La que tenía fiebre - Recursos Cristianos

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jueves, 15 de octubre de 2015

La que tenía fiebre


«Al salir de la sinagoga, Jesús se fue inmediatamente a casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre. Le habla
ron en seguida de ella, y él se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Lafiebre le desapareció y se puso a servirles» (Mc 1, 29-31).

Hablemos de la suegra

Se le vio entrar en casa. Un hecho más bien raro, casi único, por un enfermo.
Habrá, pues, que dedicar un poco de atención respetuosa a la suegra de Simón, como también se la prestó Jesús.
El episodio de una curación milagrosa se convierte, casi siempre, en un pretexto para hablar de quien ... no estaba -o por lo menos no venía a cuento- y para divagaciones diversas.
Muchos, por ejemplo, continúan todavía proponiéndose la cues
tión impertinente de dónde estaba la mujer de Pedro y qué hacía o, mejor, qué no hacía.
Alguno, siguiendo a san Jerónimo, sugiere que Simón era viudo.
Pero esto no puede admitirse, ya que va en contra de una informa
ción de san Pablo (1 Cor 9,5), según la cual la mujer seguía a Pedro en sus primeros viajes misionales.
Aquí parece olvidarse que Marcos no tiene ninguna intención de ofrecemos un cuadro completo de vida familiar. A él le interesa un milagro y sus consecuencias más inmediatas. Para documentar que la curación fue verdadera, pone en escena a la suegra que sirve, ig
norando a la esposa, y esto por la sencilla razón de que la que tenía fiebre era la suegra y no la mujer de Pedro.
Esquema fijo
Normalmente, cuando Marcos refiere este tipo de hechos mila
grosos sigue un esquema fijo, construido de esta forma:

1. Descripción detallada de la enfermedad: duración, gravedad, incapacidad de los médicos, escepticismo acerca de la posibilidad de curación, circunstancias varias.
Fe requerida por Jesús para salvar-curar.
3. Intervención de Jesús caracterizada por una extrema simplici
dad: una palabra, un gesto.
Efecto producido: casi siempre instantáneo.
5. Efecto sobre los presentes: estupor, admiración, difusión de la «palabra» .
A decir verdad, aquí parecen faltar los elementos 1, 2 Y 5. Y no es poco.
Sin embargo, leyendo entre líneas podemos ver que en la narra
ción está todo.
Resulta fundamental la anotación: «Le hablaron de ella». No es el evangelista el que, como de ordinario, hace una descripción de la enfermedad, sino que sor los amigos los que informan de ella a Jesús.
Pero, además del elemento 1, en la frase «le hablaron de ella» puede leerse, al menos implícitamente, también la fe (elemento 2). No se limitan a informarle. En cierto sentido, le ponen al corriente para que se haga cargo del caso. Lo que han visto en la sinagoga les da confianza.
En cuanto al estupor y a la divulgación (elemento 5), todo ha si
do pospuesto un poco más adelante, en el episodio siguiente, en el que la gente, llena de esperanza, le lleva los enfermos porque se ha enterado y está admirada (1,32-34).
Simbolismo
He preferido la traducción «la levantó». De hecho, el verbo grie
go es egeiren, empleado para indicar la resurrección de los muertos.
La comunidad primitiva, por tanto, podía leer el episodio en cla
ve de resurrección bautismal.
Interesante es también la conclusión final: «y ella se puso a ser
virles». El servicio prestado a Cristo y a los «suyos» se convierte, así, en un modo muy apropiado de dar gracias.
Alguno quiere ver aquí a la mujer como celebrante en una litur
gia familiar, salpicada de gestos y de ocupaciones cotidianas.

Siempre en clave simbólica, E. Schweizer, en cambio, ve «la for
ma específica del seguimiento de la mujer». Como si dijera que el sacerdocio de la mujer consistiría, exclusivamente, en oficiar entre los pucheros.
No estoy de acuerdo. A mí me parece que el servicio a Cristo y a los hermanos -o a Cristo en los hermanos- constituye la forma obli
gada de todo seguimiento de Cristo.
El cristiano es uno que pasa de la enfermedad al servicio, a imi
tación de aquel que dijo: «No he venido a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45).
En cuanto a la «liturgia de los pucheros», hay que decir que no es privilegio exclusivo de nadie, sino que está siempre a disposición de todos, incluidos también aquellos que pasan la vida teorizando sobre «el papel específico de la mujer» y no son ni siquiera capaces de prepararse un café.
Levantar para aprender a estar en pie
«La cogió de la mano y la levantó» (v. 31).
Poco después de haber levantado a la suegra, Jesús repitió el mis
mo gesto cuando Pedro estuvo a punto de hundirse en el lago: «Jesús le tendió la mano y 10 agarró ... » (Mt 14, 31).
Se diría que el no poder estar en pie es una enfermedad de fa
milia ...
No, no sólo de la familia de Simón.
Afortunadamente, hay una mano a la que agarrarse; una mano que, además de levantarme, me ayuda a caminar.
Sí, debo aprender esta lección: un cristiano está en pie sólo si ca
mina. Si se detiene, pierde el equilibrio.
y camina sólo gracias a una mano.
Pero hay más. Pedro aprenderá a repetir el mismo gesto que por primera vez vio en su casa de Cafarnaún: «'No tengo plata ni oro, pero te doy 10 que tengo: en nombre de Jesucristo Nazareno, echa a andar'. Y tomándolo de la mano derecha, lo levantó» (Hch 3, 6-7).
La Iglesia, si quiere ser verdaderamente «casa de salvacióm>, debe aprender, sobre todo, a realizar este sencillísimo gesto: poner en pie.
Una Iglesia se sostiene sólo si es capaz de poner en pie.

4 El que debía estar lejos
«Se le acercó un leproso y le suplicó de rodillas: 'Si quieres, puedes limpiarme '. Jesús, compadecido, ex
tendió la mano, lo tocó y le dijo: 'Quiero, queda lim
pio '. Al instante le desapareció la lepra y quedó limpio. Entonces lo despidió, advirtiéndole severamente: 'No se lo digas a nadie; vete, muéstrate al sacerdote y ofre
ce por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos '. Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces la palabra, de modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ninguna ciu
dad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados, y aun así seguían acudiendo a él de todas partes» (Me 1,40-45).
El que ha venido a abolir las fronteras
El encuentro que refiere Marcos, sin ninguna indicación de lugar y de tiempo, debe estar sacado de otro contexto y colocado aquí por razones que se nos escapan. Alguno habla de él como de una «hoja errante».
Pero tal vez Marcos tenía una razón: la de presentamos inmedia
tamente, desde el principio, a Jesús como el que ha venido a abolir toda clase de fronteras. No sólo las materiales, sino también las que dividen a los hombres entre sí.
Por otra parte, en todos los evangelios -no sólo en el de Marcos-, Jesús aparece como uno que no respeta los confines, que derriba muros seculares de separación, que se salta los prejuicios, que no acepta las discriminaciones raciales o religiosas. Típico a este res
pecto es el encuentro con la samaritana (Jn 4).
Para él no tienen sentido las categorías hombre-mujer, judío-he
reje, hombre de bien-persona sospechosa, amigo-enemigo.
A los ojos de Cristo existe sólo el hombre, sin adjetivos que ha
gan referencia a una relación manifestada en el dar y el recibir, o sea, en el intercambio.

Jesús habla con todos, habla a todos.
Los encuentros con él no están cautelarmente filtrados por el di
rector de protocolo o maestro de palacio. También porque él no está acostumbrado a palacios.
Desembarca en Gerasa y no va a visitar los monumentos de la ciudad, a admirar el paisaje, a contemplar los grandes rebaños pas
tando. Se ocupa de un pobrecito que ha sido «echado fuera» y ahora «tiene por casa los sepulcros» (Mc 5, 3). Jesús no va al cementerio a encontrar muertos, sino vivos olvidados.
Jesús acepta la invitación de un fariseo de bien, pero queda satis
fecho solamente cuando entra en la sala una intrusa que no está en la lista de invitados, que no tiene derecho. Y acepta los homenajes de esa mujer «comprometedora», «una pecadora de la ciudad» (Lc 7, 37).
Sube a Jerusalén para una fiesta (Jn 5) y no va derecho al templo para cumplir con el devoto ceremonial. Se dirige a la piscina de Bet
saida, donde está amonton~da una multitud de andrajosos, ciegos, cojos y paralíticos, gente toda a la que se niega el acceso a las fun
ciones sagradas. Y privilegia al excluido de entre los excluidos.
Jesús se asemeja a un visitante que se sustrae a las rígidas pro
gramaciones protocolarias, a los itinerarios establecidos por los guías oficiales; que deja plantados a los acompañantes autorizados y omite los recorridos obligados. Va en busca de sorpresas. Prefiere andar de incógnito en medio de la gente sospechosa, explorar calles no muy seguras, frecuentar barrios poco recomendables, adentrarse en zonas peligrosas.
Invitado a una fiesta, va a ponerse en compañía de los que han sido rechazados.
Se diría que, para él, la puerta,sólo sirve para salir al encuentro de los que están fuera.
Jesús no teme el contagio. Es el contacto con él lo que salva, cura. Pero ese contacto no puede establecerse si uno se limita, ex
clusiva y obsesivamente, a defender el campamento, a custodiar el cenáculo.
La lepra, ¿un castigo?
Se han producido discusiones innumerables para determinar qué es lo que hay que entender cuando la Biblia habla de lepra. ¿Es lepra

tuberculosa, caracterizada por la nudo si dad, o la anestésica de placas que, de rojas, tienden a hacerse blanquecinas o negras? ¿Estamos ante la verdadera y auténtica lepra hasta hace poco incurable o, más bien, ante enfermedades de la piel, casi siempre contagiosas, como la tiña que ataca al cuero cabelludo? En este segundo caso sobre to
do se justificaría la obligación de presentarse a los sacerdotes para certificar la curación producida.
La lepra aparecía como la imagen más apropiada de todo lo que es «impuro», tanto desde el punto de vista moral como del religioso. De todo lo que debía causar aversión y rechazo.
Por eso el leproso era mantenido lejos de la comunidad, no sólo por motivos higiénicos, sino también religiosos, ya que se le consi
deraba un «castigado por Dios». La relación con él «manchaba», del mismo modo que el contacto con un cadáver.
El leproso, en suma, era considerado como un muerto. He aquí por qué su eventual curación asumía las connotaciones de una ver
dadera y propia resurrección.
No se pueden leer, sin escalofríos, horror y espanto, las normas mi
nuciosas respecto a los leprosos sancionadas en el libro del Levítico y dadas como expresión de la voluntad de Dios sobre la necesidad de evitar todo contacto con un leproso, o sea, el impuro por excelencia.
El fin declarado era tutelar la seguridad del «campamento». El leproso era mantenido fuera del mismo; posteriormente, sería ex
pulsado de la ciudad.
«El leproso llevará las vestiduras rasgadas, la cabeza desgreñada, la barba tapada e irá gritando: ¡Impuro, impuro! Mientras le dura la lepra, será impuro, vivirá aislado y tendrá su morada fuera del cam
pamento» (Lv 13,45-46).
Todavía más desconcertantes son las prescripciones elaboradas por la tradición rabínica. Aquí, la confusión entre enfermedad y cul
pa, contagio fisico e impureza moral alcanzan cotas increíbles.
El leproso contamina no sólo a las personas que se le acercan, si
no incluso los objetos que toca y las casas en que entra.
A la luz de estas disposiciones legales, comprendemos lo escan
daloso de la provocación de Jesús, que no duda en infringir el regla
mento, romper el cordón sanitario, hacer saltar los mecanismos de exclusión, salir fuera del campamento o de la ciudad. Jesús desafia el contagio. No evita el contacto con el impuro. No teme «mancharse».

Los hombres no han entendido -y no quieren todavía entender
que alejar no significa curar; que librarse de presencias incómodas es lo contrario de liberar; que ignorarlo no resuelve el problema, sino que lo agrava; que el orden dentro del campamento o del ce
náculo no quiere decir «estar bien entre nosotros», sino «estar mal» porque falta uno, ha sido expulsado, no se ha hecho nada por entenderlo.
Atreverse con humildad
A Jesús se le acerca uno de esos «cadáveres» que, en vez de man
tenerse a distancia, se le echa delante de rodillas y, en vez de gritar: «¡Impuro, impuro!», le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme».
Con este gesto, con estas palabras, el pobrecito demuestra «lo que significa creer, esto es" atreverse con humildad» (G. Dehn). «Movido a compasión: ... » (v. 41). Algunos códices tienen un ver
bo muy distinto: «Airado». Y es probable que este sea el término original, precisamente porque es más dificil de comprender.
Es verosímil que algún copista pedante, al topar con un Cristo «airado» y no acertando a conciliar la ira con la actitud misericor
diosa expresada en el milagro, haya creído mejor corregirlo por «movido a compasión» -y sería inimaginable un procedimiento a la lllversa-.
En cambio, la irritación, el desdén, no están fuera de lugar. Jesús se encuentra ante algo escandaloso que contradice el plan original de Dios, su voluntad benéfica. Es la creación presa de la corrupción y del mal, devastada por el pecado. Es lo opuesto a lo «bello», a lo «bueno» salido de las manos del creador.
De todos modos, airado o movido a 'compaSión, y acaso las dos cosas, Jesús toca al intocable. Esta vez no es sólo la palabra. Tene
mos el gesto. Algo que reclama el sacramento. El poder de Dios se expresa de manera casi sacramental en lo fisico y en lo corpóreo. La energía divina pasa a través de la corporeidad de los hombres. El to
car, además de curar, expresa el contacto humano restablecido con aquel que debía ser mantenido fuera.
«En vez de quedar contaminado por él, Jesús le comunica su pro
pia santidad» (Radermakers).
«Al instante le desapareció la lepra» (v. 42).

Algún crítico adelanta la hipótesis de que el leproso estaba ya curado de su enfermedad y que se habría presentado a Jesús sola
mente para obtener de él el certificado de una curación ya realiza
da. Intento laudable para dispensar a Cristo de la fatiga de hacer un milagro -más que nada porque estos no son del gusto de los estu
diosos de la escuela racionalista-, asignándole un cometido de na
turaleza burocrática.
Aparte del hecho de que, para dar vía libre a esta opinión, sería necesario limpiar el camino de casi todos los versículos de la na
rración -excepto, tal vez, dos~ que la impiden pasar. .. , sin embar
go, pensándolo bien, podría tener aplicaciones interesantes. En el campo de la sanidad, por ejemplo, para evitar la gran aglomeración de los hospitales y aligerar la labor de los médicos, se podría impo
ner a los enfermos que, una vez curados, se presentasen para recibir un certificado de salud ...
y en el campo religioso, para no cansar demasiado a los confe
sores e incomodar excesivamente a los penitentes, bastaría declarar abolido el pecado ...
Un puñetazo que quiere ser una caricia
Bromas aparte, volvamos a la narración para acoger una expre
sión sorprendente. Nuestra traducción oficial sale del paso diciendo: «Lo despidió» (v. 43). El texto griego, en cambio, dice: «Lo echó». ¡Es el mismo verbo usado para la expulsión de los demonios! Chou
raqui no duda en proponer: «Lo echó fuera».
¿Cómo compaginar la imposición de las manos con el arrojarlo fuera? Apenas restablecido el contacto, parece que Cristo lo rompe de una manera más bien brusca, casi brutal.
La cosa se hace todavía más sorprendente si se examina el ver
bo que le sigue. La Conferencia episcopal italiana lo traduce por «amonestar severamente». Yo prefiero «le regañó». Literalmente, el verbo quisiera expresar algo como darle un bufido, sentirse moles
to, agitado.
Un comentarista explica: «Este verbo connota lo que expresa sin palabras quien está físicamente embargado de una gran oleada de emociones. Y Jesús, el hombre perfecto, ha hecho esta experiencia, como ha hecho toda otra experiencia humana no marcada por el pe-

cado ... Tropezaba con las palabras. Tanta era la agitación que se apreciaba en el tono alto y áspero de su voz» (R. Bernard).
Estaríamos ante un gesto de repulsa y una palabra áspera, que servirían sólo para enmascarar la emoción interna de la que se sen
tía sacudido Jesús. Algo así como un puñetazo que quisiera ser una caricia, un regañar para no traicionar sus sentimientos más profun
dos de ternura.
y no es el último contraste en este encuentro tan lleno de ellos.
Hay que consignar, además, el mandato inesperado de no decir na
da a nadie (v. 44). ¡Un gesto clamoroso que debe permanecer en
vuelto en el silencio! Sin embargo, tiene que ir a presentarse a los sacerdotes, los únicos que, según las prescripciones del Levítico, es
taban autorizados para admitirle otra vez entre el pueblo.
«Él, sin embargo, tan pronto como se fue, se puso a divulgar a voces la palabra» (v. 45). Sí, a divulgar la palabra; no el hecho, co
mo dice nuestra traducción 'oficial. i Se cumplió una palabra!
Palabra-acontecimiento. Palabra que es historia personal. Según el pensamiento de san Agustín, Cristo es palabra no sólo en lo que dice, sino también en lo que hace. Sus obras se hacen palabra, men
saje. Y la palabra proclamada se convierte, a su vez, en hecho, even
to, acontecimiento.
«De modo que Jesús no podía ya entrar abiertamente en ningu
na ciudad. Tenía que quedarse fuera, en lugares despoblados» (v. 45). Parece que se han cambiado los papeles. Ahora es Cristo el que es apartado, rechazado, obligado a estar fuera.
«Pero venían a él de todas partes». Precisamente el marginado se transforma en punto de encuentro para los demás.
Tal vez una prefiguración de su destino de pasión. Cristo será sacado a morir fuera de la ciudad, como también nació fuera de la ciudad.
Esta vez son los otros los invitados a salir fuera, porque la salvación acampa en un espacio abierto y no puede quedar limitada por confines demasiado estrechos, rota por fronteras hechas por los hombres.
El leproso purificado y devuelto a la comunidad de sus semejan
tes se hace portador de un contagio, de una inquietud. Yo diría de una sospecha: son ellos los segregados, los expulsados del Reino.
Existe, sin embargo, una posibilidad. Se la puede indicar el le
proso. Basta salir afuera y acercarse ...

Las fronteras de separación, pues, sirven más para establecer dónde no hay que quedarse.
Rechazo y acogida
Ciertamente es triste constatar cómo en algunas comunidades se toma casi siempre el camino más fácil, el del «rechazo» del elemen
to extraño que perturba, crea problemas, representa una amenaza pa
ra la tranquilidad. ¡En vez de producir los anticuerpo s del amor y de la confianza, y preferir la vía del diálogo y de la paciencia!
La fuga, la desconfianza, el rechazo, la marginación, la clausura, representan la solución más fácil y prevalecen, normalmente, sobre la acogida, la búsqueda, el encuentro, el diálogo.
El aparato disciplinar, con demasiada frecuencia, resulta más desarrollado y sofisticado en todos sus mecanismos que el código de la misericordia, siempre demasiado aproximativo y descuidado, y habitualmente interpretado en sentido restrictivo.
La praxis que lleva a «prohibir» se sigue con mucha más cohe
rencia y mayor rigor que la del perdón evangélico.
La legalidad cuenta más que la fraternidad e incluso que la hu
manidad.
Se piensa que, después de haber expulsado a los rebeldes, los irregulares, los perturbadores, todo estará en orden en el campa
mento y en el cenáculo. No se dan cuenta de que, para estar verda
deramente en la paz y en el orden queridos por Dios, el campamen
to y el cenáculo deben dejar puesto a los descartados.
Los guías autorizados quisieran hacemos creer que en el campa
mento todo funciona perfectamente, pero te impiden con todos los medios escuchar la voz de los que están fuera.
Sucede a veces que algún valiente que no se contenta con gritar el nombre de Dios dentro, sino que lo hace llegar fuera, entre los an
drajosos y los castigados, despertando en ellos la conciencia de la propia dignidad y del propio valor, al volver a casa, encuentra la puerta trancada.
La «acogida» nocturna imaginada por Francisco de Asís -insul
tos, bofetadas y garrotazo s- y la vivida realmente en la propia car
ne por santa Juana Antida Thouret pueden ser emblemáticas a este respecto.

Aun admitiendo que ciertos comportamientos de los discrimi
nados son reprobables, hay que preguntarse todavía si las actitudes de los que están atrincherados en el campamento y en el cenáculo, y de las autoridades que se asumen la competencia de tutelarlos, es
tán conformes con el Evangelio.
Lo que es voluntad de Dios y lo que no es voluntad de Dios ...
De todas las imposiciones, la más cruel era, ciertamente, la que obligaba al leproso a proclamar su propia impureza: «Llevará las vestiduras rasgadas, la cabeza desgreñada, la barba tapada e irá gritando: ¡Impuro, impuro!». Era como imponerle la obligación de advertir a los demás de su propia peligrosidad social, ponerles en guardia contra su persona infectada e invitarles a mantenerse a distancia.
Se trata de un mecanjslno perverso a través del cual un pobre desgraciado debe persuadirse, como lo están los demás, de que la raíz de todos sus males es su pecado. Que todo es culpa suya. Y que aquella triste situación es voluntad de Dios.
Debe llegar, incluso, a admitir que es justo que así suceda. Es justo que el anciano improductivo no encuentre lugar en la familia. Es justo que viva en soledad. Es justo que los otros te consideren un estorbo, un fastidio. Es justo que los tuyos te olviden, no tengan tiempo para ti, te consideren un engorro.
y es natural que, en la residencia, seas considerado como una co
sa inerte ...
y es normal que el que perturba la paz sea echado lo más lejos posible.
y es justo que el invoca justicia no pueda hacer oír su voz.
y es lógico que la vida y la producción en el campamento no tengan que sufrir entorpecimientos y complicaciones por tu culpa.
A esta lógica despiadada del egoísmo y de la hipocresía -des
graciadamente sostenida por puntos de apoyo ofrecidos por la reli
gión de los bienpensantes- se opone la de Jesús. Este no dice al le
proso: «Tienes que aceptar tu condición deshonrosa por razones de salud pública o por la salvación de tu alma», sino que le dice abier
tamente: «Quiero, queda limpio». Tampoco le dice: «Ten paciencia, aguanta», sino que le hace entender esto: «Yo no acepto, no puedo

soportar que sigas siendo tratado de esta manera, que sufras esta ver
gonzosa discriminación».
Es comprensible que el pobrecito, obligado antes a proclamar la propia condena, sienta ahora necesidad de ir por todas partes pro
clamando la gracia recibida (uno de los primeros predicadores cris
tianos no oficiales), llevando la buena noticia de su curación, a pesar del mandato de guardar silencio que le había sido impuesto por Je
sús. También Jesús había trasgredido las reglas del campamento.
El leproso va a «divulgar la palabra» de que la voluntad de Dios es algo totalmente distinto de lo que piensan y querrían hacer creer ellos.
Voluntad de Dios es, paradójicamente, que la lepra, la injusticia, la exclusión, el prejuicio, no sean considerados como voluntad de Dios ...
Lo que declaran los hombres, por sus intereses y su vergonzosa comodidad, ser voluntad de Dios es, precisamente, contrario a la vo
luntad de Dios.
La burocracia y la vida
«Vete, muéstrate al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés, para que les conste a ellos» (v. 44).
Me gustaría ver la cara que pusieron aquellos burócratas cuando se encontraron ante el leproso que, curado ya, les había enviado Jesús.
Ellos viven entre papeles, sellos, formularios. Ahora se ven obli
gados a hacer constar, gracias a este testimonio desconcertante, que los tiempos mesiánicos han llegado.
Son informados de todo, tienen todo y a todos bajo control, pero están fuera de la realidad, viven en otro mundo. Se engañan pensan
do que su oficio es el centro del universo; no se dan cuenta de que están desconectados de la vida.
Piensan que todo se resuelve por medio de documentos, decre
tos, reglamentos, cuestionarios, certificados, declaraciones, permi
sos, notificaciones, reclamaciones, informes. Y no se dan cuenta de que curar, salvar, devolver la esperanza, rehacer una existencia es al
go distinto. De que una persona no puede estar contenida en una práctica. De que ningún problema se resuelve si se lo reduce a «ca
so». De que el milagro se da sin sellos ni autorizaciones.

Ellos se encuentran perfectamente a gusto cuando se trata de de
tectar el mal, de decretar la exclusión, de pronunciar la excomunión, de dar reglas precisas para la readmisión, de fijar el camino para el reconocimiento del derecho a ser de nuevo como los demás.
No les pidáis recuperar lo que se ha perdido, y ni siquiera inten
tar salvarlo. No es algo que les importe. No entra dentro del ámbito de sus competencias. Deben tener siempre las manos limpias para no manchar los documentos y los registros. Los documentos sí son sagrados; las personas, algo menos ...
Se puede pisotear, humillar, ignorar, descalificar, mortificar, mal
tratar a las personas. Pero ¡ay del que falte al respeto a los documen
tos y a los registros!
¡Quién sabe cómo habrán liquidado este asunto, que no entraba dentro de su norma!
Cuando no saben a qué carta quedarse -y sucede casi siempre, ya que la vida real se resiste &l entrar en los esquemas burocrático-ad
ministrativos-, sentencian solemnemente: «El suyo es un caso insó
lito, no contemplado en los procedimientos vigentes ... Habrá que pensarlo ... ». No han entendido siquiera que cada individuo, cada problema es insólito. Incluso único. Algo nunca visto ni experimen
tado. Imposible de catalogar, clasificar, fichar, encajar en esquemas prefabricados.
¡Quién sabe si lograrán meter en la regularidad aquella curación
no regular!
-¿Cómo has hecho? ¿A quién has recurrido?
-He encontrado a uno que me ha dicho: «Quiero que te cures».
-¿Eso es todo? ...
-No, también me ha mandado venir a vosotros para que lo sepáis.
-Dejemos el asunto ...
Más que dejar el asunto, sería el momento de abrir las ventanas y darse cuenta de que fuera corre un aire de esperanza ...
También yo defiendo del leproso mi campamento privado
Debemos convencemos de que la lógica del campamento conti
núa afirmándose despiadadamente también en nuestros días. Los que en Europa definimos como extracomunitarios, ¿no son acaso los de fuera del campamento?

Cada uno de nosotros defiende su campamento privado y conti
núa teniendo a alguno fuera de la tienda del propio bienestar, de los propios tráficos y de las propias prácticas religiosas.
Si tuviésemos el coraje de mirar cara a cara a la realidad, nos da
ríamos cuenta de que hay todavía algunos «leprosos» que mantene
mos a distancia, hacia los cuales sentimos disgusto e indiferencia, y frente a los cuales erigimos las normas de seguridad, sugeridas por el prejuicio.
Qué rabia me dan los que se muestran escandalizados de las rejas de los monasterios de clausura y no se dan cuenta de que, mientras que tras aquellas «rejas anacrónicas» pasan dramas y miserias, pro
blemas y angustias, tormentos y esperanzas, encuentros y mensajes de ternura, ellos, los hombres de nuestro tiempo, tienen su vida pri
sionera en una «clausura» bastante menos noble, con la que se de
fienden sañudamente de toda presencia incómoda, de toda intrusión del prójimo no grato, de todo atentado contra la regularidad de su bienestar exclusivo, de toda irrupción de una realidad que ponga en cuestión sus plácidos hábitos, costumbres y mentalidad de privilegio.
La valentía de decir: «Quiero»
j y pensar que bastaría tener el valor de saltar el recinto de pro
tección del campamento o de la tienda doméstica! ... (pero a veces la exclusión puede ser conminada también dentro de la misma tienda, se puede echar afuera a uno condenándolo a la indiferencia, hacién
do le sentirse extraño, repugnante, insoportable, quitándolo de nues
tra vista. El «leproso» está muy cerca, pero entre él y nosotros se ha levantado el muro infranqueable del rechazo, de la incomunicación).
Hay que convencerse de que la curación -de la soledad, del ano
nimato, de la falta de amor y de respeto, de la desesperación- de
pende precisamente de esta afirmación: «Quiero ... ».
A este respecto me viene a la memoria la experiencia vivida por Francisco de Asís a los comienzos de su extraordinaria aventura. Nos la cuenta él mismo:
«El Señor me concedió a mí, fray Francisco, el comenzar a hacer penitencia, porque, estando yo en mis pecados, me parecía amargo ver a los leprosos, y el Señor me condujo entre ellos y usé con ellos misericordia Cfeci misericordiam cum illis'); y, alejándome de ellos,

lo que me parecía amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo» (Testamento, 12).
Francisco se hace cristiano, y antes todavía humano, cuando se revela capaz de conmoverse, de enternecérsele las entrañas, de her
vide la sangre por todo lo que es humano.
Francisco ha descubierto fuera de los muros de Asís el «lugar del hombre». Y se ha dejado conducir allí.
Antes vagabundeaba por las calles desiertas de la vida. Y hele aquí, en medio de los leprosos, de los excluidos. Y comienza a vivir su escalada humana y cristiana.
Francisco encuentra el propio camino fuera del campamento, cuando encuentra al otro. Encuentra a Dios cuando, actuando contra las reglas de la sociedad, «practica la misericordia» con los leprosos.
Al poco tiempo y siguiendo su ejemplo, también una joven lla
mada Clara huirá de noche del palacio familiar, «saltará» los muros de la ciudad para vivir cQn'él una increíble aventura evangélica.
Los dos habían intuido que, para «estar dentro» del Evangelio, era necesario «salir fuera» del campamento.
El contagio que salva
Ahora bien, ¿resulta fácil o difícil imitar el comportamiento de Jesús y de todos los irregulares al estilo de san Francisco y de sus compañeros? Tratemos de vedo.
«Marcos pregunta al lector si quiere verdaderamente abandonar
se a este encuentro con Dios en Jesús y dejarse destruir las tradicio
nales fronteras. La Iglesia primitiva ha advertido algo de esta inten
ción de Marcos al poner en boca del leproso también estas palabras, que se encuentran en un papiro antiguo: 'Señor Jesús, tú que paseas con los leprosos y comes en la posada ... '» (E. Schweizer).
* * *
Al no poder colocar en un contexto preciso el encuentro referido por Marcos, algunos estudiosos hablan de él como de una «hoja errante».
Hay que estar atentos. Mientras se trate de hojas errantes, no pasa nada.

Lo importante es que, en el territorio de nuestra existencia cris
tiana, no haya «personas errantes» porque nadie se atreva a encon
trades un puesto dentro de la tienda.
* * *
Personalmente me sentiría más de acuerdo con el Evangelio si, al ser invitado a cenar, en vez de ofrecer un regalo a la señora, fuera antes a llevar un ramo de flores al anciano que está en la residencia y que no encuentra su lugar en aquella casa tan hospitalaria.
* * *
Los leprosos de carne y hueso y decadencia, constituyen una rea
lidad trágica también en nuestros días. Pero están lejos. Ciertamen
te hay personas admirables que se dedican a ellos, pero la mayor par
te de nosotros nos quedamos satisfechos con algún que otro suspiro de conmiseración y, cuando estamos en racha de generosidad, con una limosna.
Fingimos no damos cuenta de los leprosos que están a nuestro la
do. Y que son aquellos que nosotros «hacemos» leprosos. Aquellos que no comparten nuestras opiniones; nos son antipáticos; nos pare
cen molestos; importunos; son víctimas de frecuentes crisis depresi
vas; no se comportan según nuestros gustos; nos fastidian con la le
tanía de sus males; nos irritan con sus quejas; no respetan nuestros programas; no quieren entender que nosotros en este momento tene
mos ya bastantes cosas importantes de que ocupamos.
¡Cuántos leprosos, excluidos, rechazados, ignorados, condena
dos a la soledad en nuestro entorno familiar!
¡Cuántas crisis de rechazo del cuerpo extraño en nuestro campa
mento (incluso mental)!
* * *
¿ y si en alguna de nuestras reuniones de grupo, en vez de pasar lista de los presentes lo hiciéramos de los ausentes? Quiero decir, ausentes porque no nos son gratos, no son aceptados, no están con
formes ni dispuestos a aplaudir ...
¿ y si sospechásemos que el grupo está salvado cuando busca el contagio, la provocación del que es distinto?

¿Y si nos diéramos cuenta de que las clasificaciones y los esque
mas sirven sobre todo mientras se logra hacer sitio a lo que los rom
pe, los cuestiona, revela su inadecuación?
* * *
La celebración litúrgica debe interrumpirse, no puede continuar si se advierten exclusiones y discriminaciones.
Podrá reanudarse sólo cuando el leproso mantenido a distancia vuelva a ser admitido con todos los honores en el centro de la co
munidad.
Porque sólo entonces se hará Jesús ciertamente presente.

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