¿Cómo llamar hoy a Jesucristo? - Recursos Cristianos

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jueves, 8 de octubre de 2015

¿Cómo llamar hoy a Jesucristo?



Leonardo Boff
“Jesucristo el liberador”

La fe en Cristo constituye un continuo proceso de inserción de lo que él significa, en nuestra comprensión de la vida, del hombre y del mundo. ¿Cómo podemos expresar nuestra fe en fórmulas que resulten inteligibles para nosotros y que constituyan nuestra aportación a la tarea de descifrar el ministerio de Cristo? En el presente capítulo pondremos de relieve que la humanidad de Cristo, reveladora de Dios y de las respuestas a los humanos anhelos, constituye el puente que nos une a Cristo. La admiración por El, tanto ayer como hoy, está en el origen de toda cristología. Después pasaremos revista a algunos de los nombres o títulos con los que hoy introducimos a Cristo en nuestro mundo de comprensión: Jesús como “homo revelatus”, como futuro-presente, conciliación de contrarios, revolucionario, arquetipo de la más perfecta individualización, Dios de los hombres. Jesús-Hombre es constante recuerdo crítico de lo que deberíamos ser y aún no somos, invitación permanente a que tratemos de ser cada vez más.

En las precedentes consideraciones hemos tratado de articular en sus principales coordenadas el llamado proceso cristológico. Cada grupo cultural (judíos palestinos, judíos de la diáspora y griegos) atribuía a Cristo a los mayores y más excelsos títulos de honra y gloria que conocían, en un intento por descifrar la riqueza que se había revelado en la muerte y la resurrección de Cristo. En el Nuevo Testamento se consignan cerca de 70 diferentes títulos o nombres otorgados a Jesús. En los siglos siguientes fueron añadiéndose otros. Lo que se hizo fue, sencillamente, confrontar en la fe la globalidad de la vida con el ministerio de Cristo, insertándolo dentro de la existencia humana de tal forma que surgiera él como el liberador, como el sentido de la vida y del mundo, como el que, dentro ya del camino, nos indica con seguridad la meta final, ofreciendo de este modo armonía, coherencia, luz y sentido a la problemática fundamental vivida por los hombres.

En Cristología no basta con saber lo que otros supieron.

La fe en Cristo constituye un continuo proceso de inserción de lo que él significa, en nuestra comprensión de la vida, del hombre y del mundo. Hasta ahora ha predominado en la cristología la perspectiva sacral; la mayor parte de sus títulos se proclamaban dentro de la esfera cúltica de la liturgia. Otros títulos, sin embargo, poseen un carácter eminentemente secular, como los de las cartas a los Efesios y a los Colosenses, donde se celebra a Cristo como cabeza del cosmos y de la Iglesia, como aquel elemento que confiere su existencia y consistencia a toda la realidad. Pero estos títulos no fueron adecuadamente explotados en la teología y en la vivencia concreta de la fe. Si reparamos en las formulaciones litúrgicas, en los manuales de cristología y, en general, en todos los libros acerca de Cristo, percibiremos apesadumbrados el predominio del pensamiento historicista y la falta de fantasía creadora de la fe. Sabemos con todo detalle lo que otros han sabido en el pasado, cómo han tratado de integrar a Cristo dentro de su horizonte de comprensión, pero estamos pésimamente informados acerca de cómo hemos de llevar adelante ese mismo proceso y cómo lo estamos haciendo concretamente. ¿Cómo llamamos a Cristo hoy? ¿Qué aportación podemos hacer, con toda la riqueza que nuestro mundo nos ofrece, a la tarea de descifrar su misterio? ¿Qué títulos podemos otorgarle que signifiquen nuestro amor y nuestra adhesión a su persona y a su mensaje? ¿En qué sentido es nuestra vida el lugar hermenéutico para entender con mayor profundidad los títulos tradicionales? Cuando la juventud hippy dice: “Jesús es la salvación”, “Jesús es mi Señor”, “Todos somos hermanos en el cuerpo de Cristo”, o cuando, más desenfadadamente, dice: “¡Únete a Jesús, ´tío´! No necesitas el ´chocolate´. Te basta con un poco de Mateo, Marcos, Lucas y Juan. Cristo es un ´viaje´ eterno” ¿No será que los títulos y nombres de salvación, señor, cuerpo de Cristo, seguimiento de Jesús, asumen un contenido más matizado y concreto que únicamente vive y puede testimoniar nuestra generación, con lo cual estamos ya aportando nuestra colaboración a la tarea de revelar quién es Jesús?

La fe en Cristo no se reduce al arcaísmo de las fórmulas.

La figura de Jesús está tan cargada y rodeada de títulos y declaraciones dogmáticas que se han hecho casi inaccesibles para el hombre de la calle. Su atractivo y su ´numinosidad´, su innato vigor y el desafío que supone Cristo, vienen ya encuadrados dentro de un modo de comprensión que tiende, cuando no se comprende el sentido de las fórmulas, a empeñar su originalidad, a ocultar su rostro humano y a desterrarlo de la historia, con el fin de hipostasiarlo como un semi-dios que habita fuera de nuestro mundo. La fe debe liberar la figura de Jesús de los impedimentos que lo atan y lo reducen. Por eso no es todavía tener fe el proclamar a Jesús como Mesías, Señor, Hijo de David, Hijo de Dios, etc., sin preocuparse por saber lo que estos títulos pueden significar para nuestra vida. Para quien, como nosotros, no es judío, ¿Qué significa realmente: “Mesías”, “Hijo de David”, “León de Judá”?

La fe en Cristo no se reduce al arcaísmo de las fórmulas, por muy venerables que sean, ni al arqueologismo bíblico. Creer en Jesús como acto existencial y modo de vivir es confrontar la totalidad de la propia vida personal, social, eclesial, cultural y global con al realidad de Jesús. La fe se realiza en el encuentro entre la vida y su mensaje. Por otro lado, interrogamos a Cristo, acudimos a él con nuestras preocupaciones y buscamos en él una respuesta a la condición humana. Es en este diálogo donde se alimenta la fe y donde Cristo se inserta dentro del contexto general de la existencia. Tener fe significa poseer la capacidad de escuchar su voz que habla dentro de nuestra propia situación. Todo auténtico encuentro con Cristo conduce a una crisis que actúa como un crisol purificador y acrisolador (crisol y acrisolar provienen de la palabra crisis, que en sánscrito significa purificar y, en griego: llevar a una decisión): porque en él encontramos un tipo de profundidad humana que nos cuestiona; en su vida, las palabras y los hechos se hacen estructuras originarias auténticamente palpables del ser humano en su relación con el Absoluto, las cuales hacen reavivar el recuerdo de lo que cada ser humano debiera ser ante los demás, ante el mundo y ante Dios.

Esta norma que nace del contacto con Cristo adquiere una doble función: en primer lugar, la función crítico-juzgadora de nuestra situación, la cual no armoniza con la norma de vida en Cristo, y por eso nos juzga y nos hace sentir la distancia y la inmensidad del camino que aún nos queda por recorrer; y en segundo lugar, la función crítico-acrisoladora y salvadora: el punto de referencia absoluto que descubrimos en Cristo nos confiere un nuevo impulso, pone a nuestro alcance la posibilidad de una conversión y nos da la certeza de que, con El, podemos alcanzar la meta. En este sentido, Cristo constituye la permanente crisis de la existencia humana. Pero se trata de una crisis que desempeña la función de un crisol que purifica, acrisola y salva.

La fe no permite ideologizar los títulos de Jesús.

Puede existir un peligro para la cristología cuando, en un afán de adaptación, se asimilan los títulos bíblicos de Cristo dentro de los patrones culturales, sin la menor crítica y sin la necesaria conciencia de su relatividad histórica. Es inevitable que los elementos culturales entren a formar parte del proceso cristológico. La encarnación de Cristo, como ya indicamos extensamente en nuestra introducción, como que se prolonga dentro de la historia, asimilando valores humanos al misterio de Cristo. Sin embargo, persiste el peligro de que dicho proceso degenere en una ideologización de un status social y religioso, y que busque en la cristología su justificación. Así, determinados Papas y reyes encontraron en el título de “Cristo-Emperador-Rey” una base ideológica para justificar su propio poder, no siempre ejercido según el mensaje de Cristo, y muchas veces en contra de dicho mensaje. Sin demasiada auto-crítica, se identificaban sin más como representantes de Cristo en la tierra. Así, por ejemplo, el título de “Cristo-Rey” fue concebido a imagen del rey feudal o del monarca absoluto romano-bizantino. Más tarde, con la crisis de las monarquías absolutistas, se concibió a Cristo-Rey como el portador de los poderes de legislar, ejecutar y juzgar. Además se consideraba a Cristo como el legitimador del sistema eclesiástico. El carácter normativo del ministerio de Cristo se identificó pura y simplemente con las intervenciones de la Iglesia, y se encuadró a Cristo dentro de los límites del horizonte de comprensión de un tipo de teología oficial. Únicamente a través de la Iglesia se llega a Cristo, se decía. Con lo cual, importantes parcelas de la historia y de la vida, no vinculadas a la estructura eclesiástica, caían fuera del alcance del misterio de Cristo. El Cristo profeta, maestro, rey, señor, etc. –suele afirmarse- sigue viviendo en la jerarquía eclesiástica, portadora de la función profética, organizativa y docente. En todo esto hay mucho de verdad, pero no toda la verdad.

Se ha olvidado con demasiada facilidad que el Cristo profeta y maestro no se dejaba acomodar al status quo de maestro y de profeta, y que fue precisamente combatido, apresado y liquidado por los maestros de su tiempo. Ninguna realidad histórica concreta puede agotar la riqueza de Cristo. De ahí que no pueda absolutizarse ninguno de los títulos otorgados a Cristo, como tampoco el Reino de Dios puede ser privatizado e identificado sin más ni más con la Iglesia o con un régimen de cristiandad. Los títulos y el mensaje de Cristo se resisten a ser ideologizados para legitimar o sacramentalizar una situación establecida.

Pero también es cierto lo contrario: lo mismo que las clases dominantes entendían a Cristo a su propia medida, las clases sufrientes y oprimidas lo interpretaban, a El y su predicación del Reino, como una revolución social. Con Cristo, los que no tenían voz, social y religiosamente, comenzaron a tener voz y valor ante Dios: Había sido a ellos a quienes había Él anunciado la Buena Noticia de la liberación total. Pero aquí puede producirse la reducción de ver únicamente este aspecto de Cristo o de restringir su mensaje única y exclusivamente a la vivencia del amor al prójimo. Nosotros creemos que el amor es central y esencial a la predicación de Jesús. Pero su mensaje es mucho más amplio y promete una total y absoluta liberación del hombre y del cosmos para Dios. El amor es la esfera en la que esto es vivido, esperado y proclamado.

Con todo, preferiríamos estar al lado de éstos, que al menos han aprendido esto del evangelio, mejor que al lado de aquéllos, que afirman fanáticamente la totalidad de la ortodoxia mientras toleran a su alrededor las injusticias y las barbaridades y han perdido la capacidad de escuchar la frase de Cristo que dice: “Cuanto hiciste a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hiciste” (Mt. 25:40). Lo importante no es únicamente hacer cristología, sino seguir a Cristo. Y en ambos casos falta un verdadero conocimiento de Cristo porque tampoco ha existido un auténtico encuentro con El; un encuentro en el que el hombre interroga, pero se deja también interrogar. Para entender a Cristo necesitamos ir a El no con nuestras respuestas, sino con nuestras preguntas. Y el encuentro no es para que El legitime nuestras soluciones, sino para que las cuestione y las critique, para que nos enriquezca con su luz, para que hable y responda a las preguntas que le hacemos desde nuestra situación. Esto es especialmente válido y aplicable a cualesquier intento moderno de llevar adelante el proceso de desciframiento de la realidad de Cristo.

A pesar de estos peligros no estamos dispensados, sin embargo, de prestar nuestra colaboración, en la fe, a la cristología vivida dentro de la existencia. Cada generación debe enfrentarse al misterio de Jesús y darle los nombres que correspondan a la vivencia que se tenga de su inagotable realidad. En el fondo, la fe adulta de cada cristiano se ve desafiada a hablar de El y a partir de El, bien o mal, según le sea dado a cada cual.

Entonces, ¿qué significa en definitiva Jesús para nosotros, hoy, especialmente en nuestra situación brasileña y latinoamericana? Pero antes de responder a esta pregunta, conviene aclarar un punto muy importante:

El puente entre Cristo y nosotros.

Si Cristo posee para nosotros un valor determinante, es porque en él encontramos la respuesta a los problemas y a las esperanzas de la condición humana. Respuesta que implica a Dios y al hombre. Y la encontramos en la realidad misma de Cristo. Por eso, la fe vio en él al Hombre-Dios. De este modo profesamos que en Cristo tenemos el camino y, al mismo tiempo, la meta del camino: por el hombre vamos a Dios y, a través de Dios, comprendemos quién es el hombre. Ya hemos visto que fue en su humanidad donde la fe descubrió la divinidad. Por eso, tanto ayer como hoy, la humanidad constituye el puente que nos une a Cristo. Pero no la humanidad entendida como algo estático, estancado o categorizable, sino la humanidad como un misterio: cuanto más se la conoce, tanto más ilimitado es lo que de ella queda por conocer, hasta llegar a perderse (y esto podemos verlo en la Encarnación) dentro del misterio de Dios. Pero ¿en qué sentido la humanidad de Cristo es puente entre El y nosotros y hace que nos sintamos en comunidad solidaria con El? En el sentido de que en la humanidad de Cristo, en su fantasía creadora, en su enorme buen sentido, en su originalidad, en la soberanía de su manera de hablar y de actuar, en su relación única con el Padre y en el amor que profesaba a todos, surgió una realidad que todos los hombres esperaban y esperan: la solución a los conflictos fundamentales de la vida (la alienación, el pecado, el odio, la muerte…), dentro de un nuevo sentido de realidad y de comunión con Dios en la intimidad del Padre con el Hijo, que envuelve y reconcilia incluso a los propios perseguidores y asesinos. Con El se creó una situación que los hombres pudieron ver con sus propios ojos: en él se da la parusía (venida) y la epifanía (manifestación) del liberador de la condición humana en la totalidad de sus relaciones con Dios, con el “otro” y con el cosmos.

La resurrección vino a confirmar que, con Cristo, la historia había llegado a su término. Pero no en el sentido cronológico, porque la historia ha proseguido hasta hoy, sino término en el sentido de meta y de culmen: en Cristo la historia alcanzó el punto Omega hacia el cual tendía. La muerte había sido superada, todas las posibilidades latentes en el ser y en el hombre habían sido realizadas, y el hombre había sido insertado en la esfera divina. De este modo, Cristo se convirtió en el nuevo ser, el nuevo Adán, el nuevo cielo y la nueva tierra, la verificación de las esperanzas humanas de liberación total y de realización humano-divina. De ahí que Cristo asumiera una función única en la historia: la de ser un símbolo-realidad y una Gestalt (tipo, paradigma) para nosotros. El sigue hablándonos y cautivándonos con la misma fascinación de los primeros momentos de la resurrección. Hoy como ayer, la admiración por Jesús está en la base de la cristología.

Es propio de la Gestalt activar las fuerzas de los hombres y hacer visibles determinadas estructuras fundamentales de la realidad humana, logrando que cada cual se encuentre a sí mismo en la Gestalt y en el símbolo-real. Antes de Cristo habían  aparecido otros muchos (cf Hebr. 1:1; 11:1-40) que también manifestaron, cada cual a su manera, la nueva realidad que ahora había irrumpido en Cristo con toda su originalidad y pujanza y, por primera vez en la historia, de un modo tan cristalino como las aguas de la montaña, y de un modo tan profundo que sólo la encarnación del propio Dios podría explicar adecuadamente. Nosotros hoy, como el hombre de todas las épocas, andamos en busca de esta realidad reconciliadora y totalizante. Los cristianos la encontramos en Jesús. Por eso, con razón le llamamos Cristo, el Esperado, el Ungido y el Prometido. En su vida, muerte y resurrección encontramos ya realizado lo que el corazón humano anda buscando y lo que Dios nos prometió como futuro. Y porque creemos en ellos, podemos con todo derecho decir: no conocemos a nadie tan profundamente como a Jesús. Porque le conocemos no tanto por las fuentes de información del pasado, sino por aquellas estructuras profundas de nuestro ser que en él, en Jesús, han adquirido una plenitud divina. Por eso, él es nuestra Gestalt, el Símbolo-realidad, el camino, la luz, la verdad de Dios y del hombre a un mismo tiempo. ¿Cómo expresamos hoy el encuentro de nuestros anhelos con la realidad de Jesús? Trataremos de apuntar, aunque sea fragmentariamente, algunas pistas.

Elementos de una cristología en lenguaje secular.

Cristo como el punto Omega de la evolución, el “homo revelatus” y el futuro presente.

A pesar  de las dificultades aún no resueltas, nuestra actual concepción del mundo es evolucionista. Con ello se quiere afirmar que este mundo es fruto de un largo proceso en el que las formas imperfectas han ido convergiendo hacia formas cada vez más perfectas, hasta alcanzar la actual fase de elevación. Mirando hacia atrás, podemos detectar un sentido en esa evolución de la realidad. Por más oscura que se presente la explicación de fenómenos aislados, en los que parecen tener valor el azar y el absurdo, no podemos negar que toda la globalidad ha estado orientada por una entelequia (sentido latente): de hecho, la cosmogénesis desembocó en la biogénesis, de la cual surgió la antropogénesis y, de ésta, para la fe cristiana, emergió la cristogénesis. La realidad que nos rodea no es un caos, sino un cosmos (armonía). Cuanto más avanza, más se complica; cuanto más se complica, más se unifica; y cuanto más se unifica, más se concientiza. El espíritu, en este sentido, no es un epifenómeno de la materia, sino su máxima realización y concentración en sí misma. La materia constituye la prehistoria del espíritu.

En esta perspectiva, el hombre surge no como un error de cálculo o un ser abortivo de la evolución, sino como el sentido más pleno de ésta, como el punto en el que el proceso global adquiere conciencia de sí mismo y pasa a autogobernarse. Ahora bien, la comunidad primitiva vio en Jesús la suprema revelación de la humanidad humana, hasta el punto de revelar totalmente el misterio más profundo e íntimo que encierra en sí: Dios. Por consiguiente, para nuestra visión evolucionista, Cristo es el punto Omega, el vértice en el que todo el proceso logró, en un ser personal, alcanzar su meta y, de este modo, extrapolarse hacia la esfera divina. En él, Dios ya es todo en todas las cosas (cf 1 Cor. 15, 28), y él es el centro entre Dios y la creación. El hombre que Dios quiso y que constituye radicalmente su imagen y semejanza (Gn. 1:26) no está tanto en el primer hombre surgido del mundo animal, sino en el hombre escatológico que irrumpió hacia el interior de Dios al final de todo el proceso evolutivo-creacional. Cristo encarnado y resucitado presenta las características del hombre definitivo. El hombre que estaba latente a lo largo del proceso ascensional, en él se hizo patente: él es el homo revelatus. Y por eso es el futuro ya anticipado en el presente, el final que se manifiesta en el medio y a lo largo del camino. De este modo, asume un carácter determinante de incentivador, integrador, orientador y punto-imán de atracción para quienes aún se encuentran en la difícil y lenta ascensión hacia Dios.

Cristo constituye un absoluto dentro de la historia. Y al decir esto, hay dos afirmaciones implícitas: que es absoluto porque realiza las esperanzas mesiánicas del corazón humano. El hombre vive de un principio-esperanza que le hace soñar en una liberación total. Son muchos los que han aparecido y han tratado de ayudar al hombre a caminar hacia Dios, tanto en la dimensión religiosa como en la cultural, política, psicológica, etc. Pero nadie ha conseguido mostrar al hombre una radical liberación de todos los elementos alienantes, desde el pecado hasta la muerte. Esto sólo se hizo patente en la resurrección, al menos por lo que se refiere a la figura de Jesús. En él se dio un Novum cualitativo, con lo cual quedó encendida una inextinguible esperanza: la de que nuestro futuro es el presente de Jesús. El es el primogénito entre muchos hermanos (Rom. 8:29; Col 1:18). En este sentido, Cristo es un absoluto dentro de la historia. Y este su carácter no lo adquirió en detrimento de otros personajes anteriores o posteriores a él, como Buda, Confucio, Sócrates, Gandhi, Luther King y otros muchos, sino dando forma plena y radical a lo que todos ellos han vivido y llevado adelante. Sin embargo, al afirmar que Cristo es un absoluto dentro de la historia, porque realiza de modo exhaustivo los dinamismos de esa misma historia, hay implícita otra afirmación: por ser lo que es, Cristo está también fuera de nuestro modelo de historia. El la superó y fundó otra historia en la que quedaron superadas las ambigüedades del proceso histórico de pecado-gracia, integración-alienación. Con él se inaugura el nuevo ser, únicamente polarizado en la positividad, en el amor, en la gracia, en la comunión total. Como absoluto, dentro y fuera de la historia, es también crisis permanente para todos los Gestalt y símbolos-reales del absoluto y de la liberación total dentro de la historia. De este modo, se transformó en un patrón por el que pueden medirse todas las cosas sin necesidad de reducirlas o menospreciarlas. La grandeza de Cristo no está en relación al empequeñecimiento o humillación de los otros, sino precisamente en relación a la capacidad que tengamos de ver su realidad también verificada en la auténtica grandeza de las grandes figuras y personalidades que han sido liberadoras a lo largo de la historia humana.

Cristo como conciliación de contrarios, medio divino y formidable curtimbre

La creciente unificación del mundo a través de todos los canales de comunicación está creando en los hombres una conciencia planetaria, ecuménica y solidaria, en su búsqueda de un nuevo humanismo. El encuentro entre las culturas y las diversas interpretaciones del mundo, tanto occidentales como orientales, origina una crisis de todos los humanismos tradicionales, desde el clásico greco-romano, pasando por el cristiano y el renacentista, hasta el humanismo técnico o el humanismo marxista. De esta fermentación, y de la confrontación de los diversos horizontes y modelos, nacerá una nueva comprensión del hombre y de su función en el universo. En este proceso, Jesucristo podrá desempeñar un factor determinante, porque su Gestalt es la reconciliación de contrarios, tanto humanos como divinos.

En primer lugar, se presenta como mediador entre Dios y el hombre en el sentido de que realiza el deseo fundamental del hombre de experimentar lo inexperimentable y lo inefable en una manifestación concreta. Como mediador, no es una tercera realidad formada a partir del hombre y de Dios. Esto haría de Cristo un semi-dios y un semi-hombre, con lo que no representaría ni a Dios ni al propio hombre. Para poder representar a Dios ante los hombres y a los hombres ante Dios, tendrá que ser totalmente Dios y plenamente hombre. Ya dijimos, cuando expusimos el sentido de la encarnación, que Jesús-hombre manifiesta y representa a Dios en la radicalidad de la existencia humana centrada no en sí misma, sino en Dios. Cuanto más hombre es, más revela a Dios. De este modo, puede representar a Dios y al hombre sin alienarse, ni con respecto a Dios ni con respecto al hombre. Quien consiga ser tan profundamente humano como Jesús, hasta el punto de hacer posible que en sí mismo se manifieste al mismo tiempo Dios, estará dando sentido a la historia humana y quedará erigido como Gestalt del auténtico y fundamental ser humano.

Cristo configura igualmente la conciliación de contrarios humanos. La historia humana es ambigua, hecha de paz y de guerra, de amor y de odio, de liberación y de opresión. Cristo asumió y reconcilió esta condición humana. Perseguido, contestado, rechazado, preso, torturado y aniquilado, no pagó con la misma moneda, sino que amó a quien le perseguía y redimió al que le torturaba, asumiéndolos ante Dios: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). No se limitó a sufrir la cruz, sino que asumió como forma de amor y de fidelidad a los hombres. De este modo, venció la alienación y el cisma existente entre los hombres, con un vigor que es el vigor del ser nuevo que se reveló en él. La cruz es el símbolo de la reconciliación de contrarios: signo del odio humano y del amor de Dios. Y así creó Jesús una situación totalmente nueva en la humanidad, un medio divino, un mundo reconciliado dentro del mundo dividido, con un dinamismo y una eficacia histórica que llega hasta nosotros hoy y que perdura siempre.

Desde el momento en que, por la fe, por el seguimiento, el amor y los sacramentos, nos hacemos participes de este foco conciliador y reconciliador, nos convertimos también en nueva creación y experimentamos en nosotros la fuerza del mundo futuro. La juventud hippy la expresaba con su lenguaje tan característico: Jesús constituye una formidable curtimbre. Tras esta expresión se articula una vivencia típicamente cristiana que hace que Cristo sea lo que es: el conciliador de los contrarios existenciales y el integrador de las diversas dimensiones de la vida humana en su búsqueda de sentido y de luz para su andadura. Es éste, también, el contenido humano latente en las fórmulas clásicas de la cristología del Hijo del hombre, del Siervo doliente de Dios y del Mesías rechazado.

Cristo contestatario, reformador, revolucionario y liberador.

El mundo de los tres últimos siglos se caracteriza por su gran movilidad social. La mentalidad científica y las posibilidades de la técnica han transformado en entorno, tanto natural como social. Las formas de convivencia se suceden las unas a las otras. Las ideologías legitimadoras de uno u otro status social o religioso se ven sometidas a severa crítica. Si no se consigue derribarlas, al menos son desenmascaradas. El hombre de hoy se define mucho más desde el futuro que desde el pasado. En función del futuro elabora nuevo modelos de dominación científica del mundo, proyecta nuevas formas de organización social y política, y llega a crear utopías en cuyo nombre “contesta” a la situación establecida y sociológicamente dada. Así es como surgen los reformadores, los contestatarios y los revolucionarios. No pocos consideran y siguen a Cristo como a un contestatario y un liberador, como reformador y un revolucionario. Y hasta cierto punto, hay en todo ello gran parte de verdad.

Pero no debemos confundir los términos. Cristo no se define por un contra; no es ningún plañidero. Cristo está a favor del amor, de la justicia, de la reconciliación, de la esperanza y de la total realización del sentido de la existencia humana en Dios. Si está en contra, es porque primero se define a favor. Predica, usando los términos actuales, una auténtica revolución global y estructural: un Reino de Dios que no es liberación del yugo romano ni grito de rebeldía de los pobres contra los latifundistas judíos, sino liberación total y absoluta de todo aquello que aliena al hombre, desde el dolor y la muerte hasta (y muy especialmente) el pecado. El Reino de Dios no puede ser reducido y privatizado a una sola dimensión del mundo, porque es la globalidad del mundo la que debe ser transformada en el sentido de Dios. Y precisamente en este sentido, que excluye la violencia, es como puede llamarse a Cristo contestatario y revolucionario. En nombre de ese Reino, Jesús “contesta” el legalismo, la rigidez de la religión judía y la estratificación socio-religiosa de su tiempo, que discriminaba  a las personas entre puras e impuras, que distinguía entre profesiones honorables y malditas, entre prójimos y no-prójimos, etc. Pero conviene dejar muy claro lo que significa ser revolucionario y reformador. Reformador es aquél que desea mejorar su mundo social y religioso. El reformador no pretende crear algo absolutamente nuevo. Acepta el mundo y la forma social y religiosa que tiene ante sí, e intenta ennoblecerlo, elevarlo. En este sentido, también Jesús fue un reformador. Había nacido dentro del judaísmo y se había adaptado a los ritos y costumbres de su pueblo. Pero intentó mejorar el sistema de valores religiosos, Planteó por ello unas duras exigencias; radicalizó el mandamiento de no matar, exigiendo la erradicación de la causa que suele originar la muerte: el odio; radicalizó igualmente el mandamiento de no desear a la mujer del prójimo, postulando el decoro en la mirada; dio una mayor profundidad al amor al prójimo, ordenando amar también a los enemigos.

Como se ve, Cristo fue, en este sentido, un reformador. Pero fue algo más. No se limitó a repetir el pasado, perfeccionándolo. Dijo también algo nuevo (Mc. 1:27). Y en esto si fue un gran revolucionario; quién sabe si el mayor de toda la historia. El revolucionario, a diferencia del reformador, no pretende tan sólo mejorar la situación, sino que intenta introducir algo nuevo y cambiar las reglas del juego, en lo religioso y en lo social. Cristo predica un Reino de Dios que no consiste en la mejora de tal o cual parcela del mundo, sino en una transformación global de las estructuras de este mundo viejo, la novedad y la jovialidad de Dios reinando sobre las cosas. Ser cristiano es ser nueva creación (2 Cor 5:17); y Reino de Dios, según la tradición del Apocalipsis, es el nuevo cielo y la nueva tierra (Apoc 21:1) donde “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (21:4). En cuanto que Cristo predica y promete esa buena nueva para el hombre, está anunciando una auténtica revolución. Pero es únicamente en este preciso sentido como se le puede llamar revolucionario, y no en el sentido emocional e ideológico de revolucionario en cuanto violento o rebelde frente a la estructura de Liberador-social. Tal vez la palabra más adecuada sería la de Liberador de la conciencia oprimida por el pecado y por toda clase de alienaciones; Liberador de la triste condición humana en sus relaciones para con el mundo, para con el “otro” y para con Dios.

Jesucristo, arquetipo de la más perfecta individualización

Uno de los deseos fundamentales de cualquier hombre es el de conseguir una cada vez mayor integración de todos los dinamismos de su vida consciente, preconsciente e inconsciente. El hombre es un nudo de relaciones en todas las direcciones. La integración de todas las pulsiones de la vida humana constituye un proceso doloroso, no siempre exento de conflictos y dramas existenciales. El viaje más largo y azaroso que el hombre realiza no es hacia la Luna o hacia otros astros, sino hacia el interior de sí mismo, en busca de un centro que todo lo atraiga, lo polarice y lo armonice. A esta búsqueda incesante la denominamos, en el lenguaje de la psicología de los complejos de C. G. Jung, proceso de individualización. El proceso de individualización se realiza en la capacidad del hombre de acercarse, cada vez más, al símbolo o arquetipo de Dios –Selbst-Self-, que se constituye en el centro de las energías psíquicas del hombre. El arquetipo de Dios (Selbst) es el responsable de la armonía, la integración y la asimilación del yo consciente con sus dinamismos, y principalmente del yo inconsciente formado por la poderosa e insondable masa hereditaria de las experiencias de nuestros primitivos ancestros vegetales, animales, humanos, del pueblo, de la nación, del clan, de la familia y de otras diferenciaciones de orden histórico, colectivo o individual. Cuanto más consigue el hombre crear un núcleo interior integrador y asimilador, tanto más se individualiza y se personaliza. La religión que adora al Dios divino y no simplemente al Ser infinito, necesario al sistema metafísico, desempeña un papel decisivo en este proceso. Personas de una extraordinaria integración, como los místicos, los grandes fundadores de religiones y otras personalidades de admirable humanidad, constituyen arquetipos y símbolos del Selbst. Jesucristo, tal como es presentado en los evangelios y creído por la comunidad de fe, aparece como la más perfecta y acabada actualización del Selbst (arquetipo de Dios). Surge como la personificación de la etapa más consumada de todo el proceso de individualización, hasta el punto de identificarse, y no sólo aproximarse al arquetipo Selbst (Dios).

De este modo, Cristo adquiere un significado trascendental para la humanidad: el hombre que somos cada uno de nosotros, experimentado como un misterio; el hombre que supera infinitamente al hombre y que se siente como un haz ilimitado de posibilidades y que, al mismo tiempo, se experimenta a sí mismo limitado y preso de las estrecheces de los condicionamientos históricos, percibe ahora una vez muerto y resucitado Jesús, que él ya no es una posibilidad asintótica y un ansia jamás realizada de integración total, sino que, al menos en un hombre, esa integración se ha realizado en toda su pureza y diafanidad, como la luz del primer amanecer de la creación. Y porque somos solidarios los unos con los otros, tenemos la esperanza de que esa realidad ya presente en Cristo se haga también realidad en cada hombre capaz de abrirse al Absoluto. De momento, Cristo va delante de nosotros como camino, luz, arquetipo y símbolo del ser más integrado y perfecto que jamás haya irrumpido en el mundo, hasta el punto de sumergirse en el propio y recóndito misterio de Dios e identificarse con El.

Jesucristo, nuestro hermano mayor

La absoluta integración de Jesús consigo mismo y con Dios (encarnación) no tuvo lugar en una vida espectacular, sino en la cotidianeidad de una vida con sus naturales altibajos. Mediante la encarnación, Dios asumió la totalidad de nuestra precaria condición humana, con sus angustias y sus esperanzas, con sus limitaciones (muerte de Dios) y sus ansias de infinito. Este es el gran significado teológico de los oscuros años de la infancia y la adolescencia de Jesús: él es un hombre como todos los hombres de Nazaret: ni un superhéroe, ni un santo que llamara la atención, sino un hombre solidario con la mentalidad y con la población de la aldea; un hombre que participa del destino de la nación sojuzgada por las fuerzas de ocupación extranjeras. No dejó nada escrito. Desde el punto de vista literario, se pierde en la masa anónima de los desconocidos.

Mediante la encarnación, pues, Dios se abajó tanto que se escondió al hacer su aparición en la tierra. Por eso el nacimiento de Cristo es la fiesta de la secularización: Dios no tenía miedo de la materia, de la ambigüedad y pequeñez de la condición humana. Fue precisamente en esa humanidad, y no a pesar de ella, donde Dios se reveló. Cualquier situación humana es suficientemente buena, por tanto, para que el hombre se sumerja en sí mismo, madure y encuentre a Dios. Cristo es nuestro hermano,  puesto que participó del anonimato de casi todos los hombres y asumió la situación humana, que es idéntica para todos: la vida merece la pena de vivirse tal como es, cotidiana, monótona como el trabajo de cada día, y exigente a la hora de demostrar paciencia para convivir con los demás, escucharlos, comprenderlos y amarlos. Pero es nuestro hermano mayor en cuanto que, dentro de esa vida humana  que supo asumir, tanto en la oscuridad y el ocultamiento como en la notoriedad, vivió de un modo tan humano que fue capaz de revelar a Dios y, mediante su muerte y resurrección, hacer realidad todos los dinamismos de que somos capaces. Como decía un conocido teólogo, “el cristianismo no anuncia la muerte de Dios, sino la humanidad de Dios”. Y éste es el gran significado de la vida terrena de Jesús de Nazaret.

Jesús, Dios de los hombres y Dios-con-nosotros.

De todo lo hasta aquí expuesto, algo tiene que haber quedado bien claro, y es que la alternativa “Dios o el hombre” es una falsa alternativa, como también lo es la de “Jesús o Dios”. Dios se revela en la humanidad de Jesús. La encarnación puede ser vista como la realización exhaustiva y radical de una posibilidad humana. Jesús Dios-Hombre se manifiesta, pues, como el Dios de los hombres y el Dios-con-nosotros. Y desde esta comprensión del asunto hemos de desmitificar nuestro concepto ordinario de Dios, que nos impide ver a Cristo como hombre-revelador-del-Dios-de-los-hombres en su humanidad. Dios no es ningún rival del hombre, ni éste lo es de Dios. En Jesucristo descubrimos un rostro de Dios desconocido por el Antiguo Testamento: un Dios capaz de hacerse “otro”, capaz de venir a nuestro encuentro en la frágil realidad de una criatura, capaz de sufrir; un Dios que sabe lo que significa ser tentado, sufrir decepciones, llorar la muerte de un amigo, ocuparse de los “don nadies” que no tienen en este mudo la más mínima posibilidad y anunciarles la absoluta novedad de la liberación de Dios. Así es como se mostró. Dios no está lejos del hombre, no es un extraño al misterio del hombre. Al contrario: el hombre concibe siempre a Dios como aquel supremo e inefable misterio que envuelve la existencia humana; que, aun cuando se deje sentir, no se deja encerrar en ningún concepto o símbolo y, cuando se revela en la humanidad de Jesús, su máxima manifestación, tampoco permite que su realidad se agote en un nombre o título de grandeza. Pero éste es el Dios humano que revela la divinidad del hombre y la humanidad de Dios.

A partir de ahora, el hombre ya no podrá ser pensado, consiguientemente, sin vincularlo con Dios y, en concreto, nosotros, los hombres, tampoco podremos imaginar a Dios sin relacionar con el hombre, a causa, precisamente, del Jesucristo Dios-Hombre. El camino hacia Dios pasa por el hombre, y el camino hacia el hombre pasa por Dios. Las religiones del mundo han experimentado a Dios, el fascinosus y el tremendus, en la naturaleza, en el poder de las fuerzas cósmicas, en las montañas, en el sol, en los ríos, etc. El Antiguo Testamento descubrió a Dios en la historia. El cristianismo, por fin, lo vio en el hombre. En Jesús se hizo evidente que el hombre no es tan sólo el lugar en que Dios se manifiesta, sino que puede constituir un modo de ser del propio Dios, una expresión manifiesta de la historia de Dios. Esto al menos se hizo realidad en Jesús de Nazaret. Y las consecuencias de todo esto son de suma trascendencia teológica: la vocación del hombre es la divinización. El hombre, para hacerse hombre, requiere extrapolarse de sí mismo y que Dios se hominice. Si el hombre puede ser el lugar donde se articule la historia de Dios, ello sólo es posible en la libertad, la donación y la apertura espontánea del hombre a Dios. Con la libertad se produjo una ruptura, una superación de la necesidad cósmica y de la lógica matemática, el comienzo de lo imprevisto, de lo espontáneo, de lo creativo. Hizo su aparición el misterio indescifrable. Con la libertad todo es posible: lo divino y lo demoniaco; la divinización del hombre y su absoluta frustración, como consecuencia de su obstinación en cerrarse a la autocomunicación amorosa de Dios. Con Jesús nos percatamos de la indescifrable profundidad humana, capaz de enlazar con el misterio de Dios, y descubrimos también la proximidad de Dios, que llega a identificarse con el hombre. Como perfectamente lo dice Clemente de Alejandría († 211 o 215), “cuando hayas encontrado realmente a tu hermano, entonces habrás encontrado también a tu Dios” (Stromateis I, 19).


Conclusión: Cristo, memoria y conciencia crítica de la humanidad.

La cristología, hoy como ayer, trata de responder quién es Jesús. Preguntar ¿quién eres?, es preguntar por un misterio. Las personas no se pueden definir y encuadrar dentro de una situación. El preguntar: ¿quién eres tú, Jesucristo, para nosotros hoy? Significa confrontar nuestra existencia con la suya y sentirse desafiado por su persona, por su mensaje y por el sentido que se desprende de su comportamiento. Sentirse afectado por Cristo hoy significa ponerse en el camino de la fe, que comprende quién es Jesús no tanto a base de darle nuevos títulos y nombres diferentes, sino tratando de vivir aquello que él mismo vivió: intentar siempre salirse de sí, buscar el centro del hombre no en uno mismo, sino fuera de sí, en el otro y en Dios, tener el valor de arriesgarse por los demás, de ser el Cristo-arlequín o el Cristo-idiota de Dostoievski que jamás abandona a los hombres; que prefiere a los marginados; que sabe soportar y ha aprendido a perdonar; que es revolucionario, pero que jamás discrimina a nadie y sabe meterse allí donde está el hombre; que es objeto de burlas y, al mismo tiempo, es amado; tenido por loco y, a la vez, manifestando una sabiduría asombrosa. Cristo supo poner una “y” donde nosotros solemos poner una “o”, con lo cual consiguió reconciliar a los contrarios y ser el mediador de los hombres y de todas las cosas. El es la permanente e incómoda memoria de lo que deberíamos ser y no somos, la conciencia crítica de la humanidad que hace que ésta no se contente jamás con lo que es y con lo que ha logrado conquistar. Sino que debe caminar y hacer realidad aquella reconciliación, alcanzando un grado de humanidad capaz de manifestar la insondable armonía de Dios todo en todas las cosas (cf 1 Cor 15:28). Sin embargo, mientras esto no sucede, Cristo, como decía Pascal, sigue siendo injuriado, sigue agonizando y muriendo por cada uno de nosotros (cf. Pensées, n°. 553). Es en este sentido como podemos recitar el siguiente Credo para un tiempo secular:

“Creo en Jesucristo,
que siendo un hombre solo que nada podía realizar,
que es como también nosotros nos sentimos,
por lo cual precisamente fue ejecutado.
Que es el criterio para verificar
cuán esclerotizada está nuestra inteligencia,
cuán sofocada nuestra imaginación,
cuán desorientado nuestro esfuerzo,
Porque no somos capaces de vivir como él vivió.
que nos hace temer cada día
que su muerte haya sido en vano,
porque lo enterramos en nuestras iglesias
y traicionamos su revolución
con nuestra cobardía y nuestra obediencia a los poderosos.
Que resucitó en nuestras vidas
para que nos liberemos
de los prejuicios y los despotismos,
del miedo y del odio,
y llevemos adelante su revolución,
siempre en dirección al Reino”.

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