Ambrosio de Milán
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Dios ordenó que todas las cosas fueran producidas, de modo
que hubiera comida en común para todos, y que la tierra fuese la heredad común
de todos. Por tanto, la naturaleza ha producido un derecho común a todos; pero
la avaricia lo ha vuelto el derecho de unos pocos.
Ambrosio de Milán
Entre
los muchos gigantes cristianos que el siglo IV produjo, ninguno llevó una vida
tan interesante como Ambrosio de Milán.
Su elección al episcopado
Corría el año 373
cuando la muerte del obispo de Milán vino a turbar la paz de esa gran ciudad.
Auxencio, el difunto obispo, había sido puesto en ese cargo por un emperador
arriano, quien había enviado al exilio al obispo anterior. Ahora que la sede
estaba vacante, la elección amenazaba convertirse en un tumulto que podía
volverse sangriento, pues tanto los arrianos como los nicenos estaban decididos
a asegurarse de que uno de los suyos resultara electo.
A
fin de evitar un motín, Ambrosio, el gobernador de la ciudad, se presentó en la
iglesia en que iba a tener lugar la elección. Su gobierno justo y eficiente le
había ganado las simpatías del pueblo. Natural de Tréveris, Ambrosio era hijo
de un alto funcionario del Imperio, y por tanto esperaba que su carrera
política le llevaría a posiciones cada vez más elevadas. Pero, a fin de que esa
carrera no fuese arruinada, era necesario evitar un desorden violento en la
elección del nuevo obispo de Milán.
Con
esto en mente, Ambrosio se presentó en la iglesia, pidió la palabra, y comenzó
a exhortar al pueblo con la elocuencia que más tarde le haría famoso. Según
Ambrosio hablaba, la multitud se calmaba, y por tanto parecía que la gestión
del gobernador tendría buen éxito. De pronto, un niño gritó: “¡Ambrosio,
obispo!” Inesperadamente, el pueblo también empezó a gritar: “¡Ambrosio,
obispo! ¡Ambrosio, obispo! ¡Ambrosio! ¡Ambrosio! ¡Ambrosio!”.
Para
Ambrosio, ese grito de la muchedumbre podría ser el fin de su carrera política.
Por tanto se abrió paso a través del pueblo, fue al pretorio, y condenó a
tortura a varios presos, en la esperanza de perder su popularidad. Pero el
populacho le seguía y no se dejaba convencer. Entonces el joven gobernador hizo
traer a su casa mujeres de mala fama, para así destruir la opinión que el
público tenía de él. Pero las gentes se agolpaban frente a su casa y seguían
clamando que querían que Ambrosio fuera su obispo. Dos veces trató de huir de
la ciudad o esconderse, pero sus esfuerzos resultaron fallidos. Por fin,
rindiéndose ante la insistencia del pueblo y el mandato imperial, accedió a ser
obispo de Milán.
Ambrosio,
sin embargo, ni siquiera había sido bautizado, pues en esa época muchas
personas—especialmente las que ocupaban altos cargos públicos —demoraban su
bautismo hasta el final de sus días—. Por tanto, fue necesario empezar por bautizarle.
Después, en el curso de una semana, fue hecho sucesivamente lector, exorcista,
acólito, subdiácono, diácono y presbítero, hasta que fue consagrado obispo ocho
días después, el primero de diciembre del año 373.
El pastor de Milán
Aunque
Ambrosio no había querido ser obispo, una vez que aceptó ese cargo se dedicó a
cumplir sus funciones a cabalidad. Para ayudarle en las labores administrativas
de la iglesia, llamó junto a sí a su hermano Uranio Sátiro, quien era
gobernador de otra provincia. Además hizo venir al presbítero Simpliciano,
quien años antes le había enseñado los rudimentos de la fe cristiana, para que
fuera su maestro de teología. Puesto que Ambrosio era un hombre culto, y se
dedicó a sus estudios con asiduidad, pronto llegó a ser uno de los mejores
teólogos de toda la iglesia occidental. Aunque Uranio Sátiro murió poco después
a consecuencias de un naufragio, el tiempo que pasó con Ambrosio ayudó al nuevo
obispo a poner sus asuntos en orden, y a tomar las riendas de la iglesia que le
había tocado dirigir.
Poco
después de la muerte de su hermano, los acontecimientos le dieron a Ambrosio la
ocasión de mostrar el modo en que entendía sus responsabilidades pastorales. Un
fuerte contingente godo atravesó las fronteras del Danubio con la anuencia de
las autoridades imperiales, pero luego se rebeló y cometió grandes desmanes en
las regiones al este de Milán.
Como
resultado de los mismos, fueron muchos los refugiados que llegaron a la ciudad,
y muchos otros los cautivos que permanecían presos en espera de rescate. Ante
esta situación, Ambrosio hizo fundir y vender parte de los tesoros de la
iglesia, para ayudar a los refugiados y para pagar el rescate de los cautivos.
Inmediatamente los arrianos le acusaron de haber cometido un sacrilegio.
Ambrosio respondió:
Es
mucho mejor guardar para el Señor almas que oro. Porque quien envió a los
apóstoles sin oro, sin oro juntó también las iglesias. La iglesia tiene oro, no
para almacenarlo, sino para entregarlo, para gastarlo en favor de quienes
tienen necesidades.... Mejor sería conservar los vasos vivientes, que no los de
oro.
De igual modo, al
escribir acerca de los deberes de los pastores, Ambrosio les dice que la
verdadera fortaleza consiste en apoyar a los débiles frente a los poderosos, y
que deben ocuparse de invitar a sus fiestas y banquetes, no a los ricos que
pueden recompensarlos, sino a los pobres, que tienen mayor necesidad y que no
pueden ofrecerles recompensa alguna.
Otra
ocasión tuvo Ambrosio de poner estos principios en práctica cuando, poco después
de la muerte de Valente, el nuevo emperador, Graciano, condenó injustamente a
muerte a un noble pagano. Aunque el hombre en cuestión no era parte de la grey
de Ambrosio, el obispo creía que sus deberes se extendían más allá de los
miembros de su iglesia. Empero Graciano, quien probablemente sospechaba lo que
Ambrosio quería de él, se negaba a darle audiencia. Por fin, Ambrosio se
introdujo subrepticiamente en el lugar en donde el emperador daba una
exhibición de caza, y allí lo importunó para que perdonara la vida al reo. Al
principio el emperador y su séquito se indignaron contra quien interrumpía sus
diversiones. Pero a la postre, sobrecogido por el valor del obispo y por la
justicia de su petición, Graciano perdonó al condenado, y le agradeció a Ambrosio
el que le hubiera obligado a hacer justicia.
Empero
Ambrosio nunca se enteró de su triunfo más importante. Entre sus oyentes en la
catedral de Milán se encontraba un joven intelectual que había seguido una
larga peregrinación espiritual. Ahora, los sermones de Ambrosio fueron uno de
los instrumentos que Dios utilizó para su conversión. Aquel joven se llamaba
Agustín, y aunque fue Ambrosio quien lo bautizó, el obispo de Milán no parece
haberse percatado de las dotes excepcionales de su nuevo converso, que después
llegaría a ser el más famoso de todos los “gigantes” de su época.
El obispo frente a la corona
La
labor pastoral de Ambrosio no se limitó a la predicación, la administración de
los sacramentos, la dirección de los asuntos económicos de la iglesia,
etcétera. Puesto que se trataba de un verdadero gigante, ubicado en una de las
principales ciudades del Imperio, y puesto que se trataba también de un hombre
de principios firmes y convicciones profundas, resultaba inevitable que a la
larga chocara con las autoridades civiles.
Los
más importantes conflictos de Ambrosio con la corona fueron los que le
colocaron frente a frente con la emperatriz Justina. En el Occidente gobernaba,
además de Graciano, su medio hermano Valentiniano II. Puesto que éste era menor
de edad, la regencia había caído sobre Graciano. Empero en ausencia de Graciano
la madre de Valentiniano, Justina, gozaba de gran poder, y se proponía utilizar
ese poder para afianzar a su hijo en el trono y para promover la causa arriana,
de la que era partidaria convencida. Frente a sus designios se alzaba Ambrosio,
cuya política consistía en procurar, cada vez que una sede cercana resultaba
vacante, que fuera un obispo ortodoxo quien la ocupara.
Por
otra parte, Justina le debía grandes favores a Ambrosio, pues cuando hubo una
rebelión en las Galias, y el usurpador Máximo derrotó y mató a Graciano, el
trono de Valentiniano parecía derrumbarse, y en aquella ocasión Ambrosio fue
como embajador ante el usurpador y lo convenció de que no invadiera los territorios
de Valentiniano.
Pero
a pesar de estas deudas de gratitud, Justina estaba decidida a obligar a
Ambrosio a cederle una basílica para que fuese celebrado en Milán el culto
arriano. Ambrosio se negaba, y se siguieron una serie de confrontaciones memorables.
En una ocasión, cuando Ambrosio y su congregación se encontraban sitiados en la
basílica por las tropas imperiales, Ambrosio venció la resistencia de los
sitiadores dirigiendo a los fieles en el canto de himnos de entusiasmo y
esperanza. De hecho, Ambrosio se hizo también famoso por los himnos que
introdujo en el culto cristiano, y que fueron una de sus principales armas
contra sus enemigos. En otra ocasión, cuando se le ordenó que entregase los
vasos sagrados, Ambrosio respondió:
No
puedo tomar nada del templo de Dios, ni puedo entregar lo que recibí, no para
entregar, sino para guardar. En esto actúo en bien del emperador, puesto que no
conviene que yo los entregue, ni tampoco que él los reciba.
Fue
en medio de aquella contienda constante con la emperatriz que Ambrosio mandó
excavar bajo una de las iglesias de la ciudad, y dos esqueletos decapitados
fueron descubiertos. Alguien recordó que de niño había oído hablar de los
mártires Gervasio y Protasio, e inmediatamente los restos fueron bautizados con
esos nombres. Pronto corrieron rumores de milagros que ocurrían en virtud de
las “sagradas reliquias”, y el pueblo se unió cada vez más en defensa de su
obispo.
Por último, la
enemistad de Justina hacia Ambrosio le costó el trono y la vida a su hijo, pues
en una larga serie de maquinaciones dirigidas contra el obispo, Justina sólo
logró que el usurpador Máximo atravesara los Alpes e invadiera sus territorios.
Teodosio, el emperador de Oriente, acudió en defensa del niño Valentiniano, y
derrotó a Máximo. Pero cuando Teodosio regresó a sus territorios dejó a
Valentiniano al cuidado del conde Arbogasto, quien primero lo oprimió y por fin
lo hizo matar. Así quedó Teodosio como dueño único del Imperio.
Teodosio
era ortodoxo —de hecho, fue él quien convocó el Concilio de Constantinopla, que
señaló el triunfo final de la fe nicena—. Pero a pesar de ello, bajo su
gobierno Ambrosio volvió a chocar con la autoridad imperial. Dos fueron los
mayores conflictos entre el obispo y el emperador. En ambos Ambrosio resultó vencedor,
aunque con toda justicia debemos decir que en el primer caso era Teodosio quien
tenía razón, y la victoria de Ambrosio trajo graves consecuencias.
El
primer conflicto se produjo cuando un grupo de cristianos fanáticos en la
pequeña población de Calínico quemó una sinagoga judía. El emperador ordenó que
los culpables fueran castigados, y que además reconstruyeran la sinagoga
destruida. Frente a él, Ambrosio decía que era impío por parte de un emperador
cristiano obligar a otros cristianos a construir una sinagoga judía. Tras
varios encuentros, el emperador cedió, los judíos se quedaron sin sinagoga, y
los incendiarios resultaron impunes. Esto sentó un triste precedente, pues
mostraba que en un imperio que se daba el nombre de cristiano quienes no lo
fueran no podrían gozar de la protección de la ley.
El
otro conflicto se debió a una causa mucho más justa. En Tesalónica se había
producido un motín, y el pueblo sublevado había matado al comandante de la
ciudad. Ambrosio, que conocía el carácter irascible del emperador, se presentó
ante él y le aconsejó responder con mesura. Pero una vez que el obispo hubo
partido, los cortesanos le aconsejaron a Teodosio que tomara medidas fuertes
contra los habitantes de Tesalónica. Arteramente, Teodosio hizo correr la
noticia de que la ciudad estaba perdonada. Pero cuando la mayor parte de la
población se hallaba en el circo celebrando el perdón imperial, las tropas
rodearon el lugar y, por orden de Teodosio, mataron a siete mil personas.
Al
enterarse de lo sucedido, Ambrosio resolvió exigir de Teodosio un
arrepentimiento público. Cuando algún tiempo después Teodosio se presentó ante
la iglesia, el Obispo salió a la puerta y, alzando la mano frente al Emperador,
le dijo: ¡Detente! Un hombre como tú, manchado de pecado, con las manos bañadas
en sangre de injusticia, es indigno, hasta tanto se arrepienta, de entrar en
este recinto sagrado, y de participar de la comunión.
Ante
esta actitud por parte del Obispo, varios de los cortesanos quisieron usar de
violencia con él. Pero el Emperador reconoció la justicia de lo que Ambrosio le
decía, y dio muestras públicas de su arrepentimiento. Como señal de ello, y
como una confesión de su carácter irascible, Teodosio ordenó que cualquier pena
de muerte no se haría efectiva sino treinta días después de ordenada.
A
partir de entonces, las relaciones entre Teodosio y el obispo de Milán fueron
cada vez más cordiales. Cuando por fin el Emperador se vio próximo a la muerte,
llamó a su lado al obispo que se había atrevido a censurarle públicamente.
Ya
en esa época la fama de Ambrosio era tal que Fritigilda, la reina de los
bárbaros marcomanos, le pidió que le escribiera un manual de instrucción acerca
de la fe cristiana.
Tras leer el que
Ambrosio le envió, Fritigilda decidió visitarle. Pero cuando iba camino de
Milán supo que el famoso obispo de esa ciudad había muerto. Fue el 4 de abril
del año 397, Domingo de Resurrección.
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