Roma La Gran mentira - Recursos Cristianos

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martes, 21 de mayo de 2013

Roma La Gran mentira

S. Olabarrieta I 

 A MANERA DE PROLOGO 

 Al correr del año 1981 y con ocasión de la célebre Pasto­ral de los Obispos Vascos en defensa del terrorismo, leí por casualidad una frase de José Luis de Vilallonga que me hizo mucha gracia y que llamó fuertemente mi atención. Comen­taba al respecto: «Lo que yo quisiera es que alguien me ex­plicara cómo hay que arreglárselas para dejar de ser Cristia­no Católico Romano y quedarse sólo en Cristiano.» 

 Yo creo que la contestación se la podemos dar en forma muy sencilla; lo único que hay que hacer es desprenderse del Católico y sobre todo del Romano y entrar de lleno en el Cristianismo con mayúscula, que es el auténtico, y que es, desde luego, el que nos legó El escándalo y el anacronismo de las falsas religiones es algo que está en el corazón del mundo civilizado y que, con gran proclividad, ha ido encauzándose y perpetuando dentro del mundo de la idolatría y de la superstición en el campo del cristianismo. 

 Podríamos meter en el mismo cesto a muchas confesiones entre las que, singularmente, destaca la católica con su litur­gia romana y sus excrecencias populares: milagros y aparicio­ nes, medallas y rosarios, pan bendito, cirios, anillos de ama­tista, estigmas, grandes misas y bendiciones de montería... es una solemne payasada en donde no se divisa más que irra­ cionalidad, superchería, mojigatería, zalemas y sulpiciadas. Entre un hechicero papú y un obispo o dignatario, en plena «exposición» con todo su colgadizo, encontramos mon­tones de analogías. 

Tal vez la balanza se inclina a favor del brujo puesto que si comparamos el tam­tam con las proce­siones, son más de perdonar las prácticas fetichistas de los pueblos subdesarrollados, que las peregrinaciones y romerías occidentales con todas sus ciencias y adelantos.

 En medio de los falsos cristianos, dentro de los emperi­follados y disfrazados sistemas religiosos, se encuentra, atrin­cherado y a la cabeza, el impresionante y deslumbrante cris­ tianismo católico que es, virtualmente, una religión politeísta: Igual invocan a Jesucristo y a sus cientos de vírgenes, que a todos y a cada uno de sus innumerables santos. 

A lo largo de esta exposición iremos dando respuestas oportunas y cabales para llegar a descubrir, con patente evi­dencia, toda la trama que sirve de sostén a este conjunto católico­ romano. Al mismo tiempo desarrollaremos, con sóli­das estructuras y adecuadas herramientas, nuestro alegato y epiquerema para darnos cuenta de la poca base que tienen los argumentos sobre los que se apoya toda esa máquina des­comunal que se llama la Santa Madre Iglesia Católica Apos­tólica y Romana, y que a partir de ahora llamaremos sim­plemente Roma. Nos decidimos a llevar hacia adelante este trabajo con valentía y con entereza. Es posible que la lucha sea muy fuerte. Imaginamos que nos enfrentaremos con muchas clases de enemigos.

 No sólo a los que acusamos, que aunque usen todo tipo de disfraces, son reales, de carne y hueso como nosotros; sino también a otros más temibles, extrema­damente numerosos, astutos, invisibles y rodeados de mis­terio. A pesar de ello procuraremos que no decaiga nuestro áni­mo, Dios conoce su potencia, al igual que nuestra debilidad.

 Nuestra confianza queda pues en sus manos. El sabrá cómo armarnos para la lucha. Nos fortificamos en el Señor y en el poder de su fuerza. No presumimos de sentirnos fuertes; simplemente creemos que Jesucristo pondrá a nuestra disposición la fuerza nece­saria y actuaremos en consecuencia. Nos revestiremos a nosotros mismos por un acto de fe enérgico, sin esperar a que venga un ángel en nuestra ayuda. Nuestros adversarios no son débiles como nosotros. Esta es la razón de la necesidad de una armadura divina, de la que no podemos prescindir bajo ningún concepto.

 Será muy difícil ponernos al abrigo de sus ataques. En lo único que confiamos es en la resistencia y aguante de nuestra coraza. Bien ceñidos con esta armadura, estaremos acompañados por el Espíritu de verdad para que todo aparezca claro como la luz del día, y no como el espíritu de mentira se esfuerza en hacérnoslo ver a fin de inducirnos al error, confundirnos y descorazonarnos. Busquemos la luz y la verdad con paso firme, alerta, y partamos vencedores. 

Hay personas acorazadas en el egoís­mo, la dureza o la indiferencia; la coraza más segura, la más ágil y flexible es el amor. El amor es una excelente coraza para sentirnos vencedores de la susceptibilidad, insensibles a las ofensas, capaces de entrar en la refriega sin miedo a los Como cristianos debemos caminar con la cabeza erguida y enfundada en el casco de la salvación, sin dejarnos abatir por las contrariedades, los desprecios, las tribulaciones de todo género: forman parte de nuestro programa y son presa­gio cierto de la victoria que se avecina. Esta armadura defensiva es completa. Sólo falta el arma ofensiva, la del cuerpo a cuerpo, la espada. El herrero que la forjó y le dio temple es el Espíritu Santo. Es dentro de Su escuela que vamos a manejarla respondiendo con un vic­torioso «ya está escrito» a todos los sofismas del *** II Los Mandamientos Para empezar nuestra argumentación y razonamiento presentaremos al lector dos tablas diferentes de los Diez Mandamientos de la Ley de Dios, una dada por las escrituras Sagradas, que figura en todas aquellas Biblias que han sido traducidas honestamente, y otra que es la que nos ha hecho tragar Roma. 

Auténticos Yo soy Jehová, tu Dios: 

 1. No tendrás dioses ajenos delante de mí.

 2. No te harás imagen ni nin­guna semejanza de lo que esté arriba en el cielo ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tie­rra. No te inclinarás ante ellas ni las honrarás; por­que yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visitó la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guar­dan mis mandamientos. 

 3. No tomarás el nombre de Jehová, tu Dios, en vano; porque no dará por inocen­te Jehová al que tomare su nombre en vano. 4. Acuérdate del día de repo­so para santificarlo. Seis días trabajarás y harás toda tu obra; mas el sépti­mo día es reposo para Je­hová, tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bes­tia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas. Porque en seis día hizo Je­hová los cielos y la tierra, el mar y todas las cosas que hay en ellos, y reposó en el séptimo día; por tan­to Jehová bendijo el día de reposo y lo 

5. Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la Tierra que Jehová, tu 

 6. No matarás. 

7. No cometerás adulterio.

 8. No hurtarás. 

 9. No hablarás contra tu pró­jimo falso 

 10. No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su Dejando aparte la simplificación que ha hecho Roma (que nos parece lógica en aquellos casos en que no se altera el sentido) queremos destacar que Roma: — suprime por las buenas el 2.° mandamiento; — el 7.° (que con la supresión del 2.° pasa a 6.°) lo cambia sustancialmente; — el 10.° lo desglosa en dos para que le siga saliendo la cuenta de los diez; — inventa, por tanto, el 9.° y el 10.° de su nueva serie; — el 5.°, que pasa a 4.°, lo cercena, quitándole la promesa. — es decir que manipula, suprime y desvirtúa hasta cinco mandamientos (el 50 °/o de la Tabla). Supresión total del 2.° mandamiento 

El 2.° mandamiento, según la ley de Dios, en su parte esencial dice así: «No te harás imagen ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo ni abajo en la tierra ni en las aguas debajo de la tierra. »No te inclinarás ante ellas ni las honrarás; porque yo soy Jehová, tu Dios, fuerte, celoso...» (Ex. 20:4­6) 

Al suprimir Roma este mandamiento, resolvió de un solo plumazo y para siempre el obstáculo que se oponía al ren­table y maniático culto que se rinde a las imágenes, que con tanta frecuencia y gran ostentación se viene desarrollando en los templos y en los domicilios particulares de los El culto y la veneración que se tiene a la Virgen María llega a cotas insospechadas en distintas geografías, en rique­za de adornos, en adoraciones fanáticas, en monumentos y romerías que son una verdadera idolatría, etc., etc. 

Yo no digo que no sea muy hermoso, pero lo que está siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo. Roma Yo soy el Señor Dios Tuyo:

 1. Amarás a Dios sobre todas las cosas. 

 2. No tomarás el nombre de Dios en vano. 

3. Santificarás las fiestas. 

 4. Honrarás a tu padre y a tu madre. 

5. No matarás. 

 6. No fornicarás.

 7. No hurtarás. 

 8. No dirás falso testimonio ni mentirás.

 9. No desearás la mujer de tu prójimo. 

10. No codiciarás los bienes ajenos.

 claro por el 2° mandamiento es que ¡no se puede hacer!; y no se puede hacer por la sencilla y única razón de que Dios nos lo prohíbe. La Virgen María, la madre de Jesús, fue sin lugar a dudas una mujer fiel, extraordinaria y maravillosa; a quien, preci­samente por serlo, debe repugnar con toda seguridad todo este montaje que se ha levantado a su alrededor, contravi­niendo las leyes del Sumo Hacedor.

 El propio Jesús nos confirma en dos ocasiones diferentes que a este mandamiento no se le puede imponer veda alguna ni siquiera por su madre:

 1. «Mientras él aún hablaba a la gente he aquí su madre y sus hermanos que estaban fuera y le querían hablar. Y le dijo uno: He aquí tu madre y tus hermanos que están fuera y te quieren hablar. Respondiendo Jesús al que le decía esto, dijo: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque todo aquel que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y hermana y madre.» (Ma­teo, 12.)

 2. «Mientras él decía estas cosas, una mujer de entre la mul­titud levantó la voz y le dijo: Bienaventurado el vientre que te trajo y los senos que mamaste. Y él dijo: Antes bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la guardan.» (Lucas, 11.) Es decir que Jesús no quiso mezclar en ningún momento a la Virgen María con los asuntos de su Padre, y con ello de­jaba bien claro y patente que su madre en la tierra nada tenía que ver con la divinidad. 

Y, por tanto, los dogmas marianos, el título de Reina del Cielo, Intercesora entre Jesu­cristo y los hombres, etc., carecen de sentido. Roma ha llegado a decir que peticiones formuladas directamente a Jesús con resultado negativo se han visto, por el contrario, atendi­das haciéndolo a través de María. ¡Sin comentarios! Para saber dónde hay que colocar exactamente a María basta con examinar las palabras que pronuncia Jesús desde la cruz a su discípulo amado: «Ahí tienes a tu madre.» Esta era realmente la voluntad de Jesucristo: que nosotros, la humanidad, considerásemos y amásemos a María como a nuestra madre y naturalmente la honrásemos con la máxima devoción que se puede tener a una madre (¡que no es poco!). 

Lo demás son sentimentalismos excesivos, que si son verda­deramente serios, quedan reservados únicamente al propio Dios. Este culto idolátrico también lo extiende Roma a los san­tos en una forma casi increíble: — devoción a San José (los 7 domingos, novena y mes), — devoción al Ángel de la Guarda (novena y misa), — devoción a las almas del Purgatorio (novena, misa y res­ponso de difuntos), — los trece martes en honor de San Antonio de Padua, — oración a San Luis Gonzaga (los seis domingos), — los cinco domingos a las llagas de San Francisco de Asís, — novena de la gracia (San Francisco Javier), — deprecaciones a Santa Teresa del niño Jesús, — oraciones propias de los santos (San Antonio Abad, San Sebastián, San Francisco de Sales, San Blas, Sto. 

Tomás de Aquino, San Benito, San Isidro Labrador, etc., etc. etc.) — Oración a todos los santos (que nada tienen que ver con las propias). El culto y devoción a la imagen de San Antonio ha llega­do a niveles elevadísimos, ha batido todos los récord.

 En algún templo tienen imagen repetida y en algunas sacristías existen recambios y stocks que hacen palidecer. Yo creo que queda clara cuál es la voluntad de Dios a este respecto, y que el 2.° mandamiento no puede suprimir­se de un plumazo bajo ningún concepto. 

Cambio substancial del 7.° mandamiento (6.° según Roma) Lo llamaremos 6.° para entendernos mejor, porque sobre este número se ha escrito mucho, se ha gastado mucha tinta y de distintos colores. El mandamiento decía literalmente no adulterarás. La in­tención de Dios era muy clara, quizás demasiado clara: no se podía ir con la mujer de otro. 

No había ninguna intención sexual. Se seguía la línea del conjunto. No se podía ir con la mujer de otro porque con esto se perjudicaba al prójimo. Pero, amigo, esto a Roma no le interesaba. Roma tenía ya preparado otro mandamiento, el 9.° como veremos a con­tinuación, donde iba a decir claramente que no se podía de­sear la mujer de otro. Aquí en el 6.° había que aprovechar para meter algo más gordo. Había que introducir la fornica­ción en algún apartado, porque es que realmente ¡no estaba! No hubo ningún inconveniente, la cosa era muy sencilla: cambiar la palabra adulterar por fornicar. Y así nació el 6.° mandamiento Romano: NO FORNI­CARAS. Invento del 9.° mandamiento A Roma, por lo visto, no le salieron las cuentas al supri­mir el 2.° mandamiento, de modo y manera que tuvo que añadir un 9.° mandamiento que no existía. Esto lo hizo a base de coger el 10.° mandamiento de la ta­bla original, que decía: «No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo» (Ex. 20:17) y desmenuzarlo de la siguiente forma: — en el 9.° colocó lo de la mujer (que era el 2.° concepto), — en el 10.° metió todo el resto: casa, siervo, criada, buey, asno y cosa alguna; y todo esto lo unificó en un solo con­cepto de «bienes ajenos». 

  Entonces los dos nuevos mandamientos quedaron redac­tados así: 9.° no desearás la mujer de tu prójimo, 10° no codiciarás los bienes ajenos. La intención del verdadero legislador apuntaba como siempre, a un mismo fin: Respeto total al prójimo, sin nin­guna intención sexual. Pero a Roma le convino mucho más aislar a la mujer en un 9.° mandamiento, echándole de co­mer aparte. Como vemos, los diez mandamientos en su versión origi­nal no perseguían más que una sola finalidad: Adorar al Dios único y amar al prójimo. En ningún sitio, lo vuelvo a repe­tir, se puede encontrar o imaginar una intención de tipo se­xual o erótica. En el 6.° había la simple prohibición de usar la mujer del prójimo: no adulterar. Pero Roma logró introducir sexo en el 6.° y el 9.° man­damientos por el procedimiento ya Cuando se hizo la traducción de la Vulgata en 1884, no se atrevieron a establecer este desglose descarado, y se limita­ron a poner dos puntos después del primer concepto, con objeto de que la serie de sumandos empezara en la mujer y así, por lo menos, darle a ésta la categoría de primer suman­do. Y para resaltarlo más, el verbo desear se aplicó a partir de este nuevo primer sumando, reservándose el codiciar sólo para la casa. 

Observen con qué sutileza está redactado el 10.° en la edición de la Vulgata del año 1974: — 10.° no codiciarás la casa de tu prójimo: ni desearás su mu­jer, ni esclavo, ni esclava, ni buey, ni asno, ni cosa al­guna de las que le pertenecen. Esta rara astucia no fue más que un simple detalle por­que en realidad sí se atrevieron a prohibir bajo pena de ex­comunión que se leyese o simplemente se tuviese una Biblia en casa. Mientras tanto han ido propagando su versión del 6.° y del 9.° distribuyéndolos en los parvularios, colegios y univer­sidades, historias sagradas y sermones. En el año 1905, el Papa Pío X autorizaba la publicación en Italia, de lo que se ha venido llamando el Catecismo Ma­yor de S. Pío X, «con ligeras modificaciones para que la tier­na juventud quede provista de un catecismo que exponga de un modo claro los rudimentos de nuestra Santa Fe...». Los Obispos de otros países, y cómo no, los españoles a la cabeza, se adhirieron inmediatamente «a la dulce esperan­za» (así reza el texto de S. Pío X) aceptando estas ligeras modificaciones. El texto definitivo de los mandamientos de la ley de Dios según la Iglesia Romana quedaba finalmente redactado así: Yo soy el Señor Dios tuyo. 1. Amarás a Dios sobre todas las cosas, 2. No tomarás el nombre de Dios en vano, 3. Santificarás las fiestas, 4. Honrarás a tu padre y a tu madre, 5. No matarás, 6. No cometerás actos impuros, 7. No hurtarás, 8. No dirás falso testimonio ni mentirás, 9. No consentirás pensamientos ni deseos impuros, 10. No codiciarás los bienes ajenos. Observamos que estas ligeras modificaciones de S. Pío X eran, como siempre y solamente, en el 6.° y en el 9.° y ade­más no eran tan ligeras. No conformes con haber introducido la fornicación y la mujer en una primera etapa, se lanzaron en esta segunda a sustituir: — «la fornicación», por «actos impuros» (comprendida la for­nicación, naturalmente) — «la mujer», por «pensamientos y deseos impuros» (com­prendida la mujer, naturalmente). Esto es lo que se llama una metamorfosis en cadena con­vergente: saliendo por una parte de un simple adulterio, y por otra de una casita, una mujer, un siervo, una criada, un buey, un asno, se llega siempre inexorablemente a la impu­reza, tanto en deseos como en actos (incluidas la fornicación y las mujeres, naturalmente). Esta versión final que hemos dado de los mandamientos está refrendada por la conferencia Episcopal Española y así figura en todos los textos que se distribuyen actualmente en Esto es simplemente la teoría; la práctica se puede encon­trar en el libro titulado El sexo en la confesión que se pu­blicó en 1973 por Marsilio Editori (II sesso in confessionale), en el cual todo es miseria y podredumbre, y donde, al leer­lo, uno se da cuenta, a través de las obsesiones y contradic­ciones de los confesores, de la imprecisión y falsedad de la ley. Parece como si Roma tuviese una verdadera obsesión por el tema sexual. Hace pocos meses leí en el periódico unas manifestaciones de Juan Pablo II en las que decía «que en el otro mundo los hombres y las mujeres conservarían el sexo pero no podrían utilizarlo». Lo del sexo en el otro mundo ya hace mucho tiempo que quedó zanjado por Jesús cuando dijo que allí «no habría ni maridos ni mujeres sino que todos seríamos ángeles» (Mat. 22:30). Creo que hubiese sido más interesante que el Papa, con todos los respetos, nos hubiese dicho cómo y cuándo pode­mos utilizarlo aquí, en la tierra, que es donde sí de verdad lo ¿Y qué dice Jesucristo sobre el sexo? Jesucristo, como es natural, habló muy poco sobre este tema. Pero las pocas palabras que dijo son suficientes para poder conocer por dónde iban los tiros, y ver que estaba esencialmente en la línea del Antiguo Testamento. Cuando le preguntaron si era lícito repudiar a las muje­res, dijo tajantemente que no, que no es posible divorciarse. Además ahí aprovechó para darnos una definición clara y matizada de lo que es el «Comete adulterio, dijo Jesús, cualquiera que deja a su mujer y se casa con otra.» Esta es la verdadera definición. No se puede uno casar con una mujer, tener hijos con ella, etcétera, y después dejarla y marcharse con otra. No se pue­de hacer daño tan descaradamente al prójimo. Está clara­mente en la línea de los mandamientos. Hizo una sola salve­dad: «salvo caso de fornicación». Es decir, que si la mujer te sale «zorra», sí te puedes divorciar; como era lógico, pues en este caso es imposible formar una familia estable. Roma parece que ha entendido perfectamente lo del di­vorcio y lo prohíbe. Desgraciadamente ha encontrado y pues­to en práctica un procedimiento para «separar» sin divor­ciar, a base de demostrar que nunca hubo matrimonio, con lo cual no vulneran la ley. Aplicando este sistema ha concedido la separación a mi­les de parejas católicas, tras hacer correr ríos de tinta, in­ventar montones de figuradas inseminaciones artificiales y embolsarse muy buenos millones. Volviendo a la contestación de Jesús, lo más interesante es una coletilla que agregó a esta contestación. Al ver que se formulaban ciertos susurros entre sus apóstoles a propó­sito de lo del divorcio, en el sentido de que si las cosas es­taban así no merecía la pena casarse, Jesús añadió: «No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado. Pues hay eunucos que nacieron así del vien­tre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunu­cos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibirlo que lo reciba» (Mat. 19:11­12). A Jesús se le brindó una ocasión para decir algo sobre sí mismo y la aprovechó. ¡Era indudable que El se había hecho eunuco por amor al reino de los cielos! Pero, señores, ¿quién hay que posea el don además de Je­sucristo? ¡¡Nadie!! Eunucos de nacimiento, sí hay muchos, pero eunucos por amor al reino de los cielos, ninguno. Aspi­rantes, A todos los sacerdotes católicos que han aceptado el ce­libato los podemos dividir en tres grupos claramente dife­renciados: l.er grupo. Un 60 %, de los sacerdotes romanos son eunucos de nacimiento. (El celibato católico es un auténtico refugio para esta clase de personas) 2.° grupo. Un 25 % de los sacerdotes son homosexuales. (Con qué cautela se mueve en los colegios esta in­saciable vorágine) 3.er grupo. Un 15 % de los sacerdotes son hombres de ver­dad. Del tercer grupo no llega prácticamente a feliz puerto nin­guno: unos se echan una amiga, otros se defienden como pue­den, otros aquí caigo aquí me levanto, otros acaban en ma­nos de psiquiatras (o por lo menos debieran de estarlo) y fi­nalmente hay unos cuantos que cuelgan los hábitos y aban­donan el sacerdocio. A Jesucristo sólo se le puede clasificar en el tercer grupo, le gustaban muchísimo las mujeres, ¡como al que más! ¡Era más hombre que ninguno! Pero además era Dios y por tanto ¡poseía el don!. Cuando le presentaron a la mujer adúltera para que la juz­gara, vemos muchas caras conocidas entre los allí presentes, reconocemos a muchos sacerdotes, obispos y cardenales que no hubiesen podido tirar la primera piedra. ¡Solamente Je­sucristo estaba capacitado para tirarla! ¡Sólo El podía ha­cerlo! y... sin embargo no la tiró. ¡Yo tampoco te condeno!, dijo. Jesucristo dejó bien claro a través de su importantísima y elocuente coletilla y de la historia de la mujer adúltera: — que El no pertenecía ni al l.er ni al 2.° grupo, — que pertenecía al 3.° y que además poseía el don, — que sentía compasión de la miseria humana, — y que en cierto modo la perdonaba. Podemos decir que Jesucristo no promocionó en absoluto la fornicación, y la sola vez que estuvo en sus labios esta pa­labra (Mateo, 15­19) iba acompañada de muchísimos otros conceptos que nos hacen pensar que lo que condena en rea­lidad es el abuso, la lujuria, las formas depravadas de la fornicación, los actos antinaturales, la animalidad y la homose­xualidad; con lo que se quedaría, naturalmente, en la línea del Antiguo Testamento. Jesucristo sabe, mejor que nadie, que la carne es débil, que el acto 100 % natural y espontáneo entre un hombre y una mujer está creado por Dios y que no puede ser malo siempre que esté contemplado dentro del contexto más am­plio de la personalidad y la comunidad; y únicamente prohi­bido cuando se comete adulterio. En el sermón de la Montaña, Jesucristo dijo: «Se os ha enseñado que se mandó "No cometerás adulte­rio", pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer casada excitando su deseo por ella, ya ha cometido adulterio con ella en su interior» (Mateo 5­28 ­ Biblia Española de Alonso Schokel, 1975). Esto sigue en la misma línea que los mandamientos, por cuanto para hacer daño al prójimo no hace falta llevarse a su mujer a la cama, sino que basta con realizarlo con el pen­ Más cosas sobre el sexo Recientemente Juan Pablo II manifestó públicamente que «no se puede ni siquiera desear a la mujer propia con apeti­to concupiscente».Yo aquí también debo manifestar y reco­nocer públicamente que este lenguaje es ininteligible. ¡Esto sí que nadie sabe cómo se come ni cómo se El apóstol Pablo afirmó la legitimidad y la bondad del sexo, pero al mismo tiempo expresó sin vacilaciones sus pre­ferencias a favor del celibato a la luz del retorno de Cristo en Gloria, que Pablo consideraba inminente. La escatología de Pablo, el clima moral depravado de su época y el influjo de la filosofía estoica sobre su pensamiento, han de tenerse en cuenta para una correcta interpretación de sus alusiones al matrimonio y otras materias relacionadas con la sexualidad. Con todo. Pablo encarece sean maridos de una sola mujer únicamente a los obispos y a los diáconos (Tim. 3:2, 12). En el Antiguo Testamento existe la poligamia y hasta el concubinato. Sólo se condena indefectiblemente el adulterio con la esposa o prometida de otro; de tal modo que puede verse con claridad que la razón de tal condena no se funda en la naturaleza de la sexualidad humana, sino en las respon­sabilidades familiares y sociales. Abraham se casó con Sara, de la que tuvo un hijo, Isaac. Además, tuvo varias concubi­nas que también le dieron hijos y asimismo tuvo un hijo con su esclava egipcia Agar. No se divorció. Colmó de alimentos y de dones a los hijos de las concubinas con gran sentido de responsabilidad. ¡Abraham está en el cielo! Es palabra de Jesucristo. Lo mismo podríamos decir de Isaac y Jacob. El caso del Rey David, que tuvo cantidades de mujeres y concubinas, siempre fue bendecido por Dios. Solamente cuando adulteró con la mujer de Urías, le castigó. A pesar de todo, al final le perdonó. El Rey Salomón logró batir el record: ¡1000 mujeres! 700 con rango de princesa y 300 concubinas. Tenía claramente el beneplácito de Dios. Solamente, en su vejez, cuando permitió que algunas de sus mujeres extranjeras practicaran la idola­tría recibió su merecido. Con todo ello se ha creado una respuesta bíblica coheren­te de la sexualidad humana considerada como un aspecto de la vida, que ha de situarse adecuadamente en el contexto de la persona total y de la vida humana en su conjunto y con todas las relaciones y responsabilidades. 5.° mandamiento Da mucha pena que el catecismo Mayor de S. Pío X no recoja en su correspondiente 4.° mandamiento la promesa que nos hizo Dios en este tan dulce y agradable escalón de la ley. Es el primer mandamiento que nos obliga a cumplir un deber para con el hombre. Pero además, ¡qué deber tan ma­ravilloso: honrar a nuestro padre y a nuestra madre! A los seres que nos han precedido y nos han engendrado sobre la tierra. Que nos han dado la vida. Y entonces, ¡y sólo enton­ces!, como consecuencia de amarlos, de amar a quien nos ha dado la vida, se nos alarga la misma vida. Este amor fortalece la vida familiar, augurando una esta­bilidad del individuo y de la La bendición de Dios reposa sobre la observancia de esta regla, y produce todas estas consecuencias y efectos tan ma­ravillosos que hemos descrito. Es el único mandamiento de «la ley de Dios» que va acom­pañado de una promesa por parte de Dios. Pues bien, llegó S. Pío X con su famoso Catecismo Mayor, cogió unas tijeras así de grandes y nos cortó la promesa. ¡So­lamente interesa amar a los padres! ¡S. Pío X, S. Pío X, ... ¡qué corte nos has pegado! Conclusión El hombre que se pronuncia célibe a sí mismo y se reconoce, por tanto, en posesión del «don» es, además de falso e inexacto, un insolente orgulloso. Cualquier individuo normal debe confe­sarse perpetuamente pecador e inhábil o incapaz para poder auto­someterse y poseer el «don» (y de esto no se escapa ni el inma­culado y virgíneo mismísimo Papa). Sólo Dios, encarnado en la persona de nuestro Señor Jesucristo, puede poseer el «don»; todo lo demás es pura invención, entelequia y sueños dorados. En lo concerniente a los Mandamientos de la ley de Dios, tal y como figuran en las Sagradas Escrituras, son de un sentido común, de una humanidad y de una lógica tan aplastantes que es indiscutible su origen divino así como también su subsistencia realista incuestionable, en contraposición a la mutilada y adulte­rada «ley de Dios» que recomienda y distribuye Roma que es un auténtico aborto finamente sazonado y bien rebosante de aberra­ción, desacierto, descarrío, inexactitud y cabezonería. Dios deja bien claramente establecido que: — no quiere que adoremos a otros (dioses ajenos), — no dañemos ni perjudiquemos a otros (el prójimo), — no les quitemos la mujeres a otros, etc., — resumiendo: sólo hay que adorarle a El y respetar amorosa­mente a nuestros semejantes. En definitiva, Dios, a través de sus mandamientos potencia, fortalece y revigoriza los dulces y exquisitos nombres de Padre y hermano hasta límites indecibles e inagotables... tal y como Jesús nos iba a instruir y adoctrinar más tarde. La verdadera Cruz no fue de madera, sino la doble dimensión de su infinito amor: hacia el Padre, glorificándole continuamente, y hacia los hombres sus hermanos con misericordia, serenidad y dulzura. *** III EL CÉSAR Y ROMA Los fariseos le preguntaron a Jesús: «Dinos qué opinas: ¿Está permitido pagar tributo al César o no?» Calando Jesús su mala intención les dijo: «¡Hipócritas! ¿Por qué intentáis comprometerme? Enseñadme la moneda del Tributo.» Ellos le ofrecieron un denario y él les preguntó: «¿De quién es esta efigie y esta leyenda?» Le respondieron: «Del César.» Entonces les replicó: «Pues lo que es del César devolvédselo al César, y lo que es de Dios, a Dios» (Mat. 22:17­20). Queda muy claro que Jesucristo con esta frase estableció de una vez por todas, su criterio sobre la separación e inde­pendencia que debe tener el poder espiritual, «las cosas de Dios», con el poder temporal, «las cosas de los hombres». La Iglesia no debe casarse con ningún estado, ni tan siquiera debe flirtear con él. Pero parece que Roma y muchos otros se han saltado esta norma a la torera. En España se ha llegado a muy altos niveles de integra­ción de la Iglesia Romana con los distintos regímenes polí­ticos, con un total desprecio de la frase de Jesucristo. Y esto ha sido así en todas las épocas, desde los tiempos de los con­quistadores hasta el renacimiento de esta especie de nacional­catolicismo que se ha creado en la última centuria. En todo tiempo y siempre un cardenal español ha tenido acceso direc­to al trono o ha sido consultado por el César. También el Anglicanismo en Inglaterra se ha casado con la Corona, porque aunque diga Canterbury que se trata de una unión más bien simbólica, de facto no se hace nada sin consultarla. Y sus lazos con el César y la pompa y los ritua­les que utilizan son los mismos (o más exagerados si cabe) que los que utiliza Roma; y son desde luego un insulto a la Biblia de la que tanto blasonan. Los protestantes también tienen su nacional­protestantismo en varios países europeos. Parece que lo del poder temporal tira mucho; Jesucristo ya nos previno contra todo ello. No olvidemos que la Iglesia Romana fue promovida por el Emperador Constantino en el siglo ni y prácticamente cal­cada de las estructuras paganas que tenía el Estado en aquel El Emperador romano era considerado Pontifex Maximus del paganismo y como tal tenía la prerrogativa de ser adora­do. Miles de cristianos dieron su vida por negar adoración a la imagen del Pontifex Maximus de la religión oficial del Imperio Romano. Los emperadores persas y egipcios pretendían lo mismo y se consideraban infalibles. Eran reverenciados como repre­sentantes de la divinidad en la tierra. La Iglesia católico­romana que conocemos no ha olvidado ninguno de aquellos detalles: — el Papa es el Sumo Pontífice, — se considera infalible, — el protocolo obliga a que se le besen los pies (aunque en la práctica se tolera sólo arrodillarse con inclinación), — hay que adorarle, ¡es el Beatísimo Padre! (hay grandes masas que lo hacen hasta el histerismo), — ni siquiera se ha desprendido de los abanicos de plumas de pavo real que lo acompañan en la silla gestatoria, como hacían los emperadores del mundo gentil. Roma representa sin lugar a dudas: — una Iglesia apóstata, que debiendo pertenecer a Jesucris­to se ha casado con el mundo; — una falsa religión con ropajes deslumbrantes; — la religiosidad unida a la mundanalidad; — la personificación de la infidelidad, la hipocresía y la per­secución; — un sistema mundial de confusión espiritual; — una institución que promociona la corrupción eclesiástica. En todo caso estamos ante un falso cristianismo que tiene relaciones culpables con los grandes de la tierra y se compla­ce con las cosas mundanas, como son los honores nacionales, riquezas y dominio. Durante muchos siglos ha sido perseguidora de otras reli­giones. Ha cometido muchos crímenes en nombre de Jesu­cristo. Detrás de una especie de máscara de piedad, con unas pompas y unos ritos imponentes, atrae y seduce a hombres esparcidos por toda la superficie de la Este gigantesco sistema de prostitución espiritual es algo nunca visto. Es una auténtica tiranía eclesiástica, que ha tra­ducido a su favor la Biblia y las formas paganas en una es­pecie de baile lleno de hipocresía y de idolatría. Es muy triste tener que decir que los falsos cristianos de Roma conscientes de esta hipocresía son ante Dios más culpables probablemente que los fetichistas y los musulmanes, puesto que su conocimiento y su infidelidad son más grandes. Nadie ha perseguido a los creyentes como lo ha hecho Roma. En 1179, en el tercer concilio de Letrán, el papado de­cidió exterminar a los herejes. Entre los siglos xui y xv hizo todo lo que pudo para eliminarlos a todos. Los Albigenses, los Valdenses, los Husitas, etc., fueron quemados vivos en nom­bre de Jesucristo. Sin ir más lejos, en la guerra santa contra los Albigenses por Inocencio III, 7.000 cadáveres fueron encontrados en una sola iglesia de Béziers. De esta manera Roma podría enva­ necerse de haber aniquilado toda clase de oposición dentro de la cristiandad, pero fue entonces cuando explotó la re­forma. Fue a partir de entonces cuando la sangre empezó a co­rrer a base de bien, en España (donde la Inquisición funcio­nó durante 600 años), en Italia, en Francia, en los Países Ba­jos, etc., la Biblia estaba prohibida y era suficiente encontrar una en cualquier casa para ser enviado a las galeras o a ca­dena perpetua. Las torturas infligidas eran de un sadismo refinadísimo. La Roma papal de esta época sobrepasó en mucho a la Roma pagana en crueldad. Todo esto pasó hace mucho tiempo. Pero jamás Roma ha expresado oficialmente su arrepentimiento por todos estos actos. Por el contrario, ha grabado una me­dalla conmemorativa de la matanza de San Bartolomé en la que representa a un ángel del cielo ejecutando por sí mismo aquel acto de barbarie. Este mismo día el Papa rindió home­naje a Dios públicamente en acción de gracias por esta gran victoria sobre los enemigos de Ha sido canonizado Pío V, que es alabado en el breviario por haber sido inflexible y notable inquisidor. Se encuentra también en el breviario, con fecha 30 de mayo, una nota donde se resalta que San Fernando (Fernan­do III de Castilla y de León) es alabado por el celo con que persiguió a los herejes, acercando con sus propias manos leños a la hoguera para quemar a los condenados. En el centro de todo esto se encuentra un hecho innega­ble: el de que las persecuciones están inscritas no solamente en la historia de la Iglesia Romana sino incluso en su dogma. El derecho a matar herejes figura en los decretos infali­bles e irrevocables de sus concilios generales (el 3.° y el 4.° de Letrán). Bellarmín, doctor de la Iglesia Romana, demues­ tra la necesidad de quemar a los herejes basándose en que la experiencia enseña que no puede haber otra solución, pues­to que la Iglesia ha tenido demasiadas contemplaciones en­sayando otros medios diferentes de disuasión. Los métodos de disuasión normalmente empleados fue­ron: — en un principio, la excomunión; pero resultó que los he­rejes la despreciaban, — después, la imposición de multas, — posteriormente, la deportación, — luego, el encarcelamiento; pero los malditos herejes co­rrompían a los carceleros con sus libros y sus palabras, — finalmente, la pena de muerte. ¡Estaba visto que el único remedio era matarles! Todas las ordenanzas de Roma contra la herejía, todas las reglas que atañen a las persecuciones, permanecen to­davía inalterables en sus cánones, ¡nada ha sido abrogado! Roma ha martirizado a millones de santos. Sus edictos de persecución se extienden a todo el período de su existencia. El cardenal Lepicier, profesor de Teología Sagrada en el Colegio de la Propaganda de Roma, escribía en 1908: «Si alguno hace públicamente profesión de herejía, no solamen­ te será reo de excomunión, sino que podrá ser justamente ajusticiado, de manera que su ejemplo contagioso y malsano no sea perjudicial para muchos más» (de Stabilitate et progressu dogmatis). Este libro recibió la aprobación vehemen­te del Papa Pío X en 1910. A este Papa le conocemos ya, es el célebre S. Pío X, impulsor del famoso Catecismo Mayor del que hablamos al principio de este trabajo y que todavía está en vigor en nuestros colegios y universidades a través de la Conferencia Episcopal Española. Algunos hechos relativamente recientes nos enseñan que desgraciadamente todavía persiste el espíritu de persecución. En España hemos asistido durante muchos años al encarce­ lamiento de Protestantes, al cierre de templos, a la destruc­ción de Biblias, a la expulsión de misioneros, etc. La situa­ción últimamente parece felizmente resuelta. En Colombia, 1948, se estableció la dictadura del Partido Católico­conser­vador, una de cuyas finalidades era la eliminación brutal de todas las demás confesiones. Hasta finales de 1957 se llegó a martirizar a docenas de creyentes no católicos, destru­yendo sus templos y colegios. Todo esto sin una palabra de protesta por parte del Vaticano. No cabe la menor duda, de que hoy, como siempre, los perseguidores están plena­mente convencidos de que ellos poseen en exclusiva el mo­nopolio de la Iglesia de Jesucristo. El papado ha pretendido, en efecto, dominar el poder temporal. Durante siglos ha nombrado reyes y emperadores. Es con los reyes de la tierra con quienes ha tenido relacio­ nes culpables. Roma ha buscado incesantemente la alianza entre el trono y el altar para poder influenciar la política. A donde ella no ha llegado, ha sabido poner en marcha «el brazo secular», el poder del Estado, para torturar o exiliar a sus víctimas. Basta con recordar el papel que desempe­ñaron, movidos por Roma, reyes como Luis XIV de Francia o Felipe II de España. Queda claro que Roma, sobre todo durante la Edad Me­dia y durante el período de la Inquisición, desempeñó un papel muy importante en la historia de las persecuciones. En grado menos acentuado también los Protestantes y los Ortodoxos griegos han hecho sus pinitos en materia de persecución y han realizado matanzas en sus respectivos países contra los católico­romanos. Pero lo que es indiscutible es que cualquier Iglesia que actúa de esta manera no puede ser una Iglesia de Jesucristo. Recordemos lo que Jesús le dijo a la samaritana: «Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre» (Juan 4:21). Sepamos, pues, a quién tenemos que adorar; no nos ca­semos con esta o con aquella Iglesia. Seamos verdaderos adoradores y adoremos al Padre en espíritu y en verdad. El Espíritu de verdad, el Espíritu del Padre, es el Espíritu de Jesucristo. Las Escrituras, que son la Palabra de Dios, ha­cen de El un retrato único, que sobrepasa toda representación humana de la divinidad. Solamente el Dios de la Biblia es Dios verdadero, Espíritu, Creador, Maestro, soberano del uni­verso, glorioso, eterno, santo, absolutamente sabio, incognos­cible en su esencia, de una justicia perfecta y de un amor insondable que brota de su corazón de Padre. Es también Re­dentor, sufriendo con su criatura caída, viniendo a ella por la revelación y la encarnación, realizando —y a qué precio— el plan grandioso de la salvación de la humanidad. La persona de Jesucristo sobrepasa igualmente cualquier encuadre terrestre. ¡Jamás hombre alguno ha hablado como este hombre! (Juan 7:46). Nadie jamás vivió, sufrió y amó como El. Resucitado, sólo El está capacitado para regene­rarnos. Jesucristo, la Palabra hecha carne, es la prueba por exce­lencia de la inspiración divina de la Palabra hecha libro. Y es incluso la sola prueba realmente necesaria. Aquel que por la fe y por la iluminación del Espíritu Santo ha encontrado en El al Dios viviente a través de las páginas del libro sa­grado, no tiene necesidad en absoluto de ninguna otra clase de demostraciones. En los próximos capítulos desvelaremos claramente en qué nos han engañado y dónde está la verdad. *** IV LA GRAN MENTIRA Sobre el camino de Cesárea de Filipo Jesucristo pronun­cia por primera vez la palabra Hay que tener en cuenta que hasta entonces siempre ha­bía ocultado quién era a sus discípulos. El no quería dar este paso. Esperaba pacientemente la ocasión de que su Pa­dre actuase en ellos por medio de su Espíritu. «¿Y vosotros quién decís que soy?» Entonces Simón Pe­dro en un arranque de espontaneidad, tomo la palabra y dijo: «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo.» Este momento era capital para la vida del Señor. ¡Era capital para la historia de la humanidad! Antes de hablar de su Iglesia, Jesús, lo primero que hizo fue darle las gracias a Pedro por esta revelación: «Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo.» Tuvo que existir una intervención directa para que Pe­dro llegara a esta convicción plena. Y entonces fue cuando Jesús fundó su Iglesia diciendo: — «Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán ante ella (Mat. 16:18). — A ti te daré las llaves del reino de los cielos y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mat. 16:19). Analicemos la parte importante del primer versículo: sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. — Jesucristo nos habla de su Iglesia, — la que le pertenece totalmente, — la que va a adquirir al precio de su propia sangre, — es decir, la que llevará su nombre para toda la eternidad, — y la va a edificar él mismo, — Jesucristo va a ser su propietario y su constructor, — El mismo va a dibujar el proyecto, — El mismo va a poner las fundaciones, — El mismo va a colocar el edificio sobre estas fundaciones. ¿Para qué necesita a Pedro? PARA NADA ¡Pero Pedro acaba de decir una verdad muy grande! — esa piedra, — esa roca sólida, — esas fundaciones sobre las que Jesús va a edificar: Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo Esa es la roca sobre la que Jesús va a cimentar su Iglesia. — No sobre Pedro, como dice Roma. — No sobre Pedro, que no es piedra sólida, que falla: 1. porque le va a negar tres veces, 2. porque pierde la fe cuando camina sobre las aguas, 3. porque dentro de pocos minutos le va a tener que reprender diciéndole: «¡Quítate de mi vista, Sata­nás! Escándalo eres para mí, porque tus pensamien­tos no son los de Dios, sino los de los ¿Cómo puede Jesucristo construir, nada menos que su propia Iglesia, sobre esta piedra tan resbaladiza que es Pedro? Jesucristo lo hace todo siempre sobre la misma piedra, la de la fe: — cuando nos dio la vida eterna ya lo hizo sobre esta piedra: «El que cree en mí y en el que me envió tiene la vida eterna» (Juan 5:24). — cuando nos manda su Espíritu, también lo hace sobre esta misma piedra: «Al que crea en mí yo le enviaré mi espí­ritu» (Juan 7:38). — cuando funda su Iglesia, lógicamente también lo hace so­bre la misma piedra de la fe en El. En los tres casos es la misma piedra, y esto no es ningu­na casualidad, sino que para creer en Jesús hay que saber simplemente que es nada menos que el Hijo de Dios, y ésta es la piedra. ¿Cómo, señores, si todo lo trascendental e importante lo fundamenta Jesús en la fe, ahora nos va a edificar su Iglesia sobre Pedro? ¡Esto es de locos! ¡¡¡No, y mil veces NO!!! Pedro ha servido para vehiculizar desde el Padre la gran verdad de nuestra fe: «Tú eres el Hijo de Dios» y sobre esta gran verdad, sobre esta piedra, esta roca firme, única, que sin­tetiza toda la obra del Padre en su Hijo, es sobre la que Je­sucristo, su Hijo, va a edificar la auténtica, la única y verda­dera Iglesia. Pero sigamos y tomemos la parte importante del segundo versículo: a ti te daré las llaves del reino ¿A quién, señores, le va a dar Jesucristo las llaves de su reino? Pues sencillamente a su propia Iglesia que acaba de perge­ñar, a todos los que van a pertenecer a ella, es decir, al Cuer­po místico de Jesucristo. Lo que pasa (y esto es muy importante) es que al ponerlo en singular parece que se pudiera referir al propio Pedro, pero no es así, como veremos. Lo que ocurre exactamente es que Jesús entre los dos versículos hace una pausa y entonces, pensando en su Iglesia que acaba de crear y ensimismado por el propio pensamiento se expresa como si dijera: Y a ti te daré (Oh Iglesia mía) las llaves del Reino de los Cielos. Y así sí tiene sentido todo: — tiene sentido todo el versículo que está en singular aquí en Cesarea. «y lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mateo, 16­19) — tiene sentido todo el versículo dicho en plural en otro lugar. «Todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mateo, 18­18). Y aquí sí se refiere a todos, a toda su Iglesia, y Jesucristo no va a decir a Pedro solo lo mismo que ha dicho a todos, a su Iglesia. Por lo tanto, queda patente que se refería, como es lógico, únicamente a su Iglesia. Aparece, pues, clarísimo (y esto es infantil, como todas las cosas que Dios nos deja percibir) que Jesucristo fundó su Iglesia sobre la fe: «Tú eres el Hijo de Dios»; que las puertas del Hades no prevalecerán ante ella (su Iglesia); que, además, le dio a esta misma Iglesia las llaves del Rei­no y que todo lo que esta Iglesia de Cristo reunida («donde estuviereis dos o más reunidos en mi nombre, allí estaré yo con vosotros») decida hacer como Iglesia suya, él lo aceptará, y si decide no hacerlo no lo aceptará. Pero es que además de este razonamiento que pone todo en claro, podemos aducir otros que corroboran esta verdad: — Pedro no se enteró nunca de que hubiese sido nombrado jefe, — Pedro murió sin enterarse de que era Papa, — tampoco se enteró Pedro de que el primado fuese trans­misible, — nunca Pedro fue Obispo de Roma, — los primeros Obispos de Roma no se transmitieron ningu­na jefatura, — Pedro nunca estuvo en Roma, sólo le llevaron allí para matarle, — mientras los apóstoles vivieron jamás pensaron en la po­sibilidad de un Papa, — los otros tres Evangelios no hablan nada de la promesa a Pedro, — Marcos y Lucas sólo mencionan la confesión de Pedro, — en las cartas de Pablo dirigidas a Roma nunca hay un mensaje para Pedro, — Pedro jamás presidió ninguna reunión del colegio apos­tólico, — no se encuentra nada en la época primitiva que pueda ser­vir de base a las pretensiones — en el año 607 un Papa proclama la autoridad del Obispo de Roma, — incluso a finales del siglo VII un sínodo de Obispos espa­ñoles declaró que la promesa se hizo sobre la fe, — hablar de infalibilidad del Papa antes del Concilio de Nicea es un monstruoso anacronismo, — en 1049 el Concilio de Reims lo declara Primado Apostó­lico de la Iglesia universal, — en 1054 el Papa de Roma y el Patriarca de Constantinopla se excomulgan recíprocamente, — el dogma de la infalibilidad pontifical fue promulgado en el Concilio Vaticano I, en 1870, en medio de fuertes opo­siciones por parte de muchos Obispos católicos, — para justificar la infalibilidad de Roma han tenido que falsificar la frase de Jesús que aparece sólo en Mateo, — San Agustín es un testimonio más a favor de la verdad que dijo Pedro y no sobre Pedro. De todo esto se desprende que Jesús en Cesárea de Filipo lo único que hizo fue concebir lo que iba a ser su auténtica y única Iglesia, fundada sobre la roca firme de la fe, y otorgar­le a la misma una serie de privilegios. Jesucristo es, pues, la piedra fundamental, la piedra an­gular de esta Iglesia cimentada en la roca firme: «Tú eres el Hijo de Dios»; y nosotros, los que creemos en esta verdad, somos las piedras escogidas por El para formar parte de este edificio único, cuyo sostén y apoyo nos lo da Entonces, el argumento retorcido de que Pedro es la cabe­za visible de la Iglesia de Cristo, de que todo se apoyaba en él, de que a Pedro le fueron entregadas las llaves del Reino y de que posee la infalibilidad, es una falacia, ¡una auténti­ca tomadura de pelo! ¡Es completamente falso! En esto consiste, señores, la gran mentira: — Roma no es la verdadera Iglesia de Jesucristo, — Pedro nunca fue nombrado jefe de su Iglesia, — El papado es una institución que han creado unos pocos en nombre de Jesucristo, pero sin la autorización de Je­sucristo, — Sus leyes no obligan a nadie que sea cristiano, — El Papa de Roma nada tiene que ver con Jesucristo, — Los cristiano­católicos son unos falsos cristianos. ¿Y qué dice Roma? Roma, como no está muy segura de «su paralogismo», in­tenta reforzarlo con la frase de Juan «apacienta mis corde­ros, apacienta mis ovejas»; lo cual es una solemne tontería. Cuando el Señor ha resucitado, uno de los «affaires» que tiene que resolver en la Tierra, antes de marcharse, es reha­bilitar a su buen amigo Pedro: — no olvidemos que Pedro había negado por tres veces al Señor, — y que Jesús se lo había pronosticado públicamente, — entonces el Señor le preguntó: ¿Tú me quieres?, — y Jesús reitera esta pregunta, tres veces también, — Pedro por tres veces le contesta con profunda humildad: Sí te quiero y tú lo sabes, — y tres veces le contestó el Señor: apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas, — y Jesús lo hizo también públicamente, — con lo que Pedro quedaba públicamente rehabilitado. Los Teólogos católicos, a falta de argumentaciones, se han agarrado desesperadamente a estas simples palabras «corderos y ovejas», para confirmar la institución del papa­do, la delegación oficial de los atributos soberanos de un pontífice sobre la Iglesia universal compuesta de fieles, los corderos, y de una jerarquía integrada por Obispos y Carde­nales, las ovejas. El raciocinio es retorcidísimo por parte de Roma. Nos encontramos delante de una nueva argucia ¡querer nada me­nos que identificar las relaciones entre la jerarquía y los fie­les con las de las ovejas y los corderos! Ya lo hemos dicho ¡se trató sólo de una rehabilitación! Y después de esta dura y humillante experiencia, Pedro se encontró calificado, como todos los demás, para poder apa­ centar con paciencia y con amor el rebaño de Jesucristo. Cuando se llega a desvelar esta gran mentira, únicamente los que hemos sido católicos bien intencionados sentimos una emoción más que profunda. Si Pedro no ha sido nunca Papa, si la institución papal carece de infalibilidad y el pontificado romano es una clara mentira, se invierte la base misma de nuestras creencias. ¿Qué debemos hacer? ¡Esto es una triste y desoladora bancarrota de nuestras convicciones, edificadas sobre arena! ¡La desesperanza es la reacción de una esperanza mal colocada! ¿En quién y en qué, querido lector, debe ser basada nues­tra fe? Sin lugar a dudas, ¡para no equivocarnos nunca más!, en la persona de Nuestro Señor Jesucristo y sobre la roca granítica de su palabra divina, que es el Evangelio. Los católicos romanos hemos estado sirviendo durante mucho tiempo a una falsa religión sin enterarnos. ¡Terrible y dolorosa confesión! Tengo que suspender por unos instantes mi razonamien­to, ya que las lágrimas no dejan de acudir a mis ojos y ver­ter incesantemente por mi tan largo tiempo desgraciado y equivocado — no puedo dejar de pensar con particular desasosiego en los humildes y admirables sacerdotes y religiosos que han creído y siguen creyendo, con todas sus fuerzas y con toda la sinceridad de su corazón, que cuando la Iglesia Roma­na, el Papa habla, es Dios quien habla, — no quiero dejar de pensar en un Francisco de Asís que al final de su vida se consumía en lágrimas, viendo la des­composición de su orden, porque sus discípulos, descono­ciendo las ansias de su pensamiento, empezaban a reem­plazar la obediencia al Evangelio por la obediencia a la autoridad eclesiástica. — no quiero dejar de pensar en un Savonarole, este valiente de la fe, que un triste Papa, el Borgia Alejandro VI, con­denó a ser colgado por haber denunciado sus infamias y torpezas y las de su jerarquía, — no quiero dejar de pensar en Juan Huss, no menos fer­viente católico que fiel apóstol de Jesucristo, que Roma desautorizó y trató sin piedad. Fue quemado vivo en 1415, — y así podríamos seguir indefinidamente. Roma sólo distingue entre los fieles a su doctrina y los rebeldes y sublevados. Se le obedece aunque sea contra la propia conciencia, o se cae en herejía. Y cuando un alma que ama ardientemente a Jesucristo se ve acorralada en este di­lema de rebelión contra su Iglesia o de infidelidad a la pala­bra de Jesús... ¡Es espantoso! Entonces se cae en esta an­gustia, donde hay que aclarar conceptos y encontrar la con­ciliación dentro de lo inconciliable. ¡Este dilema solamente tiene solución en Jesucristo! To­das estas conturbaciones se resuelven leyendo los Santos Evangelios, cuyo espíritu y carácter permiten llegar al má­ximo grado de la suma serenidad y de la suma fortaleza. ¿Y qué dice su predilecto hijo el Papa S. Pío X? Si leemos otra vez su Catecismo Mayor a través de los textos nacionales de 1980 que nos otorga la Conferencia Epis­copal Española, en su lección «La Santa Iglesia», reza así: — «¿Cuáles son las notas o caracteres que Cristo con­firió a su Iglesia? Las notas o caracteres que Cristo confirió a su Igle­sia son cuatro: unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. — ¿Cuál es la verdadera Iglesia fundada por Cristo? La verdadera Iglesia fundada por Cristo es única­mente la Iglesia Romana, porque sólo ella es Una, Santa, Católica y Apostólica.» Al leer la contestación a la primera pregunta nos había­mos asustado. ¡Aquí faltaba algo! ¿Dónde está la Romani­dad? Creímos que S. Pío X ya se había sacado otra vez de la faltriquera las grandes tijeras y ¡zas! había pegado otro tije­retazo y de golpe se había quitado el apellido. Pero no, no es así. La segunda contestación es bien clara a este respecto: ¡Es la Iglesia Romana! ¡Y además es la verdadera! ¡Nos lo dicen bien claro! ¡No renuncian a este apellido! Así, pues, las notas o caracteres que tiene esa Iglesia que llaman verdadera son cinco: Una, Santa, Católica, Apostólica y Romana. Entonces ya no son cuatro ¡Son cinco! Por lo tanto ya no es la Iglesia de Cristo. ¡Ellos mismos, los Obispos, nos lo han dicho! Aunque nosotros ya lo sabíamos. Si analizáramos a fondo estos cinco apellidos nos daría­mos cuenta de lo que esconden algunos detrás de sí mismos. Bastaría con hablar de la santidad, para ver que la tienen bien merecida; son muchos los santos que han enviado al cielo... a través de la hoguera. Pero no vamos a realizar este análisis. Me gustaría poder definir solamente: ¿Qué es este contubernio católico­romano? ¡Católico­Romano! Si dos palabras se juraron alguna vez amor eterno, ¡ahí las tenemos! Católico = universal, abierto, comprensivo, acogedor, conci­liador, anticonformista, liberal, a mano abierta. Romano = estrecho, difícil, resistente, sectario, ritualista, ti­ránico, intolerante, a puño Católico­romano — ¡La antítesis de la paradoja! En cuanto se convirtió en romana, la Iglesia católica, ipso facto, acabó en secta como cualquier Iglesia Particularista. La Iglesia cristiana, al principio «santa, católica y apostó­lica», en cuanto se le añadió el «y romana» perdió su nom­bre de Iglesia católica. Por lo tanto el Papa S. Pío X, al aceptar claramente la romanidad y por tanto el sectarismo, acepta implícitamente, a través de la antítesis de la paradoja, también el falseamien­to de este contubernio católico­romano. Yo soy cristiano Como cristiano auténtico, que he buscado la verdad y la he encontrado, que he vuelto a mis orígenes, a la Iglesia pri­mitiva de Jesucristo, quiero hacer esta declaración: — doy gracias a Dios por haber encontrado la verdad, — perdono a Roma todo el mal que me pueda haber hecho, — pido a Dios que ilumine a la jerarquía Romana y a todos los católicos del mundo para que vean con claridad dón­de están sus orígenes, y se incorporen a la auténtica Igle­sia fundada por Jesucristo y se conviertan en auténticos cristianos. Parábola del tesoro escondido (Mat. 13:44) Si bien suele interpretarse el tesoro como Cristo, el Evan­gelio o el reino, para obtener los cuales debe el pecador estar dispuesto a sacrificarlo todo, el empleo consecuente de hom­bre en esta parábola para designar a Cristo y la circunstan­cia de que lo vuelva a esconder después de hallarlo, invalidan totalmente aquella interpretación. Más bien, el tesoro escondi­do en un campo señala a la nación israelita durante el inte­rregno (Ex. 19:5; Sal. 135:4). A esta oscura nación vino Cristo. Pero la nación lo rechazó y entonces, por designio divino, fue derrocada de su momentánea preeminencia y diseminada; hasta el día de hoy, en las apariencias externas, es nebulosa su relación con el reino mesiánico, contrariamente a lo que le ocurre a la Iglesia, que también está diseminada y disper­sada. Pero Cristo dio hasta su vida, todo lo que tiene, para comprar el campo entero, el mundo (2 Cor. 5:19; 1 Juan 2:2), y así obtuvo el dominio absoluto por derecho de hallazgo y de redención. Por lo tanto, el tesoro escondido en un campo es, sin ningún lugar a dudas, la Iglesia invisible de Jesucristo. Cuando El regrese se desenterrará el tesoro y se expondrá a plena luz (Zac. 12, 13), presentando así Su Esposa a todo el universo para consolarla de los sufrimientos, de los insul­tos y de las persecuciones a que fue sometida en su desparra­mo y disgregación sobre la tierra. En su retorno, Jesucristo, volverá «sobre las nubes», es decir, desde arriba, tal como se marchó la primera vez. No será Roma ni el Consejo Ecuménico de Ginebra (W. C. C.), quienes lo coronan rey y establecen su reino aquí abajo. No es tampoco de las profundidades de nuestra tierra entregada a la apostasía ni del Palacio del Vaticano de donde va a surgir Jesucristo, sino que vendrá «con las nubes del cielo como un hijo de hombre» (Daniel 7:13). Esta vez vendrá para revelar al mundo entero su gloria divina. Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre con sus ánge­les, y entonces pagará a cada uno conforme a su conducta (Mat. 16:27). Jesucristo entró en la gloria suprema el día de la Ascensión, y aparecerá revestido de esta gloria cuando venga aquí abajo en un futuro muy próximo. *** V La Iglesia de Jesucristo La iglesia fundada por Jesucristo es la Iglesia cristiana y que a partir de ahora llamaremos simplemente la Iglesia. La Iglesia es el conjunto de todos los cristianos, extendida por todo el mundo y dispersados en todos los tiempos, pero unidos por una sola doctrina, la fe en Jesucristo. Esta Iglesia no está ligada a un lugar preciso: «Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, allí estaré yo con ellos» (Mateo 18:20) –– el conjunto de los elegidos — el pequeño rebaño de los redimidos — la nueva humanidad unida con Dios — el cuerpo de Cristo — todos los elegidos formando un solo cuerpo — la comunión de los santos basada en la fe de cada uno de los hombres individualmente — la construcción continua de Jesucristo tomando posesión de los hombres individualmente — la comunidad de los que han sido llamados para servir a Jesucristo — el conjunto de hombres que Dios ha elegido para darles su salvación — la comunidad de los elegidos — los que guardan fidelidad a Jesucristo, los que creen en El y han sido marcados por el Espíritu Santo — el conjunto de todos los que creen en Cristo, que viven en la unidad del Espíritu, de la fe, de la esperanza y del amor — los que esperan la salvación en Jesucristo, aceptando ser lavados por su sangre y santificados y marcados por el Es­píritu Santo — la asamblea de los que marchan por la fe y viven del Es­píritu — una confederación de creyentes — el conjunto de templos vivientes que albergan en su in­terior el Espíritu de Dios Fue Jesús quien habló por primera vez del Templo que es el cuerpo del hombre («en tres días reedificaré mi Tem­plo») y cuando nos dijo que nos enviaría su Espíritu para permanecer dentro de nosotros nos convirtió en verdaderos Templos de Dios. Así que si creemos firmemente en Jesucristo Hijo de Dios con fe verdadera, recibiremos el Espíritu Santo dentro de nosotros y nos colmará de dones, y su Padre hará morada en nosotros y no moriremos jamás y formaremos parte de su única Iglesia. — Jesucristo es el jefe de la Iglesia (Efesios, 5­23) — Jesucristo amó a la Iglesia y se entregó por ella (Efesios, 5­25) Al leer los Evangelios notamos que Jesucristo utiliza la palabra Iglesia solamente en dos ocasiones. Lo que ocurre es que cada vez que evoca las relaciones entre hermanos se dirige indudablemente a la Iglesia. Dejando aparte otra serie de alegorías que se relacionan con la Iglesia, merece la pena destacar de los Evangelios sie­te imágenes que se repiten con cierta frecuencia y cuyo sig­nificado el reino­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­ la colectividad humana organizada el rebaño ­­­­­­­­las relaciones entre la colectividad y Cristo la planta que crece­­­­­­­­­­­­­­­­­­ las leyes del crecimiento la viña ­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­ la dependencia de Cristo el edificio­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­la construcción la esposa­­­­­­­­­­­­­­­­­­ las relaciones de afecto con Cristo el cuerpo ­­­­­­­­­­­­­­­las diferentes funciones de la Iglesia 1. EL REINO. — Esta palabra menudea en los Evangelios. No se puede aplicar simplemente a la Iglesia. Son dos círculos concéntricos. El reino desborda o envuelve a la Iglesia. Pero la Iglesia es el lugar donde actualmente Jesucristo ejerce su reinado. 2. EL REBAÑO. — Es también una colectividad, agrupada esta vez alrededor del Pastor. El Buen Pastor es Jesucristo. Llama a las ovejas que le pertenecen. Marcha delante de ellas. Va en busca de la oveja descarriada, etc. 3. LA PLANTA QUE CRECE. — Ilustra la ley del crecimien­to de su Iglesia. El grano de mostaza que se convierte en ar­busto da idea de la desproporción entre la pequeñez de la semilla y la importancia del resultado. El desarrollo de la Iglesia es lento, progresivo y silencioso. Los granos están dispersados por todo el mundo y aceptan morir con Cristo. 4. LA VIÑA. — Imagen familiar del pueblo de Dios que los profetas ya habían utilizado en el Antiguo Testamento. Pre­senta a la Iglesia como un campo donde se trabaja, cuya recompensa se distribuye según la ley de la gracia y no según la de los méritos. La viña es, como la Iglesia, un conjunto de plantas del mismo propietario beneficiándose de los mismos cuidados. En la imagen de la cepa y de los sarmientos el acento se pone sobre la unión entre Cristo y la Iglesia. Los sarmientos inútiles deben ser podados: es el secreto de una vida espiritual fecunda. 5. EL EDIFICIO Y EL TEMPLO a/ El edificio. — Somos el edificio de Dios. Somos el edi­ficio que Dios construye sobre el fundamento de los após­toles y de los profetas, siendo Jesucristo la piedra angu­lar. Hemos sido integrados en el santuario con todos los demás para formar una posada donde Dios habita por el El Templo. — Somos el Templo del Dios viviente. Todo el edificio se eleva para ser un Templo Santo en el Señor. El Templo es la casa del Padre, una casa de ora­ción. 6. LA ESPOSA. — Cristo es el esposo de la Iglesia. En el An­tiguo Testamento era un símbolo de las relaciones entre el pueblo elegido y su Dios. En los Evangelios Juan Bautista ya llama a Jesús esposo. Cristo ama a la Iglesia como a su propio cuerpo. El nacimiento espiritual es un milagro en el que colaboran íntimamente Dios y el hombre. Igual que una familia la Iglesia no sólo trae niños al mundo, sino que les ayuda a crecer hasta la plena madurez. 7. EL CUERPO. — Nos dice que los cristianos: — son bautizados en un solo cuerpo — forman un solo cuerpo — son un solo cuerpo en Cristo — son el cuerpo de Cristo — son los miembros del cuerpo de Cristo — son miembros unos de otros — están llamados a formar un solo cuerpo — son miembros de un mismo cuerpo con los judíos Con este resumen de evocaciones de la Biblia queda suficientemente aclarado que la Iglesia es el cuerpo de Cristo y que, naturalmente, Jesucristo es la cabeza única de este cuerpo. Jesucristo tiene un cuerpo físico con el que pasó por la tierra haciendo el bien, profetizando, muriendo en la Cruz y resucitando. Al dejarnos, nos legó otro cuerpo nuevo, el mís­tico que es la Iglesia a la que Cristo ha conferido plenos po­deres para la continuación de su misión en la tierra. Por esto dijo a sus discípulos: «el que cree en mí realizará también las cosas que yo hago, e incluso más grandes, puesto que yo voy al Padre» (Juan 14:12). La salvación es anunciada a las multitudes en respuesta a esta palabra y muchas vidas son radicalmente transfor­madas. Roma y todas las religiones no auténticas tendrán que volver a oír de nuevo la voz del mundo cristiano verdadero, que vive en el silencio, que no se presenta con fausto ni es­plendor, que no tiene ni necesita un «brazo secular» para seguir hacia adelante, pero que sin temor y sin contempla­ciones denuncia las hipocresías de los formalistas. El Espíritu es la verdadera fuerza que nos impulsa a se­guir adelante y sentirnos Iglesia como cuerpo de Jesucristo. Lo que se llamó en los primeros tiempos iglesias de Efeso, de Roma, de Corinto, de Tesalónica, etc., no era más que una simple manera de designar e identificar a los grupos cristia­nos que, sin factor diferencial alguno, residían en estas po­blaciones y que, lógicamente, formaban núcleos espirituales de una sola y única Iglesia cristiana. En la actualidad se aplica la palabra iglesia para designar particulares instituciones, repletas de singulares apellidos, que no sugieren para nada la Iglesia que edificó Jesucristo cuya titulación únicamente la llevan los hombres regenerados. Exis­ten iglesias: Católico romanas (2 apellidos), ortodoxas griegas (2 apellidos), — protestantes luteranas federadas (3 apellidos), — protestantes anglicanas espiscopalianas (3 apellidos), — protestantes de la alianza reformada mundial (4 apellidos), — y así podríamos seguir clasificando múltiples denominacio­nes detrás de cuyos apellidos se esconden muchas veces, auténticos apaños que difícilmente resistirían un análisis serio. Queremos concluir diciendo que la IGLESIA DE JESU­CRISTO no lleva ningún apellido; tiene solamente un nombre propio como distintivo: ¡CRISTIANA! Y sus características y connotaciones son tales como las de ser: — invisible, aunque está dispersada y esparcida por toda la tierra; — única, porque los que la integran están unidos en un solo cuerpo y por una sola doctrina de la fe, en Jesucristo; — pura, porque sólo cree lo que dice la Biblia, con espíritu de oración y obediencia al Espíritu — desvinculada y redimida de cualquier clase de sacramento ni ceremonial ritualista de ninguna — liberada, mediante las riquezas espirituales e insondables de Cristo; — reducida, sin exhibicionismos ni grandes masas; — adorante de Jesucristo, su Dios, en verdad y en espíritu, y no con degradante paganismo ritualista e imágenes de pacotilla; — confiada, en los brazos del Señor; — salvada, a través de la aceptación de Su gracia; — esperanzada, puesto que se orienta hacia Su retorno; — bizarra, sin miedo a dar testimonio de quien engendra la vida eterna; — idílicamente amorosa, con añoranza hacia Jesús que so­brepasa los límites naturales; — armónica, porque posee al Espíritu Santo que hace de todos los redimidos un solo pueblo y una sola familia; — feliz, por cuanto sus miembros son hijos del Padre, de quien lo reciben todo con puro amor filial, cumpliendo su voluntad; — receptiva del resplandeciente reino del Padre, como único «pueblo de Dios» que hoy existe sobre la tierra; — desconocida en el Antiguo Testamento y revelada única­mente en el Nuevo; — implantada entre la Cruz y la gloria. Su existencia en la tierra está limitada al período comprendido entre Pente­costés y la venida de Cristo para tomarla consigo; — gobernada únicamente por Jesucristo su fundador. El em­pleo del futuro es crucial en «yo edificaré mi Iglesia» puesto que nos dice que no existía en aquel instante; — arrebatada en la gran tribulación: el ministerio y testimo­nio del Espíritu Santo a través de ella desaparecerá. Pero el Señor continuará actuando en el mundo como en los tiempos del Antiguo Testamento; — constituida por todos los hombres y mujeres regenerados, judíos y no judíos; — especialmente edificada, constituye una obra de Dios dis­tinta para nuestro tiempo, la época de la gracia; — simbolizada por un templo único, que es la suma de todos los templos vivientes que albergan en su interior al Es­píritu de Dios. ¡Esta es la auténtica Iglesia! La que está formada por to­dos los hombres y mujeres dispersados sobre la tierra que cumplen con estos requisitos sin necesidad de reuniones pe­riódicas, intercambios obligados, institucionalismos ni jerar­quías terrestres de ninguna clase; y viviendo tranquilamente sobre el planeta con la sola ayuda del Espíritu Santo y sin más armas que los Santos Evangelios. *** VI La cena del Señor On la institución de la Santa Cena, quiso Jesucristo dejarnos un memorial de su muerte Jesucristo sabía que iba a ser crucificado al día siguiente, como efectivamente ocurrió. ¿Y para que iba a ser crucificado? Nada menos que para perdonarnos nuestros pecados. Entonces, ¿Quiénes eran los beneficiaros de aquel cuerpo inmolado y de aquella sangre derramada? Éramos precisamente nosotros, que, sin el sacrificio hecho por El, jamás podríamos entrar en el reino de los cielos. Hacía algo más que morir. Nos entregaba un pasaporte para la vida eterna. Y era tan importante que lo supiéramos que no bastaba que lo recordáramos así, sin más. ¡Quería que participáramos espiritualmente, acompañán­dole en un recuerdo profundo! Quería en definitiva que nos alimentáramos de El, puesto que era su carne y su sangre lo que entregaba para nosotros en aquel único acto irrepetible. Entonces escogió la cena pascual, como simbolismo más acertado, por cuanto allí, según la costumbre judía, se ben­decían y se comían el pan y el vino así como el cordero, para celebrar la pascua en recuerdo de la salvación de sus primo­génitos antes de su salida de Egipto. Esto era exactamente lo que Jesucristo buscaba: El nos daba la salvación a cambio de que aceptásemos ese sacrifi­cio de su cuerpo y de su sangre. ¡Que nos lo regalaba! ¡Qué maravilla! Había encontrado justamente la fórmula para que lo aceptásemos con un simbolismo completo. Que al hacerlo no sólo lo comprendiéramos sino que ade­más comiéramos pan y bebiéramos vino para que al ingerir estos dos elementos nos alimentáramos de El, de su sacrifi­cio, de su Tomad y comed, sois vosotros los grandes destinatarios de este sacrificio, no os limitéis a mirar, tomad, comed y bebed. Aunque no comprendáis hasta qué punto os tuve pre­sentes mientras agonizaba en el Calvario. Y yo quiero que así de esta manera lo recordéis seriamente hasta que vuelva. Escogiendo pues, como decía, la cena pascual por memo­rial de su persona y de su obra, Jesucristo no podía resaltar más claramente la importancia y la significación de su muer­te expiatoria y la necesidad de la vida de comunión lo más estrecha posible con El. Por lo tanto, queda claro que es un simple memorial lo que Jesús instituyó. El cuerpo de Jesucristo no está en el pan ni en el vino; lo más importante de la cena es la muerte del Señor. El recuerdo de la muerte ignominiosa de Jesús da a esta cena una nota trágica y solemne, en contraposición a la certeza de su vuelta que añade una nota de esperanza. El sacrificio de la Misa Veamos cómo nos define la Conferencia Episcopal Espa­ñola la Santa Misa: «¿Qué es la Santa Misa? a Dios por ministerio del sacer­dote y renovación del sacrificio de la Cruz. ¿Por qué decimos que la Santa Misa es sacrificio? Decimos que la Santa Misa es sacrificio porque en ella Jesucristo se ofrece como víctima en reconocimiento de la suprema majestad de Dios y en reparación de nues­tros pecados.» — Esto confirma lo que se aprobó en el concilio de Trento de que Cristo, según Roma, se ofrece en cada Misa, por ma­nos únicas del sacerdote, en sacrificio; o sea que el sacrificio de Cristo en el calvario se renueva en cada Misa, — también confirma que es este sacrificio de la Misa el que repara nuestros pecados, — los Teólogos Católicos confirman que la Misa en sí es un verdadero sacrificio, — y también confirman estos Teólogos que la Misa sirve para aplicar la única propiciación y expiación llevada a cabo en la Cruz, — aseguran los Teólogos católicos también, que la Epístola a los Hebreos no dice nada en contra de este sacricio, pues­to que allí se habla de un sacrificio único en su género Todas estas aseveraciones de Roma siguen en la misma línea equivocada y errónea que S. Pío X nos desveló en su «antítesis paradójica». La Biblia dice claramente: «Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados, pues donde hay remisión de éstos, no hay más ofrenda por el pecado» (Hebreos, 10) — está claro, pues, que Cristo se ofreció una sola vez para siempre en el calvario, — que se ha sentado a la diestra es una frase simbólica para demostrar que ha cesado de ofrecerse, puesto que el sacri­ficio está de pie, ofrecido ya en la Cruz, — la Cruz bastó para propiciar por todos los pecados del mundo, de todos los hombres y ¡para — cuando habla la Biblia de la remisión de éstos, se refiere a los pecados, y por tanto no hay por qué decir con ninguna clase de finalidad una Misa para redimir nuestros pecados — es Jesucristo la propiciación de nuestros pecados, — ¡no hay más ofrenda por el pecado!, — tenemos que ofrecer siempre a Dios por medio de Jesu­cristo (nuestro único Pontífice) sacrificio de alabanza, es de­cir, 'fruto de labios que confiesan su nombre, La Santa Misa es el sacrificio del cuerpo y sangre de Jesucristo que se ofrece — Pedro se refiere, no a una casta sacerdotal sino a todos los fieles, cuando llama al pueblo cristiano «regio sacer­docio» — el Nuevo Testamento jamás aplica a nadie en singular, excepto a Jesús, la palabra sacerdote, — ya los teólogos que dicen que la Misa es la aplicación del sacrificio de la Cruz, siendo este sacrificio único en su géne­ro, les respondemos: 1. — el Nuevo Testamento no conoce otra aplicación del sacrificio de la Cruz que la fe, como una angustiosa mirada a la Cruz, en forma parecida a como los israelitas mordi­dos por las serpientes venenosas escapaban de una muer­te segura. Es Jesús quien establece este paralelo, 2. — el sacrificio de la Cruz es único, no sólo en su género, sino totalmente único (como sacrificio propiciatorio y ex­piatorio), en la nueva ley, por la razón ya expuesta en el texto de que Jesús aparece sentado y sin nada más que ofrecer. 3. — el propio P. Colunga, considerado uno de los mejores exégetas católico­romanos, no ha encontrado rastro de sa­crificio alguno en la prefiguración del pretendido sacri­ ficio de Melquisedec, en Génesis; y si lo hubiese habido, el autor de la Epístola a los Hebreos no habría pasado por alto el paralelo del «pan y vino» al hacer el contraste entre Melquisedec y «La sagrada comunión» Siguen diciendo nuestros Obispos a través de sus textos: «¿Qué es la Sagrada Comunión? La Sagrada Comunión es recibir al mismo Jesucristo bajo las especies del pan y del Efectivamente así lo reconoció el Concilio de Trento: Cris­to está realmente presente, con la totalidad de su humani­dad y de su divinidad, en el sacramento de la Eucaristía en virtud de la transubstanciación. La Biblia nos dice que Jesús, consumado su sacrificio úni­co, entró una vez para siempre en el lugar del Santísimo. Este lugar no es el sagrario de los Templos católico­roma­nos, sino el cielo, y de allí no bajará a la tierra corporalmente hasta la segunda venida. Jesús dijo que nos enviaría su Espíritu para que hiciese morada en nosotros eternamente, pero no su carne: «la car­ne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida». El comer y el beber, el cuerpo y la sangre, deben tomarse en sentido figurado, al que los apóstoles estaban acostumbra­dos, para expresar que nuestra salvación está «en comer», o hacer nuestro espiritualmente por medio de la fe, el cuerpo de Cristo, roto por nosotros en la Cruz, como el pan partido para alimento del cuerpo, en signo de camaradería y símbolo de su muerte. Sólo la fe, no la manducación del pan o el beber el cáliz, da vida eterna y satisface el hambre y sed espirituales del hombre. — «yo soy el pan de vida, el que a mí viene nunca tendrá hambre; y el que en mí cree no tendrá — «si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros». Las palabras de Jesús indican claramente «una necesidad de medios», mientras que la Teología Romana afirma que la recepción del sacramento de la Eucaristía es necesaria como una «necesidad de precepto». Está claro, pues, que Jesús no intentó prescribir el comer literalmente su cuerpo, ni beber literalmente su sangre. Finalmente hay que darse cuenta de que Jesús, después de decir «esto es mi sangre», sigue hablando del fruto de la vid: «Desde ahora no beberé más este fruto de la vid (no dice sangre) hasta aquel día en que lo beba de nuevo con voso­tros en el Reino de mi Padre» (pero según Roma misma, en­tonces no habrá comunión sacramental). Los Teólogos romanos, tal y como nos tienen acostumbra­dos, no se han olvidado de traducir silenciosamente trozos de la Vulgata como éste: «mi sangre es verdaderamente comida...» en lugar de «mi sangre es verdadera comida...» —la doctrina de la transubstanciación triunfó en la Iglesia Romana gracias al concepto aristotélico­tomista de «sustan­cia» y «accidentes», siendo sancionada por primera vez en el concilio romano de Tours en el año 1059. — Lutero admitió la presencia real, no por convicción bíbli­ca, sino por sus ideas ubiquistas y por no saber sacudirse el peso de la Tradición, ya secular. Nosotros podemos terminar diciendo que: — en la Santa Cena, el pan y el vino representan un recuer­do constante de la muerte de Cristo y una exhortación a la unidad cristiana, en espíritu de caridad y de vigilia tensa, ab­negada, en expectación de la segunda venida del Señor, — que el mero hecho de conmemorar la muerte del Señor «hasta que El venga», es otra prueba de que el cuerpo de Cristo no está en la tierra, sino sólo en el cielo, — imaginar que los apóstoles entendieron al pie de la letra que, bajo la apariencia de pan, había allí un cuerpo humano, sólo puede hacerse en virtud de un prejuicio teológico. La cobarde contradicción Sabemos que Jesucristo ha tenido dos manifestaciones claras y una tercera que esperamos: — su primera venida a la tierra, para poder abolir el pecado con su sacrificio, — su subida al cielo, a fin de comparecer ahora por noso­tros ante Dios, — su segunda venida a la Tierra, su retorno para darnos la salvación. Esta segunda venida es el objeto de la esperanza de los creyentes. No son sus dones lo que queremos sino su vida, su presencia, su persona. El retorno de Jesucristo será la respuesta a todas nuestras aspiraciones, la solución a todos nuestros problemas. Nos uniremos a El para siempre y sere­mos trasformados en su imagen. «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vo­sotros también seréis manifestados con El en gloria» (Colosenses 3­4). Tomemos de nuevo el Catecismo que nuestros Reverendí­simos Obispos nos otorgan: «¿Qué verdades debemos creer? Debemos creer las verdades que Dios ha revelado y la Iglesia nos enseña. ¿Dónde se contienen las principales verdades que de­bemos creer? Las principales verdades que debemos creer se contie­nen en el Credo.» Veamos lo que dice el Credo que ellos mismos nos otor­gan, en punto a la cuestión que debatíamos. Dice así: «desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muer­tos» — los Obispos nos otorgan «desde allí ha de venir», — ellos saben ciertamente que Jesucristo está en el Cielo, — saben que sólo desde allí ha de venir en su segunda veni­da a la tierra, — saben también que la fecha de este gran acontecimiento sólo la conoce el Padre, — además de saberlo, nos lo enseñan como principal verdad, — cada día lo repiten en el Credo que recitan al decir la «santa Misa», — es literalmente imposible que se puedan olvidar de lo que leen. Entonces, señores, ¿qué es lo que pasa aquí? ¿Por qué nos dicen que el cuerpo de Jesucristo está en la Eucaristía? ¿Cómo lo traen con esta desvergüenza todos los días, sobre el altar, en sus manos, y nos lo dan con cuentagotas, y lo cierran bajo llave en el Sagrario? ¿Por qué esta contradicción? ¿O es que a este «Santísimo Sacramento» también solamen­te nos lo otorgan? Sabemos que los Obispos son grandes Teólogos. ¡Pero esto no es razón para que sean idiotas! Yo no creo que sea cuestión de recordarles el aforismo azoriniano: poner una cosa después de la otra y no mirar a los lados... Y ­­­­­DESDE ­­­­­ALLÍ ­­­­­HA­­­­­DE ­­­­­VENIR — los Obispos saben perfectamente que el verdadero cuer­po de Jesucristo no volverá hasta la gran tribulación. — Sin embargo ¡toleran ese trajín de seudo­cuerpos de Je­sucristo todos los días! — ¡En todas las misas que se dicen en su obispado y bajo su jurisdicción! — ¡Esto es un insulto y una idolatría! — Ellos saben más que cierto que el cuerpo de Jesucristo ahora está en el Cielo. ¡¡¡Esto es una felonía y una cobarde contradicción!!! Conclusión El Señor, para mejor darse a entender, casi siempre hablaba por medio de acciones simbólicas. Al permitir a los pecadores y despreciados compartir su mesa (Luc. 15:2) y hospedarse en su casa (Luc. 19:5), e incluso dentro del círculo de sus propios dis­cípulos (Mar. 2:14), no hizo otra cosa que resaltar y epilogar «la acción simbólica» potenciándola con una trascendencia y repercu­sión inigualables. Estas comidas con los publicanos son signos inequívocos más impresionantes que todas las palabras que pue­den anunciar lo que nadie pudo entender: Acaba de empezar el tiempo mesiánico, y el tiempo mesiánico es el tiempo del perdón. La noche antes de su muerte aprovecha sentarse en la mesa con sus discípulos para realizar la última acción simbólica de su vida, y es durante esta cena que les anuncia, descubre y pro­ clama la eficacia redentora de su muerte inminente. El rompi­miento del pan es la acción simbólica central del cristianismo. Cuando Jesús dijo esto es mi cuerpo es obvio que quería decir claramente esto es simbólicamente mi cuerpo; su cuerpo físico aún estaba con ellos. Similar lenguaje simbólico se emplea en Juan 6:35; 8:12; 10:9. Lo mismo es valedero en cuanto a lo que dice respecto a su sangre. Jesús rompe el pan y lo da, vierte el vino y también lo da. El Señor se entrega como un pan roto y un vino derramado: ¡Regala a la humanidad su cuerpo roto y su sangre derramada! El Cordero de Dios es inmolado para la vida y la salvación del mundo. En la sobremesa después de hablar del Padre, habla del Espíri­tu. Uno y otro encuentran su sitio en estas últimas efusiones de amor y de luz. No podemos entrar en la intimidad del Hijo sin tropezar con el Padre y simultáneamente con el Espíritu. Cuando Juan nos anuncia el Cordero de Dios, había visto la plenitud del Espíritu de Dios simbolizándose en una paloma. El Cordero y la paloma: distintos e inseparables. *** VII EL ESPÍRITU SANTO El apóstol Pablo preguntó a algunos de sus discípulos: « ¿Habéis recibido el Espíritu Santo cuando habéis creído?» Ellos respondieron: «Nosotros jamás hemos oído hablar del Espíritu Santo.» Esta misma contestación la podríamos dar muchísimos católicos, llegados a la más que madurez de nuestras prác­ticas religiosas católico­romanas, porque de verdad nunca nos han llegado a aclarar perfectamente, los «Doctores de la Iglesia», lo que es exactamente el Espíritu Es tal la envolvente teológica en que introducen este con­cepto, que al final lo único que nos dicen que podamos en­tender es que: es la tercera persona de la Santísima Trini­dad. Es Dios, pero sólo un número. Nos santiguamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. Y ¡ahí! se acabó todo. Vamos a ver qué dice la Biblia El Espíritu Santo actúa como una persona: — permanece — enseña, llama — rinde testimonio — convence de pecado — conduce a la verdad. Entiende, dice, habla, anuncia — inspira las escrituras y habla por ellas — habla a Felipe — llama al ministerio — envía sus obreros — no permite ciertas acciones — intercede, etc. Posee los atributos esenciales de la personalidad. El Es­píritu está dotado, por ejemplo: — de voluntad: da a cada uno sus dones como El quiere (1Cor. 12:11) — de pensamiento: Dios conoce cuál es el pensamiento del Espíritu (Rom. 8:27) — de conocimiento: el Espíritu conoce y sondea las cosas de Dios (1 Cor. 2:10­11) — de lenguaje: Nosotros hablamos de ello con los discursos que enseña el Espíritu empleando un lenguaje espiritual (1 Cor. 2:13) — de amor: Pablo exhorta a los romanos, por amor al Espíritu, a combatir con él (Rom. 15:30) — de bondad: Y enviaste Tu buen Espíritu para enseñarles (Neh. 9:20) Los nombres que se le van dando revelan a la vez su per­sonalidad y su divinidad: — El espíritu (Gn. 6:3) — el Espíritu de Dios (2Cor. 15:1) — el Espíritu del Eterno (Is. 11:2) — el soplo del Todopoderoso (Job 32:8) — el Espíritu del Señor (Is. 61:1) — el Espíritu de Cristo (Rom. 8:9) — el Espíritu del Hijo (Gal. 4:6) Puesto que las tres personas divinas son una, no es sor­prendente que el Espíritu Santo pueda recibir indiferente­mente una u otra de estas apelaciones. Sus otros nombres subrayan sus cualidades de una ma­nera muy completa. Es Espíritu: — de Santidad (Sal. 51:31; Rom. 1:4) — de inteligencia (Is. 11:2) — de consejo (Is. 11:2) — de conocimiento (Is. 11:2) — de suplicación (Zac. 12:10) — de adoración (Juan 4:23) — de verdad (Juan 14:17) — de consolación (Juan 14:26) — de vida (Rom. 8:2) — de adopción (Rom. 8:15) — de fe (2 Cor. 4:13) — de amor (2 Tim. 1:7) — de fuerza (2 Tim. 1:7) — de sabiduría (2 Tim. 1:7) — de revelación (Ef. 1:17) — de potencia (Ef. 3:20; Rom. 15:13) — de eternidad (He. 9:14) — de gracia (He. 10:29) — de gloria (1 Pe. 4:14) El Espíritu puede ser tratado como una persona. Se puede, en efecto: — mentirle — resistirle — entristecerle — ultrajarle — blasfemar contra El — invocarle Jesús, nunca emplea, hablando de El, el pronombre lo sino el le. El Espíritu posee atributos divinos, tales como: — omnisciencia: «El Espíritu sondea todo, incluso las pro­fundidades de Dios» (1Cor. 2:10) — la omnipresencia: «El Espíritu habita a la vez en el cora­zón de todos los creyentes» (Juan — la omnipotencia: «No con la fuerza ni con el poder sino sólo con mi Espíritu» (Zac. 4:6) — la verdad: Jesús puede decir «Yo soy la verdad» porque es Dios. Igualmente se declara «que el Espíritu es la ver­dad» (1 Juan 5:6) — la grandiosidad insondable: « ¿Quién ha penetrado el Es­píritu del Eterno y quién lo ha esclarecido en sus consejos?» (Is. 40:13) Muchas otras cualidades divinas se le atribuyen al Espíri­tu por los nombres mismos que lleva: — es el Espíritu de vida (Rom. 8:2) — es el Espíritu de amor (2Tim. 1:7) — es el Espíritu de sabiduría (2Tím. 1:7; Rom. 16:17) Destaquemos primeramente que el Espíritu está asociado al Padre y al Hijo, y situado a la misma altura que ellos. Todo lo realiza el Espíritu: «El Espíritu de Dios me hizo» (Job 33:4). Por otra parte, Jesús llama el Espíritu al «otro» consola­dor, designándole así como un otro «Sí­mismo». Se expresa en el mismo sentido cuando declara a sus dis­cípulos que les será ventajoso perder su presencia corporal y recibir en ellos al Espíritu. La unidad entre las tres personas divinas es tan grande que Pablo puede decir indistintamente: — vuestro cuerpo es el Templo del Espíritu Santo que está en vosotros (1Cor. 6:19) — vosotros sois el Templo de Dios (1Cor. 3:16) — Cristo en vosotros (Col. 1:27) En efecto, Dios es indivisible y no se puede concebir ni recibir a una sola de las tres personas de la Trinidad sin las otras dos. Para mucha gente, esta unidad en la pluralidad es incomprensible y se convierte en un pretexto para no creer. Sin embargo, no debemos olvidar que el hombre mis­mo está formado de tres elementos, cuya unión íntima cons­tituye su personalidad: el espíritu, el alma y el cuerpo. Lo que nos parece admisible para el hombre nos da pie para aceptarlo con mayor razón para la Divinidad. Ella es también una, de alguna forma compuesta por tres elementos. La unidad de las tres personas de la Trinidad no impide que cada una de ellas desempeñe un papel particular: — el Padre es el más grande de todos, — el Hijo solamente hace lo que ve hacer al Padre y realiza su voluntad, — el Espíritu Santo es enviado por el Padre y por el Hijo, — es enviado por el Hijo y hace morada en el corazón de los creyentes. Por otra parte se ve clara la unidad entre el Hijo y el Es­píritu: — el que no acepta a Cristo se resiste al Espíritu Santo, — el que acepta al Salvador recibe al Espíritu Santo, — el que se entrega enteramente a Jesús es empleado por el Espíritu Santo. En resumen podemos afirmar que el Espíritu Santo es el Espíritu de Dios. ¿Existe alguna diferencia entre el Espíritu de Dios y el Espíritu de Jesús glorificado? No, no hay más que un solo Espíritu divino, el Espíritu Santo. Es a la vez el del Padre y el del Hijo puesto que son «uno». Por otra parte, teniendo en cuenta que el Padre y el Hijo son Dios, el Espíritu de uno o del otro no puede ser más que Dios igualmente. — el Espíritu del Padre es el Espíritu Santo, — el Espíritu del Hijo es el Espíritu Santo, — el Padre y el Hijo son «uno» puesto que están unidos en el mismo Espíritu, que es el Espíritu — y por esto decimos que el Espíritu Santo es el Espíritu de Dios, puesto que es el mismo Espíritu que tiene el Padre y el mismo Espíritu que tiene el Hijo. El bautismo Juan el Bautista, que bautizaba en el Jordán a todos los que acudían a él confesando sus pecados, dijo: «Yo os bautizo con agua; pero viene el que es más fuer­te que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias. El os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y re­cogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará.» El bautismo que él impartía era un bautismo simbólico. Por allí pasaban los israelitas de nacimiento, los fariseos, convencidos de no tener ninguna necesidad de «nacer de nue­vo», que pedían el bautismo para hacer lo que todo el mun­do hacía y no por temor a la ira venidera Detrás de él iba a venir alguien que bautizaría en Espíri­tu Santo y fuego. El fuego es un agente purificador más potente que el agua. Por otra parte ilumina y calienta: el Es­píritu Santo produce alegría y amor. Jesucristo no teniendo ningún pecado que confesar ni nin­guna necesidad de arrepentimiento, ¿por qué pide el bau­tismo? Por su bautismo, Jesús se solidariza tan íntimamente con la humanidad culpable que se condena El mismo a muerte. Es lo que Juan el Bautista constata llamándole «el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»; y es lo que Dios da a entender proclamándolo su Hijo bienamado y conce­diéndole al mismo tiempo un bautismo completamente nue­vo y excepcional del Espíritu Santo, que lo convertirá en «El que bautiza en el Espíritu Santo». Y tal como describe la Biblia «se vio al Espíritu de Dios que descendía como una paloma y venía sobre El», simboli­zándose así la perfección, la pureza, la dulzura, la simplici­dad y quizás la fecundidad: es el Espíritu en su plenitud, bajo la forma de un organismo viviente. Aquel minuto fue único para Juan el Bautista: Oyó la voz del Padre, contempló al Hijo y vislumbró el Espíritu Santo. Para Jesús este doble bautizo de agua y de Espíritu marca el término de su preparación y define el punto de partida de su ministerio mesiánico. Se convierte en el enemigo públi­co n.° 1 de aquella raza de víboras. La promesa era formal: Cristo bautiza a los suyos con el Espíritu Santo. Y este bautismo es indispensable a todo ver­dadero discípulo. Podemos concluir con Pablo que el bautis­mo del Espíritu es el acto por el cual Dios nos hace miem­bros del cuerpo de Cristo. Es a través del bautismo del Espíritu como el hombre, hasta entonces separado de Dios, se sumerge en Jesucristo y se coloca por la fe en El. Podemos definirlo así: el bautismo en el Espíritu es el acto por el cual Dios da al creyente su posición en Jesucristo. Remarquemos que la definición del bautismo del Espíritu cuadra perfectamente con los dos solos ejemplos históricos que el Nuevo Testamento nos da de esta experiencia: 1. «los ciento veinte fueron bautizados con el Espíritu el día de Pentecostés y se convirtieron en miembros del Cuerpo de Cristo que el Espíritu creó en aquel momen­to» (Actos de los Apóstoles) 2. «los paganos, en casa de Cornelio, fueron bautizados en el Espíritu en el mismo momento que se convirtieron por la fe, en miembros del mismo Cuerpo» (Actos de los Apóstoles) Las escrituras emplean diferentes expresiones: — bautizados en el Espíritu Santo (He. 1:5) — bautizados en Cristo (Gal. 3:27; Ro. 6:3) — bautizados en Su muerte (Ro. 6:3) Formalmente no hay más que un solo bautismo: es el Es­píritu que, sumergiéndonos en Jesucristo, nos hace morir a nosotros mismos y revivir en El. El bautismo en casa de Cornelio es semejante al nuestro: fueron bautizados en el Espíritu en el mismo instante en que se convirtieron a Jesucristo. La regeneración Respondió Jesús a un hombre importante y sabio llama­do Nicodemo: «De verdad, de verdad te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Nicodemo le dijo: ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre, y nacer? Respondió Jesús: De verdad, de verdad te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que es nacido de la carne, carne es; y lo que es nacido de Espíritu, Espíritu es. No te maravilles de que te dije: Os es necesario nacer de nuevo». (Juan, 3) El hombre no puede formar parte del Reino de Dios sin pasar por una transformación que llamamos regeneración. Solamente Jesús hará posible a cada uno nacer de nuevo. ¿Pero, por qué esta regeneración? El que ha nacido de la carne, no puede ni siquiera ver, es decir comprender, conocer las cosas espirituales. Tampoco es capaz de comprender la necesidad de esta regeneración hasta que el Espíritu lo haya iluminado. No se trata de modificar algunas formas, ritos o fórmu­las. No sirve cambiar el cuadrante o las agujas de un reloj que no funciona bien, hay que cambiar la maquinaria. Es el corazón el que hay que poner a punto. Nosotros no podemos disponer del Espíritu como el vien­to. Pero nosotros sí podemos abrir las ventanas de nuestra alma a la brisa celeste. El Evangelio es la humillación de los sabios y el consuelo de los simples. Lo importante es todavía y siempre la fe. El alma del hombre pecador está muerta desde el punto de vista espiritual y separada de Dios puesto que el salario del pecado es la muerte. La regeneración es el milagro mediante el cual esta alma es resucitada, engendrada de nuevo y recibe la vida eterna. No hace falta decir que, sin ella, es imposible a un hombre Si nosotros vivimos por el Espíritu, marcharemos tam­bién según el Espíritu. Pablo dice: «nos salvó no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su mi­ sericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la re­novación en el Espíritu Santo» (Tito 3:5). El agua, está claro, es el símbolo de la Palabra de Dios. Simiente incorruptible que vive y permanece para siempre (1 Pe. 1:23). Pablo tam­bién nos habla en Ef. 5:26 de la purificación con el lavamien­to del agua por la Palabra. No se trata, pues, de una evolución necesaria a nuestra alma pecadora, sino de una revolución: la resurrección espi­ritual. Por el nuevo nacimiento recibimos la vida eterna. Esta gracia se nos da desde el mismo momento en que creemos: — «el que cree en el Hijo tiene la vida eterna» (Juan 3:36) — «el que escucha mi palabra y cree en aquel que me ha enviado, tiene la vida eterna y no será juzgado, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Juan 5:24). La regeneración es a la vez indispensable e instantánea y la cogemos mediante un acto de fe. El bautismo del Espíritu y la regeneración son, pues, si­multáneas. En efecto, desde que yo estoy en Cristo por la fe, Cristo está también en mí para comunicarme la vida por el nuevo nacimiento. La santificación Es por el Espíritu, es decir por su presencia espiritual en nosotros, que el Salvador nos santifica. — santificados por el Espíritu (Romanos) — la santificación del Espíritu (Tesalonicenses, 2) La santificación se opera en la medida en que el Espíritu llena nuestro corazón. El hombre nuevo no es simplemente el hombre regenera­do, como tal vez estamos imaginando. Recibimos la nueva naturaleza en el mismo momento de nuestra regeneración. De modo que tal como hemos visto en la recepción del Espíritu, es entonces cuando El viene a ha­cer su morada en nosotros. Tomemos una imagen: Un árbol silvestre que no produce más que malos frutos lo injertamos. Recibe una nueva natu­raleza, superior, que no puede producir más que buenos fru­ tos y que además los produce sin esfuerzo. De la misma manera, el Espíritu se convierte en nuestra segunda, nuestra nueva naturaleza. Es evidente que no puede pecar. Si la dejamos en libertad de actuar, El no producirá en nosotros más que buenos frutos. Es exactamente lo que Juan expresa diciendo: «Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pe­cado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios» (1 Juan 3:9). De la misma manera que el árbol injertado guarda su vie­ja naturaleza dispuesta siempre a volver por sus fueros, el creyente conservará hasta el fin su vieja naturaleza, la carne, «el viejo Dos aclaraciones previas 1. ¿Qué es exactamente la carne? La carne no es solamente el pecado en nosotros, lo que consideramos como malo en nuestra personalidad; ella no es simplemente nuestro cuerpo, nuestra carne física. Ella es mu­cho más que todo esto. La carne es todo nuestro ser, nuestro «yo», todo lo que somos por naturaleza fuera de Jesucristo. Pablo mismo nos da esta definición: «Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.» Por tanto, el nuevo hombre, es Cristo en nosotros por el Espíritu, y el viejo hombre, somos nosotros mismos, fuera de El. 2. ¿Qué es el pecado contra el Espíritu Santo? Los judíos no querían creer, rechazando obstinadamente el testimonio del Espíritu y encontrando siempre argumentos para negar la evidencia. Lo que ellos rehusaban era recono­cer su pecado y aceptar a Cristo como su Salvador. Es en­tonces cuando Jesús les habla del pecado que no puede ser perdonado: «De cierto os digo que todos los pecados serán perdo­nados a los hijos de los hombres y las blasfemias, cua­lesquiera que sea; pero cualquiera que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene jamás perdón, sino que es reo de juicio eterno» (Marcos 3:28­29). El pecado contra el Espíritu Santo es no creer en Jesús. Este pecado no podrá jamás ser perdonado por cuanto con­siste en la negación del perdón y el rechazo del Salvador. Pecar contra el Espíritu Santo es obstinarse en no creer en el Jesús que El presenta al alma. La obra por la cual el Espíritu busca introducir en noso­tros la presencia del Salvador es la finalidad principal del plan de Dios. Si alguno la rehúsa y persevera en su dureza, Dios no puede hacer nada más en su favor: no puede sal­varlo aunque quiera. Las consecuencias son terribles, el castigo de este peca­do no cesará jamás, es eterno. Santificación (continuación) Como la vieja naturaleza del árbol injertado permanece salvaje y no puede por sí sola dar más que malos frutos, así la carne en nosotros no se somete a la luz de Dios ni tam­poco puede. Porque el deseo de la carne es contra el Espíri­tu y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis. A causa de esta oposición irreductible de la carne con el Espíritu y de su incapacidad para ser mejorada o santificada, Dios, para liberarnos de ella, no puede hacer más que una sola cosa: crucificarla. Las personas que voluntariamente, persistiesen en entris­tecer el Espíritu Santo con su negación a dejarse santificar, demostrarían que nunca nacieron de nuevo y terminarían en la perdición. Sin la santificación nadie verá al Señor. Por lo tanto despertémonos, gritemos a Dios, supliquémosle que nos libre de este cuerpo de muerte. Si somos sinceros, El lo hará ciertamente, puesto que ésta es su voluntad, darnos la vic­toria. El Espíritu es todopoderoso y si lo dejamos simplemente actuar, nos da la libertad. Después de depender de la escla­vitud del cristiano carnal, que busca la Santificación por sus propios esfuerzos, Pablo pregunta: «la ley del Espíritu de vida en Jesucristo me ha liberado del pecado y de la muerte». ¿Realmente lo ha hecho por nosotros? El Espíritu no hace más que hacer realidad en nosotros lo que Cristo nos consiguió en el Calvario. Sobre la Cruz, Je­sús no solamente cargó con nuestros pecados; ha tomado consigo a nuestro viejo hombre y lo ha crucificado. El ha triunfado así sobre nuestra carne, raíz de todos nuestros pecados, que todos nuestros esfuerzos no llegaron nunca ni a vencer ni a hacer morir. Es por lo que Pablo declara: «Sa­biendo esto, que nuestro viejo hombre fue crucificado junta­mente con El, para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no sirvamos más al pecado. Porque el que ha muerto ha sido justificado del pecado.» Sin embargo, esta crucifixión realizada en principio no se convierte en real en nosotros más que por medio de nuestro consentimiento y por la acción constante del Espíritu. Volvamos a nuestra imagen del árbol injertado. En el in­jerto, la vieja naturaleza ha sido destronada y sometida a la nueva. Pero ella soporta mal la subordinación y, como es la más lista, saca cantidades de brotes, de retoños tan sal­vajes como ella. Si el jardinero no vigila y no corta cuidado­samente todos estos brotes, ¿qué ocurrirá? Ellos absorberán toda la savia, la corona del árbol cesará de llevar fruto, y finalmente morirá. Ocurre exactamente igual con nosotros. Si no prestamos atención, el viejo hombre, siempre tan listo en cada uno de nosotros, trata de coger la ventaja. Confiados a nosotros mismos, estamos perdidos. Pero es entonces cuan­do debemos dejar que se realice la obra de Cristo: Si nos entregamos a su Espíritu, El cortará todos estos malos bro­tes y mantendrá la vieja naturaleza en un estado de cruci­fixión real. Es por ello por lo que Pablo puede gritar: — si vivís conforme a la carne, vais a morir; mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis (Ro 8:12­13), — andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne (Gal. 5:16,24­25), — porque la ley del Espíritu de vida en Cristo me ha li­brado de la ley del pecado y de la muerte Con todo esto nos dice que el Espíritu Santo actúa, cuan­do lo hace libremente, de una manera tan apremiante y con­tinua como no lo hacía antes del pecado, cuando dominaba la Otra imagen nos permite fijar esta verdad. Si yo tomo mi pluma estilográfica y la sostengo: su naturaleza y peso no han variado; la ley de la gravedad actúa todavía sobre ella. Si yo la dejo caer, se precipitará indefectiblemente con­tra el suelo y se romperá. En la medida en que la sostengo ¿qué ocurre? La ley de vida que actúa en mi mano contra­balancea la ley de la gravedad, y me permite por otro lado utilizar mi pluma que, dejada sola, no serviría para nada. Pero si yo la suelto, su propia naturaleza adquiere de nuevo sus derechos y cae al suelo inexorablemente. Lo mismo ocurre cuando uno se entrega a Jesucristo. Nuestro viejo hombre no cambia. El pecado siempre se adue­ña de él y lo atrae irremisiblemente si se abandona a sí mis­mo. Pero la potencia del Espíritu se apodera de mí, mantie­ne crucificado al viejo hombre y me libera de la esclavitud del mal. Ella sólo actúa en la medida en que mi voluntad per­manece sometida. Si yo me aparto, mi viejo hombre se rea­nima y yo sufro la dolorosa experiencia de la caída. Ciertas personas piensan que después de haber hecho una tal experiencia de la santificación ya no pueden pecar más, y que toda raíz de pecado ha sido extirpada para siempre de su corazón. Es lo que se llama la «entera santificación» o «erradicación». Es fácil comprender que las escrituras no enseñan esto. Declaran sin lugar a dudas que nuestro viejo hombre ha sido crucificado con Cristo, de forma que el cuer­po del pecado fuese destruido. Pero la palabra griega «des­truido» podría también ser traducida por «hecho inoperan­te». Los capítulos 7 y 8 de los Romanos demuestran, por otra parte, que el viejo hombre es a menudo terriblemente activo en el corazón del creyente y que la santificación no es real más que en la medida de nuestro abandono y de nuestra fe. Nuestra vida espiritual debe crecer sin cesar, hasta la medi­da de la estatura perfecta de Cristo, y el Espíritu debe lle­narnos cada vez más hasta alcanzar la plenitud Dios no interviene para perdonarnos, regenerarnos y san­tificarnos más que en la medida en que nos ponemos en Sus manos para que pueda actuar solo. Puesto que El sabe perfectamente que nadie será jamás salvado ni santificado por sus obras. Algunos pensarán quizás que no tienen una fuerza de vo­luntad suficiente como para quedar siempre sometidos al Señor. Que estén tranquilos, puesto que Dios no pide de no­sotros más que una buena voluntad sincera, por muy débil que ella sea. Por lo demás «es El quien produce en nosotros así el querer como el hacer por su buena voluntad» (Filipenses). Basta con que le dejemos actuar. En esta vertiente como en todas las demás podemos siempre contar con la ayuda del Espíritu Santo. Nuestra voluntad, sea débil o rebelde, soste­nida por el Espíritu, se convertirá en hormigón armado, que tirando de su armazón la obliga a resistir a todas las pre­siones. El justo vivirá por la fe. Como recibimos el perdón de nuestros pecados por la fe, entramos en la vía de la santi­ficación y marchamos por la fe. Durante demasiado tiempo, nos hemos imaginado que se­ríamos santificados por nuestros esfuerzos, por nuestras lu­chas, por nuestras oraciones, por nuestras lágrimas; en una palabra, por nuestras obras y hemos desembocado en el de­sastre. Dejemos este terreno resbaladizo para instalarnos sobre la roca de la fe. Dejemos de mirarnos a nosotros mis­mos y fijémonos sólo sobre Aquel que es todo para nosotros: sabiduría, justicia, santificación y La santificación establece una comunión siempre crecien­te entre Dios y nosotros. El pecado separa de Dios, la santi­ficación nos acerca. En fin, la santificación nos prepara para el retorno de Je­sucristo. Cuando vuelva no tomará con El más que los autén­ticos creyentes, aquellos que encontrará con las lámparas lle­ nas de aceite (símbolo del Espíritu). Si queremos estar de pie delante del Hijo del hombre y no dudar en absoluto de Su venida, apresurémonos a de­jarnos preparar por la santificación del Espíritu. Esquema sinóptico total: 1. el hombre no cree en nadie 2. el hombre cree en alguien o en algo 3. el hombre no cree en Jesucristo 4. el hombre cree en Jesucristo: — por definición de enseñanza escolar — porque así lo dicen — porque no hay otra cosa — porque lo oímos en la Misa — porque mis padres lo dicen — porque me bautizaron cuando era pequeñito — porque lo dice la Santa Madre Iglesia 5. el hombre cree en Jesucristo: — porque es el Hijo de Dios — porque lo siente en el corazón — porque lo siente en el alma — porque lo siente en su mente 6. el hombre recibe el Espíritu Santo 7. el hombre es bautizado en el Espíritu Santo 8. el hombre es regenerado en el Espíritu Santo 9. el hombre crece en la Santificación 10. el hombre llega a la plenitud del Espíritu Santo. En esta cadena escalonada podemos hacer las siguientes observaciones: a) El hombre que no cree en nadie es un incrédulo total y se condena. b) El hombre sabio del 2° escalón que cree en las teorías científicas asépticas, en ese remolino inteligente que lo formó todo por las buenas, en ese «buñuelo» que no ha logrado plasmar en una fórmula matemática tensorial única, en ese impulso inicial que salió de la nada; y que, finalmente, se recrea en la grandiosidad del Universo sin encontrar a su Creador, ese hombre se condena. c) El hombre del 3er escalón, que ha tenido ocasión de co­nocer a Jesucristo, que se ha enterado de quién es, que lo ha conocido de alguna manera y se ha confesado a sí mismo definitivamente y con toda claridad que no cree en El, también se condena. d) El hombre del 4.° escalón suele ser el «cristiano del re­gistro del bautismo parroquial» que todavía no se ha en­terado de que sea cristiano; la familia y la sociedad sí creen que lo es, los curas y los Obispos también lo creen. Además, ¡puede que haya un Dios!; en la escuela le en­señaron que era Jesucristo. El no siente nada, pero eso sí, tiene un bonito certificado de bautismo y otro de con­firmación y además va a Misa todos los domingos, como hace la mayoría de la gente. Jesucristo, no ha pasado de la primera epidermis, ni tan siquiera le roza por los pe­los. Este hombre también se condena. e) El hombre del 5.° escalón ya ha encontrado la roca fun­damental «Cristo es el Hijo de Dios». Lo siente con con­vicción plena, lo ama. Ahí no hay que darle vueltas. Este hombre ha encontrado la vida eterna. f) A partir del 5° escalón, el 6.° el 7.° y el 8.° se realizan casi simultáneamente, el hombre es lleno de Espíritu, queda bautizado en el Espíritu y sufre la transformación. Ha nacido de nuevo. g) Pero este hombre no se va a quedar ahí como un niño de biberón. Crecerá y amará cada vez más a Jesucristo. Así, en el 9.° y el 10.° escalones va santificándose hasta poder llegar a la plenitud. h) En los diez escalones el hombre es una criatura de Dios. En los seis últimos es, además, Hijo de Dios. i) Cualquier proceso en que interviene el Espíritu Santo, tener fe, bautizar, regenerar, santificar, plenitud, formar parte del cuerpo de Cristo, ser cristiano de la Iglesia de Cristo, ser un Templo de Cristo, está basado siempre sobre la misma roca «Tú eres el hijo de Dios vivo», y no existe más concepto ni más filosofías que las de la fe en Cristo. j) El hombre viejo subsiste a lo largo de los diez escalones, aunque a partir del 9.° empieza a ser dejado de lado y mantenido en estado de crucifixión. El hombre viejo, la carne, sólo desaparece totalmente con la muerte. El esquema simplificado ­final se escribe solo: — se conoce a Jesucristo y se le ama — Jesucristo nos manda su Espíritu — el Espíritu Santo dentro de nosotros obra maravillas — el Espíritu Santo nos lleva hasta el Padre. La promesa En cinco ocasiones Jesucristo llama «el Consolador» al Espíritu Santo. Transcribiremos dos de los textos: — «Pero cuando venga el Consolador, que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, El dará testimonio acerca de mí» (Juan 15:26) — «Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuese, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere os lo enviaré. Y cuando El venga convencerá al mundo de pe­cado, de justicia y de juicio» (Juan 16:7­8). La traducción de la palabra Consolador (parakletos) nos lleva a la idea de «alguien llamado a ayudar», pero no pode­mos restringirla a la persona de un abogado legal. El térmi­ no más general de consejero se adapta mejor. La ayuda del Consolador no es intermitente sino permanente. Jesús pone el acento (el Espíritu de verdad) especialmente sobre este atributo del Espíritu a causa de la importancia evidente que esto representa para un Consolador. Jesús asegura a sus discípulos que estará siempre presente en medio de ellos, incluso cuando el mundo no lo verá más. La palabra «huérfanos» (que utiliza en otro texto) añade un interés especial a la promesa de Jesús relativa al amor del Padre. «Todavía un poco más de tiempo...» (En otro texto) deja presagiar la resurrección cuando los discípulos verán a Jesús en un nuevo día. En definitiva «se dará al que tiene». Al que ama con amor verdadero, obediente, Dios le dará este sustituto de su Hijo, este Inspirador, el Espíritu de verdad, que mantendrá su es­píritu de creyente dentro de la verdad, dentro de la luz, lo guardará contra las mentiras del enemigo, le enseñará todas las cosas como Dios las ve, desde la gran luz de la eterni­dad. Aquella luz imposible de llenar de esperanza, de victo­ria, de fuerza, de alegría. Aceptemos en nuestros corazones este pensamiento: «el Espíritu de adopción» que hemos recibido se llama, ante todo. Espíritu de verdad. Es este Espíritu precisamente el que nos revela Dios, gritando dentro de nosotros «Abba, Pa­dre», y que derrama en nuestros corazones todo su Vosotros le conocéis, dice Jesús, lo habéis visto actuar en mi persona, habéis visto lo que significa llegar a la plenitud del Espíritu Santo y ser conducidos por El. Nuestra vida espiritual dependerá, por tanto, de nuestra íntima comunión con Jesucristo En aquel día, cuando recibáis el Espíritu de verdad, el único que puede revelaros estas cosas, conoceréis verdades que ninguna ciencia humana puede revelaros, las relaciones del Hijo con el Padre y las del Hijo con los creyentes. Mere­ce la pena obedecer para poder disfrutar de estas maravillas que sobrepasan infinitamente lo que el hombre natural jamás hubiera podido Dios no nos abandonará jamás si le somos sinceros. El nos instruye por su Espíritu según la promesa de Jesús: «el Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas estas cosas y os recordará todo lo que yo os dije...» (Juan 14:26). Nos damos perfecta cuenta del regalo fabuloso que nos ha hecho Jesucristo al mandarnos al Espíritu Santo, el Es­píritu de Dios, para que haga morada en nosotros. Y que esta morada sea, además, permanente: «Yo rogaré al Padre, y El os dará otro consolador, a fin de que permanezca eterna­mente en vosotros...» (Juan 14:16). Ahora, en este mismo momento, Jesucristo habita en Es­píritu en el corazón de todos los que le aman sobre la faz de la tierra. Pablo dice: «¿No sabéis que sois Templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1Cor. 3:16). Entonces, todos y cada uno de los hombres que son ver­daderos creyentes, son verdaderos y auténticos Templos de Dios. Cada creyente es un Templo de Dios y el conjunto de todos los creyentes, formando la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, son el gran edificio, el gran Templo de Dios sobre la tierra. ¡Esto es una perogrullada! Después de todo lo que hemos venido hablando a lo largo de este libro, decir que el gran Templo del Dios viviente (en Espíritu) en la tierra ¡somos todos los creyentes!, es un simple corolario que no necesita demostración. ¿Y QUE DICE ROMA DE TODO ESTO? Parece que Roma todavía no se ha enterado de que «el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba a abajo» en el preciso momento en que Jesucristo murió en la Cruz. Vamos a seguir la secuencia de acontecimientos: — primeramente Dios se manifiesta por la obra de la Crea­ción, — el hombre, a través de su conciencia, intenta encontrar a Dios, — Dios empieza a manifestarse al pueblo elegido por medio de la revelación, — se reveló de una manera suficientemente clara a persona­jes muy concretos del Antiguo Testamento, — la revelación culmina en la encarnación, totalmente pre­vista y saludada con anticipación por los creyentes del Antiguo Testamento, — en Jesucristo, Dios se da claramente a conocer, — todo estaba perfectamente previsto en las Escrituras, — ¡los sabios todavía no se han enterado!, — al morir Jesucristo en la Cruz, reinicia una nueva etapa, — a partir de ahora ya no hay más Eterno dentro del Templo, — por esto y sólo por esto, se rasgó el velo del Templo, — el Templo de piedra de Jerusalén ya no tiene sentido, ya no queda nada, — el Eterno es Jesucristo y se ha marchado, — nos ha prometido antes de marcharse que nos enviará su Espíritu, — a partir de ahora el Espíritu de Dios habitará en un nuevo Templo, — ¡este Templo es el hombre que cree de verdad en Jesu­cristo! Pero si esto es así, tan claro, tan evidente, ¿por qué tantas religiones que se llaman cristianas siguen levantando precio­sidades de templos de piedra para adorar a Dios sabiendo que allí dentro no hay nada? — el hombre en general es un ser religioso por naturaleza, — por otra parte, a la mayoría le gusta «la mentalidad reba­ñega de las masas», como diría nuestro filósofo Ortega y Gasset, — unos pocos sabios se aprovechan de los sentimientos de esta masa sencilla e ignorante, — se erigen en líderes y explican su propia interpretación que juran recibir desde lo alto, — los templos de piedra actuales son lugares de concurrencia muy aptos para explotar su propio Roma, HA IDO MUCHO MÁS LEJOS: — no le ha bastado fundar en el siglo ni, bajo la égida del Emperador Constantino, ese nacional­ catolicismo llamado Iglesia Romana, — no se ha contentado con levantar estos grandes monumen­tos de dimensiones gigantescas que más bien responden a una mentalidad babilónica, — para justificar esa grandiosidad, esa arquitectura, estos tesoros que albergan, han tenido que colocar de nuevo ¡y sin permiso! a Dios en su interior, — han inventado la Misa, que han convertido en sacrificio; y lo que es un simple y maravilloso memorial en recuerdo de la muerte de Jesús, lo han transformado en la presen­cia real del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo y de su Espíritu, o sea, de Dios hecho hombre, — es decir, han hecho volver a Jesucristo a la tierra antes de que El personalmente haya fijado la — y lo guardan encerrado en el Sagrario (el Sanctasanctórum, pero sin velo, por si acaso se vuelve a rasgar) con lo cual justifican ante el mundo la categoría de sus grandes y tam­bién pequeños templos. Pero es que TODAVÍA HAY MÁS: — se lo han montado de manera que no puede haber fallos — ¡no podían fracasar! — había que llevar a la gente hasta allí ¡aunque no quisieran! — sólo había una única fórmula: ¡obligarlos! — crearon la misa dominical y metieron en la conciencia de los Católicos su obligatoriedad, — inventaron la Santa Misa; pues para esto está esa raza de víboras que se llaman los sabios y los legisladores, — e inventaron también los Mandamientos de la Santa Ma­dre Iglesia Católica, Apostólica y — y se declaró «pecado mortal» la no asistencia, — el éxito había sorprendido a sus propios legisladores: ¡la masa acude solícita para no caer en pecado mortal! ¡Pero es que hay TODAVÍA MUCHÍSIMO MÁS! — dentro de los propios templos se montan tenderetes de todas las especies (se venden libros, estampitas, fotogra­fías, folletos explicativos de los tesoros del propio templo, panes de San Antonio, etc., etc.), — ¡se pide dinero a la gente siempre! Es un verdadero exhi­bicionismo y carrera de competencia, — existen docenas de cofrecitos cerrados esparcidos por todo el templo y muchos de ellos al pie de imágenes de distinto calibre, con inscripciones que van desde: «para el culto y el clero» hasta «para los pobres de San Antonio», pasan­do por «Nuestra Señora del Sagrado Corazón abogada de los casos imposibles y desesperados», — allí todo está tarifado: desde las indulgencias para sacar las almas del purgatorio, hasta la bendición de los ataúdes con los cuerpos de los difuntos, — todo se desarrolla delante del Sagrario, dentro del cual hay un dios que preside todas las operaciones y tasaciones Si ahora mismo se presentase Jesús en la Tierra ¡empeza­ría a muertazos! haciendo exactamente lo mismo que hizo cuando echó a los mercaderes del Templo. — ¿Y qué pasa con la deplorable cultura religiosa? — ¿De dónde salen estos libritos y textos infantiles y mani­pulados, llenos de estampitas y dibujitos, que promociona directa o indirectamente la Comisión Episcopal?, — ¿Se responsabilizan los señores Obispos y Cardenales, o le pasan el muerto a Roma?, — ¡ahora empezamos a comprender por qué no sabíamos nada sobre el Espíritu Santo!, — ¡con gráficos y dibujitos de la paloma y de la Virgen pre­sidiendo en la asamblea de apóstoles, no se puede real­mente saber absolutamente nada sobre el Espíritu Santo!, — en el capítulo sobre los Mandamientos de la ley de Dios, ya vimos y desarrollamos cómo nos habían soplado los auténticos, — y con qué fuerza destacan la importancia de los Manda­mientos que se han inventado sobre la Santa Madre Iglesia, — no se han olvidado de incluir el de «pagar diezmos y pri­micias a la Santa Madre Iglesia» y que ahora han transfor­mado definitivamente en «ayudar a la Iglesia en sus ne­cesidades», — ¡y todo esto bajo pena de pecado mortal!, — además, se han sacado de la manga unos sacramentos que también obligan bajo pena de pecado mortal y que jamás instituyó Jesucristo, — el bautismo tal y como lo hace Roma no sirve para nada. Sólo es válido el bautismo en el Espíritu tal y como lo en­señan los Evangelios, — la Confirmación tampoco es válida. Roma no ha querido entender lo que es la regeneración. Los niños o los jóve­nes ¡no saben quién es el Espíritu Santo! y los Obispos ¡no sirven para — la Penitencia y la Eucaristía son otro monopolio que Roma tiene en sus manos, — el Matrimonio es de orden natural. No necesita ni a la Igle­sia ni al Estado, — la Extremaunción es otro monopolio de Roma. — y el Orden Sacerdotal no existe. Sacerdotes lo somos to­dos, a partir de la muerte de Señores lectores, decididamente ya pongo punto final a esta sucesión de verdades como puños y a esta cadena de fal­sedades bien montadas. Solamente el Espíritu de Jesucristo, que es el Espíritu de Dios, está en la tierra; y no su cuerpo y su sangre por mucho que se empeñe Roma. Y la ubicación de este Espíritu es el Templo del hombre creyente. Lo que ocurre es que el Espíritu Santo ¡no es santo de la devoción de Roma! Por lo menos, no es su especialidad. Lo que llaman Iglesias o Templos, que hay en cantidades industriales por toda la tierra, son simplemente edificios va­cíos, templos fríos, que no albergan a Dios, ni siquiera en Espíritu. Es un montaje colosal con una liturgia asombrosa y solemne, cargada de pompas y ritos imponentes para seducir a las almas de la tierra. Después de muchos años de practicar el Catolicismo, cuan­do se lee la Biblia en serio, por primera vez, de pronto, uno se da cuenta de que se encuentra delante de otro Evangelio diferente del que nos habían enseñado en la escuela, y que la Iglesia Católica­apostólica­romana aparece como un gran colage integrado ya sea por seudo­verdades que nunca existie­ron, o ya por grandes recortes de las verdades que forman la estructura de los Evangelios. Roma ha cuidado más la forma que el fondo. Y la forma ha sido tan abundante, tan recargada de oratoria, tan llena de Teología, de liturgia, de ritos, de idolatría, de leyes, de mo­ nopolio y de tiranía, que al final se ha perdido el verdadero sentido cristiano. Hay que regresar a sus orígenes y ahí reside el «quid» de la cuestión. ¿Quién puede desmontar esta gran máquina religiosa car­gada de arte, de monumentos, de riqueza, de poder, de hipo­cresía, que lo ha copado todo, y que todo lo integra en be­neficio ¡Solamente el Espíritu! Los dones espirituales Sólo el hombre espiritual puede discernir la sabiduría de la cruz, puesto que ella es de naturaleza espiritual. A la razón humana, a la inteligencia, le resulta del todo imposible penetrar los misterios espirituales si no son es­clarecidos a través del Espíritu Santo. El espíritu es esta facultad superior, divina, que distingue el hombre del animal y le permite conocer a Dios y poder establecer unas relaciones con El. Es el sentido de lo divino, y su órgano es la conciencia. En el hombre normal, el ser entero debe ser sometido al espíritu como el corcel se somete al jinete. Lo que ocurre es que, después de la caída, el espíritu es como un jinete desconcertado, desarmado, que se zarandea a merced de su ca­balgadura rebelde e indómita. Tal es el hombre animal, cuyo espíritu ha sido destronado en provecho del «alma carnal». No podrá ser salvado sin que el espíritu, reanimado y vivi­ficado por el Espíritu Santo, recupere el sitio y el poder que le corresponden. Entonces es cuando se convierte en un hom­bre espiritual, capaz de comprender y de saborear las cosas espirituales. El hombre natural o «animal» por muy inteligente, sabio, director de empresa que pueda ser, será siempre incapaz de percibir otra cosa que no sea locura dentro del mensaje evangélico. ¿Cómo describiríamos los colores a un ciego de nacimiento? En cambio, el hombre más sencillo y más igno­rante puede percibir a Dios y disfrutar de su contacto, puesto que su espíritu ha sido esclarecido por el Espíritu Santo. Consideremos el pensamiento de Jesucristo: creado a ima­gen de Dios e instruido por el Espíritu Santo. Solamente el hombre espiritual puede volver sobre los pasos del pensamiento de Jesucristo. Ya no puede vivir solo; es Cristo el que vive en él y le comunica sus pensamientos, sus deseos, su amor a los pecadores, su horror al pecado. Jesús nos ofrece la vida eterna... el tiempo no cuenta para quien lleva la eternidad en el Como la hiedra, el corazón humano aspira a sujetarse a alguien que le sobrepase. Fijación y vinculación es su lema. Destinado a la inmortalidad, no se adhiere a lo fugaz y pere­cedero. No puede olvidar que las raíces de su vida vienen desde lo alto, aunque su cometido y tareas estén aquí abajo. El corazón humano se sirve de la tierra, pero apunta hacia el cielo como si fuese una Para no ser arrastrados por el espíritu de mentira tene­mos necesidad de establecer unas normas seguras para poder descubrir las inspiraciones divinas de los demás. Ahí las tenemos: a) el Espíritu Santo glorifica siempre la persona divina y humana de Jesucristo; lo hace Rey y lo reconoce como el Cristo b) ¿acaso no se cae en paganismo al dejarse arrastrar por los ídolos mudos de la riqueza, de la gloria mun­dana y de todo aquello que toma en el corazón el lu­gar que le corresponde a Dios? Todos los ídolos son silenciosos, solamente el Dios viviente es el que habla y responde a las oraciones; ¡es necesario saber escu­char! El Espíritu es uno, y todos los creyentes reciben el mis­mo Espíritu sin distinción. Pero los dones que comunica son diferentes: — el don de sabiduría — el don de conocimiento — el don de la fe — el don de la curación — el don de milagros — el don de la profecía — el don de discernimiento de espíritus — el don de lenguas — el don de interpretación de lenguas — el don del apostolado — el don de ayuda — el don de gobierno — el don de interpretación bíblica — el don de pastor — el don de liberalidad, etc. Jesús dijo: «El que cree en Mí, de su interior brotarán ríos de agua viva. Esto dijo del Espíritu que habían de recibir los que creyesen en El...» (Juan 7­38). Una fuente única da nacimiento a diferentes ríos. Un solo Espíritu Santo, un solo Señor Jesucristo, un solo Dios Padre, pero los dones son diversos a través de las funciones diver­sas, ejercidas de diversas maneras y obteniendo resultados diversos. Esta diversidad es deseada por Dios y así debemos aceptarla por amor a la uniformidad. La libertad soberana del Espíritu en la repartición de los dones se hace con esta regla fija y absoluta: ¡Para el pró­jimo! Con lo que podemos concluir: 1. no despreciemos ningún don; esto sería censurar al Espíritu Santo. 2. no podemos dejar de cultivar ni desatender el don que hayamos recibido para que los demás no sufran. 3. nos necesitamos unos a otros más de lo que nos ima­ginamos. ¿Dios tiene realmente necesidad de nosotros? ¿No puede acaso, sin nosotros, consolar, alentar, esclarecer, fortificar las almas, curar los cuerpos, edificar su Iglesia? El caso es que El no quiere hacerlo sin nosotros, para darnos ocasión de poner al servicio de los demás nuestros di­versos dones, nuestro esfuerzo, nuestra inteligencia, y sobre todo, nuestro amor. Someter nuestros dones únicamente al servicio de nuestra propia gloria, no sólo es quitar a Dios lo que le pertenece, sino perjudicar a nuestro prójimo. Todo brota de la unidad; todo debe ponerse a disposición de la unidad. Bendecimos a Dios por no querer que seamos nosotros mismos los que hacemos la elección. La diversidad en la unidad: — un solo cuerpo y muchos miembros diversos unidos soli­dariamente, — por muy distintos que sean nuestro origen y nuestra edu­cación, el Espíritu único que nos anima y nos pone bajo una misma Paternidad nos cimenta unos a otros dentro de un sentimiento profundo de unidad de familia, — estrecha solidaridad mutua de todos los miembros. Un miembro no tiene vida si decide estar — los débiles son necesarios para el empleo juicioso y útil de las fuerzas de los fuertes, — igualmente los enfermos, las viudas, los indigentes se ne­cesitan para desarrollar el sentido de solidaridad, genero­sidad y nobleza de corazón: la caridad y la fraternidad, — los pobres salvan más ricos que viceversa. Los pobres son más necesarios a la Iglesia: uno sólo posee más ri­queza en fe que una multitud de ricos; y es por la fe que la Iglesia subsiste. La utilidad de los diversos dones: — los corintios no habían comprendido el por qué de los diferentes dones, su utilidad beneficiosa y su profunda sig­nificación, — ¡cuántos cristianos jamás dieron las gracias a Dios por todos estos dones recibidos por la Iglesia, como si no fue­sen sus miembros y como si ellos no fueran los destina­tarios!, — lo que da valor a un don espiritual no es su destello exte­rior; la valoración por parte de quien lo posee debe ha­cerse en función de la utilidad y beneficio que produce en los demás, al conjunto de la Iglesia, — todos los cristianos debemos agradecer a Dios los dones repartidos a toda su Iglesia como si fueran para uno mismo, — hay algo que vale más que todos los dones, que está a la disposición de cada uno y que ningún don puede reem­plazar. Algo sin lo cual los más preciados dones pierden su valor, como es el camino de la salvación, dentro del cual deben marchar todos los discípulos de Jesucristo. El amor es una grandeza suprema, que tiene sus caracte­res y su superioridad: — el amor sólo valora todo aquello que puede realizarse de grande, noble y elevado, — sin el amor, incluso los más hermosos dones no sirven más que para exaltar el «yo» o cultivar — la caridad es la lengua del corazón. Es el lenguaje de Dios y el único que Dios entiende, — buscamos lo maravilloso, y no nos damos cuenta de que lo maravilloso es siempre el amor, Si fuese el amor el que faltara, la fe y la esperanza no re­flejarían en absoluto la imagen de — procuremos que los dones espirituales jamás sean sepa­rados de su fuente divina, el Espíritu Santo; la unción des­de lo alto no se nos da para acariciar nuestro YO y adular nuestra vanidad, — a veces es más difícil callarse que pronunciar un discurso. Donde reinan el amor y la humildad, el orden se establece fácilmente, — el hombre, el templo del Dios viviente, como en otro tiem­po fue el de Salomón, no puede edificarse más que dentro de un orden, en paz y con gran recogimiento, — para percibir a Dios en toda su inmensidad, aparentemen­te lejana y vacía de los espacios celestes, no existe mejor telescopio que las lágrimas, — incluso puede Dios sacar provecho de una falta grave de un creyente, convirtiendo la tristeza en alegría, cuando existe una sincera humillación, — la tristeza, según Dios, viene del dolor de haber perdido a Dios, — los lugares celestes son la morada actual y habitual de los creyentes, — el Evangelio es el gran nivelador, — el Espíritu Santo el gran creador de armonía, el único ca­paz de hacer de todos los redimidos en Cristo un solo pue­blo y una sola familia, — todo es gracia, gracia soberana y absoluta: elección, predestinación a la santidad: remisión de los pecados inteligencia espiritual necesaria para entrar en los pensamientos divinos y, en fin, el don precioso del Espíritu Santo sello divino y prenda de la herencia reservada por Dios a los redimidos. Debemos reconocer que no podemos hacer nada sin un don particular del Espíritu. Pidamos a Dios que nos revele la tarea que nos tiene reservada y nos conceda el don espiritual que nos permita realizarla. Si nos ponemos sinceramente en sus manos, podemos creer, sin esperar más, que este don nos ha sido concedido y que a medida que tengamos necesidad de él y seamos obedientes se manifestará. Es posible que Dios nos haya ya comunicado un don: se trata, pues, no de pedirlo, sino de avivarlo. Muchos cristianos se lamentan de que son inútiles y no saben qué pueden hacer para el A menudo ocurre, como al siervo de la parábola, que ha enterrado su talento en el suelo. Dios, al darles su Espíritu, les dio asimismo un don; pero, por incredulidad o desobedien­cia, han dejado que se atrofie y aun se apague por falta de uso. Es por esto por lo que Dios nos recuerda que hemos recibido un espíritu no de timidez, sino de fuerza, de amor y de sabiduría. Si los obreros calificados son tan raros en la obra de Dios la falta no está ciertamente en el Señor, sino en los hombres que resisten al Espíritu. Avivemos, pues, nuestro celo y re­ novemos nuestra consagración en las manos de Dios; obedezcámosle y nos maravillaremos al ver cómo nos usa, gracias al don celeste que ha puesto en nosotros. La parábola de las diez vírgenes (Mat. 25:1) Existen igual número de vírgenes insensatas que pruden­tes. ¿Por qué tal semejanza entre ellas que sólo se las distin­gue a la hora de la verdad? Las insensatas tienen también una lámpara, hacen profesión de fe cristiana, pero no de pro­visión de aceite, nada para alimentar y reanimar la llama; formas distintas de piedad, pero sin fuerza motriz interior (2Tim. 3:5). Lo que nos descubre Jesús en esta parábola es altamente elocuente. Para Dios existen, sin lugar a dudas, tres grupos de sujetos: a) los que no tienen lámpara, son los ateos, los incrédulos, los que se han olvidado por entero de Dios, al punto que ni siquiera se han tomado la molestia ni preocupado de intentar o pretender enterarse, informarse o venir en co­nocimiento de la existencia y realidad de su Creador; b) los que sí tienen lámpara pero sin aceite, son los cristianos nominales, que conocen a Dios dentro de ritualismos, for­malismos y tradiciones cargados de hipocresía religiosa, idolatrías o abominaciones; c) los que tienen lámpara con aceite, son los que han recibi­do el Espíritu Santo, por la regeneración y por su Santa Palabra, amándole sincera e ilimitadamente. Cuando venga Jesucristo a buscar a los suyos (grupo c), uno será tomado y otro será dejado. En el campo, en la casa, en la fábrica, en la oficina, los verdaderos creyentes serán invitados a la gran cena, y todos los demás permanecerán dentro del más espantoso de los juicios. Solamente las vír­genes prudentes que tengan en sus lámparas el aceite del Espíritu Santo entrarán con el Esposo en la placidez resplan­deciente e incomparable del grandioso y extraordinario ban­quete de bodas. VIII La Salvación La salvación está perfectamente expuesta en la Epístola a los Romanos en sus capítulos 6, Lo resumiremos muy sucintamente, esquematizándolo al máximo, y aclarándolo definitivamente con el relato de «los dos ladrones» que insertamos hacia el final de este capítulo. En el centro de la historia de la humanidad se encuentra la gran ley de la solidaridad, en virtud de la cual todos somos pecadores y mortales como consecuencia de la caída de Adán. Por esta solidaridad hemos participado en el pecado y en la muerte. Igualmente por solidaridad con Cristo, tam­bién podemos ser justificados en la Cruz beneficiándonos de la vida y de la justicia. La liberación del pecado es una gracia que es preciso al­canzar por la fe, lo mismo que el seguro de salvación. Para ser justificado hay que creer en el perdón gratuito, en el amor divino que perdona por pura gracia, a causa de la obra expiatoria de Cristo. Bajo el régimen de la gracia no se puede hablar más que de «don gratuito»: Dios no es un comerciante y ¿quién po­drá —y con qué— comprar la vida eterna? ¿Nos podemos liberar de la ley? — la liberación del pecado sólo es posible bajo el régimen de la gracia. Lo que significa terminar con el régimen de la ley, — esto solamente se puede lograr con la muerte, puesto que mientras vivimos no tenemos derecho a desentendernos de su poder soberano, — la ley (término masculino en griego) tiene los derechos de un marido: su esposa no puede entregarse a otro antes de ser viuda, — de hecho, no es el marido el que muere, es la esposa, el creyente, — el creyente muere en el justo instante en que se une por la fe a Cristo crucificado, resucitando — por tanto, dentro de la legalidad, cuando nos situamos en Jesucristo, morimos según el pecado y la carne, — dejamos de vivir dentro de la ley de la carne, — no permanecemos, ni un minuto más, sujetos a un marido tiránico, desalentador, siempre exigente sin poder satis­facer jamás sus exigencias, — ¡todo empieza de nuevo! y nos entregamos en las manos de nuestro Esposo, el Señor, con toda la fuerza y la ale­gría que El mismo nos da. ¿ENTONCES, LA LEY NO SIRVE PARA NADA? La ley es santa, es el corazón que está manchado; la ley no hace más que poner al día esta mancha profunda. La ley se propuso para que se llegue a la gracia y la gracia se da a fin de que se cumpla la ley. Se puede establecer un paralelismo sobre la lucha interior que nace del hecho de que la ley es espiritual mientras que nosotros somos carnales. Después de la caída, el hombre es semejante a un jinete que ya no es dueño de su cabalgadura: el jinete (el espíritu), es llevado por el caballo (la carne) allí donde él no quisiera ir hasta el momento en que, en Cristo, el Espíritu Santo devuelve al espíritu humano las riendas y el dominio de la carne. Se pueden contar hasta siete etapas en esta «vía dolorosa» que desemboca en la gloria: 1.° sin la ley, simplemente se vivía, 2.° aparece la ley: la admiramos y la aceptamos por ma­rido, 3.° el pecado que está en nosotros rehúsa someterse a su marido, 4° el marido declara su incapacidad para curarnos y co­rregirnos, lo único que puede hacer es matarnos; en efecto, constatamos, que la ley sirvió para matar a Cristo, 5.° nos casamos de nuevo, ¡con Jesucristo!, 6.° ¡es la liberación!, libertad y divina comunión, 7.° ¡la gloria eterna!. El pacto de la Nueva Alianza es infinitamente superior al de la Antigua Alianza: — mientras la ley de Dios permanece sólo escrita en las ta­blas de piedra no puede cambiar los corazones, únicamente puede condenar a muerte, — a la letra impotente se opone el espíritu, — la obra del Espíritu consiste en vivificar nuestro espíritu, inspirarle el horror al pecado, el amor hacia Dios y hacer su voluntad, — el pacto de la Antigua Alianza, que sólo pudo ofrecer la muerte, puesto que la letra mata, tuvo también sus glo­rias, glorias efímeras como este destello que hacía resplan­decer el rostro — el pacto de la Nueva Alianza es mucho más glorioso, — el primero era un pacto de muerte, de condenación, pro­visional ., — el otro, un pacto del espíritu, de la justicia, permanente. Sus ministros no necesitan ningún destello visible a los ojos de la carne, ningún prestigio exterior, ni siquiera un velo, — si los Judíos no perciben la gloria de este nuevo pacto, es que hay todavía un velo... sobre sus corazones, que les im­pide ver la belleza del Evangelio, — sin Jesucristo, el Antiguo Testamento no es más que un enigma, — Jesucristo es, pues, este espíritu que vivifica, que hace viviente y vivificante la letra del Antiguo Testamento, lle­vando la vida hasta donde se le deja penetrar. Da la liber­tad al alma liberándola de la letra de la ley, — mientras que sólo era la piel del rostro de Moisés la que brillaba con un misterioso resplandor, es el alma, la per­sonalidad entera del redimido la que se transforma en la imagen de su Salvador, de gloria en gloria, de santidad en santidad, bajo la acción del Espíritu de santidad, — la serpiente decía: desobedeced y seréis como Dios, — el Evangelio afirma: contemplad sin cesar a Jesús, y os convertiréis en su imagen, — mientras no decidamos obedecer a Dios, caminar en la luz, es decir, siguiendo dócilmente cada rayo de luz que esclarece la conciencia, se deteriora el ojo espiritual, lo que incapacita para poder discernir la ley divina, — de nada sirve ser muy inteligente o muy instruido para comprender el Evangelio; basta con una conciencia recta y un amor sincero a la verdad. El es resplandeciente: con tal de que el ojo sea sano, estará siempre iluminado. — el esplendor del Evangelio es Cristo. Y es esta verdad la que hay que predicar, — es siempre la palabra creadora de Dios la que hace bro­tar la luz; — de la misma forma que fue el contacto de Dios el que con­virtió el rostro de Moisés en resplandeciente, la gloria de Dios resplandece sobre su cara por la presencia de Cristo en el cielo. Me gustaría poder llevar el ánimo del lector, en este im­portante capítulo de «La salvación», hasta tal punto que pu­diese romper definitivamente las cadenas y librarse de este miedo y terror a la muerte, que no debiera existir de ningu­na manera en el corazón de un cristiano que ama a Jesucristo y que ha pasado, por tanto, de muerte a vida y que ha sido redimido por la sangre expiatoria de nuestro Señor en la Cruz. El Nuevo Testamento está lleno, abarrotado, de afirmacio­nes de Cristo y de sus apóstoles que no dejan ni un solo res­quicio que pueda servir de base para poder sucumbir ante esta clase de temores que a veces nos acosan. Leamos lo que dice el Señor en Juan 5:24: «El que oye mi palabra, y cree en el que me envió, tiene vida eterna, y no vendrá a condenación (en griego, literalmente "no será sometido a juicio"), sino que ha pasado de muerte a vida.» Fijémonos que el Señor no habla en futuro sino en presente, que ya es pasado. No hay ningún futuro, ni ningún condicio­nal, de que nos salvaremos si cumplimos tales reglas o si ha­cemos cuales cosas. No, no. Dice literalmente «ha pasado», es decir,, que tiene vida eterna, desde el mismo momento en que hemos aceptado a Cristo como Hijo de Dios y como Sal­vador porque su sacrificio en el Calvario es suficiente para limpiarnos y redimirnos de todos nuestros pecados y apare­cer como justos delante de Dios. La lectura de lo que dice Pablo en Romanos 7 y 8 nos sugiere algunas consideraciones que exponemos a continua­ción: — ¿podemos creer que el apóstol Pablo era un hombre per­fecto, libre de pecado, libre totalmente de los problemas de la carne? — ¡de ninguna manera! ¡todo lo contrario! — cuando hace una analogía del matrimonio para destacar las diferencias entre la ley y la gracia, fijémonos en que en ningún momento nos dice que como cristianos hemos quedado libres del pecado, sino que lo ocurrido es que hemos muerto a la ley (versículo 4) mediante el cuerpo de Cristo. De modo que estamos libres de la ley (versículo 6) porque estamos bajo el régimen nuevo del Espíritu, — y aquí alguien podría decir: Así, pues, los que están bajo el régimen del Espíritu están libres de todo pecado, — pero... no. El mismo apóstol en el versículo 14 nos dice: «la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al poder del pecado...», — fijémonos en que el apóstol está haciendo aquí una pública confesión de su incapacidad para librarse del pecado: «...porque no comprendo mi proceder, sino lo que abo­rrezco esto hago», — si continuamos leyendo, del 16 al 23, es una pura confe­sión: «Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros que hace guerra contra la ley de mi mente», — en el versículo 24 después de concluir que no tiene solu­ción y habiendo llegado al cénit de la desesperación, excla­ma: «¡Miserable hombre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de — pero inmediatamente responde: «Gracias doy a Dios, por medio de Jesucristo nuestro Señor», — finalmente, al acabar el capítulo concluye que con la muer­te sirve a la ley de Dios pero con la carne sirve al pecado. ¡Esta es la triste conclusión a la que llega Pablo después de hacer un pequeño análisis de su propia conducta!, — pero... ¿cómo empieza el próximo capítulo 8? Empieza diciendo: «¡Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús!, — y aquí tenemos que hacer un entreacto, para echar una parrafada, porque hay algo muy importante que debemos conocer, — yo les rogaría que leyesen todo este pasaje en la nueva revisión de 1977 de la Biblia de «Reina­Valera», que junta­mente con la de «Jerusalén» son las dos mejores versiones que existen en la actualidad, — fijémonos en que la segunda parte del versículo 1 del ca­pítulo 8, «los que no están andando conforme a la carne, sino conforme al Espíritu», está entre corchetes, — ¿saben ustedes por qué está entre corchetes? ¡Sencillamen­te porque esta segunda parte del versículo no la escribió el apóstol Pablo!, — y por esta razón, de que no la escribió el apóstol Pablo, no figura en los manuscritos más antiguos y dignos de cré­dito del Nuevo Testamento, — ¿qué es lo que ocurrió exactamente? Pues ocurrió que al­gún copista del siglo ni o iv, bien aleccionado por algún Teólogo perteneciente al nuevo nacional­catolicismo que ya había hecho su aparición en Roma (y que ya sabemos cómo se las gastan), introdujo a continuación del versícu­lo 1 lo que el apóstol escribió en el 4, — ¿por qué se hizo esta barbaridad? Pues sencillamente, por­que la forma de pensar del apóstol ya no encajaba en la doctrina de la Iglesia Romana de los siglos ni y iv, — el apóstol Pablo declara enfáticamente (esgún los manus­critos griegos y sin añadidos): «Ahora, pues, ninguna con­denación hay para los que están en Cristo Jesús. Porque la ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte. Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto (yo) era débil (y pecaba) a causa de la carne. Dios enviando a su propio Hijo en se­mejanza de carne de pecado y en lo concerniente al peca­ do, condenó al pecado en la carne; para que (pese a nues­tro pecado, pese a que con la carne servimos a "la ley del pecado") la justicia de la ley se cumpliese en nosotros (a través de Cristo), los que no andamos conforme a la carne (por haber sido redimidos por Cristo), sino conforme (a la "ley del Espíritu") al Espíritu», — esto es lo que escribió Pablo después de analizar su propia conducta y reconocer sus propias debilidades y fracasos — pero algún Teólogo del siglo IV se dijo: ¿cómo vamos a decir esto al pueblo? Este Pablo estaba loco de remate. Si decimos a la gente que «ninguna condenación hay para los que están en Cristo...» ¿dónde queda la autoridad de la Iglesia y la del sacerdocio? ¿Cómo vamos a dominar al pueblo bajo el temor de la condenación si les decimos, así de entrada, que para el verdadero creyente no hay conde­nación? ¡Esto no puede ser! ¡Hay que arreglarlo de alguna manera!, — ¿cómo? añadiremos al versículo 1 lo que el apóstol había dicho en el 4: «los que no están andando conforme a la carne, sino conforme al Espíritu», ¡fíjense ustedes lo que hizo esa raza de víboras que ya estaba ahí! ¡Ya tenemos el típico condicional de la Iglesia Romana!, — la Iglesia Romana nos dice: ciertamente no hay ninguna condenación para los que están en Cristo Jesús, pero ¡cuidado, carísimos hermanos! ¡sólo para los que están en Cristo Jesús! ¿Y quiénes son los que están en Cristo Je­sús? ¡Solamente los que no están andando conforme a la carne, sino conforme al Espíritu! (que es lo que hemos visto dentro de los corchetes en la Biblia), es decir, sola­mente aquellos que siguen las normas de la Iglesia y se comportan consecuentemente guardando todos los precep­tos y las reglas..., — ¡esto es completamente falso! Pablo nunca dijo ni escribió tal barbaridad. Se limitó a decirnos que pese a que somos pecadores, pese a que no hacemos el bien sino el mal, pese a que nuestro cuerpo traiciona a nuestra mente, ¡ninguna condenación hay para nosotros! ya que por la unión con Cristo Jesús, la ley del Espíritu de vida nos ha librado de la ley del pecado y de la muerte, — esto es exactamente lo que nos dijo Pablo y esto es ¡la gran verdad del Evangelio! Lo demás son falsificaciones y mentiras interesadas que sirven para construir esas entelequias a que nos tienen acostumbrados los cobardes teólo­gos a través de sus contradicciones, — además, por si fuera poco, esta versión auténtica de Pablo está completamente en la línea de las palabras de Jesucris­to a la mujer pecadora pública, cuando dice: «sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho; mas aquel a quien se le perdona poco, poco ama». ¡Naturalmente! El amor grande y verdadero que se tiene a Jesucristo tiene tal naturaleza, tanta fuerza y potencia acumulada, desa­rrolla tal cantidad de energía, que aniquila, pulveriza y destruye cualquier pecado que se haya podido cometer. Es decir, cuando ya se ha entrado de lleno dentro de la «ley del Espíritu» la purificación es tan enorme y de tanta envergadura que todo lo demás es... silencio, — en sus palabras a la mujer pecadora pública (Luc. 7:47) no establece una simple correlación de proporcionalidad: a quien ama mucho­­­­­­­­ se le perdona mucho a quien ama poco­­­­­­­­­­ se le perdona poco sino que Jesucristo penetra mucho más allá de una pura ley de crecimiento hipergeométrico, incluso más que la misma exponencial: es un auténtico campo vectorial de fuerzas demoledoras del pecado. ¡Así es de importante, el verdadero y grande amor que se le tiene!, — nos damos perfecta cuenta del insondable abismo que se­para la revelación de Pablo, puro Evangelio, de lo que estos señores de Roma nos han enseñado y nos siguen explican­do, relleno de «gazapos» y de «gazapas», — ¡señores! aquí no hay lugar para temores, ni para condi­cionantes, ni purgatorios, ni Misas expiatorias, ni condena­ciones, ni excomuniones, ni intervenciones humanas de ningún tipo, — ¿por qué nos han engañado de esta forma? ¿Por qué nos quieren meter en el cuerpo estos temores infundados? ¿Por qué nos amenazan en seguida con el terror de la conde­nación eterna? ¿Por qué Roma sólo sabe hablar de peca­dos mortales, veniales, especiales, normales y paranormales, obligándonos a vivir bajo la servidumbre de la ley y no bajo la gracia?, — ¡debemos estar firmes en la libertad con que Cristo nos hizo libres y no estar sujetos al yugo de la esclavitud! Pues sí, por la ley hemos de justificarnos... ¡en vano murió Cristo! — tenemos que entrar en «la ley del Espíritu», sin resquemo­res, amando ilimitadamente a Jesucristo; y entonces sí podremos pronunciar, con total liberación y completa se­guridad, las tranquilizadoras y maravillosas palabras de Pablo: ¡¡¡Para mí el vivir es Cristo, y el morir es ganancia!!! ¿ENTONCES, LAS OBRAS NO SIRVEN PARA NADA? Pablo dice: «...no por las obras, para que nadie se glo­ríe...» (Ef. 2:9) La Biblia subraya el valor de las buenas obras que resul­tan de una persona salvada, pero ellas no prejuzgan la sal­vación y no forman parte de su estructura. Por este motivo la primera cuestión a resolver entre Dios y el hombre es la de aceptar a Cristo. Sólo Dios puede resolver la cuestión del pecado; sólo El puede hacernos pasar desde el poder de las tinieblas al reino de su Hijo bienamado. Dios no puede ejercer su gracia más que por la Cruz, en donde todo lo relacionado con el pecado ha sido para siempre resuelto. La salvación, pues, es imposible de realizar, incluso por el mismo Dios infinito, si no es a través del mismo Je­sucristo, Por ello un simple acto de fe en Jesucristo abre en toda su amplitud el acceso al poder y a la gracia infinitos de Dios. Esta palabra, creer, representa todo lo que un pecador puede hacer y todo lo que debe hacer para salvarse. Debe creer lo que Dios ha dicho de su Hijo, es decir, que se ha identificado con todas las miserias de nuestro estado de per­dición y que ha resucitado de entre los muertos para ser un salvador viviente para todos aquellos que ponen su confianza en El. Creer en Cristo es ver y aceptar toda la suficiencia de su gracia que salva. Creer es la única condición de la salvación. Los que no creen están condenados. El sacrificio de la cruz ha satisfecho a Dios para siempre. Lo que El hace está basado sobre el valor que aplica a la obra realizada por Cristo. Los hechos y las condiciones de la salvación están basados sobre la estimación divina, más que sobre la de los hombres. La salvación no se ha ofrecido a los que son buenos y re­ligiosos. Tampoco se garantiza a los que esperan que Dios al final se mostrará bueno y misericordioso. Se ofrece a todos los pecadores que sin méritos, sin fuerzas, han creído de una vez por todas, en su Hijo Jesucristo. Esto hay que creerlo, simplemente porque Dios lo ha dicho en su palabra. La seguridad nace de la confianza en Cristo. El ha dicho: «Yo no echaré fuera al que venga a Mí.» Esta cuestión es ex­tremadamente seria, pues la sinceridad y la honestidad de Cristo están en juego. Aquel que dude de la salvación sobre este punto no comete un acto de humildad, comete por el con­trario, un acto de desconfianza hacia Dios. ¡Hace a Dios men­ Dios nos da la vida eterna con carácter definitivo al com­placerle creyendo y amando a su Hijo: «En verdad, en verdad os digo, que el que oye mis palabras y cree en el que me ha enviado, tiene la vida eterna y no vendrá a condenación, sino que pasó de muerte a vida.» El seguro de salvación no reposa sobre una base imagina­ria, se apoya sobre el amor de Dios manifestado por el don de su Hijo, entregado a la muerte por nosotros, resucitando por nosotros, intercediendo por nosotros. A la intercesión del Espíritu Santo habitando el corazón de los redimidos corresponde la de Cristo rogando por ellos en el cielo. ¡El juez convertido en abogado! ¿Quién se atreve a luchar contra esta coalición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo? La salvación depende pura y enteramente en aceptar, por la fe, a Jesucristo como nuestro salvador, y después conside­rar la vida cristiana como un íntimo idilio amoroso con El. De esta seguridad en la salvación nos dieron un ejemplo vivísimo y firme los cristianos Estos hombres y mujeres que vivieron durante los prime­ros siglos del cristianismo daban sus vidas en los circos ro­manos con una valentía y un heroísmo tan desmesurados, con un coraje y una naturalidad tan elevados, y sobre todo, con aquella serenidad tan novedosa, que nos sentimos obli­gados a preguntarnos ¿qué era en realidad lo que les daba aquella fuerza y aquella alegría a estas gentes que iban a morir y a dejarse matar antes que renunciar a su fe cristiana y adorar a los ídolos paganos? Era la seguridad en la salvación. Ellos no vacilaban y no albergaban ninguna duda sobre la mecánica de la salvación: sabían que por su fe en Cristo habían recibido la vida eterna y que el Espíritu Santo que habitaba en su interior los acompañaría directa e inmediatamente a las manos del Padre en el paraíso. Cuando Justino, antiguo filósofo pagano convertido a la fe cristiana, fue presentado ante el procónsul pagano Rufus, éste le preguntó: «¿Supones que si te enviara a los leones o mandara cortar tu cabeza irías a un lugar donde serías honrado y recompen­sado?» La contestación fue tajante: «No lo supongo. Lo sé, y estoy absolutamente seguro de Esta firmeza sin titubeos de aquellos creyentes que vivie­ron más de cerca los orígenes del cristianismo y que, por tanto, estaban más imbuidos e impregnados del verdadero espíritu de su fundador, es todo un ejemplo de desprecio a la muerte y de añoranza de Jesucristo que no hace más que afianzarnos en que poseían la certeza y la seguridad de la vida eterna. Esto nos marca la línea que debemos seguir los cristia­nos de ahora si queremos estar dentro del auténtico cristia­nismo sellado por el marchamo de aquellos hombres que estuvieron tan cerca de los apóstoles y de sus sucesores: tener fe y amor a Jesucristo ilimitada e incondicionalmente, creer en la seguridad de la salvación y no tener miedo a la muerte. La salvación según Roma — Para el Catolicismo, lo que salva o condena son las buenas obras, — la salvación depende exclusivamente de nosotros a través de nuestras obras y nuestras devociones, — nadie se puede salvar, si no está en gracia de Dios, — estar en gracia de Dios es no estar en pecado mortal, — y para esto, basta haberse confesado con un sacerdote, — la salvación a través de la confesión viene condicionada por las obras y surje su efecto a través del confesor me­diante las palabras: «ego te absolvo pecatis tuis...», — excepto en caso de santidad se pasa siempre por el Pur­gatorio, — la duración en el Purgatorio es función de la cantidad de malas obras confesadas, — si se está en pecado mortal y no se confiesa, se condena, — si una meretriz no ha hecho puntual confesión de todos y cada uno de sus pecados, queda irrevocablemente con­denada, — Roma impone siempre la ineludible mediación de la je­rarquía eclesiástica entre las escrituras y los creyentes, — Roma asegura que el mensaje de la Biblia no es objeto de Fe mientras no sea refrendado por el magisterio infalible de la jerarquía, — insiste en que no se perdona pecado mortal alguno sin confesión auricular, confesando todos y cada uno de los pecados mortales. Roma ha llegado a imponer (y de hecho existe) en la pie­dad del católico un ritualismo o sacramentalismo rutinario que conduce a aquel a pensar que para salvarse tiene bas­tante con acudir al confesonario o al comulgatorio, olvidando la necesidad de la auténtica y verdadera fe y del genuino arre­pentimiento. Ayuda mucho para poder conseguir la vida eterna, siem­pre según Roma: — asistir a la Santa Misa, — la comunión diaria, — hacer novenas, vía crucis y rosarios, — asistir a procesiones y ejercicios espirituales, — primeros sábados, — y sobre todo, hacer los nueve primeros viernes de cada mes (esto da seguro de salvación), — también ayudan las peregrinaciones, culto a imágenes, án­gel de la guarda, etc. SE ESTA EN PECADO MORTAL (según Roma): 1. ° si no se cumplen los Mandamientos de la ley de Dios (Versión Papa S. Pío X), 2. ° si no se cumplen los Mandamientos de la Santa Madre Iglesia Católica y Apostólica, 3. ° si no se aceptan los dogmas establecidos por Roma, 4. ° si no se reciben los Sacramentos establecidos por Roma. Dos casos prácticos: a) si los Obispos declaran fiesta de precepto en España una fiesta nacional, la no asistencia a Misa es pecado mortal aun cuando en el país vecino no lo sea. (Ya me explicarán el sentido de catolicidad de esta Iglesia) b) un Señor de comunión diaria que no asiste a Misa el domingo peca mortalmente. (O sea, que la Misa es más importante que la misma comunión, aun cuando a la Misa la inventaron para justificar la propia comunión) En fin, donde Roma carga más las tintas es en la confesión, en la Santa Misa, en la devoción sin límites a la Virgen Ma­ría, que ha sido nombrada «Reina de los Cielos», y en que cualquier gracia que podamos recibir de su Hijo Jesucristo se obtiene por mediación de ella (lo que es un insulto al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo). — Roma establece la «Recomendación del alma» para la bue­na muerte introduciendo las • Santa María, ruega por mí, • San José, ruega por mí. • Jesús, José y María, asistidme en mi agonía. — las Misas liberan y acortan las penas del purgatorio, — las llamadas «Gregorianas» aplicadas treinta días consecu­tivos aseguran la salida — casi todo lo explican teológicamente, — caso de duda: «Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que lo sabrían explicar». Nosotros, a su vez, agregamos que: — lo del purgatorio no se puede entender ni a base de Doc­tores, por cuanto Dios no puede exigir dos veces el pago de una misma deuda, — el pago de nuestros pecados fue ya pagado con creces por Cristo en la Cruz, — exigir una expiación o pago suplementario en un supuesto purgatorio es blasfemo para con Cristo y denigrante para aquellos a quienes Jesús lavó con su sangre, — cualquier parecido que encontremos entre esta salvación y la de los Evangelios es «pura coincidencia». Relato de los dos ladrones Entresacamos primero un trozo del Evangelio de Lucas: «Y uno de los malhechores que estaban colgados le injuriaba diciendo: "Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros." «Respondiendo el otro, le reprendió diciendo: "¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? "Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, por­que recibimos lo que merecieron nuestros hechos; mas éste, ningún mal hizo." »Y dijo a Jesús: "Acuérdate de mí cuando vengas a tu reino." «Entonces Jesús le dijo: "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso"» (Luc. En primer lugar sabemos que los dos ladrones fueron cru­cificados junto a Jesús, uno a la derecha y otro a la izquierda. Pero esto no quiere decir que estuvieran las tres cruces en un mismo plano como nos enseñan las estampas, sino que lo lógico es que para la economía y fáciles servicios de los soldados, estuvieran en una especie de semicírculo bastante cerrado para controlar fácilmente a los tres ajusticiados. Por lo tanto, puede razonablemente admitirse que los tres crucificados estaban bastante cerca el uno del otro, a pocos metros de distancia; y que seguramente se trataba de tres cruces de parecidas dimensiones, y no una grande para Jesús y dos más bajitas, como seguimos viendo en muchos dibujos. O sea, que los tres hombres que iban a morir se podían ver y oír perfectamente entre sí, estaban situados en una posición «elevada» (la misma altura geométrica para los tres) y dominaban desde esta situación encopetada todos los movimientos de los soldados y del pueblo que estaban allí con­gregados, y también oían todo lo que decían. Los dos ladrones podían leer en la cruz de Jesús un titulo escrito con letras griegas, latinas y hebreas: «este es el Rey de los judíos». Los dos ladrones tuvieron ocasión de oír los insultos diri­gidos a Jesús por parte del pueblo, y cómo le escarnecían los soldados, cómo le escupían y, en fin, cómo se movían todos aquellos gusanos debajo de ellos. Todo este espectáculo lo veían en primera fila, como desde un proscenio; no podían perderse ni una sola mueca de Jesús. A medida que pasaba el tiempo había uno de los dos la­drones (al que llamaremos l.er ladrón) que se estaba compungiendo y hasta se estaba decantando del lado de Jesús. Cuando el 2.° ladrón le injurió, el primero saltó en su defensa reprendiéndole. El primer ladrón: — reconoció que ellos dos recibían justamente su merecido, — dijo que Jesús ningún mal había hecho, — le reconoció también a Jesús que algún día reinaría (pen­saba que vendría a reinar sobre la — le concedía poder de resucitar y volver para reinar, — le consideró a Jesús como su Dios que estaba en la misma condenación. En resumen, que en pocos instantes no sólo demostró un arrepentimiento por sus culpas al reconocer que el castigo era justo y merecido, sino que reconocía a Jesús como su Dios, que un día reinaría, y por tanto, que resucitaría, y se atrevió incluso a pedirle que le llevara con él a su reino, de­mostrando una fe total en el poder y la personalidad de Je­sucristo. Era una súplica tan humilde como firme en su cer­teza. En lo más íntimo de su fondo, confiesa su pecado, confiesa su fe, se da cuenta de la inocencia de Jesús y también de su realeza y de su divinidad. Era de entre todos los que asistían al espectáculo el único que creía en la resurrección y en el triunfo del Rey de los Judíos. Fue un caso de conversión rápida, sin problemas, que cumplía todos los requisitos necesarios para salvarse: arre­pentimiento, fe en Jesús y una cierta identificación de la muerte en La respuesta de Jesús a este hombre fue fulminante y ca­tegórica: «Hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.» ¡Qué consuelo, qué alegría para Jesús, que bálsamo para un moribundo, poder dar a un compañero de suplicio una respuesta que sobrepasa todo cuanto este hombre hubiese podido Este primer ladrón será el primer hombre que morirá y subirá al cielo después de la muerte de Jesús. Se salvó, no por sus obras, que no eran precisamente «recomendables», sino por La Iglesia Católica­Romana le llama simplemente el «buen­ladrón». Lo que le interesa a Roma sobretodo es que sea bueno, es decir, que haya hecho cosas buenas en su vida (bue­nas obras) y que precisamente por haber sido bueno Jesús lo salva. Pues ¡¡¡NO!!! Jesús no le salva por ser bueno al «buen ladrón» como dice Roma, sino sencillamente por tener fe en El, en el Hijo de Dios. Esto confirma que la salvación es una gracia que hace Jesús a quien quiere, sin tener en cuenta para nada las «buenas obras». Historia jamás contada y jamás escrita del 2.° ladrón Esta historia es la más interesante de todas las que se desarrollaron en el Calvario. Con el fin de que quede más clara, la dividiremos en tres actos, a saber: 1.º acto: hasta la muerte de Jesús 2.° acto: después de la muerte de Jesús 3." acto: después de la muerte del l.er ladrón Vamos a ir siguiendo, tal y como hemos venido haciendo hasta ahora, la serie de acontecimientos que se desarrollaron delante de los ojos del segundo ladrón: Primer acto — el 2.° ladrón está contemplando el mismo espectáculo que sus dos compañeros y en un proscenio idéntico — está oyendo el diálogo que se ha establecido entre Jesús y el l.er ladrón, — en cierta manera le está entrando una pequeña envidia no declarada, — a pesar de todo injuria a Jesús: «Si tú eres el Cristo sál­vate a ti mismo y a nosotros», — acababa de reconocer que caso de que fuese el Cristo ten­dría poder para poder salvar a los — ¡había dicho los tres! Este hombre se estaba solidarizando con sus compañeros, además sus palabras iban mucho más lejos que una simple solidaridad, — este hombre en cierta manera se sentía formando «equipo» con los otros dos. Porque caso de serlo haría lo imposible para llevarse con El a sus compañeros de suplicio, — y es que además veía el letrerito, «Este es el Rey de los Judíos», y por si acaso, pensaba..., — la verdad es que este hombre duro que nunca había tra­bajado, empezaba a trabajar a fondo en su cabeza, no podemos desde luego negar que formaban «equipo» — un equipo de tres hombres luchando con la muerte, viendo las mismas cosas, sufriendo dolores físicos parecidos, más o menos acompasados, etc., había una sola diferencia, los dos ladrones leían el mismo letrerito sobre la cabeza de Jesús, lo que les igualaba en categoría. ¿Y si el letrerito fuese auténtico? Quedaba de­finido el jefe del «equipo», en todo caso, hay que reconocer que el llevar un letrero ¡ya denunciaba una el 2.° ladrón empezó a ponerse nervioso porque en el peor de los casos era posible que una parte de la inscripción fuese verdadera, oyó las palabras de Jesús: «Padre perdónalos porque no saben lo que hacen», oír la palabra perdonar al tiempo que veía cómo se desa­rrollaba el espectáculo, creaba en él un gran confusio­nismo, — pero es que, además, se lo pedía a su padre; ¿qué clase de padre tenía este personaje tan misterioso?, — y unos minutos antes de verle morir, otra vez volvió a oír la palabra ¡padre!, — pero esta vez era para encomendarle su propio espíritu, — esto le intrigó y le preocupó mucho más, porque parecía que el «jefe» se había olvidado de los demás y sólo pensaba en su propio espíritu, — y de pronto sonó ¡el grito desgarrador! Que lo acaparó todo. Jesús acababa de morir. Segundo acto — ¿quién era ese hombre que acababa de morir en el pre­ciso instante en que él mismo había anunciado que iba a hacerlo?, — y justo al torcer la cabeza Jesús, vio un relámpago cega­dor con un estallido fenomenal acompañado de un terre­moto, — con todo esto, la tarde se había ennegrecido y el aguacero ya se iniciaba ostensiblemente, — vio a la multitud que se volvían golpeándose el pecho, — cómo desaparecieron uno tras otro, asustados, desconcer­tados, — vio que algunos pocos se quedaban lejos mirando estas cosas, — oyó al centurión ¡a su ejecutor! decir sin titubear: «Ver­daderamente éste era el hijo de — entonces, junto al cuerpo yerto de Jesús, sólo encontró al l.er ladrón a quien dirigirse, — ¡y tú lo declaraste inocente y a mí culpable! pero tú ¿qué es lo que sabes de todo esto?, — mientras tanto, iban llegando noticias importantes, que corrían de boca en boca hasta los mismos soldados: a) que cuando el terremoto, se había rasgado de arriba abajo el velo del Templo b) que se abrieron los sepulcros y se habían levantado muchos cuerpos de los sepultados c) que salieron de los sepulcros, vinieron a la ciudad y aparecieron a muchos d) ¡que habían matado el verdadero Cristo! e) que muchos judíos lloraban f) que toda Jerusalén se había sumido en la tristeza y ostensible duelo. — el 2.° ladrón se dirigía esta vez con gritos de exigencia al l.er ladrón, — el l.er ladrón no podía hablar ¡acababa de prorrumpir en lágrimas!, — el l.er ladrón había recibido al Espíritu Santo después de expirar Jesús («Cuando yo me vaya os mandaré otro con­solador»), — al l.er ladrón se le había formado un nudo en la garganta y no podía articular ninguna — el l.er ladrón sólo con gestos, con lágrimas y con miradas intentaba decir algo al 2.° ladrón, — de pronto, ante la mirada atónita del 2.e ladrón, éste vio cómo unos hombres descargaban la gran mazada sobre las piernas del primer ladrón, — vio cómo el cuerpo de su compañero era lanzado al vacío, al mismo tiempo que por fin articulaba un grito, — era un tremendo grito de dolor y de agonía, pero de una claridad meridiana, — acababa de lanzar su único grito con lágrimas en los ojos: «¡Jesús, te quiero!», — el primer ladrón acababa de morir. — acababa de contemplar, en su proscenio, otra muerte se­guramente más que ejemplar, la del segundo camarada de «equipo», — se quedaba solo, ¡Aquello era la soledad con mayúscula! — él, solo frente a dos cadáveres. Uno de aquellos dos hom­bres había estado tratando de convencerle de la inocencia del otro, de Jesús, inocencia que ahora ya era reconocida por todos los que se movían allá abajo, — de haberle podido hablar el l.er ladrón antes de morir, seguro que le habría arrastrado hacia Jesús, puesto que en vida de éste en la cruz ¡ya había iniciado su apostolado! — el 2.° ladrón había hecho rápidamente una serie de refle­xiones : a) el 1er. ladrón al morir había dejado escapar una tre­menda confesión de amor a Jesús b) este hombre. Jesús, a quienes ya tantos confesaban como Cristo, desde luego, era alguien c) ¡cómo! Este hombre, sereno, majestuoso, aguantando los mismos dolores físicos sin rechistar, habiéndoles con tanta dulzura... d) este hombre ¿le revelaba de pronto, una honda, des­garradora tragedia íntima? e) ¿les había hablado implícitamente, al paso, sin decla­maciones oratorias, de la grandeza de su espíritu, de la entrega a su padre, de su entrega a la humanidad, tal vez de su abandono? f) ¡Ah, este hombre no es un hombre vulgar! Este hom­bre bueno, callado, amoroso, poderoso, desconocido, es alguien. Y ese grito inesperado de su camarada de suplicio en medio de la gran tragedia del Calvario, fija la memoria de este hombre, «rey de los judíos», en el centro de su — de pronto, este 2.° ladrón estalló en sollozos, ¡qué digo aquello eran alaridos entrecortados por lágrimas y sobre­saltos!, — había comprendido perfectamente que la entrega de su otro compañero de «equipo», era algo que no se podía me­dir con patrones humanos y naturales, — había reconocido de pronto, que aquel compañero y jefe de «equipo», era nada menos que el Cristo ¡el Hijo de Dios! y que de haberlo sabido antes también se lo hubiese llevado al Paraíso, — su grito atronador fue muy elocuente: «¡Soltadme! ¡Des­clavadme!, quiero ir hasta El para besarle y abrazarle» — de pronto también sintió en sus piernas una monstruosa mazada que también lo dejaba colgado en el vacío, pero que a él «no le importaba demasiado» porque en realidad le acercaba físicamente mucho más hacia aquel a quien quería abrazar, — este 2.° ladrón, agonizando, que renegaba de todas sus mal­dades, llegaba a la convicción de que ya amaba a Jesús, que le reconocía como Cristo, acababa de recibir también el Espíritu Santo ¡ya era hijo de Dios!, — se había integrado completamente en su propio «equipo» — acababa de morir, — en él también se había cumplido la mecánica de la salva­ción, — cuando se conoce a Jesús ¡se conoce mucho más de lo que uno se cree! Se conoce lo suficiente para bien vivir y para bien morir, puesto que se conoce el fondo, el centro del corazón — subió al cielo y allí le esperaba el Padre con los brazos abiertos como al hijo pródigo, — no podía ser de otra forma. Se tenía que salvar el «equipo» entero. Para Jesús, «el apóstol de los apóstoles», esto era un simple juego de niños. ¡En el propio Calvario y al lado de El! ¿Quién se podría resistir?, — entonces se quedaron mudos para siempre y solos, los cuerpos de los tres ajusticiados, — en la lejanía apareció y se iba acercando, otro «equipo», presidido por un hombre rico llamado José de Arimatea, que venía a llevarse el cuerpo de Jesús> — Roma, a este 2° ladrón, le llama el «mal ladrón». ¡Cuántas cosas se podrían escribir sobre pasajes que ocurrieron en la apretada vida de Jesucristo sobre la tierra, y que todavía no conocemos! Les puedo asegurar a ustedes, con toda honradez, que cuando redacté esta historia inédita del 2,° ladrón, el Espíritu Santo estaba más cerca de mí de lo que lo estuvo con los Papas de Roma en sus «infalibilidades» y en los cónclaves. Ahora empiezo a comprender por qué Jesús dijo en cierta ocasión que muchas prostitutas y publicanos nos precederán en el reino de los cielos. La muerte del Salvador — La flagelación la ordenó Pilatos con la esperanza de sal­varle la vida a este acusado inocente — las consecuencias fatales de la debilidad de Pilatos: Ba­rrabás agraciado, Jesús flagelado y abandonado al odio de sus adversarios — ¡aquellos soldados crueles no se pueden imaginar el papel que iba a desempeñar en el mundo su corona de espinas! Pensaron cubrir a Jesús de desprecio con el cetro de caña y aquella corona — a su espalda desgarrada hay que añadir la lucha suprema de Getsemaní y el sufrimiento moral que sobrellevó con la carga de todos — despojado de todo, su único consuelo es poder compro­bar que recorre el camino predicho mil años atrás por el espíritu profético de los hombres del pueblo escogido. Cada nuevo hecho responde a lo que está escrito — en cuanto al motivo de la condenación, ni Pilatos ni los jefes religiosos creen en él. Es el pretexto para sus con­ciencias: la cobardía de Pilatos y la envidia y rencores de los demás — pero la verdadera razón de este suplicio infame es el pe­cado de la humanidad — lo crucificaron entre dos ladrones, lo injuriaron y «re­partieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes» (Sal. 22:18), — nuevo ultraje y nuevo cumplimiento involuntario de las escrituras, — triunfo y consuelo supremo de este Rey, cuyo compañero malhechor moribundo es el único capaz de reconocer su divina majestad, — infernal coalición del populacho profano y de los jefes religiosos, — ¡todo está contra Jesús!, — ¿por qué no interviene Dios? ¿no contesta?, — ¿por qué no confunde a estos cínicos burlones?, — ¡Si eres Rey desciende de la cruz y creeremos en ti!, — Jesús aguanta y deja hablar... no quiere bajarse de la cruz: ¡quiere salvarnos!, — nosotros sí creemos. El ha hecho mucho más que bajarse de la cruz: ¡ha resucitado de la tumba!... pero ellos no han creído, — ¿fue alguna vez tan añorado del corazón del Padre como lo es en esta hora suprema?, — el suplicio se va alargando, — las mismas tinieblas enseñan a Jesús que Dios no estaba tan indiferente a lo que sucedía, — en medio de su sufrimiento y de su angustia, el salmo 22 llega sobre sus labios como la expresión perfecta, prepa­rada desde hace un millar de años, manteniendo su alma como el más potente estímulo gracias a la seguridad del triunfo final que se apoya y ratifica así tan fuertemente, — en cuanto a los demás, estas misteriosas tinieblas ame­drentan y llenan de espanto sus corazones. ¡Dios tiene miles de maneras de hablar a los peores sordos! — estas tres horas que duró el suplicio son únicas en la his­toria de la humanidad; ¿por qué?, — porque tú, Cristo, te hiciste pecado por nosotros. ¡No ha­bía otra alternativa de salvación!, — porque el pecado es a los ojos de Dios tan odioso y cri­minal ¡que es necesario el infierno!, — porque el pecado, ¡nuestro pecado!, ha puesto entre Dios y la humanidad una nube tan espesa ¡que ha sido preciso disiparla!, — ¿por qué? Dios sigue sin contestar. Se limita a hacer com­prender a su Hijo que está en el buen camino, puesto que se van cumpliendo las escrituras..., — ¿por qué? Porque Dios es luz y amor, tiene horror al pe­cado, su amor quiere a todo precio salvar al pecador, — ¿por qué? Porque la cruz es muy importante; y tiene que ser, en los siglos venideros, la sublime revelación de lo que es por una parte el pecado del hombre, y por la otra la grandeza y la santidad del amor de Dios, — la muerte del «Cordero de Dios» marca el fin del antiguo pacto y permite a cualquiera que desee, humilde y since­ramente, entrar en el lugar sagrado (Sanctasanctórum), poder gozar y disfrutar de la comunión con Dios, — de los sepulcros que se abrieron cuando el terremoto del Viernes Santo salieron aquellos santos como espécimen y primicias de la resurrección, — la muerte del Santo y del Justo se opone de tal forma a la ley natural, que no debe extrañar que la naturaleza se turbe y se conmueva hasta tal punto que engendre y ma­nifieste fenómenos sobrenaturales, — hasta las piedras han gritado: «Tú eres el Hijo de Dios.» De esta manera Dios ha iluminado a los paganos burlán­dose de las mofas crueles y profanas de los jefes religiosos, — ¡se ha tenido que llegar a esta catástrofe! Pero el amor no muere jamás y tendrá su recompensa, — si Dios no hubiese tomado sus precauciones para poner al abrigo este precioso cadáver, seguro que los fariseos lo habrían «pulverizado» para borrar las pruebas de Su resurrección, — era necesario fundar la Iglesia sobre una tumba vacía. La sabiduría de Dios hace aparecer a José de Arimatea, pro­pietario de un sepulcro protegido, que lo cede gustosamen­te a este condenado a muerte, — ¡qué extraordinario valor y qué entereza la de José, al hacerse cargo de este Jesús abandonado, sobre el que sus adversarios acaban de triunfar!, — él ¡osó hacerlo! y su amor por Jesús queda desvelado a través de esta rica sábana de inapreciable valor en que lo envuelve, — Dios se sirve de los enemigos de la verdad para confirmar­la, así como de los que lo aman, —todas las precauciones que tomaron sus adversarios no han hecho más que atestiguar con mayor seguridad la rea­lidad de la resurrección de Jesús, — ¡los discípulos brillaron por su ausencia! Si Jesús fue juz­gado por impostor ¿qué serían sus discípulos?, gracias a las precauciones tomadas, el cadáver reposa se­guro durante todo el sábado, al abrigo del robo y el ultraje, — ningún ojo humano vio salir a Jesús de la tumba. Pero Dios ha marcado esa gloriosa victoria sobre la muerte y el infierno por una manifestación especial de su potencia. A partir de la resurrección, este séptimo día ha suplanta­do al de descanso, marcando así el carácter especial del pacto de la gracia, — las mujeres no encontraron el cuerpo de Jesús en su tum­ba. Pero les ocurrió algo infinitamente superior a lo que esperaban: Vieron y oyeron a Jesús, — ¡Alegraos! fue la primera palabra de Jesús resucitado a estas mujeres sumidas en el dolor. Por el momento no hay más explicaciones. ¡Vive! es suficiente. En Galilea respon­derá a las — ¡Hermanos! Es la primera vez que Jesús emplea este tér­mino. Sus hermanos son los que le han abandonado y re­negado..., — el más viejo y cruel enemigo de la Iglesia es el dinero. Se sirvieron de esta calumnia para arruinar la reputación de los discípulos y atentaron contra la moral de los soldados paganos comprando sus conciencias. Pero se olvidaron de que la verdad acaba siempre triunfando sobre las men­tiras, concluiremos diciendo que el Rey de la gloria no es solamente rey de los judíos, y que confía a los suyos la tarea gloriosa de hacerle rey del mundo entero, — para alentarles y estimularles Jesús les recuerda que: 1. su poder le ha sido conferido y extiende su realeza tanto en el cielo como sobre la tierra entera, 2. el carácter universal de sus enseñanzas es de tal na­turaleza que puede ser aceptado con alegría por todas las naciones: un mismo bautismo, una misma fe, un mismo Padre, un mismo Salvador, un mismo Espíritu, 3. su poder es eterno; su presencia, soberana; su amor inmutable y real: yo cuento con vosotros; vosotros po­déis contar conmigo. Bautizándolos y regenerándolos, los pecadores quedan lavados y limpios de sus peca­dos, muriendo a su antigua vida y naciendo a una nueva vida, declarándose por la fe crucificados y resu­citados con Cristo. Por este bautismo, el nombre divino del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo queda vinculado al alma del creyente, inscrito sobre su frente, grabado en su corazón. El creyente, además, no podrá olvidar ni por un instante que aquel bautis­mo es propiedad inalienable de Dios; que Dios ha pagado su propio rescate a través de su Hijo Jesucristo; y que Este es definitivamente nuestro Salvador. Conclusión Dejemos aclarada, definitivamente, la diferencia entre salvación y tesoro en el cielo puesto que son dos conceptos que se confun­den muy a menudo con ágil facilidad: — tesoro en el cielo es una simple tesaurización acumulada en la cuenta corriente personal de cada uno en el reino de los cie­los, mientras que la salvación es el pasaporte indispensable para poder penetrar o entrar en dicho reino; — la apertura de cuenta sólo es factible cuando se obtiene el pa­saporte. Una vez obtenido éste, y establecida por tanto auto­máticamente la cuenta corriente, se inicia sin más el proceso de tesaurización; — la salvación sólo se consigue por la fe, por la gracia, regene­rándose; y de ningún modo a base de obras, para que nadie se gloríe; — sin pasaporte las obras no sirven para nada, son obras muer­tas, puesto que no existe inscripción bancaria sin la cual no podemos acumular tesoro; — sin pasaporte solamente obtendremos tesoro en la tierra pasa­jero y sujeto a menoscabo por la polilla, el orín y los ladrones; — lo primero e indispensable es, siempre, reconocer a Dios, ado­rarle y glorificarle. Después ya se realizarán las buenas obras que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas. ¡Estas sí se tesaurizan! Los sistemas humanos, de cualquier religión, no pueden ofrecer una auténtica salvación puesto que no conocen al Dios único tres veces santo, sus exigencias absolutas y la condenación de cual­quier desobediencia a su ley. No conociendo el sentido real del pe­cado, ¡no ofrecen solución! El hombre, concluyen, no está conde­nado irremisiblemente y puede ganar el perdón por sus esfuerzos y sus «buenas obras». Se salva, pues, él mismo, lo que equivale a decir que en realidad no se salva en absoluto, y su conciencia, trastornada a pesar de todo, no encuentra jamás la certeza del perdón. La Biblia, por el contrario, denuncia, como sólo Dios puede ha­cerlo, la culpabilidad, Ja incapacidad y la perdición eterna del hombre. Después ella nos muestra al propio Señor en la Cruz pa­gando por amor toda nuestra deuda y ofreciéndonos gratuitamente su gracia con la seguridad de salvación total. Todo nuestro fu­turo, terrestre y celeste, está a partir de ahora concentrado en la persona de Aquél que llega para reinar eternamente. ¿Qué autor humano, qué genio religioso habría podido jamás inventar un mensaje tan humillante para el pecador orgulloso y tan maravilloso para el creyente arrepentido? Pablo tiene razón cuando grita: «Dios encerró a todos en desobediencia para tener misericordia de todos. ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabi­duría y del conocimiento de Dios! ¡Cuan inescrutables son sus juicios e insondables sus caminos! Porque, ¿quién penetró en el pensamiento del Señor?... A El sea la gloria por los siglos» (Rom. 11:32­36). El mensaje de Jesús únicamente alcanza a los genuinos pecan­tes y a los puros pecadorizos. No es apto para el hombre bueno y perfecto y colmado de honestidad. Ya que por muy sublime y de campanillas que pueda ser su virtud y grado de moralidad siem­pre será manifiestamente inhábil e insuficiente para poder pagar y satisfacer al tribunal del Gran Juicio, puesto que la bondad e im­pecabilidad son atributos exclusivos de Dios. ¡Solamente el Espíri­ tu Santo puede convencer de pecado aplicando la Palabra al cora­zón humano, arrancándole de su estado por la fe en Jesucristo! Tan sólo el Espíritu puede plasmar, en realidad, lo que Cristo nos consiguió en el Calvario. Su evidencia y acomodación sólo se resuelve y se materializa, positivamente, con nuestro dócil y resuelto consentimiento y por la acción constante del Espíritu *** IX EL PADRE Y LA ORACIÓN A Dios Padre lo consideramos como nuestro Creador. En realidad es el Creador de todo, con mayúscula. O también como Aquel que engendra y guarda con amor a los que se convierten, por la regeneración, en sus hijos espirituales. O todavía, como Aquel que tiene con Jesucristo, una rela­ción misteriosa e inefable de paternidad divina. Sobre el Padre sabemos muy poco; solamente Jesucristo nos habló unas pocas palabras de EL Pero sí lo suficiente para darnos cuenta que estamos ante Dios Todopoderoso, el Ser por antonomasia y la profundidad desconocida más misteriosa y amorosa que existe. Sería superfluo hablar de Su divinidad, como decía Pablo, ya que brilla y resplandece a los ojos de todos. Está claro que es eterno, justo, omnisciente, todopodero­so, infinitamente sabio, infinitamente amoroso, omnipresen­te, etc., en una palabra, el Padre nos aventaja y nos rebasa infinitamente. Pero oigamos a San Juan, todo lo que dice relacionado con el Padre: ¿Cuáles son las relaciones del Padre con el Hijo? 1. El Padre ama al Hijo. — esto se afirma en diversas ocasiones — ya lo amaba antes de la fundación del mundo — lo ama porque el Hijo da su vida voluntariamente 2. El Padre da su Hijo. — puesto que El amó tanto al mundo... — Jesús se convierte así en el don de Dios — sacrifica al Hijo, separándole para la obra que debe rea­lizar — envía al Hijo — lo marca con su sello, dándole el Espíritu sin mesura — da testimonio de El delante de los hombres — le hace beber el cáliz de la amargura 3. El Padre está con su Hijo mientras éste está en la tierra. — yo no estoy solo, puesto que el Padre... está conmigo — lo abandona únicamente en el instante trágico en que Je­sús se convierte «en pecado» por — el Padre está conmigo y permanece en mí. — el Padre acoge siempre al Hijo 4. El Padre le da hombres confiadamente para su «tra­bajo». — todo lo que Padre me da — los que Tú me has dado — el Padre da sus ovejas al buen pastor 5. El Padre busca sin cesar la gloria del Hijo. — mi Padre... busca mi gloria y me glorifica — le devuelve la gloria que ya tenía cerca de El antes de que el mundo existiera ¿En qué el Hijo es igual al Padre? 1. Forma una unidad con el Padre. — mi Padre y Yo somos uno — el Hijo ama al Padre y el Padre lo ama — permanece en este amor — las dos personas se confunden a menudo — quien conoce al Hijo, conoce al Padre — el que cree en el Hijo, cree en el Padre — el que ve al Hijo, ve al Padre — el que odia al Hijo, odia al Padre — la vida eterna, consiste en conocer al Padre y al Hijo — actúan conjuntamente — nosotros vendremos y haremos morada en él — el Hijo puede decir: «Padre, yo quiero...» Es verdad que es la sola ocasión, y que Jesús habla, no para El mismo, sino por nosotros — está dentro del seno de su Padre — está unido a El de la manera más íntima — el Padre está en Mí, y Yo estoy dentro del Padre — el Padre permanece en Mí — los que lo llaman Hijo de Dios han creído en El y lo han adorado 2. El Hijo revela al Padre. — sólo El le conoce — nadie vio jamás al Padre... sino el que viene de Dios — vosotros no le conocéis... pero Yo sí le conozco — el Padre me conoce y Yo conozco al Padre — Padre justo, el mundo no te quiso conocer; pero sí, Yo te conozco — nadie ha visto a Dios; el Hijo es quien lo da a conocer — Yo les di a conocer tu nombre y Yo se lo daré a conocer — el que me ve ha visto al Padre — Yo soy el camino... nadie puede ir al Padre si no es por Mí — Yo soy la puerta... si alguno entra por Mí será salvado — El camina delante de sus ovejas y ellas le siguen 3. El Padre ha puesto todas las cosas en sus manos. — todo lo que el Padre posee me pertenece — mi Padre actúa, Yo también actúo — todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo — el Padre ha concedido al Hijo el tener como El la vida en Sí mismo — como el Padre, el Hijo da la vida a quien quiere — "El ha recibido poder para dar la vida eterna a toda carne — hará resucitar en el último día — El padre ha depositado todo juicio en el Hijo — lo ha nombrado juez de los vivos y de los muertos 4. Así como salió del Padre, regresa al Padre. — es de Dios de donde he salido y que yo vengo — Yo he salido del Padre y vuelvo a El 5. El Hijo tiene derecho a una misma adoración. —que todos honren al Hijo como honran al Padre. De hecho, el que no adora al Hijo tampoco adora al Padre. — delante del nombre de Jesús toda rodilla debe flexionarse ¿En qué el Hijo es dependiente del Padre? 1. El Padre es más grande que El. 2. El Hijo vive por el Padre. 3. Busca, no Su gloria, sino la del Padre. 4. El Hijo hace la voluntad del Padre — mi alimento consiste en hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado — Yo no busco hacer mi voluntad... sino la de mi Padre — Yo hago siempre lo que le es agradable — el Hijo viene a la tierra, no de El mismo, sino enviado por el Padre — El guarda Su palabra y Sus mandamientos — El actúa según las órdenes que ha recibido — obedece las órdenes voluntariamente y da su vida — el Hijo no puede hacer nada de Sí mismo, no hace más que lo que ve hacer al Padre — Yo hago... las obras de Dios — todo lo que Yo hago es el Padre quien lo realiza en El — el Padre permanece en Mí (por el Espíritu) es El que hace las obras — Yo he terminado la obra que Tú me ordenaste — El dice las palabras de Dios — lo que Yo he oído al Padre... os lo digo a vosotros — Yo hablo según lo que el Padre me ha enseñado — Yo digo lo que he visto en casa de mi Padre — Yo os he dicho la verdad que he entendido de Dios — las cosas que Yo digo, las digo como mi Padre me las ha dicho 5. Jesús ruega al Padre. — Yo rogaré al Padre y El os dará otro Consolador — El está vivo para interceder en nuestro favor — está a la derecha del Padre... y El intercede por nosotros ¿Cuáles son las relaciones del Espíritu Santo con el Padre? — el Espíritu ha salido del Padre (como el Hijo, sale del Pa­dre; tiene, pues, su misma — ha sido dado por el Padre al Hijo sin mesura — ha sido dado por el Padre a los creyentes en su plenitud — es por el Espíritu que el Padre permanece en Jesucristo — al igual que el Padre, el Hijo envía el Espíritu Santo — el Espíritu Santo viene a tomar cerca de los discípulos la plaza dejada vacía por Jesucristo Antes de que Jesucristo viniera al mundo, en el Antiguo Testamento, los hombres, a través de la revelación, conocían al Padre como el Dios Santo, potente, temible, misericordio­so, pero también muy lejano. Es en Cristo que se ha con­vertido en el Padre de los que creen (en el evangelio de San Juan la palabra «el Padre» es empleada más de ciento diez veces). Merece destacar también que cada una de las personas de la Trinidad tiende a glorificar a la otra: — el Padre glorifica al Hijo — el Hijo glorifica al Padre — el Espíritu Santo glorifica al Hijo Muchos pasajes (y los del mismo contenido en otros evan­gelios) nos muestran que sobre la tierra Jesucristo obtenía todo lo que quería de su Padre por medio de la oración. Y a nosotros nos dijo taxativamente que todo cuanto pi­diésemos al Padre en su nombre nos sería Pedid y se os dará. Hay que orar y pedir al Padre dirigién­donos a El con el mismo espíritu que lo hacía Jesucristo, para que el Padre sea glorificado, por puro amor filial, en la abnegación y el entero olvido de sí mismo. Hay que rezarle con el Espíritu de verdad con que nos ha marcado por nues­tra fe y llamándole Padre, tal y como Jesús nos enseñó en el Padre Por lo tanto, la oración hay que dirigirla al Padre. Cual­quiera que haya realmente glorificado a Dios en esta vida se puede decir que ha terminado todo su trabajo. Dios nos ha puesto en la tierra para que le glorifiquemos. El Padre glo­rificará a todos aquellos que le hayan ¿Y qué hace Roma a propósito de la oración? Desde luego aceptan la oración al Padre, puesto que rezan el Padre Nuestro. Pero desgraciadamente el 80 °/o de las ora­ciones van por otros derroteros. El culto a los santos y a María, acompañados de rezos y plegarias muy completas y específicas menudean con harta frecuencia. El rezo del Rosario, que ha sido potenciado con tanta fuerza por todos los últimos Papas y Obispos en general es una oración muy de repetición mecánica (y, por tanto, que tiene muy poco de oración) y que, además, no va dirigida exclusivamente al Padre, puesto que es la Virgen quien se lleva la parte del león; y sobre todo, le falta espontaneidad, que es lo que gusta a Dios. La misma Ave María en su 2.a parte («ruega por noso­tros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte»), es un ruego que sólo se puede hacer a Dios, por cuanto los peca­dos sólo los perdona el Padre, en todo momento si se lo pedimos, y lo mismo ocurre en el momento de nuestra muer­te. Además, está como siempre en contradicción con el 2.° Mandamiento de la ley de Dios, como vimos al principio de este libro. En la Salve Regina, que tanto se reza en la Iglesia Romana, ocurre exactamente lo mismo. Aquí se pone a María como abogada nuestra (quitando los papeles al propio Espíritu San­to) y como nuestra intercesora única ante Jesús. Todos sabemos lo que opina Jesús y por lo tanto Dios (que es un Dios celoso, no lo olvidemos) sobre este particular. Una oración que tiene que ofender muchísimo a Dios es el «yo pecador» de la Misa Católica, por cuanto infringe lo es­tablecido en el 2.° Mandamiento con repetición intolerable. Además de confesar a Dios todos los pecados, los confiesan a la Virgen María, a San Miguel Arcángel, a San Juan Bautista, a San Pedro, a San Pablo y a todos los Santos apóstoles, cuando los pecados sólo se pueden confesar a Dios, y sola­mente Dios es quien puede perdonarlos. Conclusión La gloria que Dios nos ha dado, como es el derecho a llamarle Padre, es a los ojos de Jesucristo la gloria suprema. Y es al mismo tiempo el bien supremo, puesto que la última voluntad del Hijo agonizando es que sus hermanos, su Igle­sia, los que su Padre le ha dado, y los que su Padre le dará, disfruten plenamente de los derechos de hijos y aprecien la inmensidad de esta gloria que es la suya propia, la de ser el Hijo único. Dice el Evangelio de San Juan (1:12): «Mas a todos los que le recibieron, a los que eren en su nombre, les dio potestad de ser hijos de Dios.» A través de Jesucristo, que ha sido amado por el Padre desde toda la eternidad, recibimos una bendición inapreciable de una grandeza y un valor infinitos del don que Dios ha he­cho a la humanidad de su Hijo bienamado. Al Padre justo, el mundo le niega su justicia, incapaz de comprender sus caminos. Jesucristo al dar a conocer a los suyos, a su Iglesia, el nombre del Padre, los coloca en estado de creer en su justicia, que a despecho de todas las aparien­cias contrarias, no puede dudar de su amor ni de su justicia. La más hermosa oración que el hombre verdadero cristia­no y simple creyente puede pronunciar en el momento de su muerte es, sin lugar a dudas: «¡Padre, recibe mi espíritu en nombre de tu Hijo y salvador mío, Jesucristo!» No es nada fácil pero tampoco desmesuradamente di­fícil ser un simple creyente, conservador, que camina de­lante del prójimo con angustia y apuro, que se identifica con la Palabra del Espíritu Santo, que marcha con ale­gría y ora al Padre sin cesar. Como Jesús dijo, nosotros con toda humildad también decimos: Te alabamos, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y entendi­dos, y las revelaste a los niños. El Dios de la Biblia es, sencillamente, el Padre Celes­tial que se hizo uno con nosotros en 


*** EPILOGO A través de este sencillo libro creo que hemos dado pun­tual respuesta a nuestro amigo José Luis de Vilallonga sobre la forma en que se debe proceder para dejar de ser católico­romano y convertirse en Cristiano a secas. Pero también me gustaría decirle claramente que al ha­cerlo debe quedarse muy tranquilo. Lo único que hacemos al obrar así es remontarnos a nuestros orígenes, aceptando únicamente lo que nos legó Jesucristo que es el verdadero fundador del Cristianismo. Roma es la que ha introducido la metamorfosis en su Igle­sia. Es decir que es Roma la que ha añadido al Cristianismo las palabras de católico y romano, y ha formado esta nueva entidad religiosa que se llama la Santa Madre Iglesia Cató­lica Apostólica y Romana, que nada tiene que ver con el ori­ginal, aunque tengan a primera vista muchos elementos co­munes. Roma ¡ha prostituido el original!, ¡se ha desviado de sus orígenes! ¡Por tanto, es ella, la Romana, la que ha caído en apostasía! ¡Pero no nosotros! Nosotros nos limitamos a creer, a rajatabla y con humildad, las enseñanzas de Jesucristo con toda fidelidad. Nosotros, los cristianos a secas, no hemos apostatado, no hemos negado nuestra creencia religiosa que profesábamos; sino que nos hemos dado cuenta de la falacia (de este chu­rro químicamente puro) que han introducido unos señores de Roma en nuestra religión. Y digo nuestra religión, porque Jesucristo nos la legó a toda la humanidad y no a unos cuan­tos para que la manipulasen a su antojo. Protestamos vivamente contra tal atropello, que durante tanto tiempo nos han escondido con tan fina hipocresía, y que por fin, hemos logrado desvelar, con la ayuda del Es­píritu Santo. Hemos decidido denunciar con todas nuestras fuerzas esta gran mentira, despegándonos de esta falsa copia que es Roma, y quedarnos en nuestro propio origen. Nos ponemos en línea total con los cristianos primitivos, y no tenemos más armas que los Santos Evangelios. — Sabemos que intentarán, como siempre, invertir el razona­miento y traducirlo todo por — sabemos también que utilizarán las mismas armas de siem­pre, porque son los mismos de — nos condenarán con un legajo testamental lleno de exco­muniones y condenaciones, — pero nos quedaremos muy tranquilos, porque sabemos también que el Espíritu de Dios está con nosotros. Ahí están ¡los mismos de siempre! Los fariseos que es­taban en el Templo en tiempo de Jesucristo son los mismos fariseos que hoy (salvo excepciones) están integrando la Cu­ria Romana alrededor del Palacio del Vaticano. Nuestra acción es honesta, por cuanto denunciamos a los auténticos desviacionistas. Jesucristo jamás nos perdonaría la hipocresía que representa el no hacerlo y quedarnos en nues­ tro confortable silencio, por miedo a Roma, con estas verda­des escondidas que nos acucian. Desgraciadamente muchos de los católicos que lean este libro no querrán reconocer jamás sus propios errores; se afe­rrarán a los argumentos de siempre, resbaladizos y nada só­lidos, basados en la oscuridad de la Biblia. — Sí, oscuridad de la Biblia, para aquellos lectores incrédu­los que se recrean en su misma orgullosa oscuridad, y que la ojean con la idea fija de encontrar el error soñado. — Sí, oscuridad de la Biblia, para el hombre aferrado a la ciencia profesional, incapaz de ser regenerado y de perci­bir las cosas del Espíritu, porque son una locura para él y no las entenderá nunca porque sólo se pueden discernir espiritualmente. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando unidos en aquelarre in­tentan falsear los principios de la verdad con recortes sutiles e inverosímiles y logran estructurar con ellos unos nuevos Evangelios. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando despreciando olímpica­mente la mitad de las leyes divinas, se inventan todo un fino simbolismo de formas y ritos burlescos que desafían y compiten con los mayores del mundo idolátrico, dentro de un sarcasmo de hipocresía silenciosa. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando explotan su misma fa­lacia en beneficio propio y no quieren apearse de ella. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando se presentan las ricas y flamantes instituciones paralelas que, vestidas con los mis­mos ropajes de las que adulan y defienden, escandalizan al robustecer únicamente la armazón del poder y las finan­zas. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando se vive de la mentira, del crimen y de la traición. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando se busca en ella lo que no se puede encontrar; cuando se busca el papado, la transubstanciación, el purgatorio o la Misa. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando aparecen los teólogos en nombre de la fe, y bajo el simple disfraz de un ecumenismo universal, nos están acercando a la inevitable y única federación que es la Iglesia del Hombre. — Sí, oscuridad de la Biblia, cuando la Iglesia se infiltra y desparrama dentro del Estado, bajo el encandilamiento de los valores históricos y sociales, que sirven únicamente de tapadera para esconder su auténtico matrimonio morganático. — Sí, pero clara y transparente como el cristal se manifiesta la Biblia, cuando se busca en ella, de todo corazón, el ca­mino de la salvación, la voluntad del Padre y la verdad del Espíritu. Entonces, ¡y sólo entonces!, el cristiano auténtico encon­trará todos los tesoros, la gracia, el consuelo, la plenitud y la luz que aparecen dentro de sus páginas si la leemos con sincero espíritu de oración y de obediencia al Espíritu Santo. Terminaremos con una reprimenda muy acertada que hizo Pablo a los Calatas: «Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anun­ciara otro evangelio diferente del que os hemos anun­ciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema» (Gal. 1:8­9). ¿Qué les pasaba a los Calatas exactamente? Añadían ciertas obras de la ley, concretamente la circun­cisión, a los Evangelios. Cosa parecida hace Roma: — no niega el Calvario, pero añade la Misa, — no niega la fe, pero exige también «obras», para la justi­ficación y la salvación, — no niega la mediación de Cristo, pero añade la mediación de María, San José y todos los — no niega el retorno de Jesucristo en la gran tribulación, pero añade su cuerpo descaradamente dentro de la hostia, Y todas estas añadiduras corrompen el verdadero Evan­gelio, haciendo que la Teología Romana sea otro Evangelio diferente, igual y como sucedía con los Calatas. Porque la pa­labra de Dios sufre detrimento y falsificación: — lo mismo por parte de menos, como hace el modernismo, en un sector de la Iglesia Protestante, que llegan a negar la divinidad de Cristo; — como por parte de más, como hace la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Para que sea la palabra de Dios, tiene que ser toda, y sola, porque Dios no tiene más que una sola ¡EL VERBO! Por tanto, la Iglesia Romana no puede arrogarse el dere­cho de ser la «continuación de la Encarnación», como ha de­clarado el Vaticano II con el fin de promulgar nuevas doctri­nas, so pretexto de que son crecimiento en la verdad, hasta llegar a decir (en oposición con lo que se dice en Hebreos 1): «Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la esposa de su Hijo Amado» (Concilio Va­ticano II, constitución dogmática sobre la Divina Reve­lación, punto 8). En estas conversaciones «que tiene Roma con Dios», debe de fallar algún cable telefónico, en disimulado cortocircuito permanente, puesto que la verdadera misión de la Iglesia es transmitir sin aumento, ni disminución, ni alteración de nin­guna clase, el mensaje de «la fe que ha sido una vez dada a los santos». El Evangelio ha sido censurado por Roma y lo ha cerce­nado. La Iglesia Católica, como hemos podido ver, «recibe la revelación», y a través del Catecismo Mayor de S. Pío X nos la explica a su manera «con unas ligeras modificaciones y aquellas dulces esperanzas...» Al final de toda esta andadura, cuando ya hemos logrado desmontar este tinglado y desvelar este enredo que nos ha tenido por tanto tiempo, amordazados, podemos enseñar las herramientas que hemos utilizado para la trabazón de nuestro discurso: — no hemos empleado sutilidades ni disfraces, — en el campo de las matemáticas, no hemos pasado de la simple suma^ — en el de la física, de la ley de la gravedad, — en la religión nos hemos dejado llevar por el «Catecismo escolar», — una simbolización elemental, — hemos discurrido con el lenguaje de la calle, — la concisión discursiva y la integridad, — una dosis suficiente de sentido común, — la sinceridad que nos exige Jesucristo, — no conocemos anfibiologías ni retruécanos, — ¡una sola vez hemos tenido que recurrir a la antítesis pa­radójica! porque es ¡el único lenguaje que manejan los teólogos para formar sus entelequias!, — hemos puesto una cosa después de la otra, — hemos tenido que llegar ¡hasta el fondo!, — ha sido necesario y obligado ¡sacar conclusiones!, — todo ello, naturalmente, muy diluido dentro del único ex­cipiente que puede ayudar al hombre: el Espíritu, — y con todo este equipaje, hemos encontrado:, ¡lo inmutable! ¡la lógica! ¡2 + 2 = 4! ¡¡¡Los Evangelios!!! ¡No con la fuerza, ni con el poder, sino con el Espíritu! Jesucristo dijo: «El que no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él...» (Le. Un niño es pequeño, débil e ignorante. Estos tres defectos le incitan y ayudan a depender y a confiar en alguien. Esa infantil dependencia confiada, filial, en Dios es lo que consti­tuye la base de la vida cristiana. 

Entonces esta pequeñez, esta bajura, esta horizontalidad y este inconveniente se convierten automáticamente a los ojos del Señor en grandeza, en altura, en verticalidad, en mejoramiento y en conformidad. Esto no significa desprecio a la especulación mental de los estudios bíblicos y teológicos. Sólo muestra que las elucu­braciones de la sabiduría humana no son la ruta por la que se llega al conocimiento sobrenatural de Dios y de su santa palabra. Cuando empecé a escribir este libro pensaba titularlo «La gran mentira y la gran verdad»; pero ahora, cuando llego al final de la primera parte, me doy cuenta de mi equivoca­ción. Debo reconocer que no fui más que un necio y un pre­tencioso al aspirar a tanto; Dios me perdone por tal desatino.

 La segunda parte, «La gran verdad», no la escribiré nunca, y no la escribiré nunca por la sencilla razón de que hace muchísimo tiempo que ya se escribió. Jesucristo mismo nos lo dice: «Escudriñad las escrituras.» La gran verdad, señores, es la Santa Biblia. Padre, Perdónalos Aunque si saben Lo que hacen

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