“VARONES de Atenas, contemplo que en todas las cosas ustedes parecen estar más entregados que otros al temor a las deidades.” (Hechos 17:22.) Eso fue lo que el apóstol cristiano Pablo dijo a una muchedumbre en el Areópago, o Colina de Marte, en la antigua ciudad de Atenas, Grecia. Pablo se expresó así porque antes había notado que “la ciudad estaba llena de ídolos”. (Hechos 17:16.) ¿Qué había visto?
Indudablemente Pablo había visto una variedad de dioses griegos y romanos en aquella ciudad cosmopolita, y era obvio que la vida de la gente estaba estrechamente vinculada con la adoración que daba a las deidades. Por temor a que por casualidad no veneraran a alguna deidad importante o poderosa que pudiera airarse por ello, los atenienses hasta incluían en su adoración a “un Dios Desconocido”. (Hechos 17:23.) Aquello demostraba claramente que temían a las deidades.
Por supuesto, no solo los atenienses del primer siglo han temido a las deidades, especialmente a las desconocidas. Por miles de años ese temor ha dominado a casi toda la humanidad. En muchas partes del mundo casi todo aspecto de la vida de la gente está directa o indirectamente conectado con alguna deidad o con espíritus. Como hemos visto en el capítulo anterior, las mitologías de los antiguos egipcios, griegos, romanos, chinos y otros estaban profundamente arraigadas en ideas sobre dioses y espíritus, ideas que desempeñaban un papel importante en asuntos personales y nacionales. Durante la Edad Media abundaban por toda la cristiandad cuentos sobre alquimistas, hechiceros y brujas. Y hoy la situación es similar.
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