fe en Jesús significa volverse hacia el mundo, hacia el corazón de lo profano, al mismo tiempo que se reconoce que Cristo está presente ahí y no en ninguna otra parte. Con tal de que reconozcamos que Cristo está enteramente presente en el momento que tenemos delante de nosotros, podemos amar de verdad al mundo y acoger incluso su dolor y su oscuridad como una epifanía de Cristo»[26].

¿Qué quiere decir Altizer? ¿No será mera literatura esta respuesta suya? Es lo que se pregunta, también, C. van Ouwerkerk: «De todo lo que precede se deduce claramente que con Altizer hemos abandonado no sólo la teología cristiana, sino también el pensamiento sobrio. Aquí habla ya un místico, un poeta que apenas intenta construir una síntesis lógica de su crítica del cristianismo tradicional»[27].

Los florilegios verbales de Altizer nos recuerdan el procedimiento de Ernesto Renán en el siglo pasado, quien, luego de haber despojado a Cristo de su divinidad, en su Vida de Jesús, trata de « compensarle» dedicándole frases de gran hermosura literaria, pero de ningún valor conceptual.

4. La mayoría de edad del hombre moderno

Antes de pasar a considerar el pensamiento de Bonhoeffer y de Harvey Cox, hemos de desmitificar el slogan ‑que a esto parece haber llegado ya‑ de la supuesta «mayoría de edad del hombre moderno».

Samuel Escobar ha escrito sobre este punto:

«En una a otra forma los teólogos que hemos presentado (Bultmann, Tillich, Robinson, etcétera) gustan de afirmar la "autonomía" del hombre moderno, o su "mayoría de edad" para utilizar una frase acuñada por Bonhoeffer. El hombre "científico" de hoy no puede aceptar los mitos. El hombre "mayor de edad" no necesita de Dios, es irreligioso. El hombre de la "ciudad secular" puede prescindir del Dios de la Biblia. ¿Es verdadero este segundo presupuesto?

»Basta ver las páginas de las grandes revistas y diarios de hoy, para darse cuenta de que hay una nueva mitología, de que la astrología es más popular de lo que saben estos teólogos, de que el hombre de hoy se ha fabricado idolillos de toda dimensión a los que rinde culto, obediencia y sacrificios. Basta ver la poesía de los áulicos de los totalitarismos de nuestro siglo, para comprobar el tono religioso con que se celebra a las nuevas deidades. Nadie que estudie desapasionadamente las ideologías contemporáneas podrá dejar de ver las demandas totalizadoras y religiosas que hacen sobre el hombre. Un científico de la talla de Von Weizsñcker nos dice que "la fe en la ciencia desempeña el papel de religión dominante de nuestro tiempo" (La importancia de la ciencia, C. F. von Weizsácker, Ed. Labor, Barcelona). Ese curioso interés en los misterios de las religiones orientales que alimenta las arcas de ciertas editoriales argentinas, o ese "retorno de los brujos" con sus facetas mitad religiosas y mitad científicas no nos hablan de un hombre "mayor de edad" como el que suponen los teólogos radicales. "¿Qué fue del hombre nuevo?", decía el titular del semanario "La Vie Protestante" de Ginebra, al dar cuenta de los sucesos de Checoslovaquia, y reflejaba, a su manera, la misma pregunta que se planteaba el observador atento de la "revolución cultural de Mao", el lector atento de la peripecia del Che Guevara, víctima también en parte de sus no muy "renovados" camaradas. Es irónico que Bonhoeffer escribiera del hombre mayor de edad, precisamente en la celda a que lo había recluido el régi­men nazi, el sistema en el que un paranoico manejaba como a ovejas a los ciudadanos de la nación quizá más culta de la Europa de entonces. Tal vez la ironía trágica de la situación la dé otro eclesiástico famoso (en la misma línea que Robinson), el obispo Pike, episcopal de Estados Unidos. Afirmó repetidas veces que no podía creer en ciertos dogmas porque iban contra su razón, pero sorprendió a todos anunciando que había recurrido a un "medium" ocultista para hablar con su hijo muerto»[28].

5. Dietrich Bonhoeffer

Junto a Tillich, el nombre de Bonhoeffer es el que aparece más repetidas veces en los escritos de los nuevos moralistas y adeptos de la «nueva moral». Pero, como han señalado los estudiosos de la obra de Bonhoeffer, resulta difícil, cuando no imposible, casar a este barthiano con Tillich y mqnos todavía con Bultmann, de quien hizo severas críticas. No obstante, Robinson llega a sus conclusiones después de haber mezclado a los tres autores.

A1 hablar de Bonhoeffer ‑nos aconseja el ya citado S. Escobar‑ conviene hacer dos aclaraciones:

«En primer lugar, se asocia con él la noción de cristianismo "irreligioso", que nos viene a través de sus divulgadores en inglés ("religsonless Christianity"). Se trataría de una mala traducción del término alemán "religionslose", que significaría más bien "no pietista" o "no eclesiástico". En segundo lugar, el pensamiento de Bonhoeffer está incompleto. Fue martirizado joven, aun cuando una parte de su obra ‑la más difundida quizá‑ recién estaba en germen. El mismo lo reconoce así en uno de los párrafos más expresivos en cuanto a nuestro tema: "Es, pues, mi intención ‑escribe Bonhoefferimpedir que introduzcamos a Dios de contrabando por algún lugar recóndito extremo. Quiero que acatemos la mayoría de edad del mundo y del hombre, que no desacreditemos al hombre en su condición mundana, sino al contrario, que le confrontemos con Dios en su posición más fuerte, que renunciemos a todas las trampas clericales y que no consideremos la psicoterapia o la filosofía existencialista como colaboradores de Dios. La Palabra de Dios no entra en alianzas con toda esa gente impertinente; no se alía con eso... Lentamente, estoy acercándome a la interpretación sin religión de los conceptos bíblicos. Veo la tarea, pero todavía no sé cómo solucionar el problema"[29]. Pero la obra anterior de Bonhoeffer nos muestra a un cristiano consciente del valor tremendo de la vida devocional, por ejemplo»[30].

En efecto, basta leer El precio de la gracia ‑por citar solamente una de sus obras‑ para darse cuenta de que Bonhoeffer se mueve en las antípodas espirituales, teológicas a intelectuales de Robinson, Tillich y Bultmann. El use que se ha hecho de él en 1 a «ética de situación» y en la «teología radical» no es tal use sino que representa un abuso. Y una superficialidad al mismo tiempo.

El editor y amigo íntimo de Bonhoeffer, E. Bethge, afirma que la crítica del joven teólogo en contra de la Cristiandad occidental apuntaba básicamente a cuatro aspectos que mostraban su decadencia: 1) su individualismo desmesurado; 2) su carácter excesivamente metafísico; 3) su departamentalización, y 4) su recurso demasiado fácil al Deus ex machina[31].

El hecho es que por «hombre llegado a la madurez» entiende Bonhoeffer algo muy distinto de lo que afirman los fautores de la «teología de la muerte de Dios» y los propagandistas de la «nueva moral».

Bonhoeffer aceptaba la definición que de la «Religión Cristiana» habla hecho Barth: un término paradójico como el de «pecador justificado» de sabor luterano. El cristianismo puede ser la verdadera religión; pero solamente lo es cuando se orienta y se centra por la fe viva en el Cristo crucificado y resucitado. De no ser así, la religión cristiana es simplemente una chaqueta para lucir, un culto que se apropia del nombre de Cristo pero que ha soslayado el señorío de Jesucristo.

Bonhoeffer heredó asimismo de Barth todo lo que este teólogo representó de reacción al liberalismo y así aceptó la distinción entre religión y Revelación, entre pietismo y confianza en el Dios vivo. La preocupación fundamental del joven teólogo fue el lugar de la Iglesia en el mundo y la clase de testimonio que el cristiano estaba llamado a dar en tanto que discípulo. Llegó a la conclusión de que los humanistas no creyentes tenían razón en un punto: la «religión» pertenecía a la infancia de la Humanidad. El hombre había llegado a su «mayoría de edad» y no necesitaba ya más tutela de los sistemas religiosos. En sus últimos meses, en la cárcel y mientras esperaba la ejecución en manos de los nazis, tuvo «sueños» ‑o pesadillas[32]‑ acerca de las posibilidades de un «cristianismo irreligioso», que debería incluir algún sistema de comunicar la verdad de la fe cristiana ‑¡porque para Bonhoeffer el contenido de la Revelación era una verdad que iluminaba y salvaba!­sin emplear los términos tradicionales de la teología cristiana. El «sueño», sin embargo, jamás pudo verse realizado.

Ha sido, no obstante, esta última etapa de su vida la que más han explotado los teólogos y moralistas radicales. Y lo han hecho, casi siempre, sacándola del contexto de su obra anterior. Aunque Bonhoeffer viviera los últimos días de su existencia bajo la presión de una ejecución inminente, y aunque ello explicara algún aspecto del radicalismo de sus últimas posturas ‑como cree Harold Brown‑, no obstante, opinamos con Kenneth Hamilton que no hay en él un salto inesperado a una esfera completamente extraña. El bosquejo final de Bonhoeffer, aunque incompleto, es consistente con toda su obra anterior.

Kenneth Hamilton propone resumir el conjunto de ideas del mártir alemán bajo tres apartados, en los cuales es dable comprobar la tensión entre religión y Revelación que se da en todo su pensamiento: 1) el mundo como creación de Dios; 2) el intento cristiano de comprender el mundo, y 3) nuestras razones para creer en Dios[33].

En primer lugar, y como buen luterano, Bonhoeffer se tomó muy en serio la enseñanza del reformador en relación con la «vocación» del cristiano ‑la vocación de cada cristiano, en conformidad con la doctrina del «sacerdocio universal de todos los creyentes»‑, la cual no debe quedar limitada al área de lo eclesiástico, o lo « religioso». Si el mundo es la creación de Dios, la vida del creyente en medio de esta creación no puede ser tenida como algo de valor secundario solamente.

En segundo lugar, la «religión» ‑en su sentido barthiano‑ aparece como el intento del hombre para conseguir por sí mismo un sentido «humano» para su existencia. Su Dios no es el Dios de Abraham, ni del Señor Jesucristo, es el «dios» de los filósofos, de los metafísicos. Y, desde el punto de vista de la fe bíblica, este «dios» hecho a imagen del hombre no es más que un ídolo. ¿No fue Calvino quien dijo que la mente humana es una fábrica constante de ídolos? Bonhoeffer era un buen discípulo de Lutero cuando afirmaba, como el reformador, que la filosofía no tenía nada que hacer en el reino de la fe. La religión puede decaer, su «dios» puede morir ‑¡y parece que ha muerto, realmente!‑ sin que los cristianos hayan de derramar una sola lágrima por ello. El cristianismo no se halla comprometido con ninguna filosofía, de manera que si un sistema filosófico deja lugar para alguna clase de dios ello no significa que sea más cristiano que otro que niega al «dios» de los filósofos.

En tercer lugar, dado que la religión suele buscar algún concepto de lo sagrado para dar así sentido a la existencia, coloca a Dios en un lugar inadecuado. Le busca asimismo donde no debe buscarle, en los «límites de la vida», en «las situaciones extremas» (una expresión prominente en la filosofía existencial de Jaspers y en la teología filosófica de Tillich). Esto ‑dice Bonhoeffer‑ es «asignarle a Dios su lugar en el mundo», algo que el hombre no debe hacer. Con este punto de vista, Bonhoeffer se sitúa frente, y en oposición, al concepto de la «dimensión profunda», caro a Tillich, así como a la vaguedad del «Dios como fondo de la existencia» lanzada por el mismo filósofo y recogida por Robinson.

La ética cristiana basada en la religión tiende al legalismo y a la falsedad. Es una ética acomodaticia. La ética cristiana que surge del cristianismo como Revelación es dinámica.

Es primordial para Bonhoeffer el comprender la madurez del hombre moderno, no como una madurez espiritual, sino intelectual. El hombre secularizado, descreído, que ya no necesita a Dios para que dé sentido a su vivir, no está más alejado del cristianismo que sus antepasados. Bonhoeffer protestó en contra de esa estrategia tan corriente que consiste en intentar convertir primero en deístas a los hombres para luego hacerlos cristianos. Este método ‑escribió‑ es paralelo al programa de circuncisión que elaboraron los judaizantes como requisito previo a la entrada en la membresía de la Iglesia cristiana. Pablo dejó bien sentado que no era menester judaizar primero y cristianizar luego. Así, hoy, no hemos de imponer tampoco a los hombres puntos de vista sobre el universo que ya están desfasados, ni opiniones anacrónicas, por más que pertenezcan a sistemas en los que los valores eran dictados bajo sanción religiosa. Hemos de it al hombre tal como se encuentra, es decir: a gusto en medio de valores simplemente humanos. Porque ‑añadía Bonhoefferlos conceptos de la sociedad secularizada son tan dignos de ser escuchados como los de las generaciones antiguas. Esto no significa que Dios sea menos el Dios vivo que fue para los cristianos que nos precedieron. Ni significa que se halle menos presente en el mundo que entonces. De lo que se trata es de adquirir una comprensión genuinamente cristiana de la presencia de Dios en el mundo. En épocas religiosas, las masas han aceptado cualquier idea sobre Dios, cualquier ídolo también y cualquier superstición. Pero esto no es igual a confiar en Dios ni a recibir a Cristo con su yugo. Cuando el teísmo ‑debido a las modas contemporáneas‑ ya no es tan intelectualmente respetable como el ateísmo, Dios como hipótesis permite que se le eche fuera. En el sentido de que ahora el cristiano no tiene otra apologética que la de Dios mismo: su Palabra encarnada. Aquí, Bonhoeffer sigue de nuevo a Lutero. Para el reformador, la teología del cristiano debe ser una teología de la cruz, nunca una teología de la gloria. Y por la teología de la cruz llegar a la luz. Cierto, no vemos que todo le sea sujeto todavía. Pero vemos a Jesús. Esto basta (Hebreos 2:8, 9). La Iglesia no debe buscar su propia gloria, sino la obediencia al Señor. De esta manera, se convertirá en una «prueba».

«En vista de las posteriores interpretaciones de Bonhoeffer ‑advierte Kenneth Hamilton‑, que le convierten en el fundamento de la "teología de la muerte de Dios", no enfatizaremos nunca bastante el hecho de que él no concibió jamás la fe cristiana como teniendo otro centro que no fuera la adoración y el servicio a Dios, el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo. El único Dios que le parecía irreal era la divinidad conjurada por la teología natural, la divinidad que sirve únicamente para el punto de partida de alguna especulación, la simple hipótesis, el "dios laguna" para salvar el abismo de nuestra ignorancia en relación con la naturaleza del universo. E1 Dios vivo era presentado por Bonhoeffer en una frase muy repetida, muy citada, pero poco apreciada: Dios es "el más allá en medio de nosotros". En realidad, esta frase es una correcta descripción del teísmo cristiano tradicional que representa a Dios como trascendente a inmanente. Pero a Bonhoeffer no le interesaban las descripciones, sino solamente la confesión: Dios es sobrenatural, no pertenece al universo ni a la comprensión natural del hombre; se trata del Dios vivo, activo en la vida del cristiano, y que controla, inspira a inicia cada acción realizada con fe en la obediencia a la Palabra revelada. Desgraciadamente, los que han venido después de Bonhoeffer, viviendo en tiempos menos peligrosos y privados de su robusto realismo, han tomado demasiado frecuentemente su diagnóstico de la edad moderna sin su vigorosa fe. Su afirmación de que somos llamados a vivir delante Dios, pero como sin Dios, ha sido entendida como si la hubiera pronunciado un teísta al estilo de Matthew Arnold, como sugiriendo que Dios ha sido expulsado de su propia creación al declinar el sentido divino en el hombre. En donde él vio el obrar de la Providencia, otros no han visto más que un proceso cultural traído por el soplo del viento nocturno del escepticismo»[34].

Para Bonhoeffer, había terminado la época de cristiandad, pero no el cristianismo. Había llegado el fin de la mentalidad religiosa, pero no la «muerte de Dios», al menos del Dios vivo revelado en Jesucristo. El diagnóstico que él hizo de su tiempo podrá ser discutido, lo podrá ser también el bosquejo que dibujó en sus últimas horas tocante a un cristianismo «irreligioso», pero lo que no se puede discutir es que Bonhoeffer, con todas sus limitaciones ‑incluso con sus inconsistencias‑ era un creyente en el Dios de la Biblia tan como ha sido entendido y adorado por los cristianos fieles en todo tiempo y lugar.

«Bonhoeffer enfatizó que el cristiano "mundano" es precisamente aquél que no comparte la estima por los valores del mundo con los demás hombres, dado que conoce muy bien el hecho de que el mundo sólo puede ser comprendido de manera adecuada desde el punto de vista del Evangelio y nunca a partir de su pretendida autocomprensión. Ni el hombre irreligioso que sólo confía en sí mismo ni el hombre que va a la búsqueda de seguridades ‑el hombre religioso‑ han aprendido a ser libres en este mundo con la libertad para la que fueron creados. Es aquí donde comprobamos el abismo que separa a la "irreligiosidad" de Bonhoeffer ‑que no es la del hombre fatuo que únicamente confía en él mismo‑ del ateísmo cristiano y sus presupuestos... Enseñó Bonhoeffer que el compromiso del cristiano en el mundo, para ser real, depende de que el creyente no sea del mundo»[35].

El lenguaje que Bonhoeffer emplea en sus libros, en su Etica, por ejemplo, es bien distinto del idioma moral y teológico de Robinson, Hamilton, Altizer y demás portavoces de la nueva teología radical:

«Disciplina. Si vas en busca de la verdadera libertad, aprende antes que nada el valor de la disciplina; la disciplina de tus sentidos y de lo alma, de manera que tus deseos y lo cuerpo entero no lo extravíen en la aventura. Que lo alma y lo carne sean castas, sumisas ambas a ti mismo enteramente y que, dóciles, busquen aquello que se les ha asignado. Nadie sondea el misterio de la libertad si no es en la disciplina...

»Rompe el círculo de tus vacilaciones ansiosas para afrontar la tempestad de los acontecimientos, llevado solamente por la ley de Dios y por la fe; la libertad acogerá a lo espíritu en el jubileo.»

6. J. Fletcher y Harvey Cox

Robinson ha dicho de J. Fletcher que ha sabido presentar la mejor exposición, y la más consistente, de la «única ética posible para el hombre llegado a su madurez».

En su libro Etica de situación, Fletcher expone lo que él entiende por «ágape», amor, como elemento básico de la ética cristiana. No dice nada nuevo al afirmar que el amor ha de ser el motor de toda conducta verdaderamente evangélica; lo que hay de nuevo en él ‑como en Robinson‑ es la vaguedad y la imprecisión con que se rodea el concepto tenido por básico: el amor. El amor en estos autores parecería más bien un mero impulso, un sentimiento. Jamás halla su definición ni se nos explicita su contenido.

No se trata, como en Agustín –aunque el parecido formal pudiera equivocarnos--, del principio «Ama y haz lo que quieras», puesto que para el doctor de la gracia este amor que asume su libertad tiene un contenido específico en la Ley de Dios, ley que el mismo amor se siente impulsado a cumplir. No es cuestión de «amar prudentemente», dentro de «cada situación», convirtiendo en norma la coyuntura específica del momento. Todo lo contrario, la norma viene dada por la Ley divina y por el mismo amor divino derramado en el corazón del creyente. Porque, no hemos de olvidarlo –aunque Fletcher se olvida siempre de ello--, el amor a que es llamado el hombre nuevo, el convertido, el regenerado. Agustín mismo se refiere a los ciudadanos de la «Ciudad de Dios» cuando habla del amor responsable en la libertad. Los otros, los habitantes de la «Ciudad Terrena», únicamente son capaces de amarse a sí mismos y de cultivar el egoísmo que destruye y en cuya libertad es imposible confiar.

Por el contrario, Fletcher afirma que no hay sanciones morales de tipo religioso. Esto pertenece al pasado. La religión moderna ha de ser secular. Y a una religión secular le corresponde una ética secular. Nada es bueno o malo intrínsecamente; tenemos perfecta libertad para decidir lo que hemos de hacer en cada situación. El hombre es erigido en árbitro de la moral. En cada caso, cada hombre deberá decidir lo que sea bueno o malo, lo que corresponde a la única regla universal del amor y lo que es enemigo del « ágape». « La voz del pueblo ‑para la ética de situación‑ es realmente la voz de Dios», comenta con razón Kenneth Hamilton[36]. Y así como Israel creyó en la palabra divina que le decía: «No adulterarás...», ahora el «cristiano radical, partidario de la ética de situación», cree también al hombre moderno cuando dice: «No tendrás ningún niño que no desees, aunque para ello tengas que recurrir al aborto...» Para la ética de situación, la palabra del hombre moderno tiene tanta autoridad como la tuvo la Palabra de Dios en Israel. Que el hombre habla con la misma autoridad que Dios es algo axiomático para Flétcher. Para él, «el amor no es la obra del Espíritu Santo, es el Espíritu Santo obrando en nosotros»[37]. Así el Espíritu Santo es, en definitiva, el mismo espíritu del hombre al tomar una resolución moral. Definición, por cierto, completamente opuesta a la que da el apóstol Pablo en Romanos 5:5. Todavía más radicalmente distinta de la de Juan en su Primera Carta, 4:13, en donde el Espíritu es el que prueba que aquellos que confiesan a Cristo permanecen en Dios y Dios en ellos. Pero Fletcher nos asegura, por el contrario, que el amor humano es divino y sus decisiones la voluntad del Santo Espíritu de Dios. Extravío que se deriva de haber elevado los criterios hoy de moda sobre lo secular a un nivel religioso y absoluto, con lo que ciertos valores terrenos adquieren la categoría de ídolos.

El amor cristiano conduce al cumplimiento de la Ley (Romanos 13:10), el amor de la ética de situación lleva al caos. No vivimos todavía en el Reino de Dios, habitamos un mundo caído en el que impera el pecado y el abuso. De ahí que toda ley, y todo reglamento, que de alguna manera reflejan la Ley divina, constituyen en realidad una bendición del cielo y una protección en contra de la propia destrucción. Las dos últimas grandes guerras mundiales, los campos de concentración, la bomba atómica y otras tragedias más recientes deberían abrirnos los ojos a la auténtica situación en que vive todo ser humano. Dejado a su antojo el amor se convierte en odio, sin norma que lo controle ni contenido que le dé sentido; y lo que acaso quiera hacerse pasar por «ágape» no sea más que tiranía, abuso a inhumanidad. Porque la experiencia demuestra hasta la saciedad que cuando se rompen los diques de la ley y cuando se saltan los valores morales, aunque sea bajo pretexto de dar libre circulación al amor, lo que se persigue en realidad es dejar abierta la puerta a todo egoísmo, interés propio y placer inmediato. Ello es así porque, como lo describe la Biblia, todo ser humano es pecador (Romanos 3:11) y su pecado le acompaña en cada situación con que se enfrenta con sus semejantes.

Sólo Cristo nos hace libres y nos da la libertad que asume plenamente su propia responsabilidad sin degenerar en libertinaje (Gálatas 5:1).

Con un ejemplo feliz, Kenneth Hamilton pone al descubierto el absurdo latente detrás de la «ética de situación» propugnada por Fletcher en libros de amena lectura, al equiparar toda coyuntura moral con el lugar en donde un arquitecto se ve obligado a construir. Ciertamente, no se planea ningún edificio sin tener en cuenta la situación de su emplazamiento y sus fines. El lugar condiciona el trabajo del arquitecto. Pero nadie imaginaria que simplemente porque se sabe todo lo relacionado con el sitio y los objetivos que persigue el proyectado edificio ya estamos en condiciones de construir sin tener que preocuparnos por los principios arquitectónicos. De manera parecida, en la construcción de nuestra existencia, y en las decisiones éticas que la misma nos lleva a tomar, no basta el conocimiento de todos los detalles de cada situación para orientarnos debidamente y conducirnos a actitudes verdaderamente correctas. Hacen falta, además, principios sólidos, tan de fiar como los que determinan el trabajo de los arquitectos. Sin principios, ninguna situación es auténticamente moral. De ahí que el término «ética de situación» encierre un contrasentido y un absurdo.

Nuestro mundo es un mundo caído; cualquier apreciación que haga el cristiano del mismo debe tener siempre presente la realidad de la caída, simultáneamente con la bendita realidad del perdón de Dios que se proclama en el Evangelio. Erigir este mundo en un valor absoluto es caer en la idolatría, además de una manifiesta ceguera por contemplar la realidad del universo y la humanidad que nos rodean. Es sorprendente el grado de ilusionismo en que viven algunos intelectuales, teólogos y «moralistas» de la nueva ola radical. Suelen imaginar el mundo como una empresa de unidad en el amor, en donde todo tiende al fin determinado por el «ágape» y al que sólo faltaría la perfección que la respuesta humana, en su acción y decisión amorosas, resueltamente dará en un hipotético último día. Una escatología atea que se mueve en el absurdo. Una ignorancia crasa de la fe cristiana en su autenticidad y profundidad. Y, como resultado, un desenfoque y una desproporción en la apreciación de los valores relativos, seculares, que Dios ricamente ha repartido con liberal diversidad en el maravilloso mundo de su creación. La ética secular ‑‑como la teología secular‑ olvida las tareas de un trabajo auténticamente cristiano, a saber: la elaboración de una teología y una ética de lo secular.

En Harvey Cox la línea de pensamiento que venimos estudiando alcanza su lógica aplicación en la nueva civilización urbana que está naciendo. Su libro

La ciudad secular vindica el mundo como el lugar en donde el hombre puede llegar a ser verdaderamente humano. Intenta desarrollar, a su modo, la tentativa de Bonhoeffer por traducir en términos seculares los conceptos bíblicos. Pero, a diferencia del mártir alemán, Cox insiste en que lo trascendente ya no tiene ninguna importancia y que la era «metafísica» tiene ahora que ceder su sitio a la época pragmática. «Hemos definido la secularización ‑escribe H. Cox[38] como la liberación del hombre de la tutela religiosa y metafísica, la vuelta de su atención de otros mundos a este mundo concretos

Lo realmente sorprendente en Cox ‑señala K. Hamilton[39]‑ no es su análisis de la presente situación cultural, con el que podemos o no estar de acuerdo, sino el hecho de que, al igual que William Hamilton, se inclina con reverencia ante la moda de nuestra época como si ae tratara de un mandato divino. La ingenua alegría que invade a Cox cuando invita a ensalzar los valores de la moderna «ciudad secular», a participar de sus «libertades» y sus «disciplinas» se halla en completo desacuerdo con los postulados de Bonhoeffer tocantes a la problemática que plantea el mundo moderno al discípulo de Cristo. El lector de Cox acaba preguntándose si, a la larga, no será mejor dejar de hablar de Dios, ya que la Divinidad parece no tiene nada que añadir a la comprensión que el hombre moderno está adquiriendo de su propio mundo independientemente de toda tutela trascendente. ¿Qué le importa a un mundo pragmático, y totalmente secularizado, la teología secular de Cox y demás secularistas? Como los demás autores que hemos estudiado, Cox ofrece en sus propias obras el elemento corrosivo necesario para autodestruirse.

Lo que de bíblico aparenta tener el pensamiento de Cox no es más que un barniz. Hace buena exégesis, de vez en cuando, pero ‑al igual que Tillich en su libro Cuando se conmueven los cimientos de la tierra[40]esta exégesis no es más que un recurso simbólico, a modo de parábola, con el que explicar ciertas «realidades» y su interpretación de las mismas. Sólo recurre a la Biblia cuando cree encontrar textos y argumentos que apoyan su propia filosofía de la religión y de la moral. Pero descarta cuanto pudiera significar una crítica de parte de la Palabra de Dios. En este sentido, Cox es tremendamente superficial y el lector evangélico, que al comienzo le acompañó en sus investigaciones sobre todo lo que la Escritura tiene que decir acerca de la responsabilidad del hombre en las tareas de la Creación, pronto se siente decepcionado. Lo mejor en este sentido que cabe hallar en Cox se encuentra ya en la mejor teología reformada antigua y moderna ‑particularmente en la especialidad de los llamados «órdenes de creación»[41]‑ y muy concretamente en los teólogos protestantes holandeses vinculados con la «Universidad Libre de Amsterdam», con la diferencia de que éstos intentan ser fieles a todo el testimonio de la Escritura y no a sus particulares conveniencias[42].
Se ha dicho que Cox ha cambiado la Revelación por la experiencia. No es en la Biblia donde aprenderemos a conocer a la Divinidad ‑sea cual sea el concepto que de ella tengamos‑ y al hombre en sus relaciones con los demás seres de la creación, no es en la Escritura sino en la historia. Hay que examinar las experiencias de la raza humana para leer las señales de los tiempos y aprender de ellas. Aquí se mueve Cox en un terreno muy afín al de ciertos pensadores católico‑romanos modernos. Los valores hay que buscarlos en los avatares de la experiencia y de la historia. En la historia bíblica encontraremos lecciones, sin duda, pero además conviene leer otras  historias, pues la revelación nos viene dada por otros conductos además del bíblico.

Se ha dicho también que Cox imagina a Dios como un abuelo tratando con su nieto y colaborando juntos, en plan de igualdad, en una obra común. El anciano parece decirle al joven: «No es en mí en quien debes interesarte sino en los otros chicos.»

Cristo es un simple ejemplo para Cox; la moral cristiana, una serie de testimonios inspiradores de lo que fue útil en otro tiempo pero que hoy debe ser sustituido por otra interpretación de lo que es bueno y malo, conveniente o perjudicial.

El evangelio de la salvación por Cristo ha sido reducido a una caricatura en manos de Cox. Se le ha «desmitificado» ‑eso creen tales doctores, pero  lo que en realidad han hecho es convertirlo en un mito, una cuasi reliquia de museo por la que ya nadie siente interés y de esta manera han contribuido a la indiferencia y el descreimiento modernos‑, se ha querido «desmitificar» el Evangelio y reducirlo a lo que Cox denomina su «esencia». ¿En qué consiste la misma? Nos lo ha indicado en su famoso libro La ciudad secular: «el hombre debe asumir su responsabilidad en, y por, la ciudad del hombre.

Cox ha convertido la filosofía inherente en el urbanismo contemporáneo en algo absoluto, en un valor supremo, es decir: en un ídolo. Y para llegar a ello no ha vacilado en echar por la borda el Evangelio y la moral cristiana.

El mejor antídoto de Cox es la obra inteligente, y consecuente, de Jacques Ellul, quien en sus escritos está llevando a cabo una auténtica critica histórica y bíblica de las realidades modernas ‑como la idealización del urbanismo, la glorificación de la tecnología, etc.‑, señalando sus peligros y el empleo que la moderna sociedad de consumo les está dando. Al pasar de la lectura de Cox a Ellul uno siente como si nos trasladáramos de la esfera de la demagogia al terreno de la sobriedad, del sincretismo a la fe cristiana responsable[43], aun sin tener que estar cien por cien de acuerdo con el sociólogo francés.

«Si el hombre hubiese ya llegado a la mayoría de edad, seguramente estaría ocupado en mejores cosas que no yendo a la caza de antiguas teodiceas desfasadas ‑‑escribe Kenneth Hamilton[44]‑ y proponiendo otras nuevas; particularmente cuando la "teología" que justifica estas ocupaciones parece no tener interés en sostener sino las opiniones de quienes no se preocupan en absoluto por los temas relacionados con la Divinidad y para quienes el anuncio de que Dios ha muerto no significa sino una muestra de insensatez poética; dado que nunca prestaron atención, tampoco, al hecho de que viviera, cosa que jamás les pasó por la cabeza..., la ciudad secular continuará en la más completa indiferencia frente a nuestras pretensiones de compartir sus triunfos o sus desastres.»

***



II.
Las exigencias de la ética bíblica

Por fidelidad a la Palabra de Dios, nuestra pos­tura frente a todos los sistemas expuestos debe asu­mir una orientación crítica. Pero no solamente críti­ca, ya que hemos de saber discernir también que se le presentan al cristiano bíblico unas exigencias de orden ético positivo y que al estudiar, y hasta inclu­so al refutar la «ética de situación», le es dable comprender ciertos matices y realidades ineludibles de dichas exigencias que antes no había visto.

1. Crítica de las premisas seculares

A lo que ya hemos venido comentando, poco con­vendría añadir. Mencionemos todavía algunas opinio­nes, sin embargo, para concretar nuestra postura.

El redactor literario del periódico londinense «The Times», al enjuiciar el libro de Robison Honest to God, escribió: «Queda la duda de saber si lo que queda, lo que el autor retiene, tiene algo que ver con el Cristianismo»[45]. Ciertamente, no se parece en nada a lo que ha creído y vivido el cristianismo durante los últimos diecinueve siglos. Y a tal credo, tal moral.

La Biblia no avala las pretensiones de la ética secular, ni su premisa básica de que el ser humano ha llegado a una madurez óptima. Todo esto es fantasioso, y más todavía el deducir que la mayoría de edad del hombre hace innecesaria la existencia de Dios y la de reglas morales con sanción divina. Re­sulta además anticristiano el llamado al sincretismo y a la alineación junto a cuantos no profesan ningún credo. Este tipo de nuevo humanismo secular y des­creído no tiene nada de cristiano por más disfraces «bíblicos» con que se intente arroparlo.

J. 0. Packer ha escrito: «Sea lo que sea para estos hombres el cristianismo, ciertamente no es la vida de fe en el Dios vivo, la creencia en sus pro­mesas, la fidelidad en nuestra obediencia, que expe­rimentaron Abraham y Moisés, David y Elias, Jere­mías y Pablo, Agustín y Lutero, Tyndale y Wesley, Hudson Taylor y George Muller, Latimer y los már­tires de los aucas en nuestra generación. Se nos plantea un dilema: o bien los héroes de la galería de Hebreos 11 y los millones que les siguieron con la fe y la vida allí definidas se engañaron y el cono­cimiento que tuvieron de Dios fue una ilusión, o bien la llamada "teología" (y también la ética) de Tillich y Robinson no es teología en absoluto, y su "Dios" no es Dios, ni sus "oraciones" son oraciones, ni su "culto" es verdaderamente adoración»[46].

Si queremos ser fieles a la Revelación de Dios hemos de proclamar vigorosamente esta crítica, por cuanto va dirigida en contra de una auténtica y con­creta perversión del Evangelio de nuestro Señor Je­sucristo. Es «otro evangelio».

Pero si hemos de ser imparciales, y no menos por fidelidad a la Palabra, también hemos de admitir que, en ocasiones, la ética secular ha planteado pro­blemas reales y trata de afrontar nuevas cuestiones ineludibles para el hombre del siglo XX. Diremos más, en ocasiones ‑no siempre‑ los planteamientos son justos, pero lo discutible, lo inadmisible, son las solu­ciones que se pretenden aportar.
Por consiguiente, nuestra crítica no debe cerrarse nunca, a su vez, a la critica que le pueda venir de parte del pensamiento secular. Al contrario, ella debe­ría ser un estímulo para nuestra reflexión ética y un acicate que nos llevara ciertamente a reformar­nos de acuerdo con la Palabra de Dios.

2. Crítica de nosotros mismos

¿No es verdad que, a veces ‑demasiadas veces‑, el cristianismo ha practicado una especie de gnosti­cismo, o de maniqueísmo ético? ¿No es cierto que el hombre cristiano se ha replegado demasiadas ve­ces sobre sí mismo y ha dejado de ser luz y sal de la tierra?

¿Ha considerado siempre el cristiano lo que sig­nifica su vocación en el mundo y sus responsabili­dades en la esfera de lo secular? ¿No ha condenado, en innumeras ocasiones, al mundo sin amarlo como Dios lo amó dando a su Hijo por él?

Deseamos hacer una serie de proposiciones. Sola­mente en la medida en que sepamos enfrentarnos con su realidad estaremos en condiciones de ser sal y luz y fiel reflejo de la voluntad de Dios tocante a las tareas de su pueblo en el mundo.

-                    La ley de Dios no tiene nada que ver con el legalismo, pero es evidente que, en ciertos pe­ríodos de la historia de la Iglesia, el legalismo ha suplantado a la ley divina[47]. Conviene destacar la diferencia entre «Ley» como expre­sión de la voluntad de Dios para el bien del hombre y de la sociedad, y «legalismo», es de­cir: un sistema que «aprovecha» ‑y se sirve, no sirviéndola‑ de la Ley sin comprender su sustancia espiritual y dinámica, con el fin de establecer «una justicia propia» a imponer obli­gaciones sobre los hombres en asuntos de im­portancia secundaria. Este tipo de legalismo es la antesala del fariseísmo.
-                    El amor, como cumplimiento y expresión de la voluntad suprema de Dios, no siempre ha sido vivido en la intensidad debida. En lugar de co­locarse en la presencia del Dios vivo, algunos cristianos se han forjado toda una fría gama de «prohibiciones» y de «buenas prácticas» que han oscurecido la misericordia y la fe.
-                    Es demasiado numeroso el grupo de cristianos que no sabe ver la voluntad de Dios en expre­siones concretas para su vide cotidiana. Sólo se entiende la fe en relación con el templo y en función del «alma», sin implicaciones de com­promiso secular.
-                    El sermón de la montaña no ha sido tomado en serio. 0 se le ha cubierto con una casuís­tica ‑que traiciona la verdadera exégesis‑, o se le ha tenido como cosa para «los más per­fectos, olvidando que obligue a todos los cris­tianos. No se presta la suficiente atención al hecho de que dicho sermón iba dirigido a los discípulos, a quienes fue dada asimismo la pro­mesa del Espíritu Santo. Es el Espíritu de Dios el que produce su fruto en vidas sumisas, ha­ciendo posible el cumplimiento de la «ley espiritual» (Gálatas 5:12 y 25). ¿Hemos buscado siempre este «fruto del Espíritu»?
-                    Se ha olvidado, a menudo, que en la Iglesia la Ley es forma, pero no sustancia de la vide moral; la sustancia es en el hombre el amor y la fe, y en Dios la voluntad de bendición que se derrama sobre nosotros por el Espíritu Santo. Hemos olvidado que la Ley y el Evangelio ofre­cen principios que, al mismo tiempo, exigen libertad pare su aplicación a las situaciones concretas. Podría hablarse de una «ética de si­tuación guiada por la Palabra de Dios», la cual nos alejaría, por un igual, de la casuística y de la ética al estilo de Hamilton y Fletcher. Jesús enseñó a vivir la Ley divina dentro de cede situación y según las circunstancias. En Mateo 12:3‑5 se nos ofrece el ejemplo de los discípulos que son reprendidos por arrancar espigas en sábado; Jesús los justifica y aporta, además, el ejemplo de David que comió los panes del tabernáculo (1.` Samuel 21:6). En todas sus controversias con los fariseos acerca del sábado, apeló igualmente a este discerni­miento libre con el que debemos aplicar la Ley de Dios.
-                    De ahí que Teresa de Ávila exclamara con ra­zón: «No busco la virtud, sino al Señor de las virtudes.» La referencia a Cristo nos guardará siempre de actitudes indebidas y cultivará el amor: «el hombre no ha sido hecho pare el sá­bado, sino el sábado pare el hombre. El amor divino, expresado en su Ley, nos libera de toda forma de servidumbre.
-                    La ética cristiana debe ser la respuesta agra­decida de la fe y no la servidumbre temerosa de los creyentes paganos. Alguien lo expresó de esta manera: en la Biblia la salvación es gra­cia y la ética agradecimiento.
-                    Tiene razón Robinson cuando escribe: «Cada hombre y cada mujer deben decidir personal­mente lo que es justo y lo que es injusto, en toda situación dada.» Pero debería añadir que en su elección el creyente será ayudado por la Palabra de Dios y la dirección del Espíritu Santo, ya que el mensaje del Evangelio le ser­virá siempre como punto de referencia y orien­tación.
-                    No siempre es fácil encontrar el mensaje bíblico adecuado para cada nuevo problema que plantea el dinamismo de la sociedad contem­poránea. Por otro lado, no debemos recurrir a exégesis forzadas que violentan el texto. Pero, bien sea implícitamente o de forma explícita, la Revelación siempre tendrá algo que decir, aunque ello no presupone que se nos ahorra el esfuerzo, la reflexión y la propia responsabi­lidad. Todo lo contrario. La fe bíblica incita a todo ello, si no ha degenerado en «pietismo estéril». Como ejemplo, observamos que sería en vano buscar en la Biblia, explicitado, el principio de la «no violencia». Sin embargo, es ciertamente en esta dirección que Jesús nos invita a andar frente a toda injusticia, ya que nos recomienda ser amables, dueños de noso­tros mismos, respetuosos frente al prójimo y hasta, incluso, amadores de nuestros enemi­gos; nos pide que andemos dos kilómetros con quien nos exige uno solamente. En vista de ello, ¿cómo justificará algún cristiano el res­ponder con violencia a la violencia y con odio al odio?
-                    La moral cristiana debe ser la dinámica a ima­ginativa puesta en práctica de la Ley de Dios, por la inspiración y el poder del Espíritu Santo.

Pero antes de concluir esta sección tenemos que deshacer, asimismo, algunos malentendidos:
-                    En algunos periodos de la historia se ha con­siderado como «moral cristiana» algo que ape­nas era moral y de «cristiano» no tenia nada, o muy poco. Se ha intentado identificar la mo­ral cristiana con los hábitos prevalecientes en cierta época determinada. Así, por ejemplo, en los países anglosajones la «moral cristiana» vendría a ser algo muy parecido a la «moral victoriana» y en los pueblos latinos la «moral» se identifica demasiado a menudo, y de manera casi exclusiva, con la protección del sexo (es­pecialmente, el femenino) de toda desmesura y la salvaguarda de la «honorabilidad» y las apariencias.
-                    El que se llegara a confundir el «legalismo» con la Ley divina no se debe solamente a ignoran­cia o a mala fe de los no creyentes; la causa ha estado, muchas veces, en la conducta torpe y oscurantista, al mismo tiempo, de un buen número de cristianos.
-                    Se pretende, hoy, que la moral cristiana tiene que adaptarse al mundo con el fin de ser algo que tenga significado para el hombre moderno, pero se olvida que nunca ha necesitado la ética cristiana de la aprobación del mundo y, por otra parte, nunca la ha tenido tampoco: «De­bemos insistir en que nunca ha existido época alguna en la historia de la Iglesia, ni siquiera durante la Edad Media, como hoy sabemos, en que la moralidad social dominante estuviera totalmente de acuerdo con el Ethos cristiano. La armonía entre "naturaleza" y "sobrenatura­leza" nunca ha existido realmente, excepto en la imaginación de los teólogos»[48].
-                    El cristiano está llamado a ser distinto, o sea: a bracear contra corriente. La norma cristiana de superar el mal por medio del bien (Mateo 5:38‑42) ; Romanos 13:21) es locura para el mundo y seguirá siéndolo siempre. Esperar contra toda esperanza, a la manera de Abraham (Romanos 4:1?), creyendo firme­mente en el triunfo final del Reino de Dios, es incomprensible para el mundo, a menos que se convierta.
-                    Surge, pues, el deber de evangelizar el mundo; la encomienda divina dejada a los cristianos para que transformen el mundo a la manera divina, no a la manera secular.
-                    Pero el cristiano no evangelizará, ni convertirá en eficaz su «diferencia» de los demás si ésta consiste simplemente en ser distinto en lo tri­vial, identificando ciertas modas culturales, geográficas, históricas y aun pietísticas con el modo de ser cristiano auténtico y, por consi­guiente, diferente en actitudes, en fe, en justi­cia y en misericordia.
-                    El cristiano (justo y pecador: justificado y arrastrando el «viejo hombre», regenerado y en proceso de santificación hasta que quede res­taurada en él la imagen del «nuevo hombre» y la nueva creación), el cristiano no debe juz­garse más que a sí mismo y no ha de intentar justificarse ‑con justicia propia‑ delante dei Señor. El arrepentimiento, la vuelta a comen­zar constantemente, forma parte ineludible de la vida cristiana. En contraste, para «la ética de situación» no hay confesión de pecados, ni hay jamás invitación al arrepentimiento. La «ética de situación» conduce irremediablemente al «amoralismo», a la aniquilación de los va­lores morales, los cuales son sustituidos por la propia concupiscencia a la que se confunde como la voz del Espíritu obrando en nuestros impulsos. Sabemos los cristianos que la confe­sión de los pecados a Dios y el arrepentimiento que impulsa a nuevas metas son valores de gracia incalculables que el creyente no puede perder.
Hasta aquí estos hitos de reflexión para ahondar en nuestra responsabilidad ética con inteligencia, con libertad y en obediencia a la Palabra y al Espíritu de Dios.
Concluyamos recordando que la ética cristiana se funda en la soberanía de Dios, como muy bien es­cribe Leon Morris:
«Es importante que veamos con claridad cómo la fe cristiana da un gran énfasis a la soberanía de Dios y a la aceptación go­zosa de ella por parte del creyente. Es el camino de Dios el que debe ser aceptado en toda su amplitud y de manera completa. El hombre no es libre para formular su pro­pia moral. No le está permitido tampoco elaborar sus propias ideas y tratar luego de armonizarlas artificialmente y de manera superficial con la Biblia, diciendo después que al resultado obtenido por este procedi­miento debe ponérsele una etiqueta con la designación de "Cristianismo". Quienquiera que así obre, actúa en incredulidad. Tal con­ducta es abominación a los ojos de Dios»[49].

No olvidemos, sin embargo, que esta soberanía se ha revelado en forma de grandes principios, a modo de postes indicadores en el camino de nuestra existencia: «Esto implicará que no podemos, de nin­gún modo, desecharlos hoy y que debemos orientar­nos de acuerdo con ellos para llevar el modelo divino a su plena realización»[50].

«El Señor es el Espíritu y donde está el Espíritu del Señor está la libertad. Y todos nosotros, a cara descubierta, contemplando la gloria del Señor, nos transformamos en su imagen de un grado de gloria a otro, y todo esto viene del Señor que es el Espíritu, escribe Pablo en 2.8 Corintios 3:17 y ss., indicando el método divino de aplicación de las verdades éticas. Este es el principio vivificador de la ética cristiana, asistida por la Revelación objetiva de la Palabra de Dios y confirmada en el corazón del creyente por el Espíritu de libertad.

***



III.
Por una «ética de situación» bíblica

«Llegar a una decisión personal ‑escribe William Lille‑ debe ser en todo caso la característica del andar cristiano. La Cristiandad Evangélica ha reco­nocido siempre la importancia de la decisión perso­nal. Sin embargo, hemos tenido la tendencia de limi­tar ‑inconscientemente‑ el valor de la decisión a aquel acto de resolución suprema cuando confiamos en Jesucristo como Salvador único y perfecto. No existe duda alguna en cuanto a la trascendencia e importancia de esta decisión, pero tampoco debemos olvidar el hecho de que el cristiano tiene, además, muchas otras decisiones que hacer en su vida. Esta no es la única. En su vida privada, en las relaciones dentro de su comunidad, y aun en ámbitos más am­plios, el creyente tiene que enfrentarse constantemen­te con muchas situaciones que exigen una decisión. Eludirlas significa, en realidad, tomar una actitud pues equivale a decidir «no hacer nadan en las co­yunturas que nos solicitan. Así pues, tomar resolu­ciones y obrar en consecuencia es parte fundamental de la disciplina de la vida cristiana; por medio de estas decisiones, en situaciones concretas, el cristia­no crece en madurez de carácter, en sensibilidad de corazón y hasta en semejanza con su Señor. Se sigue de lo que acabamos de decir que no todos los cris­tianos deberán obrar de igual manera en cualquier circunstancia; un creyente puede tomar una decisión que, en situación distinta, sería también distinta»[51].

La paciente confrontación que cada cristiano debe hacer frente a los problemas morales de su tiempo no significa que haya de minimizar el contenido de la Ley divina, absoluta, única y eterna. Equivale, más bien, a proclamarla y a vivirla, luego de haberla interpretado correctamente para cada circunstancia. No se trata de una concesión al espíritu del mundo, como pretende la escuela de Van Buren‑Hamilton­Altizer‑Fletcher‑Cox, sino del camino de nuestra obe­diencia a la Palabra de Dios en la libertad con la que Cristo nos hizo libres (Mateo 18:19).
La comparación de algunos pasajes ‑aparente­mente en contradicción‑ con otros de la Escritura puede ofrecernos valiosos ejemplos de esta ética de situación» que propugnamos, una ética de situación auténticamente cristiana.

E1 apóstol Pedro aconseja a los creyentes de su tiempo que den razón de su fe con humildad y cor­tesía: «estad siempre preparados para presentar de­fensa con mansedumbre y reverencia ante todo aquel que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1ª  Pedro 3:15). En contraste con esta ac­titud, aprendemos que los profetas del Antiguo Tes­tamento utilizaban, a veces, la burla y el escarnio para presentar su mensaje y avasallar a sus enemi­gos. Un ejemplo elocuente nos lo ofrece Elías ante los seguidores de Baal. El texto bíblico reza así: KY aconteció al mediodía (visto el fracaso de los idó­latras) que Elías se burlaba de ellos diciendo: Gritad en alta voz, porque dios es; quizás está meditando, o tiene algún trabajo, o va de camino; tal vez duerme y hay que despertarle» (1ª  Reyes 18:27; cf. Isaías 44:9‑20, 45:20, 21; Jeremías 7:10, 10:1‑17). Ciertamen­te, una manera de plantear el problema de armoni­zación de ambos grupos de textos sería situarlo den­tro del marco de cuestiones que sugiere la relación Antiguo ‑ Nuevo Testamento. No obstante, la respues­ta que obtendríamos sería sólo parcial y muy limi­tada, si bien importante y nada desdeñable. Pero las diversas actitudes de Pedro y Ellas no se resuel­ven diciendo simplemente que los profetas vivían bajo la Ley y los apóstoles bajo la gracia. Algo hay de verdad en ello, pero desgraciadamente cuando se apunta a la diferencia entre Ley y Evangelio suele hacerse hoy en nuestros círculos a remolque del ra­dicalismo dispensacionalista, con gran superficiali­dad y sin ideas claras de la profunda armonía que une a ambos Testamentos, incluso dentro de sus distinciones. El mejor antídoto de este enfoque par­cial es la obra de E. F. Kevan La Ley y el Evangelio. Pero, volviendo a nuestra cuestión, diremos que la explicación más convincente de las dispares reaccio­nes de Pedro y de Elías la hallaremos en el contexto de circunstancias y ambientes ‑es decir, de situa­ciones‑ que se producen en ambos casos. Ello im­plica, desde luego, la comprensión del valor histórico y progresivo de la Revelación y de la función de cada Pacto en la economía reveladora y salvadora de Dios.
Los apóstoles vivieron en el tiempo de la plenitud de la Revelación y la redención. Ambas fueron con­sumadas por Cristo en sus días (Hebreos 1:1 y ss.). Esta es la ventaja primordial que tuvieron sobre los profetas del Antiguo Testamento, como se des­prende del testimonio del mismo apóstol Pedro en su Primera Carta 1:10‑12. La perspectiva apostólica era más amplia y más completa. Por otro lado, los creyentes del primer siglo no tenían que habérselas con la cerrazón y obstinación de los sacerdotes de Baal, pese a la intolerancia y la persecución que ven­drían luego sobre la Iglesia naciente.

Radicalmente distinta es la situación en tiempos del rey Acab. La custodia de la Revelación, que, no lo olvidemos, Dios encomendó a la descendencia de Abraham (Romanos 3:2), se hallaba en peligro ex­tremo por causa de las intrigas de Jezabel y sus protegidos, los profetas de Baal. El hecho de que Dios no se oponga al exterminio de estos profetas idólatras marca un paralelo entre su destino y el de los habitantes de Canaán en tiempos de la conquista de Josué. Incluso, remontándonos más hacia el pa­sado, podríamos hallar también semejanzas con la destrucción de Sodoma y Gomorra. En todos estos casos se da la misma obstinación frente al mensaje de Dios: no sólo es la cerrazón ante la voz divina sino el violento deseo de acallarla, falsificarla o destruirla. Dios, pues, decreta el fin de esas gentes para no tener que contemplar el fin de su testimonio y de su salvación en el mundo.

Cuando los seres humanos pecan contra el Espí­ritu Santo, ya no queda esperanza para ellos. Cuando el colmo de la maldad llega a su cenit, el hombre deja de tener derecho a la existencia (Génesis 15:16). Usar entonces la burla puede ser un postrer acto de misericordia, una última compasión concedida a quienes perdieron ya todo derecho a la piedad y a la vida de Dios. Acaso, frente a la mofa y abocados a una suerte absurda, despierten a tiempo, en el úl­timo instante. El escarnio, por su misma naturaleza dolorosa, puede actuar como incentivo para hacer reaccionar al impenitente y abrir los ojos de su ce­guera espiritual. Emplear el mismo método en la Roma, o Filipos, o Corinto, del primer siglo, hubiera sido no sólo falta de tacto y de amor, sino ignorancia del momento, y el estadio, en que se hallaba la Reve­lación «venido el cumplimiento de los tiempos».

A1 juzgar sobre algunos pasajes del Antiguo Tes­tamento, se olvida demasiado a menudo que Israel fue llamado expresamente por Dios para recibir, guardar y transmitir el conocimiento redentor del Dios único, en medio de un mundo y de unas civili­zaciones atraídas casi irresistiblemente por la ido­latría y todas las formas de crueldad que casi siem­pre ésta comporta. En la «situación» vivida por Elías, el antagonismo tenía que presentarse con un radica­lismo que no admitía matices. La Revelación estaba en proceso de formación y muy lejos, todavía, de su total cumplimiento. Su curso no podía ser interrum­pido, y menos por quienes habían llegado al «colmo de la maldad» y al grado máximo de resistencia fren­te a las invitaciones divinas. Pedro y los demás apóstoles, la Iglesia del primer siglo y, luego, la Igle­sia postapostólica de todos los tiempos, hasta que Cristo vuelva, vivimos en la plenitud del cumplimien­to de la salvación y la Revelación que la proclama y garantiza. El canon ha sido cerrado, los sesenta y seis libros de la Escritura han sido ya escritos y todas las generaciones disponen de este espejo de la Palabra de Dios para contemplarse y salvarse. Ahora, Dios puede aplazar el castigo de los rebeldes y contumaces hasta el último día; ya no hay prisa. El Juicio final aguarda y en él las cuestiones pen­dientes serán zanjadas. Mientras tanto, el testimonio de la Biblia sigue su trayectoria y se desparrama por los caminos del mundo y los siglos de la historia.

Otra muestra interesante y posible para una «ética de situación bíblica» nos la ofrece la comparación de los censos del libro de Números y los llevados a cabo por David. En el primer caso, Dios mismo ordena a Moisés que proceda a realizar las estadísticas de todo el pueblo, para saber, sobre todo, los hombres de que disponían para la guerra, así como el nú­mero de levitas disponibles para el culto y la ense­ñanza (Números 1‑5). En cambio, el censo efectuado por David, y también con fines militares muy par­ticularmente (2ª  Samuel 24:1‑25; 1ª  Crónicas 21:1‑27), mereció la reprobación divina. El problema no es­triba en averiguar si es licito o no el hacer censos. Lo que explica la diferencia entre ambos censos es la motivación que los impulsó. El gran escritor T. S. Elliot tenía razón cuando afirmaba que es posible hacer lo que debemos hacer, pero por motivos fal­sos. El impulso de David no venía de Dios y se inser­taba en una situación que revelaba su afán desme­surado de conquista, de gloria militar, de orgullo y de vanidad, sin tener en cuenta para nada los pla­nes de Dios. Buscaba la promoción de su propia gloria y no la gloria de Dios. De ahí que el censo de Números fuera correcto y el registrado en 1ª Cró­nicas no lo fuera.

Si es verdad que «Jehová mira el corazón» (1ª Sa­muel 16:7), entonces cada situación en la que nos encontremos y en la que hayamos de realizarnos adquiere un sentido peculiar y singular. Porque cada situación se convierte en un «test» que Dios nos hace.

La enseñanza de Jesús indica una parecida orien­tación.

En varias ocasiones, Jesucristo dirigió una misma pregunta a diferentes grupos de dirigentes judíos: « ¿No habéis leído...?»

En Mateo 12:3‑5 da una réplica a los fariseos que se quejaban de lo que hacían sus discípulos: arran­car espigas en sábado. En su respuesta, Cristo plan­tea la temática moral que bien pudiéramos decir se rige por una cierta «ética de situación». Para ello, recurre a la lección del pasado, en que ya los gran­des hombres de Dios resolvieron ciertos problemas de conducta a tenor de sus respectivas situaciones: David, que comió los panes del templo (1ª Samuel 21:6), y los sacerdotes de este mismo tabernáculo, quienes ‑debido a su «situación» específica‑ no podían cumplir al pie de la letra ciertas prescripciones legales (Números 28:8,10). «¿No habéis leído estos eventos en la Escritura ...?», pregunta Jesús a quie­nes hacían la crítica de la libertad con que los suyos andaban.

En Mateo 19:4, Jesús contestó una pregunta acer­ca del divorcio. El use que Cristo hizo de un texto del Génesis (1:27) significa que para él la volun­tad del Padre, del Creador, para sus criaturas es perennemente la misma en toda circunstancia y lu­gar. El pasaje citado por Jesús revela un pensamien­to divino formulado por Dios en el momento de la Creación. Este pensamiento, no obstante, es válido tanto para los judíos contemporáneos de Jesús como para la pareja del Edén. De manera que la «situa­ción» puede ser, a veces, importante para orientar nuestras actitudes, pero no tanto para que ella haya de regirlas por encima a independientemente de toda otra norma. El algún caso, la situación podrá orientar, pero nunca será la que deba determinar la conducta a seguir. Los pensamientos de Dios en orden al hombre, su criatura, son la más alta norma por la que éste debe encauzar sus pasos.

Las varias controversias sostenidas con los fari­seos sobre la cuestión del sábado nos enseñan, por otro lado, que la Ley divina no es algo estático, sino que debe ser puesta en práctica dinámicamente y con imaginación santificada a iluminada por el Espíritu Santo.

La Ley divina es para el hombre, para su promo­ción; para protegerlo, para liberarlo y para elevarlo. Todo lo que se oponga a la voluntad divina para el hombre será erróneo y perjudicial. De ahí que Jesús tuviera que recordar que «el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado».

Para Dios lo importante es la calidad de la obe­diencia que se le presta. La ofrenda de la viuda tuvo gran valor a los ojos de Dios, por toda la carga de amor y consagración que llevaba. De igual manera, cabe preguntarse si el diezmo ‑por el que se guió Israel en su política de ofrendas‑ vale siempre para el cristiano como una pauta a seguir. Casos habrá en que dar el diezmo sea quizás algo muy parecido a robarle a Dios, mientras que, en otras ocasiones ‑y pensamos en las regiones subdesarrolladas del mundo‑ la mitad del diezmo será cosa de mucha estima para el Señor.

Los relatos evangélicos muestran claramente que Jesús se refirió, por un lado, a las Escrituras de ma­nera muy concreta para determinar la conducta de los creyentes en todas las grandes cuestiones de la vida y de la muerte, para resolver todo problema humano, para encontrar el deber cristiano en medio de toda problemática terrena, en toda situación y circunstancia. Y, por otro lado, comprobamos cómo Jesús ‑sin reducir en lo más mínimo el valor de esta norma escriturística‑ enseñó con su ejemplo que la Palabra de Dios debe ser aplicada a cada situación para discernir el propósito último de Dios es cada coyuntura de la vida y de la historia de los hombres. De ahí que fuera posible al Maestro dar­nos un breve resumen ‑exhaustivo al mismo tiem­po‑ de toda la Ley: amar a Dios y amar al prójimo con afecto indisoluble. Todo lo demás debe ser co­mentario, explicitación de esta norma áurea y, sobre todo, aplicación y puesta en práctica de ella, usando la libertad con imaginación, con dinamismo, dentro de la fidelidad y el amor a la Palabra de Dios.

Esta combinación de fidelidad inquebrantable a la Ley divina y de santa libertad en el Espíritu de Cristo para aplicarla en cada situación concreta de la vida la hallamos igualmente en la enseñanza apostólica.

«Todo me es lícito, mas no todo conviene» (1ª  Co­rintios 10:23 y ss.), asevera el apóstol Pablo. Es decir, que el cristiano responsable irá más allá de la Ley incluso con tal de ser útil a su prójimo y a su hermano. El creyente consagrado es capaz de imponerse ciertos yugos si con ello logra establecer una relación que le permita dar un más eficiente testimonio del Evangelio. Se sigue que esta «ética de situación apostólica», lejos de dar pie a la arbi­trariedad, o al libertinaje, requiere, por el contrario, una más absoluta comprensión y discernimiento de la voluntad divina para con el hombre, en orden a su salvación y a su promoción.

El amor, como norma suprema, define esta ética de situación. Pero, a diferencia de los modernos pro­motores de la moral radical, el amor tiene un objeti­vo claramente determinado: el cumplimiento de la voluntad revelada de Dios (Romanos 13:10). Porque se trata de un amor cuyo valor y contenido vienen dados por Dios mismo. Y, ‑precisamente, por venir de Dios y expresar la esencia del carácter divino, el amor al que está llamado el creyente es inexcusable y constituye la más alta línea de su vocación ética: «Si yo hablase lenguas humanas y angélicas... y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve...» (1ª  Corin­tios 13:1‑13). El amor es la medida de la calidad de nuestra conducta; es el termómetro de nuestra mo­ral y lo que expresa, en última instancia, el valor de nuestra ética. Pero no se trata de .un amor cual­quiera, sino de aquél cuya definición nos viene dada por Dios mismo; es el amor que el Espíritu Santo derrama en el corazón de los hijos de Dios (Roma­nos 5:5) y que ha quedado explicitado en las Sagra­das Escrituras.

La «ética de situación bíblica» centra nuestra atención en las motivaciones ocultas del alma. Ya en el Sermón de la Montaña, Cristo pone todo el én­fasis en las intenciones del corazón. Dentro de esta misma línea cabe interpretar las palabras de Pablo: «todo lo que no es de fe, es pecado», al término de un capítulo (Romanos 14:23) que desarrolla lo que venimos llamando ética de situación bíblica, en rela­ción con los débiles en la fe y la tolerancia y el amor que debemos tenerles. La misma actitud toman los apóstoles en lo que concierne a las comidas, las fies­tas y demás cosas que pudieran provocar escrúpulos de conciencia, recomendando una santa libertad en el Espíritu, presidida por el amor (1ª Corintios 8) y una diligencia, no menos santa, en enseñar los pos­tulados esenciales de la Revelación. Y todo ello den­tro de una armonía y un equilibrio que, precisa­mente por ser de Dios, sólo en muy raras ocasiones ha acertado a vivir la Iglesia en su plenitud. Al co­razón humano le es más fácil caer en alguna de las tentaciones extremas: el antinomianismo o el lega­lismo, la superficialidad o la escrupulosidad enfer­miza, el sentimentalismo moralizante o el purita­nismo inflexible y sin alma.

Nos creemos, pues, autorizados a sostener que la Biblia avala una cierta ética de situación. Como el mandamiento antiguo de amar al prójimo que el Evangelio convirtió en «nuevo», así nuestra ética bí­blica pudiera también ser denominada nueva moral en la medida en que desconocemos y hemos de vol­ver a aprender la vivencia de la eterna voluntad divina para nuestra vida y obrando en nosotros. La ética de situación bíblica nos libra tanto del litera­lismo farisaico como de la libertad arbitraria, nos arranca de nuestras estrecheces y nos guarda de la nueva moral».

Acabamos de apuntar algunos ejemplos de lo que pudiera ser una « ética de situación bíblica», sacados de la cantera inagotable de inspiración y enseñan­za de la Escritura. Hemos abierto un camino que, ahora, deberíamos andar todos.

Hemos de precavernos, sin embargo, del use su­perficial o precipitado de la Biblia. Es menester acer­carnos a la Palabra de Dios con respeto, en términos

teológicos. Significa ello que hemos de desarrollar una exégesis seria y no deducir demasiado a la ligera conclusiones precipitadas. Cada texto debe ser inter­pretado a la luz de su contexto histórico, literario y teológico, para luego desentrañar su sentido perenne. En medio de situaciones distintas a las de nuestra época, Dios reveló en el pasado sus grandes prin­cipios eternos que nunca envejecen. Toca a nosotros el hallar el mensaje que todavía hoy dirigen al hom­bre moderno. Por otro lado, la complejidad de nues­tra civilización nos plantea problemas que no se ha­llan explícitamente tratados en la Biblia; de ahí que su solución, si quiere ser inspirada por la Escritura, haya de buscarse por métodos exegéticos y teoló­gicos muy rigurosos.

Las varias declaraciones de las Iglesias Protes­tantes sobre el problema demográfico y el control de la natalidad, demuestran cómo es posible hallar respuestas bíblicas a problemas que no tenía plan­teados explícitamente el mundo bíblico.

Existen, por otro lado, algunas verdades revela­das en las Escrituras que todavía no han recibido la atención, el estudio y el interés que merecen. Tal vez porque todavía no se ha presentado aquella si­tuación óptima que las haga relevantes para los hom­bres. A medida que se dan nuevas coyunturas, la conciencia del pueblo de Dios despierta a su voca­ción de anunciar, no sólo una parte, sino «todo el consejo de Dios».

Otros problemas, como las relaciones Iglesia ‑ Es­tado, y la vocación secular del testimonio cristiano, por ejemplo, si bien son arrastrados desde hace si­glos, parecen no hallar un claro consenso de unani­midad. ¿Será porque la historia eclesiástica ‑y la profana, entrelazadas‑, con todo el peso de sus tra­diciones, puede más que los claros principios bíblicos? Aunque el mundo no la espere, necesita la res­puesta evangélica, bíblica ‑tal como se esfuerzan en dar hombres corno Hans Bürki, Jacques Ellul, Francis A. Schaeffer, Samuel Escobar, René Padilla, Pedro Arana, etc.‑ a los problemas candentes con que se enfrenta nuestra sociedad: la violencia, el choque de las generaciones, la sociedad de consumo, la amenaza tecnológica a la libertad personal, etc.

En la medida que seamos fieles a la Palabra de Dios y sepamos discernir las señales de nuestro tiem­po, en esta medida estaremos en el camino de las soluciones éticas.

«El amor de Jesús ‑ha escrito W. Lille[52]‑ no es solamente un modelo a seguir, una estrella que nos conduce a grandes profundidades de emoción religiosa, sino algo muy práctico, muy concreto y bien referido a este mundo. No hay esfera de la vida en la que este amor no pueda hallar expresión. Ne­garlo sería casi como cometer el pecado imperdo­nable, pues equivaldría a poner límites al amor de Dios.»

La plegaria del apóstol viene al caso, hoy como siempre

“Y esto pido en oración: que vuestro amor abunde más y más en ciencia y en todo co­nocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros a irreprensibles para el día de Cristo» (Filipenses 1:9, 10).

***




[1] Ildefonso Lobo, L a Moral en crisis, en «Questions de Vida Cristiana», núm. 40 (en catalán). Editorial Estela, Bar­celona, 1968, p. 16.
[2] Erich Fromm, Per a una ética humanistica (en cata­lán), Edicions 62, Barcelona, 1965.
[3] Ernest F. Kevan, La Ley y el Evangelio, Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1967, p. 88.
[4] Citado por Kevan, op. cit., pp. 79 y 80.
[5] «La Ley, pues, está siempre en favor del hombre, a su lado, y es esencial a su verdadera libertad. La Ley moral no es simplemente una prueba de obediencia sino que es tam­bién una revelación de la realidad eterna. E1 hombre no puede perderse para Dios sin que se pierda al mismo tiempo para sí mismo .. La Ley es tanto la expresión del amor como de la santidad ...; la posesión de la Ley constituye un privi­legio tan feliz que su violación es una injuria al ser humano, tanto como a Dios ...; no hubiera sido propio de la bondad de Dios dejar al hombre sin Leya; ¡bid., pp. 34 y 35.
[6] C. van Ouwerkerk, Secularidad y Etica cristiana, en «Concilium», núm. 25, p. 282.
[7] John A. T. Robinson, Honest lo God, London 1963, pá­ginas 115‑116. Existe traducción castellana de Ediciones Ariel ‑Sincero para con Dios‑, pero nuestra cita es den original inglés.
[8] Op. cit., pp. 117‑120. Cf. J. Fletcher, Situation Ethics, the new Morality, den que existe versión castellana, Ética de situación, publicada por Ediciones Ariel.
[9] Paul Ricoeur, Demythiser i'Acussation, en «Actes du Colloque de Romen, 7 y 12‑1‑65, París, Aubier, pp. 48‑65.
[10] R. Kwant, católico, citado per C. van Ouwerkerk en op. cit., p. 282
[11] John A. T. Robinson, Honest lo God, p. 121.
[12] Cf. Ernest F. Kevan, op. cit., p. 30.
[13] Op. cit., p. 307.
[14] Cf. Honest lo God, p. 81 y ss.
[15] Ibid., p. 82.

[16] C. van Ouwerkerk, op. cit., pp. 308 y 309.

[17] Kenneth Hamilton, What's new in Religion, Eerdmans, Grand Rapids 1968, pp. 107 y 111.
[18] Cf. E. F. Kevan, op. cit.
[19] Efesios 2:10.
[20] Romanos 14:23.
[21] Kenneth Hamilton, op. cit., p. 51.
«La metáfora de la "muerte" de Dios es muy adecuada cuando la idea que se tiene de Dios es simplemente una hipótesis, el "Dios‑hipotético" o "la hipótesis llamada Dios". Así, cuando uno propone una nueva hipótesis, las ideas previas agonizan hasta que mueren. William James solía decir que las elecciones en la esfera de las lealtades religiosas quedan encerradas en el dilema "opciones vivas ‑ opciones muertas", y que cuando la elección es entre varias opciones muertas ello significa que las creencias religiosas han cesado de ser algo atractivo.

»Tillich consideraba al Dios sobrenatural como una opción muerta para el hombre moderno y explicaba que Nietzsche tenía razón cuando afirmaba que el Dios que le hizo un objeto debía morir. No es fortuito que William Hamilton y Thomas Altizer dedicaran su Teología radical y 1a muerte de Dios a la memoria de Paul Tillich. Nadie ha hecho más que Tillich para establecer la creencia de que lo que el hombre moderno necesita es una "hipótesis de Dios" para conjugar con los modernos conceptos sobre el mundo. Esta creencia conduce inexorablemente a la "muerte" del Dios del cristianismo histórico, el cual se halla por encima del mundo y por encima de todos los conceptos humanos sobre el mundo. Sin embargo, Tillich no encontró ninguna razón válida para el empleo del slogan "Dios ha muerto". En parte es una cuestión de temperamento y en parte la peculiaridad de su propio, y particular, concepto religioso del mundo lo que le diferencia de los "ateos cristianos". Decia: "He luchado contra el sobrenaturalismo desde mis primeros escritos", pero su batalla se limitaba al plano de la discusión académica. Tan seguro se hallaba en su convencimiento de la que la palabra "Dios" era un símbolo universal para la fe en la realidad última que estaba dispuesto a asumir que había más verdad que error en cualquier use serio del símbolo, incluso allí donde la "distorsión" sobrenaturalista de la fe era evidente. Muy particularmente, las afirmaciones contenidas en sus sermones venían arropadas en un lenguaje deliberadamente escogido para que las personas con muy diferente comprensión del ser de Dios y de la naturaleza de las creencias religiosas no se sintieran ofendidas en su particular nivel de fe.» Op. cit., pp. 56 y 57. Esta observación de K. Hamilton es evidente, por ejemplo, en el libro Cuando se conmueven los cimientos de la Tierra.


[22] Salvador Paniker, artículo Un debate, en «La Vanguardia» de Barcelona, del 28‑4‑68.
[23] K. Hamilton, op. cit., p. 119.
[24] Citado por C. van Ouwerkerk, op. cit., p. 292.
[25] Alan Richardson, Religion in contemporary debate, London 1966, pp. 17‑29. Existe traducción castellana, El de­bate contemporáneo sobre la Religión, Ed. Mensajero, Balbao, 1968.
[26] Altizer, citado por C. van Ouwerkerk en op. tit., pitginas 155‑156. Cf. crftica de K. Hamilton en God is Dead: the anatomy of a slogan, Eerdmans, Grand Rapids 1966, pp. 61, 65 y 66.
[27] C. van Ouwerkerk en op. cit., pp. 294 y 295. Cf. también Francis A. Schaeffer, Huyendo de la razón, Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1969.
[28] Samuel Escobar, Decadencia de la Religión, en re vista «Certeza», núm. 37, julio‑septiembre 1969, pp. 159‑150.
[29] Cartas y apuntes de 1a prisión, fragmentos publicados por la revista «Cuadernos Teológicosx, núm. 17, Buenos Aires, 1956, p. 53, citados por S. Escobar en su trabajo ¿Fundó Cristo una Religión?, en «Certeza», núm. 38, octubre‑diciembre 1969,
[30] Ibid.
[31] Citado por ¡bid., de Beyond Religion de Daniel Jenkins, Londres, 1962. CL Cristología y cristianismo no religioso en D. Bonhoefjer, en revista «Selecciones de Teologia», de S. Cugat (España), octubre‑diciembre de 1970, pp. 291‑302.
[32] Harold 0. J. Brown, Post and Pre Christianity, en el «I.F.E.S. Journal», núm. 23, 1970, p. 35.
[33] Kenneth Hamilton, God is Dead, p. 33.

[34] Ibid., p. 38.
[35] Ibid., p. 51.
[36] Kenneth Hamilton, What's new in Religion, p. 120. (37) Ibid., p. 121.
[37] Ibid. p.121
[38] Harvey Cox, La ciudad secular, Peninsula, Barcelona, 1969, p. 39.
[39] K. Hamilton, God is Dead, p. 52.
[40] Paul Tillich, Cuando se conmueven los cimientos de la Tierra, Ediciones Ariel, Barcelona, 1967.
[41] Cf. Hans Bürki, El cristiano y el mundo, Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1971. También el «International Reformed Bulletinx. Pedro Arana, Progreso, técnica y hombre, Ediciones Evangélicas Europeas, Barcelona, 1971.
[42] «Cómo las nuevas teologías conducen lógicamente a la idea de la "muerte de Dios" para que el hombre pueda sentirse libre, se pone de manifiesto en los comentarios de Harvey Cox sobre el "ateísmo cristiano". Al leer La ciudad secular, con sus muchas apelaciones a la "teología bíblica", sus referencias al Dios que guió a Israel y se reveló en Jesucristo, podríamos imaginar que este autor ‑aunque halle dificultades y tenga dudas sobre su capacidad para dar un nombre a Dios, ahora‑ debe creer en un Dios realmente vivo. No obstante, es evidente que también él desea la muerte de Dios. En un ensayo titulado The Death of God and the Future of Theology (La muerte de Dios y el futuro de la teología), publicado en una antología, The New Christianity (Ed. William R. Miller, 1967), escribe Cox:
«La "muerte de Dios" señala el colapso del orden estático y de las categorías fijas por medio de las cuales los hombres se han entendido a sí mismos en el pasado. Abre el futuro de una manera nueva y radical... La comunidad de la fe... debe clarificar las opciones de vida o muerte que se le abren al homo sapiens, debe dedicarse completamente a la humanización de la ciudad y del cosmos, manteniendo viva la esperanza de un reino de justicia racial, de paz entre las naciones y pan para todos. No deberíamos llorar jamás porque haya muerto dios. Un dios que puede morir no merece lágrimas. Más bien deberíamos regocijarnos porque, liberados, asumimos ahora nosotros mismos .la tarea de diseñar un futuro hecho posible, no por algo que "es% sino por "lo que viene"> (p. 388 y ss. ; también en On not Leaving it lo the Snake, pp. 12‑13; traducción española: No lo dejemos a la serpiente, Ediciones Península, Barcelona, 1969).
Podemos sacar, al menos, tres conclusiones de este comentario. En primer lugar, dado que las afirmaciones respecto a Dios vienen mezcladas con nuestra propia comprensión de nosotros mismos, la palabra "Dios" para Cox significa lo Absoluto de una metafísica, la forma de un concepto del mundo. Afirmar que "Dios ha muerto en nuestra generación", significa la quiebra de un Ser metafísico ("categorías fijas") y señala la necesidad de una metafísica del Devenir para poder contemplar el universo como un proceso que va revelando su sentido. Dios es una entidad metafísica; solamente esta entidad ‑siendo un proceso‑ puede ser descrita específicamente como el solo final absoluto. Nada "es"; únicamente "algo que viene". En segundo lugar, la Iglesia, o comunidad de la fe, es el homo sapiens religiosamente organizado para inquirir acerca de las necesidades del homo sapiens, demostrando que el hombre no sólo vive de pan, sino de la fe que le asegura vive solamente de pan. En tercer lugar, el Dios trascendente ha sido un enemigo a quien nunca debimos de haber acatado, ya que nos oprimía. Lo creamos como resultado de una falsa metafisica. Y todavía se infiere una cuarta conclusión de esas tres. Si no podemos llorar por un Dios que ha muerto, sería poco sabio alegrarse por cualquier Dios que viene a sustituir y suceder al muerto. Un Dios que viene a suplantar a la divinidad muerta no es probable que tenga larga vida tampoco. Serla bastante torpe por nuestra parte el esperar la llegada de un Dios sin nombre "que viene", algo a5í como un Santa Claus con su bolsa llena de regalos para los chicos que se han portado bien...» Kenneth Hamilton, What's new in Religion, pp. 145 y 146.


[43] Jacques Ellul, Fausse présence au monde moderne, Les Bergers et les Mages, Paris.
Propagandes, A. Colin, Paris, 1962.
La technique ou 1'enjeu du siécle, A. Colin, Paris, 1954.
Le vouloir et le faire, Labor et Fides, Genéve 1969.
The Meaning of the City, Eendmans, Grand Rapids 1970.
[44] Kenneth Hamilton, op. cit., pp. 146 y 163.

[45] Citado por Leon Morris, The Abolition of Religion, Inter‑Varsity, London 1965.
[46] J. I. Packer, Keep Yourselves f nom. Idols, London. 1963. Cf. E. L. Mascall, Up and Down in Aria, London 1963.
[47] Cf. E. Kevan, op. tit.
[48] J. Blank, Moral moderna y Nuevo Testamento, citado en «Concilium», cit. p. 196.
[49] Leon Morris, op. cit., p. 13.
[50] J. Blank, op. cit., p. 201.
[51] William Lillie, The Law of Christ, London 1965, pági­nas 17 y 18.
[52] Ibid., p. 119.

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