Lectura Bíblica: Jonas 3:1-10
Objeto de la lección: Mirar una de las situaciones peligrosas para que todos los que pertenecen al Pueblo de Dios puedan comprender la importancia del llamado de Dios de Pregonar el evangelio aun en contra de nuestra voluntad.
Existen enormes diferencias entre la actitud del verdadero profeta de Dios y de aquellos que suelen proclamarse profetas de Dios. Mientras que los falsos profetas gustan de lanzar vaticinios de futuro que nunca se cumplen – una mujer va a ser elegida presidenta del Ecuador, la acumulación de lunas rojas es señal de que Cristo va a volver en septiembre de 2015, etc – y que dejan de manifiesto su naturaleza real a los que conserven un poco de sentido común, el profeta verdadero no pregona su condición – aunque está acaba siendo percibida por muchos de los que están alrededor de él o lo escuchan con atención – e incluso en ocasiones es reticente a desempeñarla.
Es el impulso directo de Dios – y no un arrebato o mucho menos la ambición – el que lo empuja a cumplir con su misión. Como ya hemos visto en el caso de Oseas y de Amós y tendremos ocasión de ver en otros, esa circunstancia implica un coste no pequeño. En ocasiones, el profeta incluso intenta escaparse de su cometido. Ése es el caso que aparece reflejado en uno de los libros más extraordinarios del Antiguo Testamento, el relacionado con el profeta Jonás.
Jonás había nacido en Gat-Hepher, una localidad situada algunos kilómetros al norte de Nazaret. Su ministerio profético tuvo lugar en la época de Jeroboam II y, por lo tanto, fue contemporáneo de Oseas y de Amós. Al parecer, en algún momento anunció que Jeroboam II recuperaría algunos territorios con lo que, posiblemente, su ministerio no chocó con los inconvenientes de los de los otros dos profetas. Sin embargo, el profeta nunca es un cortesano y Dios lo llamó para que fuera a anunciar arrepentimiento a la capital del imperio asirio, Nínive (1: 2). Que los asirios eran extraordinariamente malvados – empalaban a los prisioneros de guerra, sacaban los ojos de los cautivos y deportaban a poblaciones enteras – no admite discusión; que eran una amenaza real para Israel está fuera de duda y que Jonás no tenía la menor intención de ir a predicarles nada salta a la vista. Por ello, Jonás decidió sacar pasaje (1: 3) para marcharse al otro extremo del Mediterráneo, a Tarsis, la incomparable Tartessos, situada en el actual sur de España. Hoy en día, ese viaje sería un crucero de placer, pero por aquel entonces implicaba una travesía de casi un año en la que el barco iba comprando y vendiendo mientras realizaba navegación de cabotaje. No parece una perspectiva deseable, pero Jonás estaba decidido a irse lo más lejos posible. Sin embargo, el plan no salió bien.
Cuando la nave estaba navegando se desató una tempestad. Jonás no se enteró porque estaba durmiendo – seguramente encantado de haberse escapado de Dios – en la bodega de la nave (1: 4-5). Pero el resto de los tripulantes no compartía aquella seguridad. Aún más. La tempestad era tan desusada que como millares de marinos antes o después llegaron a la conclusión de que había algo o alguien que había provocado la ira de alguna divinidad y que tenían que identificarlo antes de que se produjera un naufragio que resultaría fatal. No tardaron en determinar que Jonás era el culpable y se apresuraron a preguntarle qué había hecho para desencadenar aquella desgracia (1: 8). Jonás no ocultó la realidad. Era un hebreo y su Dios era YHVH el que había hecho los cielos y la tierra (1: 9). Al ver cómo encajaban las piezas, los hombres fueron presa del pánico. Aquel sujeto estaba huyendo del dios en que creía y por eso se encontraban en semejante peligro. Su carácter no debía ser inhumano porque aunque Jonás les propuso que lo arrojaran al mar para salir del peligro (1: 12), los marinos intentaron alcanzar la costa y evitar esa eventualidad (1: 13). No eran de la misma religión de Jonás, pero eran conscientes de que la vida era sagrada y no estaban dispuestos a segarla como primera solución. Incluso cuando vieron que la nave iba a zozobrar y que no quedaría otro remedio que seguir el consejo de Jonás insistieron en dirigirse a su dios para asegurarse de que no les imputara aquella muerte (1: 14). Sin duda, se trata de un tema para reflexionar cuando se observa la manera en que algunas personas ven la solución de algún problema en el simple derramamiento de sangre. Para aquellos paganos semejante eventualidad era impensable e hicieron todo lo posible para evitar ese camino y, cuando fue inevitable, para librarse de responsabilidad (1: 14). Sólo entonces acabaron haciendo lo que Jonás deseaba (1: 15) e incluso entonces no dejaron de ofrecer un sacrificio a YHVH un sacrificio por el acto que acababan de llevar a cabo (1: 16).
Se produjo entonces el episodio que la gente suele relacionar con Jonás de manera exclusiva. Nos referimos a gran pez – en ningún momento se habla de una ballena - que Dios tenía preparado para Jonás (1: 17). La interpretación que se ha dado a este pasaje ha sido diversa. Si uno acude a las notas de la mayoría de las Biblias católicas y a algunos comentaristas católicos y no católicos se despacha el tema apelando a que la historia de Jonás no es real sino que se trata de una alegoría. No hubo pez ni Jonás en su vientre ni realidad en lo relatado en el libro. Semejante interpretación tiene el problema de que Jesús sí que dio la historia de Jonás como cierta e incluso la mencionó como un tipo del tiempo que él mismo estaría sepultado antes de la resurrección (Mateo 12: 40). Que algunas confesiones y algunos eruditos se consideran más sabios que Jesús es una realidad histórica irrefutable, pero resulta dudoso que sea saludable espiritualmente. Quedan, pues, otras dos interpretaciones. La primera es que Jonás sobrevivió dentro del gran pez. Se han citado paralelos históricos de marinos que sobrevivieron dentro de grandes peces cuyas historias se relataron en la prensa e incluso en publicaciones científicas. No se trata de casos habituales, pero sí parecidos. Incluso en alguno de esos relatos se comenta que el marino en cuestión emergió pálido, como si fuera un pescado cocido, al parecer a causa de los jugos gástricos del pez. Se puede especular si eso fue lo que pasó con Jonás y si, precisamente por ello, llevaba el nombre que llevaba que significa “paloma”, es decir, un pájaro blanco.
Existe, sin embargo, otra tercera posibilidad y es la de que Jonás muriera y el texto bíblico esté relatando un episodio de resurrección. De hecho, el propio Jonás señala que estuvo en el Sheol, es decir, el ámbito de los muertos (2: 2) y que Dios lo sacó de la sepultura (2: 6). Desde luego, una interpretación de ese tipo encajaría con el paralelo realizado por Jesús. Sea como sea, lo cierto es que Dios concedió a Jonás la oportunidad de cumplir con su misión y el pez lo vomitó en la playa (2: 10).
Como en tantas ocasiones, todo regresó al punto de partida. Jonás llegó hasta Nínive y anunció el mensaje que Dios le había dado. El Creador iba a ejecutar un más que merecido castigo sobre la capital de los asirios, pero ofrecía antes una posibilidad de arrepentimiento (3: 1-3). La gente de Nínive creyó lo que Jonás anunciaba y decidieron optar por el arrepentimiento. No es que el mensaje fuera grato porque anunciaba que eran un pueblo que gustaba de la rapiña con todo lo que la terrible palabra tiene (3: 8), pero no eran tan estúpidos como para negar la realidad. Sí, claro que eran un pueblo que se caracterizaba por la rapiña. Sí, aceptaban que era la verdad. Sí, no se pusieron a intentar excusarse diciendo que otros pueblos robaban más. Sí, no apelaron a sus glorias históricas para cerrar los oídos. Sí, se preguntaron si la única manera de escapar del juicio de Dios no sería el arrepentimiento (3: 9) y actuaron en consecuencia. Los asirios, a fin de cuentas, en esta ocasión, se comportaron con sabiduría en vez de con la soberbia propia de los que van hacia su destrucción y el resultado fue óptimo. Dios no desencadenó Su juicio sobre ellos.
Y en ese momento, el libro nos permite ver la razón de la huida de Jonás hasta el otro extremo del mundo. Ese resultado final era él que se había visto venir desde el principio (4: 1-2). Él conocía a los asirios. Eran un enemigo cruel y despiadado… ¡¡¡y Dios les ofrecía el arrepentimiento!!! Y como se habían arrepentido, Dios había pasado por alto lo que habían hecho. ¿No era acaso para desesperarse?
Pensémoslo bien. Un grupo de terroristas ha derribado las Torres gemelas. ¿Por qué habría que anunciarles el arrepentimiento para evitarles el juicio de Dios? ¿No sería mejor freírlos en napalm? O el régimen iraní sigue manifestándose contra el estado de Israel. ¿Por qué decirles que el juicio de Dios caerá sobre ellos si no cambian su actitud? ¿No resultaría más apropiado arrasar Irán hasta dejarlo como la palma de la mano? Añadan ustedes los ejemplos que les parezca que, con seguridad, no serán pocos aunque, sin duda, para otros la actitud de Dios es demasiado intransigente ya que en vez de estrechar la mano de los criminales o incluso ir a bendecirlos a su país pretende juzgarlos por sus delitos. Pero volviendo a la reacción de Jonás, ¿por qué realizar ese tipo de anuncios con el riesgo de que alguno escape del juicio que merece? ¡Que la ira de Dios – o la de los bombarderos – los aniquile! No sorprende que Jonás, absolutamente encolerizado, deseara morirse en aquellos momentos (4: 3).
Absolutamente desesperado, Jonás abandonó la ciudad. Hacía calor y se preparó una enramada para protegerse de sus rayos y ver a lo lejos Nínive. ¿Quién sabía? A lo mejor, al final no se arrepentían del todo y Dios los borraba del mapa como él deseaba (4: 5). Pero Dios hizo crecer una mata que proporcionó sombra a Jonás y que lo llevó a sentirse a gusto en medio de su ira. Sí, aquel matorral le proporcionaba frescor en medio de la ardiente llanura de Nínive. Se agradecía su sombra y su alivio. Hasta se sentía algo menos encolerizado (4: 6). Y entonces, justo entonces, Dios preparó un gusano que acabó con la planta (4: 7) y el viento solano comenzó a herir a Jonás en la cabeza y el profeta volvió a irritarse. Las palabras de YHVH en ese momento constituyen uno de los retratos más explícitos de cómo el corazón de Dios no es el de los hombres. Jonás se sentía apesadumbrado porque se había secado una mata que ni había plantado ni había regado y que había tenido una existencia tan efímera y sin consecuencias como nacer en un día y morir al siguiente. Estaba además tan convencido de la justicia de sus hechos que hasta quería morirse. Bien. Se podía comprender, pero entonces ¿cómo no entendía Jonás que Dios sintiera compasión por una ciudad de ciento veinte mil habitantes que carecían de discernimiento espiritual y en la que además vivían multitud de animales? (4: 11). Por supuesto, Dios no iba a retener el juicio debido porque es un Dios justo, pero, a la vez, ama a Su creación, se compadece incluso de los animales y no rehuirá hacer un último llamamiento a la misericordia. Es conforme a Su naturaleza y debería enseñarnos a moldear la nuestra. ¡Ay de aquellos que piensan que la única salida frente a los que practican el mal es exterminarlos! Difícilmente, se pueden colocar más lejos del corazón de Dios.
Es el impulso directo de Dios – y no un arrebato o mucho menos la ambición – el que lo empuja a cumplir con su misión. Como ya hemos visto en el caso de Oseas y de Amós y tendremos ocasión de ver en otros, esa circunstancia implica un coste no pequeño. En ocasiones, el profeta incluso intenta escaparse de su cometido. Ése es el caso que aparece reflejado en uno de los libros más extraordinarios del Antiguo Testamento, el relacionado con el profeta Jonás.
Jonás había nacido en Gat-Hepher, una localidad situada algunos kilómetros al norte de Nazaret. Su ministerio profético tuvo lugar en la época de Jeroboam II y, por lo tanto, fue contemporáneo de Oseas y de Amós. Al parecer, en algún momento anunció que Jeroboam II recuperaría algunos territorios con lo que, posiblemente, su ministerio no chocó con los inconvenientes de los de los otros dos profetas. Sin embargo, el profeta nunca es un cortesano y Dios lo llamó para que fuera a anunciar arrepentimiento a la capital del imperio asirio, Nínive (1: 2). Que los asirios eran extraordinariamente malvados – empalaban a los prisioneros de guerra, sacaban los ojos de los cautivos y deportaban a poblaciones enteras – no admite discusión; que eran una amenaza real para Israel está fuera de duda y que Jonás no tenía la menor intención de ir a predicarles nada salta a la vista. Por ello, Jonás decidió sacar pasaje (1: 3) para marcharse al otro extremo del Mediterráneo, a Tarsis, la incomparable Tartessos, situada en el actual sur de España. Hoy en día, ese viaje sería un crucero de placer, pero por aquel entonces implicaba una travesía de casi un año en la que el barco iba comprando y vendiendo mientras realizaba navegación de cabotaje. No parece una perspectiva deseable, pero Jonás estaba decidido a irse lo más lejos posible. Sin embargo, el plan no salió bien.
Cuando la nave estaba navegando se desató una tempestad. Jonás no se enteró porque estaba durmiendo – seguramente encantado de haberse escapado de Dios – en la bodega de la nave (1: 4-5). Pero el resto de los tripulantes no compartía aquella seguridad. Aún más. La tempestad era tan desusada que como millares de marinos antes o después llegaron a la conclusión de que había algo o alguien que había provocado la ira de alguna divinidad y que tenían que identificarlo antes de que se produjera un naufragio que resultaría fatal. No tardaron en determinar que Jonás era el culpable y se apresuraron a preguntarle qué había hecho para desencadenar aquella desgracia (1: 8). Jonás no ocultó la realidad. Era un hebreo y su Dios era YHVH el que había hecho los cielos y la tierra (1: 9). Al ver cómo encajaban las piezas, los hombres fueron presa del pánico. Aquel sujeto estaba huyendo del dios en que creía y por eso se encontraban en semejante peligro. Su carácter no debía ser inhumano porque aunque Jonás les propuso que lo arrojaran al mar para salir del peligro (1: 12), los marinos intentaron alcanzar la costa y evitar esa eventualidad (1: 13). No eran de la misma religión de Jonás, pero eran conscientes de que la vida era sagrada y no estaban dispuestos a segarla como primera solución. Incluso cuando vieron que la nave iba a zozobrar y que no quedaría otro remedio que seguir el consejo de Jonás insistieron en dirigirse a su dios para asegurarse de que no les imputara aquella muerte (1: 14). Sin duda, se trata de un tema para reflexionar cuando se observa la manera en que algunas personas ven la solución de algún problema en el simple derramamiento de sangre. Para aquellos paganos semejante eventualidad era impensable e hicieron todo lo posible para evitar ese camino y, cuando fue inevitable, para librarse de responsabilidad (1: 14). Sólo entonces acabaron haciendo lo que Jonás deseaba (1: 15) e incluso entonces no dejaron de ofrecer un sacrificio a YHVH un sacrificio por el acto que acababan de llevar a cabo (1: 16).
Se produjo entonces el episodio que la gente suele relacionar con Jonás de manera exclusiva. Nos referimos a gran pez – en ningún momento se habla de una ballena - que Dios tenía preparado para Jonás (1: 17). La interpretación que se ha dado a este pasaje ha sido diversa. Si uno acude a las notas de la mayoría de las Biblias católicas y a algunos comentaristas católicos y no católicos se despacha el tema apelando a que la historia de Jonás no es real sino que se trata de una alegoría. No hubo pez ni Jonás en su vientre ni realidad en lo relatado en el libro. Semejante interpretación tiene el problema de que Jesús sí que dio la historia de Jonás como cierta e incluso la mencionó como un tipo del tiempo que él mismo estaría sepultado antes de la resurrección (Mateo 12: 40). Que algunas confesiones y algunos eruditos se consideran más sabios que Jesús es una realidad histórica irrefutable, pero resulta dudoso que sea saludable espiritualmente. Quedan, pues, otras dos interpretaciones. La primera es que Jonás sobrevivió dentro del gran pez. Se han citado paralelos históricos de marinos que sobrevivieron dentro de grandes peces cuyas historias se relataron en la prensa e incluso en publicaciones científicas. No se trata de casos habituales, pero sí parecidos. Incluso en alguno de esos relatos se comenta que el marino en cuestión emergió pálido, como si fuera un pescado cocido, al parecer a causa de los jugos gástricos del pez. Se puede especular si eso fue lo que pasó con Jonás y si, precisamente por ello, llevaba el nombre que llevaba que significa “paloma”, es decir, un pájaro blanco.
Existe, sin embargo, otra tercera posibilidad y es la de que Jonás muriera y el texto bíblico esté relatando un episodio de resurrección. De hecho, el propio Jonás señala que estuvo en el Sheol, es decir, el ámbito de los muertos (2: 2) y que Dios lo sacó de la sepultura (2: 6). Desde luego, una interpretación de ese tipo encajaría con el paralelo realizado por Jesús. Sea como sea, lo cierto es que Dios concedió a Jonás la oportunidad de cumplir con su misión y el pez lo vomitó en la playa (2: 10).
Como en tantas ocasiones, todo regresó al punto de partida. Jonás llegó hasta Nínive y anunció el mensaje que Dios le había dado. El Creador iba a ejecutar un más que merecido castigo sobre la capital de los asirios, pero ofrecía antes una posibilidad de arrepentimiento (3: 1-3). La gente de Nínive creyó lo que Jonás anunciaba y decidieron optar por el arrepentimiento. No es que el mensaje fuera grato porque anunciaba que eran un pueblo que gustaba de la rapiña con todo lo que la terrible palabra tiene (3: 8), pero no eran tan estúpidos como para negar la realidad. Sí, claro que eran un pueblo que se caracterizaba por la rapiña. Sí, aceptaban que era la verdad. Sí, no se pusieron a intentar excusarse diciendo que otros pueblos robaban más. Sí, no apelaron a sus glorias históricas para cerrar los oídos. Sí, se preguntaron si la única manera de escapar del juicio de Dios no sería el arrepentimiento (3: 9) y actuaron en consecuencia. Los asirios, a fin de cuentas, en esta ocasión, se comportaron con sabiduría en vez de con la soberbia propia de los que van hacia su destrucción y el resultado fue óptimo. Dios no desencadenó Su juicio sobre ellos.
Y en ese momento, el libro nos permite ver la razón de la huida de Jonás hasta el otro extremo del mundo. Ese resultado final era él que se había visto venir desde el principio (4: 1-2). Él conocía a los asirios. Eran un enemigo cruel y despiadado… ¡¡¡y Dios les ofrecía el arrepentimiento!!! Y como se habían arrepentido, Dios había pasado por alto lo que habían hecho. ¿No era acaso para desesperarse?
Pensémoslo bien. Un grupo de terroristas ha derribado las Torres gemelas. ¿Por qué habría que anunciarles el arrepentimiento para evitarles el juicio de Dios? ¿No sería mejor freírlos en napalm? O el régimen iraní sigue manifestándose contra el estado de Israel. ¿Por qué decirles que el juicio de Dios caerá sobre ellos si no cambian su actitud? ¿No resultaría más apropiado arrasar Irán hasta dejarlo como la palma de la mano? Añadan ustedes los ejemplos que les parezca que, con seguridad, no serán pocos aunque, sin duda, para otros la actitud de Dios es demasiado intransigente ya que en vez de estrechar la mano de los criminales o incluso ir a bendecirlos a su país pretende juzgarlos por sus delitos. Pero volviendo a la reacción de Jonás, ¿por qué realizar ese tipo de anuncios con el riesgo de que alguno escape del juicio que merece? ¡Que la ira de Dios – o la de los bombarderos – los aniquile! No sorprende que Jonás, absolutamente encolerizado, deseara morirse en aquellos momentos (4: 3).
Absolutamente desesperado, Jonás abandonó la ciudad. Hacía calor y se preparó una enramada para protegerse de sus rayos y ver a lo lejos Nínive. ¿Quién sabía? A lo mejor, al final no se arrepentían del todo y Dios los borraba del mapa como él deseaba (4: 5). Pero Dios hizo crecer una mata que proporcionó sombra a Jonás y que lo llevó a sentirse a gusto en medio de su ira. Sí, aquel matorral le proporcionaba frescor en medio de la ardiente llanura de Nínive. Se agradecía su sombra y su alivio. Hasta se sentía algo menos encolerizado (4: 6). Y entonces, justo entonces, Dios preparó un gusano que acabó con la planta (4: 7) y el viento solano comenzó a herir a Jonás en la cabeza y el profeta volvió a irritarse. Las palabras de YHVH en ese momento constituyen uno de los retratos más explícitos de cómo el corazón de Dios no es el de los hombres. Jonás se sentía apesadumbrado porque se había secado una mata que ni había plantado ni había regado y que había tenido una existencia tan efímera y sin consecuencias como nacer en un día y morir al siguiente. Estaba además tan convencido de la justicia de sus hechos que hasta quería morirse. Bien. Se podía comprender, pero entonces ¿cómo no entendía Jonás que Dios sintiera compasión por una ciudad de ciento veinte mil habitantes que carecían de discernimiento espiritual y en la que además vivían multitud de animales? (4: 11). Por supuesto, Dios no iba a retener el juicio debido porque es un Dios justo, pero, a la vez, ama a Su creación, se compadece incluso de los animales y no rehuirá hacer un último llamamiento a la misericordia. Es conforme a Su naturaleza y debería enseñarnos a moldear la nuestra. ¡Ay de aquellos que piensan que la única salida frente a los que practican el mal es exterminarlos! Difícilmente, se pueden colocar más lejos del corazón de Dios.
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