ÉTICA SOCIAL - Recursos Cristianos

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martes, 10 de noviembre de 2015

ÉTICA SOCIAL




1. El hombre es un ser social

Nuestros primeros padres fueron creados por Dios en familia que se había de multiplicar (Gen. 1:28) y dotados de la facultad de comunicarse con lenguaje articulado cons­ciente (Gen. 2:19-20). Por tanto, el hombre fue creado como un ser social y, como tal, necesita ser justo también en este aspecto. Por eso, hablamos de una ética social.

2. La justicia social

Los tratadistas de Moral y de Derecho solían distinguir desde la antigüedad hasta nuestros días tres clases de justicia: conmutativa, distributiva y legal. La justicia conmutativa es la que regula las transacciones y los derechos sobre los bienes personales de hombre a hombre, exigiendo una igualdad arit­mética o cuantitativa. La justicia distributiva afecta a los gobernantes, quienes deben distribuir las cargas y los bene­ficios equitativamente entre los ciudadanos. La justicia legal afecta a los ciudadanos en sus deberes respecto al Estado. Bien entrado este siglo 33, quedó acuñado un cuarto aspecto de la justicia, con el nombre de justicia social, que afecta es­pecíficamente a las relaciones sociales de individuos, empresas, comunidades, etc. en los aspectos laborales, salariales, etc. Considera, pues, al hombre, no en cuanto individuo, sino en cuanto ser social que debe cooperar al servicio del bien común desde la base, de la misma manera que el Estado tiene obligación, por justicia distributiva, de fomentar ese mismo bien común desde la altura.

3. Trabajo y propiedad

El segundo cometido que Dios encargó al hombre recién creado (el 1.° fue multiplicarse) fue, según la imagen de Dios en él, sojuzgar la tierra y señorearla (Gen. 1:28). Dios "lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase" (Gen. 2:15). Con el pecado, cambió el clima del hombre sobre la tierra, de manera que ésta quedó maldita: resultó difícil y hosca para el hombre, el cual tiene que extraer de ella el fruto con sudor y fatiga (Gen. 3:17-19).
Sin embargo, el trabajo conserva todavía los tres fines principales para los que fue instituido: (a) producir algo útil; (b) desarrollar la propia personalidad, porque el trabajo ejer­cita la capacidad creativa y artística del hombre; (c) cooperar al bien común, elevando el nivel de producción de bienes den­tro de la sociedad.
De lo dicho se derivan dos consecuencias de capital importancia para tener criterios correctos sobre la ética so­cial: 1) la dignidad del trabajo: no hay ningún trabajo degra­dante para el hombre, con tal que sea honesto y útil. La Pala­bra de Dios nos ofrece numerosos textos en apoyo de este aserto, pero nos limitaremos a citar Prov. 10:4; 24:30-31; 1.a Cor. 4:12; Ef. 4:28; 1.a Tes. 2:9; 4:11-12; 2.a Tes. 3:7-10: 2)la legitimidad de cierta propiedad privada, puesto que el producto del trabajo del hombre es como una prolonga­ción de su propia personalidad. Advirtamos de entrada que la Biblia nos presenta a Dios como el verdadero dueño de la tierra (Gen. 15:7; Sal. 24:1), pero también vemos que Dios permitía en su pueblo poseer cosas para su bien y para remediar las necesidades ajenas. Lev. 19:9-16 presenta una serie de preceptos de justicia social, incluyendo el de no hur­tar (que ya era el 8.° mandamiento del Decálogo, Ex. 20:15) y se repetirá a lo largo de la Escritura (Deut. 5:19; Mt. 19: 18; Me. 10:19; Le. 18:20; Rom. 13:9).
4. Los sistemas económicos a la luz de la Ética cristiana

Antes de analizar los principales sistemas económicos, bueno será adelantar que las tres fuentes que intervienen en la producción de riqueza son: el trabajo, la técnica y el capi­tal. No cabe duda de que la fuente primordial es el trabajo, entendiéndolo no sólo como producción, sino también como ocupación de algo que todavía no tiene dueño ("res mtllíus" en la terminología del Derecho Romano). Los linderos entre las haciendas privadas ya se consideran sagrados en el A.T. (Deut. 27:17; Os. 5:10). A la luz de estas consideraciones, ya podemos examinar con mejor conocimiento de causa los principales sistemas económicos:
A) El Capitalismo. Como producto del liberalismo eco­nómico, el capitalismo propugna la libertad completa (la cua-liñcación ética subjetiva varía según la conciencia de los individuos y las leyes de los Estados) en la adquisición de la riqueza y el empleo del capital según las leyes de la oferta y la demanda. Ha podido producir altos niveles de vida al servicio del confort y del lujo de muchas personas, pero ha favorecido la desigualdad social, el materialismo y la avaricia. Sus contribuciones están teñidas de paternalismo. Su argu­mento es que la desigualdad básica de los hombres en cuanto a su capacidad y afán por el trabajo no puede menos de pro­ducir la desigualdad económica, ya que vemos que, de dos hermanos que heredan la misma fortuna, uno puede hacerse millonario con su talento y su esfuerzo, mientras que el otro se hunde en la miseria por su incapacidad, su prodigalidad y su holgazanería. Esto es sólo una verdad parcial, puesto que la necesidad de vivir una vida digna va por delante de la de­sigualdad de capacidad; y, por otra parte, muchos individuos que tienen capacidad y ganas de trabajar no pueden abrirse paso fácilmente en la carrera competitiva que impone el sis­tema capitalista.
B) El Socialismo. Es el sistema que propugna la propie­dad pública de los medios de producción, cambio y distribu­ción, dando a las fuerzas productivas o "proletariado" el control de las condiciones de existencia y del poder político de la nación. Tuvo su origen en Karl Marx, y su filosofía, en el plano puramente económico, se basa en dos principios: 1) la plus-valía del trabajo sobre el salario: el obrero produce algo que vale más que el salario que cobra, puesto que una buena parte de su producto pasa a engrosar el volumen del capital de quien lo emplea como trabajador; 2) la introducción por el capitalismo de un medio de adquisición ajeno a la producción laboral, como es el comercio por medio de inter­mediarios, los cuales elevan el coste de los productos sin poner de su parte otra cosa que el distribuirlos a los consumidores, enriqueciéndose así a costa de éstos sin aportar nada a la producción o al mejoramiento de los bienes de uso o con­sumo. Este sistema se divide en, dos sub-sistemas que son:
      (a) el socialismo reformista, llamado simplemente socia­lismo (y también socialdemocracia), que propugna la colec­tivización de los medios de producción, pero admite la propie­dad privada de los bienes de consumo; además no insiste demasiado en los aspectos ateos y dialécticos del marxismo, y estima que la toma del poder ha de hacerse de acuerdo con el juego democrático de los partidos, o sea por evolución social, más bien que por revolución sangrienta. Así es, al menos, como el Socialismo aparece en nuestros días, libera­lizándose en la misma medida en que el Capitalismo de algu­nos países ha ido socializándose.
     (b) el comunismo, ya estatal, ya libertario, que pro­pugna la colectivización  no sólo de los  medios  de  pro­ducción, sino también de los bienes de consumo; insiste en los aspectos ateos y dialécticos del marxismo, aspirando a llegar por la vía revolucionaria a la dictadura del proletariado.
Prescindiendo de los aspectos políticos y económicos de estos sistemas y ciñéndonos al aspecto ético, hemos de decir que cualquier sistema que favorezca la explotación del hom­bre por el hombre o por el Estado, o niegue los valores espi­rituales, o favorezca la desigualdad económica de las clases sociales, es contrario a la dignidad de la persona humana y al espíritu del Evangelio. En cambio, todo sistema en que el hombre pueda ejercitar sin trabas su capacidad creativa y subvenir a sus necesidades y a las de su familia mediante un trabajo remunerado, y en que se pongan por obra los pos­tulados de la justicia social, es compatible con el espíritu del Evangelio.

5. ¿Es el Evangelio un manifiesto revolucionario?

Cunde hoy en los medios religiosos juveniles, especialmen­te en la vanguardia del progresismo católico, la idea de que Jesús vino a predicar un Evangelio social, haciendo de la Buena Noticia de Salvación una especie de manifiesto revolu­cionario. Es preciso deshacer este equívoco mediante una precisión muy importante. Es cierto que el Evangelio com­porta una revolución, Y UNA REVOLUCIÓN MUCHO MAS HONDA QUE EL COMUNISMO, puesto que tiende a revolver el mundo entero (Hech. 17:6), trastornando el sis­tema de los ídolos de todas las clases e imponiendo la adora­ción y el servicio al único Dios, y cambiando el corazón mismo del hombre, mediante el nuevo nacimiento, implan­tando en su interior el amor como primer fruto del Espíritu, único modo de encontrar remedio para las injusticias sociales. Todos los sistemas económicos que pretendan cambiar la situación político-social, sin cambiar el corazón del hombre, están abocados al fracaso, porque el hombre es, por propia naturaleza, egocéntrico. Por tanto, el Evangelio no es un manifiesto social, pero impone y requiere un cambio de men­talidad, con el cual todas las exigencias de la justicia social obtienen su cabal cumplimiento.
Esta es la razón por la cual ni Jesús ni los apóstoles pro­pugnaron un sistema económico determinado, dado que el pueblo judío ya tenía solucionados sus problemas socio-econó­micos mediante las sabias disposiciones dadas por Yahveh en Lev. 25. Jesús puso la "pobreza en espíritu" como la primera de las bienaventuranzas y señaló la prioridad de lo espiritual en la preocupación de los suyos, con fe en la Providencia (Mt. 6:24-34). Por lo demás, tuvo amigos de buena posición, como Lázaro, Nicodemo, Zaqueo y José de Arimatea. Es cierto que la Iglesia primitiva de Jerusalén comenzó ensayan­do una especie de comunismo blanco (Hech. 2:44-45; 4:32-37), pero no era impuesto, sino voluntario, y, aun tratándose de creyentes, tuvo sus fallos, por el egoísmo inherente a nuestra naturaleza (Hech. 5:1-11). Para Jesús, el dinero tendía fácilmente a convertirse en un ídolo que arruina la verdadera vida del hombre (Mt. 13:22; 19:23; Le. 12:15 y otros). La carta de Pablo a Filemón no aboga directamente por la abolición de la esclavitud, pero sienta las bases de una convivencia social, en que el amor compense de sobra las diferencias de clase. Lo cierto es que la primera comunidad de Jerusalén era pobre (1.a Cor. 16:1) y que, aun en la prós­pera Corinto, eran muy pocos los creyentes que pertenecían a las clases altas (1.a Cor. 1:26-29). No olvidemos que el Evangelio es, ante todo, una Buena Noticia para los pobres (Is. 61:1-2; Sof. 3:12; Le. 4:18; 7:22). La "koinonía" exige la comunicación de bienes entre los creyentes (Hech. 2:42; 1.a Jn. 3:16-18).

6. Deberes sociales de los creyentes

Decimos "de los creyentes", no porque los demás queden exentos de tales deberes, sino porque tratamos de Ética cristiana. Nos atendremos a lo que dice la Palabra de Dios:
A) Amos y criados. Ef. 6:5-9; Col. 3:22-25; 4:1 nos ofrecen principios éticos básicos para la convivencia social de amos y criados, aplicables a jefes y empleados:
     (a) Los criados y empleados han de ser obedientes, su­misos, sinceros, trabajando de buena gana, como quien cum­ple la voluntad de Dios, no sólo cuando los ve el amo, "con temor y temblor", o sea, con respeto y sentido de la respon­sabilidad; sin "injusticias", o sea, no defraudando con falta deliberada de rendimiento, ni perjudicando a los intereses del amo o de la empresa (Ef. 6:5-8; Col. 3:22-25).
     (b) Los amos y jefes deben retribuir justamente, sin amenazas ni otros modos de coacción, sin acepción de perso­nas, percatándose de que también ellos tienen en los Cielos un Amo que les exigirá cuentas (Ef. 6:9; Col. 4:1). Sant. 5:1-6 es una tremenda requisitoria contra los explotadores de jornaleros y obreros; también vemos que en 2:1-13 acusa sin paliativos a quienes muestran acepción de personas o favo­ritismo, deshaciéndose en atenciones con los ricos, mientras desdeñan a los de humilde condición.
B) El derecho a la propia reputación. Fácilmente se olvida que uno de nuestros primordiales deberes sociales es el de respetar la reputación ajena. (Ex. 20:16; Deut. 5:20). Sant. 3:1-12 describe plásticamente el daño que puede hacer una mala lengua. Muchos creyentes que parecen extremada­mente puritanos en otras materias, no tienen empacho en publicar secretos fallos de otros hermanos ni en dañar su estimación con frases, gestos, reticencias o silencios calcu­lados. El orgullo, el egoísmo o la envidia suelen estar en la base de tales actitudes muy poco cristianas. "Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto" (Sant. 3:2). Los escritores y periodistas tienen una grave responsabilidad a este respecto. Un pequeño detalle mal comprobado, cual­quier inexactitud en la información de un hecho, pueden producir un perjuicio de consecuencias a veces irreparables.
C Integridad y responsabilidad en el desempeño de la propia profesión. El hecho de ser creyente debe estimular a una persona a responsabilizarse más que nadie en el ejercicio competente, íntegro, justo y responsable de la propia profe­sión. Los fallos de los creyentes en materia económico-social, además de ser pecado, son un contra testimonio lamentable. Nadie debe esmerarse mejor que el creyente en dar el debido rendimiento en el trabajo, en retribuir justamente a los sub­ordinados o empleados, en llevar honestamente un negocio, en ejercitar con integridad y competencia la propia profesión. No puede aparecer como buen creyente el que no se esfuerza en ser un buen médico, abogado, profesor, obrero, jefe de empresa o empleado.



CUESTIONARIO:


1. ¿En qué consiste la justicia social? —
2. Dignidad y fun­ción social del trabajo y de la propiedad. —
3. Los sistemas económicos a la luz de la Ética. —
4. Valor social del Evan­gelio. —
5. Deberes sociales de los creyentes.


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