Agustín de Hipona
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Cuando pensaba consagrarme por entero a tu servicio, Dios
mío [...], era yo quien quería hacerlo, y yo quien no quería hacerlo. Era yo
mismo. Y porque ni quería del todo, ni del todo no quería, luchaba conmigo
mismo y me hacía pedazos.
Agustín de Hipona
Toma
y lee. Toma y lee. Toma y lee. Estas palabras, que algún niño gritaba en sus
juegos infantiles, flotaban por sobre la verja del huerto de Milán e iban a
estrellarse en los oídos del abatido maestro de retórica que bajo una higuera
clamaba: “¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo? ¿Mañana y siempre mañana? ¿Por
qué no termina mi inmundicia en este preciso momento?” Las palabras que el niño
gritaba le parecieron señal del cielo. Poco antes había dejado en otra parte
del huerto un manuscrito que había estado leyendo. Ahora se levantó, lo tomó, y
leyó las palabras del apóstol Pablo: “No en glotonerías y borracheras, no en
lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor
Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne” (Romanos 13:13–14). En
respuesta a estas palabras del Apóstol, Agustín —que así se llamaba aquel
maestro de retórica— decidió allí mismo lo que había estado tratando de decidir
por largo tiempo. Se dedicó por entero a la vida religiosa, dejó su ocupación
magisterial, y como resultado de todo ello la posteridad le conoce como “San
Agustín”.
Empero
para comprender el alcance y sentido de aquella experiencia del huerto de Milán
es necesario detenernos a narrar la vida del joven Agustín hasta aquel momento
crucial.
Camino a la conversión
Agustín
nació en el año 354, en la población de Tagaste, en el norte de África. Su
padre era un pequeño oficial romano, de religión pagana. Pero su madre, Mónica,
era cristiana ferviente, cuya oración constante por la conversión de su esposo
a la postre hallaría respuesta. Agustín no parece haber tenido relaciones muy
estrechas con su padre, pues escasamente lo menciona en sus obras. Pero Mónica
sí supo ganarse su afecto, hasta tal punto que, aún después de grande, buena
parte de la vida de Agustín tuvo lugar a la sombra de su madre. En todo caso,
ambos padres del joven Agustín sabían que su vástago poseía una inteligencia
poco común, y por ello se esmeraron en ofrecerle la mejor educación disponible.
Con ese propósito en mente le enviaron primero a la cercana ciudad de Madaura,
y después a Cartago.
Agustín
tenía unos diecisiete años cuando llegó a la gran ciudad que por varios siglos
había sido el centro político, económico y cultural del Africa de habla latina.
Aunque no parece haber descuidado sus estudios, pronto se dedicó a disfrutar de
los diversos placeres que Cartago le ofrecía. Fue allí que conoció a una mujer
a quien hizo su concubina, y de quien tuvo su único hijo, Adeodato.
La
disciplina que Agustín estudiaba, la retórica, servía para preparar abogados y
funcionarios públicos. Su propósito era aprender a hablar y escribir de modo
elegante y convincente, y para nada importaba que lo que se decía fuese cierto
o no. Los profesores de filosofía podían preocuparse por la naturaleza de la
verdad. Los de retórica se ocupaban sólo del buen decir. Por tanto, lo que se
suponía que Agustín persiguiera en Cartago no era la verdad, sino sólo el modo
de convencer a los demás de que lo que decía era cierto y justo.
Pero
entre las obras de la antigüedad que los estudiantes de retórica debían leer se
encontraban las de Cicerón, el famoso orador de la era clásica romana. Y
Cicerón, además de orador, había sido filósofo. Por tanto, leyendo una de sus
obras, Agustín se convenció de que no bastaba con el buen decir. Era necesario
buscar la verdad. Esa búsqueda le llevó ante todo al maniqueísmo. El
maniqueísmo era una religión de origen persa, fundada por Mani en la primera
mitad del siglo III. Según Mani, la difícil situación humana se debe a que en
cada uno de nosotros hay dos principios. Uno de ellos es espiritual y luminoso.
El
otro —la materia— es físico y tenebroso. En todo el universo hay dos principios
igualmente eternos: la luz y las tinieblas. De algún modo que los maniqueos explicaban
mediante una serie de mitos, estos dos principios se han mezclado y confundido,
y la condición humana se debe a esa confusión.
La
salvación consiste entonces en separar estos dos elementos, y en preparar
nuestro espíritu para su regreso al reino de la luz, y su fusión final con la
luz eterna. Puesto que toda nueva mezcla es necesariamente mala, los verdaderos
creyentes han de hacer todo lo posible por evitarla—y por tanto los maniqueos,
aunque no condenaban el uso del sexo, sí condenaban la procreación. Según Mani,
esta doctrina había sido revelada en diversos tiempos a varios profetas, entre
quienes se contaban Buda, Zoroastro, Jesús y, por último, el propio Mani. En
tiempos de Agustín, el maniqueísmo se difundía por toda la cuenca del
Mediterráneo, y su principal medio de difusión era su aureola de ser una
doctrina eminentemente racional. Al igual que el gnosticismo en épocas
anteriores, el maniqueísmo ahora explicaba sus doctrinas sobre la base de
observaciones astronómicas. Además, buena parte de su propaganda consistía en
ridiculizar las doctrinas de la iglesia, y particularmente las Escrituras, cuyo
materialismo y lenguaje primitivo eran objeto de crítica y de burla.
Todo
esto parecía responder a las dudas de Agustín, que se centraban en dos puntos.
El primero de ellos era que las Escrituras cristianas eran, desde el punto de
vista de la retórica, una serie de escritos poco elegantes y hasta bárbaros, en
los que se hacía caso omiso de muchas de las reglas del buen decir, y en las
que aparecía toda una serie de crudos episodios acerca de violencias,
violaciones, engaños, etc. El segundo era la cuestión del origen del mal.
Mónica le había enseñado que había un solo Dios. Pero Agustín miraba en
derredor suyo, y dentro de sí mismo, y se preguntaba de dónde venía todo el mal
que había en el mundo. Si Dios era la suprema bondad, no podía haber creado el
mal. Y si Dios había creado todas las cosas, no podía ser tan bueno y sabio
como Mónica y la iglesia pretendían. En ambos puntos, el maniqueísmo parecía ofrecerle
la respuesta. Las Escrituras —particularmente el Antiguo Testamento— no eran de
hecho palabra del principio de la luz eterna. El mal tampoco era producto de
ese principio, sino de su contrario, el principio de las tinieblas.
Por
todas estas razones Agustín se hizo maniqueo. Pero siempre le quedaban dudas, y
por ello permaneció por nueve años como mero “oyente” del maniqueísmo, sin
tratar de pasar al rango de los “perfectos”. Cuando, en las reuniones de los
maniqueos, expresaba sus dudas, se le decía que se trataba de cuestiones muy
profundas, y que el gran sabio maniqueo, un tal Fausto, le respondería. Cuando
por fin llegó la tan ansiada visita, Fausto resultó ser un fatuo cuya ciencia
no era mayor que la de los otros maestros del maniqueísmo. Desilusionado,
Agustín decidió llevar su búsqueda de la verdad por otros rumbos. Además, sus
estudiantes cartagineses no se comportaban tan bien como él lo hubiera deseado,
y por tanto decidió probar fortuna en Roma. Pero los estudiantes romanos,
aunque se conducían mejor, no le pagaban, y por esa razón se trasladó a Milán,
donde estaba vacante una posición como maestro de retórica.
En
Milán, Agustín se hizo neoplatónico. El neoplatonicismo era una doctrina muy
popular en esa época. Puesto que no podemos describir aquí toda esa filosofía,
baste decir que el neoplatonicismo era tanto una doctrina como una disciplina.
Se trataba de llegar a conocer el Uno inefable, del cual provenían todas las
cosas, mediante una combinación de estudio y contemplación mística, cuyo
resultado final era el éxtasis. En contraste con el maniqueísmo, el
neoplatonicismo creía que había un solo principio, del cual provenía toda
realidad, mediante una serie de emanaciones —como los círculos concéntricos que
se producen en una piscina al caer una piedra—. Las realidades que se aproximan
más a ese Uno son superiores, y las que más se alejan de él son inferiores. El
mal no proviene entonces de un principio distinto del Uno inefable, sino que
consiste en apartarse de ese Uno, y dirigir la mirada y la intención hacia la
multiplicidad infinita del mundo material. Todo esto servía de respuesta a una
de las viejas interrogantes de Agustín, es decir, la cuestión del origen del
mal. Desde esta perspectiva, era posible afirmar que un solo ser, de infinita
bondad, era la fuente de toda la creación, sin negar el mal que hay en ella.
Además, el neoplatonicismo le ayudó a Agustín a concebir a Dios y el alma en
términos menos materialistas que los que había aprendido de los maniqueos.
Quedaba
todavía la otra duda. ¿Cómo podían las Escrituras, con su lenguaje rudo y sus
historias de violencias y rapiñas, ser Palabra de Dios? Fue aquí que apareció
en escena Ambrosio de Milán. Como maestro de retórica, Agustín fue a escuchar
la predicación del famoso obispo. Su propósito no era oír lo que Ambrosio
decía, sino cómo lo decía. Si Ambrosio tenía tanta fama de buen orador, esto
tenía que deberse a su uso de la retórica. Por tanto, por motivos puramente
profesionales, Agustín fue a la iglesia repetidamente, a oír la predicación de
Ambrosio.
Empero,
según le oía, iba prestándole menos atención al modo en que el obispo
organizaba sus sermones, y más a lo que decía en ellos. Ambrosio utilizaba el
método alegórico en la interpretación de muchos de los pasajes en los que Agustín
había encontrado dificultades.
Puesto que ese
método era perfectamente aceptable en la ciencia retórica de la época, Agustín
no podía ofrecer objeción alguna. Pero lo que Ambrosio estaba haciendo, aun sin
saberlo, era mostrarle al maestro de retórica la riqueza y el valor de las
Escrituras.
A
partir de entonces, las dificultades intelectuales quedaron vencidas. Pero
había otras. Agustín no iba a hacerse cristiano a medias. Si decidía aceptar la
fe de su madre, lo haría de todo corazón, y le dedicaría la vida entera. Debido
al ejemplo monástico, así como a su propia formación neoplatónica, Agustín
estaba convencido de que, de hacerse cristiano, debería renunciar a su carrera
como maestro de retórica, a todas sus ambiciones, y a todo goce de los placeres
sensuales. Este último punto era la dificultad principal que todavía le
detenía. Según él mismo nos cuenta, su oración constante era: “Dame castidad y
continencia. Pero no demasiado pronto”. Fue entonces que se recrudeció en él la
batalla entre el querer y el no querer. Estaba decidido a hacerse cristiano.
Pero todavía no. Sabía que ya no podía interponer dificultades de orden
intelectual, y por tanto su lucha consigo mismo era tanto más intensa. Además,
por todas partes le llegaban noticias de otras personas que habían hecho lo que
él no se atrevía a hacer, y sentía envidia. Una de ellas era el famoso filósofo
Mario Victorino, quien había traducido al latín las obras de los neoplatónicos
que Agustín tanto apreciaba, y que un buen día se presentó en la iglesia de
Roma para hacer profesión pública de su fe cristiana. Poco después de haber
recibido noticias de la acción de Mario Victorino, Agustín supo de dos altos
funcionarios que habían leído la
Vida de San Antonio, escrita por Atanasio, y habían dejado
todos sus cargos y sus honores para dedicarse a una vida semejante. En ese
momento, no pudiendo tolerar la compañía de sus amigos—ni tampoco la suya—huyó
al huerto, donde lo encontramos al principio de este capítulo, y donde tuvo
lugar su conversión.
La vida contemplativa
Tras
su conversión, Agustín comenzó a dar los pasos necesarios para poner por obra
su decisión. Solicitó el bautismo, y lo recibió de manos de Ambrosio —quien,
como hemos dicho anteriormente, no parece haberse percatado de las dotes
excepcionales de su converso—. Renunció a su posición como maestro de retórica.
Y, junto a un grupo de amigos y su madre Mónica, decidió regresar al norte de
África, para allí dedicarse a la vida contemplativa.
Mónica
le había acompañado en buena parte de sus viajes, pues había quedado viuda y
ahora se dedicaba por entero a la vida religiosa y a cuidar de su hijo. Algún
tiempo antes, por insistencia de su madre, Agustín había despedido a la
concubina con quien había vivido varios años —y cuyo nombre ni siquiera menciona—
y se había quedado con Adeodato. Ahora, junto a Mónica, Adeodato y otros
amigos, partió de regreso al Africa. En el puerto de Ostia, empero, Mónica
enfermó y murió, y Agustín quedó desolado hasta tal punto que él y sus
compañeros permanecieron varios meses más en Roma antes de partir para el
África.
Cuando
por fin llegaron a Tagaste, Agustín vendió la mayor parte de sus propiedades,
les dio el dinero a los pobres, y se dedicó a la vida retirada en compañía de
Adeodato y sus amigos. No se trataba, sin embargo, de una vida excesivamente
austera, al estilo de los monjes del desierto, sino más bien de una vida
disciplinada dedicada al estudio, la devoción y la meditación.
Allí Agustín
escribió sus primeras obras cristianas. En algunas de ellas se veía todavía el
sello neoplatónico. Pero a pesar de ello pronto se le reconoció en la región
circundante como un cristiano dedicado, hábil maestro y director espiritual de
sus compañeros de retiro. En Casicíaco —que así se llamaba el lugar de su
retiro—Agustín era perfectamente feliz, y no tenía más ambición que la de
continuar todo el resto de su vida en el mismo orden.
Ministro de la iglesia
Empero
había quien tenía otros propósitos para su vida. En el año 391, Agustín visitó
la ciudad de Hipona para entrevistarse con un amigo a quien deseaba invitar a
que se uniera al grupo de Casicíaco. Cuando fue a la iglesia de la ciudad, el
obispo Valerio predicó acerca de cómo Dios enviaba pastores para su rebaño, y
le pidió a la congregación que le rogase a Dios le indicase si había entre
ellos una persona a quien Dios había enviado para ser su ministro, ahora que él
estaba envejeciendo. Naturalmente, la reacción de la congregación fue
exactamente la que el obispo deseaba, y Agustin, en contra de todas sus
intenciones, fue ordenado. Cuatro años más tarde, fue hecho obispo de Hipona
juntamente con Valerio, quien temía que alguna otra iglesia le arrebatara su
presa. Puesto que en esa época estaba prohibido que un obispo fuese trasladado
de una ciudad a otra, de ese modo Valerio se aseguraba de que Agustín pasaría
el resto de sus días en Hipona. (Aunque Agustín no lo sabía, también estaba
prohibido que hubiese dos obispos en la misma iglesia.) Como ministro y como
obispo, Agustín siguió viviendo una vida semejante a la que había llevado en
Casicíaco. Pero ahora sus esfuerzos no podían dedicarse tanto a la
contemplación como a sus responsabilidades pastorales. Fue en cumplimiento de
esas responsabilidades que escribió una serie de obras que hicieron de él el
teólogo de más importancia en la iglesia occidental desde tiempos del apóstol
Pablo.
Teólogo de la iglesia occidental
Muchas
de sus primeras obras iban dirigidas contra los maniqueos. Puesto que él mismo
había contribuido al maniqueísmo de algunos de sus amigos, ahora se sentía obligado
a refutar las doctrinas que antes había sustentado. Por tanto, contra los
maniqueos escribió obras en las que trataba sobre la autoridad de las
Escrituras, sobre el origen del mal y sobre el libre albedrío.
Particularmente
la cuestión del libre albedrío era de suma importancia para Agustín en su
polémica contra el maniqueísmo. Los maniqueos sostenían que todo estaba
predeterminado, y que el ser humano no tenía libertad alguna. Frente a tales
opiniones, Agustín salió en defensa del libre albedrío. La libertad humana es
tal que, según Agustín, ella es su propia causa. Esto quiere decir que cuando
actuamos libremente lo hacemos, no por tal o cual razón externa, o por tal o
cual inclinación intrínseca a nuestra propia naturaleza, sino movidos por nosotros
mismos. La decisión libre no es producto de las circunstancias ni de la
naturaleza, sino producto de sí misma. Naturalmente, esto no quiere decir que
las circunstancias no influyan sobre nuestras decisiones. Lo que quiere decir
es más bien que sólo ha de llamarse libertad lo que hacemos, no movidos por
circunstancias externas o por determinantes internas, sino movidos por nuestra
propia libertad.
Esto
era importante para poder responder a la cuestión del origen del mal.
Agustín insistía en que había un solo Dios, cuya bondad era infinita. ¿Cómo
entonces explicar el origen del mal? Sencillamente, diciendo que la libertad es
creación de Dios, y es por tanto buena; pero que la libertad es capaz de hacer
sus propias decisiones, y que el origen del mal está en las malas decisiones
hechas por voluntades angélicas —los ángeles caídos— y humanas. De este modo,
Agustín afirmaba tanto la realidad del mal como la creación de todas las cosas
por un Dios bueno.
Esto
a su vez quiere decir que el mal no es “algo”, no es una “cosa”, como
pretendían los maniqueos al hablar de las tinieblas. El mal es una decisión,
una dirección, una falta o negación del bien.
En
uno de los primeros capítulos de esta sección tratamos acerca del cisma
donatista. El lector recordará que ese cisma había tenido lugar en el norte de
África, precisamente en la región en donde Agustín era ahora pastor. Por tanto,
parte de su labor teológica consistió también en refutar el donatismo. Frente a
los donatistas, Agustín insistió en que la validez de los sacramentos no
depende de la virtud moral de la persona que los administra. De ser así,
estaríamos constantemente en dudas acerca de si hemos recibido o no un
sacramento válido. Esta posición de Agustín ha sido sostenida por toda la
iglesia occidental desde sus días.
También
frente a los donatistas Agustín desarrolló la teoría de la guerra justa. Como
hemos dicho anteriormente, algunos de entre los donatistas —los circunceliones—
se habían dado a la violencia. Esto tenía raíces sociales y económicas de las que
Agustín no estaba enterado. Pero en todo caso para el obispo de Hipona tales
desmanes debían ser reprimidos. Por ello declaró que una guerra es justa sólo
cuando se cumplen varias condiciones. La primera de éstas es que el propósito
mismo de la guerra ha de ser justo —no puede ser justa una guerra que se lleva
a cabo por ambiciones territoriales, o por el mero gusto de guerrear—. La
segunda condición es que sólo las autoridades tienen derecho a llevar a cabo
una guerra justa. Al establecer esta condición, Agustín quería sencillamente
asegurarse de que no dejaba el campo abierto a las venganzas personales. Pero
en siglos posteriores el resultado de esta regla sería que los poderosos
tendrían derecho a hacer la guerra contra los débiles, pero no viceversa. Esto
podía verse ya en el caso de los circunceliones. Por último, la tercera regla
—y para Agustín la más importante—era que, aún en medio de la lucha, el motivo
de amor debe perdurar.
Fue
sin embargo contra los pelagianos que Agustín escribió sus más importantes
obras teológicas. Pelagio era un monje de origen británico que se había hecho
famoso por su austeridad. Para él, la vida cristiana consistía en un esfuerzo
constante mediante el cual uno vencía sus pecados y lograba la salvación.
Pelagio afirmaba, al igual que Agustín, que Dios nos ha hecho libres, y que el
mal tiene su origen en la voluntad —tanto la del Diablo como la de los seres
humanos—. Según él veía las cosas, esto quería decir que el ser humano tiene
siempre el poder necesario para sobreponerse al pecado. Lo contrario sería
excusar el pecado.
Frente
a esto, Agustín recordaba su experiencia de los años cuando al mismo tiempo
quería hacerse cristiano, y no lo quería. Para él, la voluntad humana no era
tan sencilla como lo pretendía Pelagio. Hay casos en los que deseamos algo, y
al mismo tiempo no lo deseamos. Lo que es más, todos sabemos que aunque
queramos querer algo, no por ello lo lograremos. La voluntad no es siempre
dueña de sí misma.
Según
Agustín, el pecado es una realidad tan poderosa que se posesiona de nuestras
voluntades, y mientras estamos en pecado no nos es posible querer —de veras
querer— librarnos de él. Lo más que podemos lograr es esa lucha entre el querer
y el no querer, que sólo sirve para mostrarnos la impotencia de nuestra
voluntad frente a ella misma. El pecador no puede querer sino el pecado.
Esto
no quiere decir, sin embargo, que toda libertad haya desaparecido. El pecador
sigue siendo libre para escoger entre varias alternativas. Pero la alternativa
que no puede escoger por sí mismo es la de dejar de pecar. Como dice Agustín,
antes de la caída teníamos libertad para no pecar y para pecar. Pero después de
la caída y antes de la redención la única libertad que nos queda es la de
pecar.
Cuando
somos redimidos, lo que sucede es que la gracia de Dios obra en nosotros,
llevándonos del miserable estado en que nos hallábamos a un nuevo estado, en el
que queda reinstaurada nuestra libertad, tanto para pecar como para no pecar.
Por fin, en el cielo, sólo tendremos libertad para no pecar.
Como
en el caso anterior, esto no quiere decir que no tendremos libertad alguna. Al
contrario, en la vida celestial continuarán ofreciéndosenos diversas
alternativas. Pero ninguna de ellas será pecado. Volviendo entonces al momento
de la conversión, ¿cómo podemos hacer la decisión de aceptar la gracia? Según
Agustín, sólo por obra de la gracia misma. En consecuencia, la conversión no
tiene lugar por iniciativa del ser humano, sino por iniciativa de la gracia
divina. Esa gracia es irresistible, y Dios se la da a quienes ha predestinado
para ello —y aquí Agustín cita a San Pablo.
Frente
a todo esto, Pelagio afirmaba que cada uno de nosotros viene al mundo
completamente libre para pecar, o para no pecar. No hay tal cosa como el pecado
original, ni una corrupción de la naturaleza humana que nos obligue a caer. Si
caemos, es por cuenta y decisión propia. Los niños no tienen pecado alguno
hasta que ellos mismos, individualmente, deciden pecar.
A Pelagio y sus
seguidores les parecía que tales doctrinas excusaban el pecado, pues si decimos
que el ser humano caído no tiene libertad sino para pecar, en realidad estamos
dándole permiso para pecar, y diciéndole que no tiene que esforzarse para no
pecar. Lo que hay que señalar, sin embargo, es que Agustín sí creía que el
cristiano, por gracia, tiene la capacidad de hacer el bien, y que por tanto
tiene la obligación de hacerlo. Son los inconversos, los que viven todavía
fuera de la gracia de Dios, quienes no pueden sino pecar y pecar.
La
controversia duró varios años, y los pelagianos fueron condenados. Según
quienes les condenaron —y fue la mayor parte de la iglesia— los niños sí tienen
pecado, y necesitan ser bautizados. Pero esto no quiere decir que las doctrinas
de Agustín fueran aceptadas por la mayor parte de la iglesia. Su aseveración de
la corrupción humana, del pecado original y de la necesidad de la gracia, sí
fue aceptada. Pero sus doctrinas de la gracia irresistible y de la
predestinación encontraron pocos adeptos hasta la época de la Reforma protestante en el
siglo XVI.
En
toda esta controversia había una cuestión mucho más profunda, que a menudo pasa
inadvertida. De lo que se trataba era de una psicología en extremo simplista
por parte de Pelagio, frente a una gran habilidad introspectiva por parte de
Agustín. Agustín sabía por experiencia propia que la voluntad humana era mucho
más compleja de lo que pretendía Pelagio. Y, una vez tomado ese punto de
partida, su lógica inflexible le llevó a las doctrinas de la gracia
irresistible y de la predestinación. Como veremos más adelante, Martín Lutero,
tras experiencias semejantes a las de Agustín, llegó a conclusiones parecidas.
Dos
grandes obras de Agustín merecen atención especial. La primera de ellas es sus
Confesiones. Esta obra es una autobiografía espiritual donde Agustín nos narra
—o más bien le narra a Dios en oración— el peregrinaje y las luchas que hemos
descrito más arriba. Se trata de una obra única en la antigüedad, que no
conoció escritos de este tipo. Y se trata también de una obra de extraordinario
interés y valor sicológico, aún en el siglo XX.
La
otra obra que merece atención especial es La ciudad de Dios. Su motivo fue la
caída de Roma en el año 410. Como vimos en el caso de Jerónimo, el mundo se
conmovió ante ese acontecimiento. Puesto que todavía había un fuerte número de
paganos en diversas regiones del Imperio, no faltaron quienes dijeron que la
razón por la que Roma había caído era que se había dedicado al cristianismo y
había abandonado los viejos dioses que la habían hecho grande.
Frente
a tales acusaciones, Agustín escribió La ciudad de Dios, una verdadera
enciclopedia histórica en la que dice que hay dos ciudades, cada cual fundada
sobre un amor. La ciudad de Dios está fundada sobre el amor a Dios. La ciudad
terrena está fundada sobre el amor a sí mismo. En la historia humana, estas dos
ciudades aparecen continuamente mezcladas. Pero a pesar de ello existen entre
ambas una oposición inevitable, y una guerra sin cuartel. A la postre, sólo
permanecerá la ciudad de Dios. Pero entretanto aparecen en la historia humana
reinos y naciones, fundados sobre el amor de sí mismo, que son expresiones de
la ciudad terrena. Todos estos reinos y naciones tienen que sucumbir y
desaparecer, hasta que llegue el fin, cuando sólo subsista la ciudad de Dios.
En el caso particular de Roma y su imperio, Dios les permitió crecer como lo
hicieron para que sirvieran de medio para la propagación del evangelio. Pero
ahora que esa función se ha cumplido, Dios ha hecho que Roma siga el destino de
todos los reinos humanos, recibiendo el justo castigo por sus pecados y por su
egoísmo.
El impacto de Agustín
Agustín
fue el último sobreviviente de la “era de los gigantes”. Cuando murió, los
vándalos se encontraban a las puertas de la ciudad de Hipona, anunciando una
nueva edad. Por tanto, la obra de Agustín fue como el canto de cisne de una
edad que moría.
Y
a pesar de ello, su obra no quedó olvidada entre los escombros de la
civilización que se derrumbaba. Agustín fue el maestro por excelencia de la
nueva era. Durante toda la
Edad Media , ningún teólogo fue más citado que él, y por tanto
a la postre se convirtió en uno de los grandes doctores de la Iglesia Católica
Romana. Y sin embargo, Agustín fue también el autor favorito de los grandes
reformadores protestantes del siglo XVI. Luego, de entre todos aquellos
gigantes, ninguno tan notable como este último, que llevó a cabo su obra en una
pequeña ciudad del norte de África, pero cuyo impacto se hizo sentir en los
siglos por venir en todo el cristianismo occidental —tanto católico como
protestante.
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