«Llegaron a Cafarnaún y, cuando llegó el sábado, en
tró en la sinagoga y se puso a enseñar. La gente estaba admirada de su enseñanza, porque los enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la ley. Había precisamente en la sinagoga un hombre con espíritu inmundo, que se puso a gritar: '¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios! '. Jesús lo increpó diciendo: '¡Cállate y sal de ese hombre! '. El espíritu inmundo lo retorció violentamente y, dando un fuerte alarido, salió de él. Todos quedaron asombrados y se preguntaban unos a otros: '¿Qué es esto? ¡Una doctrina nueva llena de autoridad! ¡Manda incluso a los espíritus inmundos y estos le obedecen! '. Pronto se extendió su fama por todas partes, en toda la región de Galilea» (Mc 1, 21-28).
Una enseñanza «distinta»
Jesús se presenta en la «casa de oración» de Cafarnaún, integrándose en la vida religiosa de su pueblo.
Las sinagogas eran lugares de culto que, especialmente después del exilio, se habían difundido por todas partes, hasta en las pobla
ciones más pequeñas. No se podían ofrecer allí sacrificios, porque estos estaban reservados para el templo de Jerusalén.
En la sinagoga se desarrollaba la oración y, por tanto, la lectura y la explicación de la ley.
Eran edificios muy sencillos. Algunas banquetas para los fieles, un ambón para las lecturas, un armario donde se guardaban los rollos de las Escrituras bajo la responsabilidad de un custodio (hazzan), es
pecie de sacristán.
El comentario u homilía, además del presidente de la asamblea, podía hacerla uno de los participantes, con tal que fuera varón.
Jesús enseña con autoridad y manda también con autoridad. Pro
clama y actúa. Predicación y acción, palabra y obras caracterizan su ministerio. Y esta es la síntesis de la escena referida en el evangelio.
La enseñanza del Maestro provoca estupor y desconcierto entre los oyentes. Estos se dan cuenta inmediatamente de la diferencia res
pecto a lo' que enseñan, no sin una cierta prosopopeya, los maestros autorizados de su tiempo, esto es, los escribas.
Sin embargo, los escribas eran especialistas en la materia, teólo
gos cualificados, comentaristas de la Escritura, intérpretes oficiales de la ley. ¡Si alguno tenía autoridad, eran precisamente ellos!
Evidentemente, la autoridad de Jesús, que tanto impresiona a la gente, es de otro tipo. Es una autoridad que viene de lo alto, y que es reconocida por el pueblo llano, no por un sentido de sujeción y de miedo, sino porque todos «ven» en ella las exigencias de su corazón, sus aspiraciones más profundas de libertad.
Yo diría, incluso, que eS una autoridad que viene de dentro. No una autoridad vinculada al puesto que se ocupa, sino a la persona mIsma.
No estamos ante una autoridad profesional, institucional, sino an
te la de uno que, sin títulos y sin haber pasado por la retahíla de trá': mites impuestos por una carrera, se impone por algo bien distinto. En Jesús, el mensaje es inseparable de su ser. El mensaje es él mismo.
Cuando Jesús se presenta, lo que más impresiona a sus interlocu
tores está expresado con esta palabra: autoridad. Una autoridad que hace palidecer, que redimensiona despiadadamente la de los demás.
«Jesús se rebela contra los maestros de la ley, y su rebelión es a favor de los pequeños. Los maestros les imponen un yugo insopor
table. Desconocen que Dios hace libres. Imponen a Dios sus con
venciones sociales y sus reglas. Jesús restituye a Dios su libertad, trasgrediendo el poder de los escribas y fariseos, refutando el funda
mento mismo de su autoridad» (c. Duquoc).
La palabra que se convierte en acción
La autoridad es ejercida no sólo al enseñar, sino también al obrar.
Con la liberación del endemoniado Marcos quiere demostrar que la palabra de Jesús es eficaz, poderosa. Palabra que es acción.
El milagro es otra manifestación de su autoridad.
y la gente queda estupefacta, desconcertada ante esta autoridad
poder. Entendámonos. No es un alarde de poder. El poder mostrado por Jesús no es por sí mismo, sino en favor de los demás.
Dios se hace presente y actúa en el mundo a través de la ense
ñanza y a través de la palabra que sana. En ambos casos es un acto de liberación.
Jesús no es un simple repetidor, al estilo de los escribas. Lleva al
go nuevo tanto en los contenidos como en el modo, en el tono. Pero su novedad está, esencialmente, en el hecho de que su palabra es una palabra que hace que suceda algo.
«Había precisamente en la sinagoga un hombre con espíritu in
mundo, que se puso a gritar: 'i Qué tenemos nosotros que ver conti
go, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruimos? ¡Sé quién eres: el Santo de Dios!'» (vv. 23-24).
No podemos pensar, en primer lugar, en la impureza sexual. En el lenguaje bíblico, impureza significa simplemente «contrario a lo
/'
sacro». Todo lo que se opone a la santidad de Dios es considerado
impuro. En otras palabras, la noción de impureza indica «el ámbito en el que se encuentra el hombre que vive alejado del único Dios verdadero, en poder de los ídolos y de las potencias hostiles a Dios» (K. Gutbrod).
«¿Qué tenemos nosotros que ver contigo?». Las posibles traduc-
ciones de esta frase son muchas: «¿Qué tenemos en común?»
«¿Por qué te metes en nuestras cosas?» «¿Qué tienes tú que ver con nosotros?» «¿Qué hay entre tú y nosotros?»
O sea, se trata de una protesta contra una intervención inoportu
na, molesta, en perjuicio de seres que no la han provocado.
Como si se dijera: «Métete en lo tuyo y déjanos en paz».
El reconocimiento de Satanás resulta significativo. A través de la predicación de Jesús, el demonio advierte que su reino se ve amena
zado por la irrupción del reino de Dios. Siente tambalearse su poder. Satanás se convierte así en el teólogo que sabe (<<Sé quién eres: el Santo de Dios», v. 24), que acierta.
Parece que de cada grieta del terreno salen diablillos ...
Inútil ocultarlo. Marcos pone en apuros. El primer milagro que cuenta es la liberación de un poseso. De un tipo totalmente distinto es, por ejemplo, el primer signo referido por Juan: el milagro reali
zado en un: banquete de bodas (Jn 2, 1-11).
Este planteamiento de Marcos no es ciertamente casual. Pronto leeremos la narración del endemoniado de Gerasa, con tal abundan
cia de detalles que solamente puede atribuirse a una intención bien concreta.
Por otra parte, en todo el evangelio de Marcos la expulsión de de
monios ocupa un puesto muy relevante. Nosotros nos sentimos un poco incómodos, casi molestos. Es difícil hacer tragar estos episo
dios a hombres de nuestro tiempo que tienen un mínimo de conoci
mientos científicos.
Según una mentalidad,primitiva, algunas enfermedades, espe
cialmente mentales, eran atribuidas al influjo o la posesión de espí
ritus malos, llamados también «demonios». A la posesiÓridemonía
ca estaban frecuentemente vinculadas, además, limitaciones físicas como la mudez, la sordera, la ceguera, la parálisis, la epilepsia.
En tales fenómenos casi nunca se trata de pecado, ni se pronun
cia un juicio moral sobre los individuos. Son víctimas de fuerzas malignas. Eso es todo.
En ciertos casos, hoy hablaríamos más bien de epilepsia, demen
cia, histeria, crisis maniático-depresiva, esquizofrenia, psicopatía. En vez de «endemoniado», diríamos «paranoico». Sin excluir, natu
ralmente, los casos -no muy frecuentes y que sólo se verifican rigu
rosamente de cuando en cuando- de auténtica posesión diabólica.
Jesús no se aparta de la mentalidad de su tiempo, más bien pare
ce compartirla. Tampoco se preocupa de advertir que se trata de cau
sas naturales. Él no ha venido para abrir los cauces de la moderna psiquiatría. Compete a los hombres cumplir esa tarea, llevar adelan
te sus investigaciones para establecer las causas del mal.
Jesús hace una lectura teológica, no científica, del caso que tiene ante sí. Se encuentra frente a un individuo que no es él mismo, que aparece dilacerado, enajenado, ocupado abusivamente por otro.
La diagnosis del Maestro, que nos lleva incluso a las raíces de la situación, no es una diagnosis médica en sentido estricto. Su etiolo-
gía más que remontarse a las causas, lo hace al enemigo. Y es un enemigo común, de Dios y del hombre. En este pobrecito, Jesús ve el signo de la presencia extraña del adversario, del divisor, o sea, del que combate el plan de Dios y destruye al hombre, del que se apro
pia de algo que es de Dios.
El exorcismo, pues, consiste en expulsar al ocupante abusivo, en liquidar las fuerzas del mal, en sanear un terreno inquinado. El desa
lojo, la expulsión, se realiza por la fuerza y es para consagrar de nuevo aquel territorio y devolverlo a su destino original.
El espíritu inmundo debe salir, para que el hombre ocupado, blo
queado, secuestrado, pueda salir a su vez de la prisión y encontrar nuevamente la armonía y la unidad perdidas.
El éxodo del hombre hacia Dios se inicia con el éxodo forzoso de los demonios que se habían apoderado de él. Y todo esto se hace con una palabra simple, perentoria, que se diferencia claramente de los complicados exorcismo s usados en aquel tiempo.
El resultado final, de todos modos, es la liberación del mal. Y es precisamente esta lucha contra las fuerzas del mallo que caracteri
za, de manera particular, el evangelio de Marcos, que nos presenta a Jesús siempre procurando arrojar al enemigo, obligarle a salir al descubierto y derrotarlo.
Comenta un exegeta: «Parecía que de cada grieta del terreno sa
lían demonios ... Jesús es el gran vencedor de los demonios. Adon
dequiera que va, desendemonia la tierra» (Kasemann).
La tierra, liberada del espíritu del mal, vuelve a ser otra vez ha
bitable por el hombre, espacio de libertad y lugar de comunión.
Los enemigos del hombre son enemigos de Dios
Reflexionemos sobre la expresión: «Un hombre con espíritu in
mundo» (v. 23).
Nuestra diagnosis debería seguir siempre la de Cristo: descu
brir, llegando hasta la raíz, todas las fuerzas que impiden al hom
bre ser hombre, que desfiguran su imagen auténtica. Denunciarlas y exorcizarlas.
Se trata de un cometido sagrado, cuyo lugar, como el de la pre
dicación, es la Iglesia.
Pero esto se hace posible solamente partiendo de la convicción de que los enemigos del hombre son también enemigos de Dios, de que todo lo que atenta contra la dignidad del hombre constituye una blas
femia contra Dios, de que todo lo que amenaza al hombre representa un ultraje a la santidad de Dios. Resumiendo: los derechos de Dios son conculcados en su «imagen y semejanza»; los intereses de Dios se juegan en el campo del hombre; se lucha por Dios, cuando uno se po
ne de parte de su criatura.
El enemigo es común. Dios no sabe qué hacer con los homena
jes formales reservados a su santidad, cuando su propiedad es in
vadida ...
Nuestra palabra debe ser clara e intransigente no sólo cuando se trata de salvaguardar la doctrina y la moral. Debemos tener valor y, sobre todo, la fuerza de la palabra cuando se trata de defender al hombre de todas las violaciones e intrusiones.
La autoridad ayuda .. a' crecer -es su misión específica- sola
mente si consigue «hacer salir» del hombre todo lo que tiende a es
clavizado.
y aunque algún <<usurpador indebido» nos grite que no debemos metemos en ciertos asuntos, no hay que dudar. Esto es señal decisi
va de la legitimidad de la lucha.
Ninguna duda al respecto. El hombre es asunto de Dios. Por eso nos debe interesar.
Cuando duerme el demonio, todos estamos en peligro
Existe el peligro, nada raro, de que la Iglesia y los fieles estén como adormilados. Pero el verdadero peligro se da cuando el diablo duerme tranquilamente.
La llegada de Jesús a la sinagoga de Cafamaún provoca un des
pertar brusco e irritado de Satanás. Y también su protesta de fasti
dio: «¿Qué tenemos nosotros que ver contigo? ... ¿Has venido a destruimos?».
El demonio se siente amenazado por aquella presencia. Advier
te que esa palabra eficaz, esa forma de obrar, amenazan sus pose
siones, debilitan su poder, cuestionan los confines de su imperio. Por eso reacciona rabiosamente.
Algún sabiondo se preguntará irónicamente: «¿Cómo se puede creer todavía en el demonio en este mundo civilizado de hoy? ... La Edad Media, con sus terrores y fantasmas, es algo superado ya hace tiempo ... ».
Ciertamente, cuando nuestro testimonio resulta inocuo, la cifra de nuestro cristianismo irrelevante, el estilo de nuestra conducta opaco, la calidad evangélica de nuestra vida decadente, la tasa de se
riedad más bien reducida, nuestro compromiso a la baja ... , entonces el demonio se duerme, que es su modo de fingir que está ausente, su truco para hacer creer que no existe. Se entrega al sueño, desaparece de la circulación, porque no tiene nada que temer.
Tratad de salir de la mediocridad, de trabajar abiertamente por la justicia, de llevar a la práctica las paradojas del Evangelio, de hincar el diente en algunas de las patatas enmohecidas que quedaron en la cazuela del cura de Ars, de tomar en serio el «sermón de la monta
ña», de romper la conjura del silencio cómplice, de quitaros de enci
ma la divisa del conformismo, de llamar al pecado pecado ... , y ve
réis qué chillidos, qué reacciones tan violentas. Satanás hace saltar las alarmas, corre precipitadamente a sus trincheras. ¡Le fastidiamos!
Se da cuenta de que nos salimos de su terreno. Nos considera in
trusos, extraños, invasores, y hace todo lo posible por arrojamos, obstaculizamos, impedir nuestra acción. Antes incluso del exorcis
mo, será él el que trate de expulsar a Jesús de lo que considera su propiedad privada.
y si no estamos convencidos de esto, pidamos información a al
gunos exploradores de las conciencias y de territorios amenazados por Satanás, tales como el ya mencionado Juan María Vianney o, más cercanos a nosotros, el padre Pío de Pietrelcina o el padre Leo
poldo de Cattaro. Ellos estarían en condiciones de contamos cosas bien hermosas.
De todos modos, tratemos de iniciar una lucha decidida contra el mal en todas las formas en que se presenta, se manifiesta y se es
conde, y nos daremos cuenta de que Satanás no quiere saber nada de ... no existir. No existe, pero ... no acepta ser expulsado.
Leonardo Sciascia hace esta observación, un tanto sarcástica: «El diablo se había marchado, porque se había dado cuenta de que los hombres sabían hacer las cosas mucho mejor que éL .. » (El caballe
ro y la muerte).
y Karl Kraus desenvaina una de sus espadas más tajantes: «El diablo es un optimista si cree poder empeorar a los hombres».
Bromas aparte, ya pesar de las burlas de ciertos supercríticos, lo del demonio es una cuestión seria.
La capilla del diablo
Martín Lutero advertía: «Donde Dios ha construido una iglesia, el demonio construye también su capilla».
y en el mundo actual no faltan devotos que frecuentan más gus
tosamente esta capilla que la iglesia.
Queda el hecho de que la presencia de Satanás trae a la concien
cia del creyente numerosos y delicados problemas.
Las soluciones adoptadas oscilan entre el extremo de la desmiti
zación y el de la obsesión., con todos sus componentes emotivo s y
morbosos. ,-
Voy a citar la postura, que creo muy rigurosa y equilibrada, de un especialista en sagrada Escritura como Gian Franco Ravasi:
«Debemos evitar siempre los dos extremos: uno diabólico, que se convierte en una auténtica tentación del demonio, y es la exaspe
ración del mismo; y otro que puede ser también tentación del diablo: la declaración de la inconsistencia, de la no existencia del demonio, de esta sombra de Dios dentro de la historia.
Existen referencias bíblicas de nuestra fe que no podemos eli
minar o eludir. Pero hay que decir también que, en la figura del dia
blo o del demonio, se entrelazan muchísimas realidades que no son teológicas y que hay que separar. Se entrelazan la magia y la su
perstición, la morbosidad de ciertas sectas, ciertas espiritualidades -incluso cristianas- excesivamente devocionales, se entrelaza la et
nología, la antropología cultural, la psicología y, finalmente, tam
bién la teología».
Es necesario, por tanto, descombrar el terreno de todos los ele
mentos marginales y encontrar la interpretación justa, resistiendo al reclamo de los extremismos opuestos bajo la enseña de la facilone
ría y de la simplificación.
Conozco personalmente exorcistas discretos y de gran sentido común. Pero también me encuentro a veces con algunos -que inclu
so se hacen pasar por expertos- de tonos encendidos, lenguaje viru-
lento, actitudes fanáticas, mirada desencajada y amenazas terrorífi
cas, que suscitan en mí la sospecha de que ellos mismos tendrían ne
cesidad de exorcismos.
y en la parte opuesta encuentro campeones de la racionalidad, que se sonríen burlonamente al sólo oír nombrar a Satanás y que, para mí, son la demostración más convincente de su existencia.
Siguiendo el ejemplo de Ravasi, quisiera dejar bien asentados dos puntos que ayuden a desentrañar el embrollo de las distintas po
SlClOnes:
-En primer lugar, hemos de rechazar la centralidad del demonio.
Si alguno tiene todavía estos fantasmas, estas obsesiones proceden
tes de una cierta formación religiosa fundada toda en el miedo, debe quitárselo de encima. Esta no es una visión cristiana, sino pagana. En el centro debe estar Dios, el señorío es de Cristo.
Por desgracia, existen todavía cristianos muy «devotos» del de
monio -que frecuentan asiduamente su capilla- y fríamente devotos de Jesucristo. Atormentados por la presencia del demonio, son inca
paces de descubrir el bien que hay en el mundo, de ver la acción de la gracia. Dan a entender que están informadísimos sobre el demo
nio -del cual, sin embargo, la Biblia se muestra más bien reticente
y que saben muy poco de Cristo. Demuestran que están escasamen
te familiarizados con la Escritura y que, de hecho, desconocen el Evangelio.
«No debemos cultivar un satanismo teológico, no debemos tener una visión maniquea y dualista según la cual hay un Dios y un anti
Dios. El demonio es inferior a Dios bajo todos los conceptos. No son dos principios que dominan y regulan la historia: el principio del bien y del mal.
La tradición cristiana afirma que el demonio es una criatura y que, por lo tanto, pertenece siempre, de una manera que se nos es
capa a nosotros, al límite del hombre, a la realidad humana».
-«Debemos rechazar el demonio como excusa para anular la li
bertad y la responsabilidad humana. Antes que nada, debemos seña
lamos con el dedo a nosotros mismos, no consolamos diciendo que otros nos arrastran, nos despedazan y nos quebrantan.
Ante todo está el hombre con su libertad, con su riesgo fascinante y trágico» (G. Ravasi, 11 Vangelo di Marco, Bologna 1999,100-107).
Lutero definía también al diablo como el «mono de Dios». Fal
ta precisar que Satanás, además de hacer la parodia de Dios, se di
vierte también haciendo monadas, caricaturas del hombre. Y es contra este engaño contra el que tenemos que estar en guardia, sin ceder ni a exagerados alarmismos, ni a tranquilizantes ... terapias del sueño.
Contra las ilusiones y los disfraces adoptados por Satanás, en ciertos casos puede ser útil también el buen humor. El diablo se ríe maliciosamente cuando se le hace objeto de andanadas intimidato
rias, cuando se le echan encima toneladas de frases rimbombantes. Pero muchas veces una simple carcajada liberadora hace saltar sus cepos o trampas.
El padre Pío de Pietrelcina estaba dotado de un finísimo sentido del humor. Y no es arriesgado pensar que a veces haya logrado, pre
cisamente con un poco de humor, asustar al demonio.
Dios nos disturba sobre todo en la oración
«¿Qué tenemos nosotros que ver contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruimos?» (v. 24).
Algunas de nuestras oraciones sirven, precisamente, para mante
ner a distancia al Señor, para impedirle que se meta en nuestras co
sas. Entre nosotros y él no puede haber nada en común en la «sina
goga», porque no hay nada en común fuera, en la vida.
Entonces Jesús se hace extraño, hasta intruso, aunque lo tenga
mos en nuestros labios.
La oración tiene el sello de la autenticidad cuando nos lleva a la convicción de que, entre nosotros y él, no hay nada en común, de que entre nuestro mundo, nuestro «estar juntos» y su palabra existen incompatibilidades.
La salvación comienza en el momento mismo en que aceptamos que Jesús viene a «destruimos».
Diferencia entre autoridad y autoridad moral
«Estaban admirados ... porque les enseñaba con autoridad, y no como los maestros de la ley» (v. 22).
Un exegeta comenta: «La enseñanza (de Jesús) es nueva, porque está llena de autoridad. Es lo contrario de los escribas, que tienen só
lo autoridad profesional: son los profesionales de la Escritura, de la interpretación de la ley. Transmiten una tradición que repiten. Jesús, en cambio, habla sin título alguno; su autoridad procede de algo que no es una simple cualificación profesional ...
Hoy sabemos muy bien que, junto a los que tienen autoridad por su competencia profesional, hay otros cuya palabra se impone con clara evidencia, porque suena a testimonio auténtico.
Si nosotros tenemos la función de enseñar en la Iglesia, debería
mos preguntamos: ¿Somos de los escribas que repiten una lección aprendida o, más bien, de los testigos?» (1 Delorme).
Ciertas autoridades ¿no se asemejan, tal vez, a la de los escribas?
Hablan porque tienen poder. Mientras que Jesús tiene poder porque habla de un modo determinado. Es su palabra la que es poderosa, eficaz.
No pretende hacerse escuchar porque tiene autoridad -la jurídi
ca-, sino que tiene autoridad -quiero decir, se gana la autoridad
porque logra hacerse escuchar, porque tiene algo que decir, una pa
labra que sorprende, que llega a los oyentes, que pone en movimien
to a alguien y algo.
O sea, no es una palabra que procede de la autoridad, sino una autoridad que se deriva de la palabra que uno tiene que decir, de có
mo la dice, de qué efectos produce.
No es la autoridad la que, simplistamente, me da derecho a ha
blar. Es la calidad de la palabra de la que soy portador la que me me
rece la autoridad, el reconocimiento, la atención de los oyentes.
En suma, la distinción fundamental está siempre entre la autori
dad jerárquica y la autoridad moral. La primera está ligada al pues
to que uno tiene. La segunda depende del ser.
y es necesario distinguir entre oficialidad y carisma, entre oficio y pasión, entre burocracia y profecía, entre deber y convicción, y así otras cosas.
El criterio, en todo caso, será el del asombro.
La palabra no tiene miedo a los obstáculos, a las oposiciones que provoca. Lo único que debe temer es el aburrimiento.
Lo peor que puede suceder a la palabra no es el ser rechazada. La palabra de la que uno no se da cuenta, que no suena a nada, pasa
inadvertida, es interpretada en la línea de lo ya sabido: esta es la ver
dadera derrota de la palabra.
Lo opuesto a la acogida no es el rechazo, sino el «dejar que hable». Lo contrario al asombro es el corazón endurecido por la costum
bre, hecho impermeable por la rutina, para el que la palabra no con
sigue abtirse un espacio, liberar, hacer «salir afuera» hacia lo nuevo.
y cuidado también que la palabra de Dios no se convierta en un pretexto, en una excusa para hablar de otra cosa. Los escribas eran especialistas en una casuística, en una problemática, en disputas su
tiles que nada tenían que ver con su mensaje original.
Se puede hablar de Dios hablando de otra cosa.
Pero no es lícito hablar de otra cosa cuando se habla de Dios. También hay que evitar caer en la trampa de creer que la autori-
dad se manifiesta en la posibilidad de intervenir siempre, en todas partes y de todos los modos. La verdadera autoridad no es cuestión de cantidad, sino de meqida, de discreción, de sobriedad.
Hay una incontinencia verbal que contribuye a vaciar de conte
nido la palabra.
Una última observación. En ciertos ambientes, todavía se sigue discutiendo hoy acerca de la autoridad y su pretensión de venir de lo alto. Yo quisiera decir que existe un método seguro para saber si vie
ne o no de lo alto: comprobar si se dirige hacia lo bajo, es decir, si va a favor del hombre, como elemento de liberación y de crecimiento, no de poder y de manipulación.
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