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martes, 29 de septiembre de 2015

Vida de Oración

Oración, realidad antropológica

La persona humana es un misterio lleno de profundidad. Y en el hondón de ese misterio habita el espíritu. De allí arrancan sus motivaciones más íntimas, su opción fundamental, su talante radical, su mística… Ese hondón personal, por su propia naturaleza, pide hacer referencia a un punto absoluto. La persona, sobre ese absoluto, articula la composición de su con­ciencia y construye su propia representación del mundo, en la que ella discierne y jerarquiza las distintas opciones y valores. De una manera u otra, según su propia psicología, educación, condicionamientos y potencialidades religiosos y culturales, toda persona siente un llamado a volverse a su interior para tomar conciencia de sus propios cimientos personales, para palpar una y otra vez la roca sobre la que se asienta su vida, para saborear las certezas profundas que alimentan su caminar.
Por otra parte, ese absoluto no se presenta como una mera realidad interior o una construcción subjetiva, sino como algo que brota de la realidad, de la cual es fundamento y principio de existencia. Por eso la persona se siente llamada no sólo a reencontrarse consigo misma en presencia del absoluto en su interior, sino también a encontrarse con él y rastrear sus huellas en la realidad histórica, en la vida diaria.
Toda persona necesita encontrarse con el absoluto dentro y fuera de sí misma. Son dos llamados que toda persona siente, de una manera u otra, a su modo, de parte del Absoluto. El en­cuentro que se produce, la referencia explícita y consciente a él, en los niveles profundos de la persona, es siempre una forma de «oración» o «contemplación» en el sentido amplio de la palabra. Orar, en este sentido, es algo humano, muy humano, profundamente humano, que responde a una necesidad antropológica fundamental.
En este sentido amplio, más allá de la determinación religiosa explícita de las religiones convencionales, oración sería ‑y aquí queremos dar una primera definición‑ la vuelta de la persona hacia su hondón personal, hacia sus raíces personales, hacia la roca de sus certezas profundas, hacia su opción fundamental, hacia su propio absoluto, aunque éste no sea reconocido como un Dios personal tal como el de las religiones convencionales.
Esta «oración», de hecho mucho más contemplativa que discursiva, se da en todas las personas, con mayor o menor frecuencia, en los momentos más importantes y profundos de la vida. Pero también se da, consciente o inconscientemente, en numerosas formas diarias de re­flexión, de soledad, de reencuentro personal. Son muchas las personas que oran habitualmente a Dios, aun sin ser conscientes de ello, o sin terminar de creer en él, sin acabar de entregársele explícitamente, impedidos muchas veces por el testimonio negativo que otros ‑cristianos, o religiosos en general‑ les dieron… Muchos hermanos se sienten ante al Misterio sin saber si están ante algo, ante Alguien, ante sí mismos o simplemente ante el vacío…
Esta vuelta hacia la profundidad es un fenómeno que se da en todas las religiones, y es también una interrogación para el ateísmo o agnosticismo moderno. La proliferación moderna de diferentes formas modernas de oración, de «meditación trascendental», «zen»… responden a esta misma necesidad humana permanente.


La oración cristiana

Cuando el hondón de la persona se vive con fe explícita en un Dios personal, esta oración se convierte en una relación mutuamente personal y explícitamente religiosa, lo cual es ya un sentido explícitamente religioso de oración.
Más concretamente, la oración cristiana hace relación no a un Dios genérico o abstracto, sino a un Dios muy concreto: el de Jesús, el Dios cristiano, que es Dios del Reino. De ahí brotan una serie de exigencias específicas de la oración cristiana sin las cuales podría ser una oración muy valiosa, pero no cristiana, ciertamente. Jesús nos dijo: «no oren ustedes como los paganos» (Mt 6, 7). No podemos orar -por ejemplo- por simple miedo o por interés.
Para nosotros no es importante sólo la oración en sí misma, sino que nuestra oración sea cris­tiana. Y la oración sólo es cristiana cuando se refiere al Dios cristiano, a su proyecto (el Reino), y cuando, por tanto, incluye a sus hijos e hijas (los hermanos y hermanas). No basta dirigirse a un dios cualquiera, quizá a un ídolo, ni a un Dios-en-sí que nos aísla de la realidad y nos enemista con el mundo. No es cristiana una oración que no ensambla lo horizontal con lo vertical en una armoniosa cruz de encarnación. Ni es cristiana la oración que no esté grávida de Historia, que no nos lleve a los hermanos. Nuestra oración, en una palabra, ha de ser «oración por el Reino».

Por ser cristiana nuestra oración es connaturalmente bíblica. Lo ha sido siempre en la vida de la Iglesia dentro de las más diferentes teologías y escuelas de espiritualidad. Pero es más bíblica en la espiritualidad de la liberación; porque lo es más popularmente, porque la Biblia penetra toda la oración de las comunidades. En torno a la Biblia se hace, cada vez más, esta oración. Las comunidades rezan con los salmos; cantan la Biblia; la manejan con destreza, recurriendo a sus figuras, hechos, palabras más tocantes; hacen de los cursillos bíblicos un hábito, tanto para su formación pastoral como para su vivencia espiritual.
Son particularmente significativas para nosotros, con las lecciones de la tradición cristiana universal, la gran herencia religiosa de los Pueblos y culturas de Abya Yala. Debemos incorporar ‑siempre con el oportuno sentido crítico‑ la experiencia y la sabiduría que las distintas religiones han acumulado en cuanto a métodos y formas de oración, pues la oración cristiana no es una oración-nirvana, o una pura meditación trascendental imper­sonal, o unos ejercicios psicosomáticos de relajación interior.

A partir de estos fundamentos (entre otros) tenemos que decir que no es posible pensar en un cristiano no orante. Vivir en plenitud como persona (desde el hondón personal, lleno de espíritu) es vivir en relación viva con el Absoluto. Vivir la fe cristiana es en gran parte también orar. La oración cristiana es la forma cristiana de vivir una dimensión esencial al ser humano. Para nosotros es importante pues orar, y es importante para nosotros que nuestra oración sea cristiana. Lo primero por el mero hecho de que somos personas humanas. Lo segundo porque somos cristianos.
Debemos vivir la oración, testimoniar la oración… y también enseñar a orar. Los discípulos le pidieron a Jesús: «enséñanos a orar». Los agentes de pastoral deben enseñar a orar. La «pastoral de la oración» habrá de ser, necesariamente, una preocupación constante de todas las pastorales.


Espiritualidad y oración

La espiritualidad es más que la oración. La oración es una dimensión de la espiritualidad. Hay mucha gente que hace mucha oración y no tiene nada de espiritualidad cristiana: sólo tiene oración, una oración «de secano», dicotómica, separada de la vida, segregada, aislada de la historia, que acaba siendo fanatismo, mecanismo orante… u oración a otro dios. La espiritualidad es más que la oración.
Pero la espiritualidad depende en gran medida de la oración: de si hacemos oración o no, de a qué Dios hacemos oración y por qué… Un test fiable para conocer nuestra espiritualidad (o la de cualquier persona, comunidad, equipo, movimiento) consiste en examinar la oración. Nuestra espiritualidad dependerá fundamentalmente de si hacemos oración, de qué tipo de oración, de cuánta oración, pero sobre todo, de al servicio de qué Dios y al servicio de qué Causa hagamos nuestra oración. De ahí la generosidad que hay que derrochar en el cultivo de la vida de oración.


Contemplación

Pensamos que hay muchas personas contemplativas, aunque no hayan recorrido explícita o cons­cientemente aquellos conocidos «grados» de oración que describieron las escuelas clásicas. Muchas comadres, campesinos, obreros, militantes, revolucionarios, agentes de pastoral, luchadores… de América Latina son grandes contem­plativos. Y, por supuesto, las grandes religiones indígenas de la antigüedad y del presente son profundamente contemplativas.
Nosotros pensamos que la contemplación es una actitud sosegada ante Dios, sin imágenes:
•ante su proyecto, el Reino
que puede ser contemplado como utopía ético-política, (en una perspectiva de E1)
•ante las obras de Dios,
o ante la naturaleza, la vida… (desde una perspectiva de E1)
•desde el hondón de la persona, hacia la profundidad del misterio de la existencia y del ser humano y del ser del mundo…
La contemplación es también una especie de conmoción que sintoniza con la compasión misma de Dios, con la santa ira de Dios. La contemplación cristiana liberadora responde a una sensibilidad espiritual, a una compasión, una capacidad de com-padecer con los hombres y hasta con Dios, capacidad de hacerse cargo de las situaciones que atraviesan nuestros hermanos, capacidad de captar y vibrar con la coyuntura espiritual de la historia de la salvación en cada momento…


Tratados, escuelas, maestros

Respecto a la oración hay tratados, escuelas, maestros, métodos, caminos, vías, etapas, grados, fenómenos… Todos los modelos y escuelas han estado (y estarán siempre) condicionados por su contexto: histórico, cultural, psicológico, teológico… Tanto Eckhart, como Juan de la Cruz, como Teresa de Lisieux, seguirán siendo siempre maestros verdaderos, referencias válidas, pero no todas sus orientaciones ni métodos serán válidos para todo tiempo y lugar, ni para nosotros en concreto, aquí y ahora, en América Latina… Los hallazgos que respecto a la oración hicieron los maestros de Europa, o de Abya Yala, en el siglo XVI, en el VII o en el X antes de Cristo, nos pueden ser valiosos, pero sólo después de un atento y crítico discer­nimiento. Ellos no conocieron a Freud -que algo nos ha enseñado-, no vivieron el proceso cultural de conciencia que implicó la primera y la segunda Ilustración, no pudieron ima­ginar el mundo de nuestras modernas ciudades urbanas, no pudieron intuir la posibilidad de un laicado cristiano política y eclesialmente comprometido, ni podían imaginar la irrup­ción de los pobres en nuestra América… Sería desorientador tomar a estos maestros del pasado al pie de la letra, o considerarlos como las únicas orientaciones. Ahora necesitamos tomar también la lección que el Espíritu directamente dicta para nosotros, aquí y en esta hora, en América Latina, y en cada una de nuestras vidas concretas…
En cuanto a las formas y grados de oración nosotros no distinguiríamos tan milimétricamente como se ha hecho clásicamente entre oración y contemplación (oración vocal, discursiva, de quietud, de unión plena, de unión extática, desposorios místicos, matrimonio espiri­tual…). Estos maestros dan a veces la impresión de que sólo llegan a la contemplación las personas que avanzan por un progreso explícito a través de estos métodos de oración y re­corren los diversos grados previos, dando como por supuesto que la mayor parte de las personas no llegan a la contemplación…
La vida de oración es un proceso, una historia. En todo caso el crecimiento continuo en nuestra vida cristiana es una obligación que deriva del mismo llamado a la santidad que el Señor nos hizo: «sean perfectos como es perfecto su Padre que está en el cielo» (Mt 5, 48). El Vaticano II universalizó para todos, oficialmente, lo que en otro tiempo estuvo como re­servado a sólo algunos: el llamado universal a la santidad (LG 39-42).
No despreciamos los maestros, las enseñanzas de la tradición, los tratados, los manuales. Valoramos la «pedagogía oficial» de las Iglesias, es decir, la liturgia, los sacramentos (aunque pidamos para ella una mayor encarnación). Sería absurdo que un cristiano libe­rador prescindiera de la liturgia de la Iglesia.
No daremos una receta concreta sobre cuánto tiempo para la oración. Cada persona y cada situación son distintas, pero es idéntica la necesidad de reconocer la gratuidad de Dios en tiempos generosamente entregados a la oración, más allá de la búsqueda de la eficacia. No podemos olvidar que también de esta generosidad depende en parte la calidad religiosa de los distintos elementos de nuestra vida. En todo caso, la oración es una actitud que se va ejercitando y desarrollando, una dimensión que no se improvisa, sino que hay que cultivar esforzadamente.

Todo esto no quiere decir que caigamos en la simplificación fácil de decir que «todo es oración». Lógicamente, no pretenderemos establecer fronteras rígidas, pero tampoco debemos perder la claridad: la acción es acción, no es oración. La liberación es la liberación, y la oración es la oración. De la misma forma que no aceptamos que se diga que son pobres también… los ricos que andan aburridos con sus riquezas. Es cierto que toda acción cristiana realizada realmente en la fe, en «estado de oración», es en algún sentido una vivencia de oración, pero no es equiparable a la oración misma. La caridad es la caridad, el servicio es el ser­vicio, y la oración es la oración.
Para la espiritualidad de la liberación la meta es también, como para tantas otras espiritualida­des, el llegar a vivir en un habitual «estado de oración». La peculiaridad de nuestra espiritualidad latinoamericana estriba en que este habitual y difuso estado de contemplación no se realiza en raptos extáticos, en huidas evasionistas o interioridades solipsistas, sino en medio de la vida diaria, en el marco de una gran pasión por la realidad y por la praxis, sumergidos plenamente en la hHistoria y sus procesos.
El gran maestro de oración para nosotros es en definitiva Jesús, que se retiró al desierto (Mt 4, 1-2), que solía buscar lugares adecuados para orar (Lc 5, 16), madrugaba (Mc 1, 35) y trasnochaba para orar (Lc 6,12), que oró postrado en tierra (Mt 26, 39) y de rodillas y su­dando como goterones de sangre (Lc 22, 41-44), que nos insistió en la necesidad de «orar siempre y sin desfallecer» (Lc 18, 1), se preparó a la muerte en oración (Mc 14, 32-42) y murió en oración (Lc 23, 34; 23, 46; Mt 27, 46).
La verdadera oración cristiana debe ser siempre según la oración del propio Jesús. Y su oración paradigmatica del Padrenuestro debe no sólo orientar sino también juzgar nuestra oración. Los evangelios nos han dejado dicho con toda claridad que esta oración debería ser, en su contenido, y según sus preferencias, la oración de todo buen seguidor del Maestro. Con esta oración, con su contenido, él respondió, o fue respondiendo a los apóstoles, cuando le preguntaban cómo se debía orar.
Después, la comunidad de los seguidores de Jesús ha organizado públicamente su oración en la Liturgia, sobre todo en la máxima celebración cristiana que es la Cena del Señor, la Eucaristía. El oficio divino, los devocionales, el rezo de los salmos, el rosario, el viacrucis, las novenas o jornadas, las alabanzas o letanías, las romerías antiguas y nuevas, las celebraciones patronales y otras celebraciones populares, han ido completando, según los tiempos y las Iglesias, el estilo y el repertorio de la oración cristiana del Pueblo de Dios. En todo caso, para que esa oración sea verdaderamente cristiana, según el Espíritu de Jesús, habrá de expresar siempre la acción de gracias al Padre y el compromiso con la Historia; porque éste es el culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 22), el culto agradable a Dios (Rm 12, 1).

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